La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.
Psicothema, 1993. Vol. Vol. 5 (nº 2). 419-437
Ana Rosa DELGADO GONZALEZ y Gerardo PRIETO ADANEZ
Facultad de Psicología, Universidad de Salamanca
Se ha realizado una revisión teórica de las investigaciones sobre las diferencias sexuales en las aptitudes intelectuales. Las diferencias más notables que se citan aparecen en las aptitudes viso-espacial, matemática y verbal. De ellas sólo ésta última es favorable a las mujeres. Las diferencias de mayor tamaño se constatan en las investigaciones sobre la aptitud viso-espacial, campo en el que han proliferado las investigaciones diferenciales. Sin embargo, muchos estudios adolecen de limitaciones teóricas y metodológicas que permiten poner en duda la pertinencia de las conclusiones hasta el punto de que algunos autores han cuestionado incluso la existencia de diferencias. En este artículo se analizan algunas de las limitaciones más relevantes y se ofrecen recomendaciones teóricas y metodológicas que permitan abordar de manera más adecuada las futuras investigaciones.
Palabras clave: Diferencias sexuales; Inteligencia; Cognición; Medición; Revisión teórica.
Limitations of research on cognitive sex differences. A literature review on human sex differences in intellectual ability has been carried out. Viso-spatial, mathematical and verbal abilities have been the most notorious cited differences, only the last one favouring women. The most sizable difference can be found in viso-spatial aptitude, field in which differential research has proliferated. However, the limitations in theoretical as well as methodological grounds have led some authors to reasonably doubt wether differences exists at all (Capan, MacPherson y Tobin, 1985). This paper analyzes some of the most relevant limitations and offers some theoretical and methodological recommendations for future researchers.
Key words: Human Sex differences; Intelligence; Cognition; Testing; Literature Review.
Si nos dejáramos guiar por la mentalidad promedio, tan en boga hoy en día, podríamos pensar que los diseñadores -sea lo que sea aquello que diseñen- toman como referencia la persona promedio de la población en la que desean colocar sus productos. Esto significaría, en términos estadísticos, diseñar en función del percentil cincuenta en las características más relevantes; o, lo que es lo mismo, diseñar para nadie, puesto que la persona promedio en una característica, difícilmente lo será en el resto. La alternativa suele ser el diseño que tiene en cuenta al noventa por ciento de la población que se agrupa en torno a la media, excluyendo los extremos superior e inferior (Percival y Quinkert, 1987). Claro que esto no siempre es así: el diseñador de puertas sólo necesita considerar el percentil noventa y cinco en altura, puesto que el extremo inferior de la distribución pasará sobradamente por dónde pasó el superior. Con un poco de sentido común, ¿qué percentil calcularíamos para colocar un timbre?
Lo que tratado en general parece obvio se complica al referirlo a temas políticamente calientes como el de las diferencias sexuales en aptitud. Quienes trabajan por la igualdad afirman que si existe alguna diferencia importante en la ejecución de hombres y mujeres se debe al diseño de las tareas más que a las diferencias sexuales per se. La búsqueda bibliográfica informatizada en Psicología, basada en el tesauro de términos psicológicos editado por la A.P.A. (1988), incluye categorías diferenciales en función de la edad (niños, adolescentes, adultos, ancianos) o el tipo de población (humana o animal). Sin embargo, no existe nada similar con respecto al sexo, que es sólo una palabra clave más. Las razones para ello podrían ser empíricas, por ejemplo, que no se hubieran encontrado suficientes diferencias para merecer una categoría aparte, o políticas, dado que prestar atención a las diferencias podría desviar los esfuerzos realizados hasta el momento por conseguir la igualdad civil y los resultados podrían ser fácilmente distorsionados por grupos conservadores.
La cuestión es que, en la última década, la investigación sobre este tema ha crecido exponencialmente, como demuestra el hecho de que se hayan publicado en revistas con resonancia internacional más de doce mil artículos que incluyen en su descripción el término Sex differences. De éstos, cerca de once mil se refieren a diferencias sexuales en humanos muchas de las cuales se catalogan bajo el epígrafe gender o sex-related differences, ver p.e. Fernández-Sánchez, 1986; Fernández-Sánchez (Ed.), 1991) y al menos mil doscientos hacen referencia a ello en el título, lo que permite suponer que se trata de investigaciones cuyo objetivo primordial es el estudio de aquéllas.
En el ámbito educativo, la introducción de nuevas tecnologías y particularmente el uso masivo de ordenadores, ha forzado la investigación sobre las diferencias sexuales en estas nuevas habilidades (Glencross, Bluhm y Earl, 1989). Por su parte, el diseño industrial ha comenzado a tomar en consideración los problemas con los que se enfrentan las mujeres en su lugar de trabajo cuando éste, como ocurre en la mayoría de los casos, se basa en datos de la población masculina. No es sólo su ejecución la que se ve entorpecida al no contar con los equipos adecuados: también su salud se pone en peligro al no resultar adecuadas las medidas de seguridad (Mackay y Bishop, 1984).
De cualquier forma, y dado que todas las democracias occidentales reconocen el derecho de las mujeres a la educación y al trabajo en igualdad de condiciones, disimular la existencia de diferencias, en caso de que las hubiera, sólo serviría para mantener prácticas basadas en prejuicios que fomentan una mala selección, un diseño inadecuado y un desajuste crónico entre las mujeres y los recursos laborales (Redgrove, 1984) y educativos.
LAS DIFERENCIAS COGNITIVAS
La pregunta de sentido común es, obviamente, quién es más listo. Desde esta perspectiva, la respuesta es igualmente obvia: basta con aplicar un buen test de inteligencia y comparar los resultados. Este planteamiento es ingenuamente realista e ignora el hecho de que los tests psicométricos más representativos han sido cuidadosamente construidos y estandarizados para minimizar las diferencias sexuales. Una forma más ecológica de plantear la cuestión sería preguntarse por quién desempeña los trabajos que requieren más inteligencia, aunque para ello habría que decidir primero qué trabajos son estos y aquí entran en juego variables socio-históricas que están más allá del alcance de este artículo. Baste decir que, desde el comienzo de la vida en las ciudades, los gremios que aceptaron mujeres vieron declinar su categoría profesional (Anderson y Zinsser, 1988). En realidad, la única aproximación científicamente válida al tema de las diferencias sexuales en cognición se ha dedicado a examinar las aptitudes específicas que componen lo que llamamos inteligencia.
De modo que nos centraremos en las diferencias sexuales en lo que hoy se denomina globalmente cognición y tradicionalmente se conocía como inteligencia, un concepto no unitario compuesto por diversas habilidades en las que se mezclan los procesos del pensamiento, el aprendizaje y la memoria, y cuya naturaleza se ha explorado mediante análisis factoriales (Kline, 1991). Aunque se han propuesto muchos modelos de la inteligencia (p. e. Cattell, 1963: Guilford, 1967). Las modernas investigaciones siguen reconociendo y tomando como referencia los tres grupos factoriales identificados en 1941 por los Thurstone: verbal, numérico y perceptivo o viso-espacial. En los tres se han hallado diferencias sexuales que pocos han cuestionado desde que en 1974 Maccoby y Jacklin publicaron el clásico The Psychology of sex differences, recogiendo las investigaciones realizadas en un lapso de quince años. A partir de entonces, la polémica se ha centrado en la magnitud y la causa de las diferencias, más que en las diferencias en sí.
Las aptitudes viso-espaciales.
En general, los hombres obtienen puntuaciones más altas y con mayor variabilidad que las mujeres en tareas viso-espaciales a partir de la adolescencia y a lo largo del ciclo vital (Maccoby y Jacklin, 1974; Cohen y Wilkie, 1979; Harris, 1981).
La magnitud de estas diferencias depende en gran parte del tipo de tarea. Maccoby y Jacklin (1974), refiriéndose a las tareas espaciales de dos de los más populares tests de inteligencia, distinguieron entre aptitudes espaciales analíticas, que pueden resolverse utilizando estrategias verbales (PMA), y aptitudes espaciales no-analíticas, que no permiten tal mediación (WAIS). Los hombres fueron mejores en ambos tipos de tareas, pero la diferencia a su favor fue mayor en las no-analíticas (Maccoby y Jacklin, 1974; Petersen y Wittig, 1979). Esta dicotomía, sin embargo no parece ser unánimemente aceptada: una de las áreas de investigación más consistente en cuanto a la constatación de diferencias sexuales (Burnstein, Bank y Jarvik, 1980) ha sido la relativa a la dependencia de campo que el propio Witkin (1962) consideró como una aptitud fluida. La investigación posterior ha demostrado que los típicos indicadores de esta variable, el Embedded Figures Test (EFT) y el Rod and Frame Test (RFT), que exigen de los sujetos que extraigan mentalmente una figura de su contexto, están relacionados con varias medidas de aptitud espacial, tales como las incluidas en el WAIS y el PMA. Los hombres suelen mostrar mayor independencia de campo, aunque esta ventaja desaparece cuando se controla la aptitud espacial noanalítica, sugiriendo que se no trata de cuestiones diferentes (Denno,1982).
Mediante el análisis factorial de varias tareas, French, Ekstrom y Price (1963) habían hallado dos factores a los que denominaron orientación espacial, definida como la percepción de la posición y la configuración de los objetos en un espacio relativo en el que el punto de referencia es el propio sujeto, y visualización espacial, que implica la manipulación de imágenes mentales tridimensionales en un espacio absoluto. Sin embargo, no existe un acuerdo generalizado sobre el significado de dichos factores ni tampoco evidencia empírica suficiente para afirmar que dan cuenta de todas las tareas que se han venido calificando de espaciales, como es el caso de los indicadores de la dependencia de campo, o el de la tarea piagetiana de nivelar el agua, un test espacial camuflado, según Geiringer y Hyde (1976). Además, el hecho de que no siempre correlacionen mucho entre ellos (Kagan, 1982) ha llevado a algunos autores a cuestionar la existencia de una aptitud espacial general (Captan, MacPherson y Tobin, 1985).
La conocida revisión de Harris (1981) describe algunas de las muchas tareas empleadas en la investigación de la aptitud espacial: en las tareas de identificación, los sujetos han de responder si la figura - oreja, ojo, mano...- que se les presenta corresponde a la parte izquierda o a la derecha; en las de rotación, deben decidir si dos diseños geométricos, de los cuales uno está rotado con respecto al otro, tienen la misma forma: en las de desplegamiento, tendrán que plegar mentalmente una figura bidimensional y comprobar después si corresponde con una figura tridimensional -a veces rotada- que se ofrece como comparación: en las más ecológicas, como las que implican sentido de la dirección, buscarán la salida de un laberinto o buscarán su ruta en un mapa... Linn y Petersen (1985), mediante meta-análisis de diferentes investigaciones concluyeron que las mayores diferencias sexuales se encontraban al utilizar tareas de rotación, mientras que las halladas mediante tareas de visualización espacial resultaron ser menores.
Y si durante años se había tenido por incuestionable el hallazgo sobre la mayor variabilidad masculina en aptitud espacial, en los últimos años han comenzado a aparecer investigaciones que lo contradicen: Burnett, Lane y Dratt (1979) hallaron mayor variabilidad masculina con el testn Guilford-Zimmerman de visualización: utilizando otra tarea (Identical Blocks Test ), la variabilidad femenina fue mayor. También Kail, Carter y Pellegrino (1979) hallaron mayor variabilidad en la ejecución femenina. La principal implicación de estos resultados contradictorios es que posiblemente hombres y mujeres estén resolviendo los distintos tipos de tareas de forma diferente, esto es, utilizando distintas estrategias (Halpern, 1986), o, en términos más psicométricos, poniendo en funcionamiento distintas aptitudes.
Las aptitudes numéricas
Al igual que ocurre con las tareas espaciales, los hombres superan a las mujeres en tareas matemáticas a partir de los doce o trece años (Maccoby y Jacklin, 1974), y esto incluso cuando se trata de muestras de gran aptitud o se controla el entrenamiento previo (Benbow y Stanley, 1980: Meece, Eccles-Parsons, Kaczala, Goff y Futterman, 1982).
Stanley y Benbow (1982) estudiaron muestras de sujetos procedentes de un programa de búsqueda de talentos matemáticos y encontraron que la razón hombre: mujer en el extremo superior de las puntuaciones en un test de aptitud matemática altamente estandarizado (SAT-M) era de 17:1, descendiendo a medida que nos acercamos a la media, razón que se ha mantenido estable en ocho programas diferentes.
Dada la estrecha relación entre ciertas aptitudes espaciales y muchas de las tareas numéricas al uso, algunos autores han sugerido que la mayor aptitud de los varones en aquéllas podría explicar la ventaja que se manifiesta en éstas (Petersen y Wittig, 1979). Pero cuando se ha analizado la relación de las puntuaciones en test matemáticos con otras variables, el mejor predictor no ha sido la aptitud espacial, sino el número de cursos de matemáticas que figura en el curriculum (Jones, 1984). Parsons, Adler y Kaczala (1982) encontraron que las actitudes de los padres con respecto a la competencia matemática de sus hijos tenía mayor influencia que la ejecución previa en el rendimiento en matemáticas. Aún así, la relación entre las aptitudes matemática y espacial podría explicar porqué, al menos entre muestras universitarias, las mujeres obtienen mejores puntuaciones que los hombres en tareas de razonamiento matemático, que pueden resolverse mediante estrategias verbales, mientras que los hombres superan las puntuaciones femeninas en tareas como la geometría, en las que las estrategias viso-espaciales parecen más adecuadas (Stones, Beckman y Stephens, 1982).
Las aptitudes verbales
Existen varias revisiones, además de la inicial de Maccoby y Jacklin (1974), que indican la superioridad verbal de las mujeres en tareas relacionadas con el vocabulario, la articulación, la fluidez, la gramática, las analogías verbales, la lectura, la comprensión y ciertos aspectos de la creatividad (McGuiness, 1976: Hoyenga y Hoyenga, 1979: Burnstein et al.. 1980). Otros indicadores favorecen igualmente al sexo femenino: las mujeres recuperan mejor el lenguaje cuando el cerebro ha resultado dañado (Witelson, 1976), los niños tartamudean más que las niñas (Corballis y Beale, 1983).
Las diferencias pueden observarse ya en la primera infancia (McGuiness, 1976) aunque es a partir de los 10 años cuando se hacen más fiables (Petersen y Wittig, 1979). Esta superioridad femenina se observa incluso entre los preescolares con problemas de aprendizaje (Burnstein et al.. 1980) y, es clara en la edad adulta, según muestran las puntuaciones en los subtests verbales del WAIS (Matarazzo, 1972) y en tareas verbales diversas, especialmente cuando se realizan en condiciones de tiempo limitado (Cohen y Wilkie, 1979).
Las tareas de tipo administrativo que requieren el emparejamiento de símbolos, dígitos o letras han favorecido tradicionalmente a las mujeres y se han clasificado como de rapidez perceptiva o de cambio de atención (Anastasi, 1958: Ekstrom, French y Harmon, 1976). Desde una perspectiva cognitiva se había dado por supuesto que la diferencia se encontraba en procesos perceptivos o de codificación pero Guilford (1967) criticó esta interpretación señalando que la diferencia podría deberse a una ventaja en los procesos de comparación y decisión. Los experimentos de Majeres (1990) indican que las diferencias sexuales se deben principalmente a los procesos de codificación y aparecen cuando las condiciones de la tarea no permiten utilizar un código visual. Es importante considerar que los tests de emparejamiento de símbolos pueden predecir dificultades en la lectura, problema más común entre los varones (Kerns y Decker, 1985).
Resumen y valoración
Aunque existen otras diferencias cognitivas entre hombres y mujeres, decididamente las más fiables, por replicadas, son las indicadas por Maccoby y Jacklin (1974), que dejan pocas dudas sobre la superioridad femenina en aptitud verbal y la masculina en las aptitudes espacial y matemática. No obstante la mayor parte de los estudios se limitan a señalar la existencia de diferencias estadísticamente significativas sin detenerse a cuestionar la validez de las definiciones operacionales de las aptitudes en las que se han constatado, ni a valorar la magnitud e importancia de las diferencias para la vida cotidiana de las personas. Estas deficiencias, a nuestro juicio fundamentales, serán objeto de atención más adelante.
LA INTERPRETACION DE LAS DIFERENCIAS
Bien porque el número de investigaciones es mayor, bien porque la diferencias son mayores o, en fin, porque al igual que en el caso de las profesiones, las masculinas parecen convertirse automáticamente en las más interesantes, la mayor parte de las interpretaciones se refieren a las diferencias en aptitud espacial que, por extensión se aplican ocasionalmente a las otras dos.
Las hipótesis biológicas
Las hipótesis biológicas. A comienzos de la década de los sesenta se popularizaron las hipótesis genéticas sobre casi todos los fenómenos psicológicos necesitados de explicación, incluído el de las diferencias sexuales. El mecanismo es sencillo: si existiera un gen asociado al cromosoma X con dos alelos, uno recesivo a que facilita la aparición fenotípica de la aptitud y otro dominante A , se darían sólo dos posibles genotipos en los varones a y A, y tres en las mujeres aa, Aa y AA. Suponiendo que a apareciera con una frecuencia q, la proporción de sujetos aptos sería q en los varones pero sólo q2 para las mujeres, puesto que el fenotipo correspondiente a los sujetos mejor dotados sólo se asocia con los genotipos que no incluyen el alelo dominante.
Esta hipótesis se puso a prueba analizando las relaciones de la aptitud espacial de los padres con la de sus hijos: la más evidente es la relativa a la herencia de los hijos varones, ya que su cromosoma X no procede del padre, sino de la madre por lo que la relación en aptitud puede predecirse con gran exactitud. Las primeras investigaciones hallaron cierta evidencia (Stafford, 1961) que no fue replicada en estudios posteriores, razón por la cual decayó el interés en esta línea de trabajo. Contribuyeron además las críticas realizadas a los métodos de análisis matemático de las probabilidades (Boles, 1980) y el declive de la Sociobiología como disciplina en general. Salvando algunas de estas críticas, Thomas y Kail (1991) han retomado la hipótesis de la transmisión ligada al sexo de una variable ligada a la aptitud espacial, la velocidad de rotación mental. Pero, como cautelosamente reconocen, el cumplimiento de las predicciones no indica el mecanismo causal que lleva a la diferencia de aptitud.
Se han propuesto hipótesis genéticas con respecto a las habilidades matemáticas (Stafford, 1972) y verbales (Lehrke, 1974), pero es difícil entender que aptitudes no muy bien definidas y que todos manifestamos en algún grado pudieran explicarse por un mecanismo genético tan simple. Una interesante extensión de estas hipótesis se ha centrado en la interacción de factores genéticos y clase social (Fishbein, 1990).
Que toda aptitud tiene una base biológica transmitida genéticamente es algo que pocos psicólogos negarían hoy, pero es necesario explicar el camino que lleva de un alelo recesivo a la ejecución de un test. De ello han intentado dar cuenta otras hipótesis biologicistas.
Las hipótesis hormonales. La primera ventaja de las hipótesis hormonales es que son específicas de los distintos momentos evolutivos por lo que permiten la interpretación de cambios aparentemente tan bruscos como los que aparecen en las distintas aptitudes. Como contrapartida, aun cuando sabemos que la influencia de las hormonas es menor a medida que se asciende en la escala filogenética, la investigación experimental, por razones éticas, se ha llevado a cabo en animales. Nuestro conocimiento del funcionamiento hormonal en humanos se reduce a los casos de anormalidades glandulares naturales o producidas como efecto secundario de la ingestión de fármacos. Por otra parte, niveles extremos de una hormona no han de asociarse necesariamente con los mismos efectos que los niveles considerados como normales: por ejemplo la función que relaciona los niveles de andrógenos con la aptitud espacial no es lineal y son los individuos menos diferenciados sexualmente -las adolescentes con más andrógenos, los adolescentes poco androgenizados- los que mejor ejecutan las tareas espaciales (Petersen, 1976).
No contamos con evidencia clara de que la ingestión de hormonas masculinas por razones médicas durante el periodo prenatal, periodo en el que se actualiza el sexo genético, tenga efectos positivos sobre el desarrollo de aptitudes como la espacial o matemática, y los resultados de la investigación en sujetos con muy bajo nivel de testosterona (síndromes como el de Turner o el de insensibilidad androgénica) aunque indicativos de una feminización cognitiva (Hines, 1982), son confusos.
En la adolescencia, periodo crítico en el desarrollo de las características sexuales secundarias, los hallazgos han sido más coherentes. Aunque se han propuesto varias teorías para explicar la relación entre hormonas y diferencias sexuales en cognición, sólo una de ellas, la de Waber (1976), permite explicar simultáneamente la superioridad espacial masculina y la superioridad verbal femenina. Esta autora propuso como factor explicativo la tasa de maduración al encontrar que los adolescentes cuya maduración -medida mediante varios indicadores de los caracteres sexuales secundarios- era tardía estaban más lateralizados para las tareas verbales y mostraban una mejor aptitud espacial que los que habían madurado antes. En realidad se trata de un factor mediador ya que es la diferenciación neuroanatómica, producida por las mismas hormonas responsables de los cambios en la apariencia y la fisiología de los adolescentes, la que se propone en último término como responsable de las diferencias cognitivas.
A partir de la pubertad, las hormonas de hombres y mujeres funcionan de manera muy distinta: mientras que en los hombres la concentración permanece relativamente constante con un declive gradual según se acerca a la vejez, en las mujeres sólo los andrógenos permanecen más o menos constantes, mientras que las concentraciones de estrógenos y progesterona varían cíclicamente y decaen en la menopausia. ¿Implica esto que las aptitudes cognitivas de las mujeres empeoran cíclicamente, como suele pensarse, o que mejoran definitivamente con la masculinización de la adultez tardía, como proponía en los años treinta D. Gregorio Marañón ? Las investigaciones llevadas a cabo por Golub (1976) indican que, a pesar de los cambios de humor que algunas mujeres padecen, la ejecución intelectual no se ve afectada de forma significativa. Con respecto al declive en la vejez, ClarksonSmith y Halpern (1983) hallaron un empeoramiento generalizado de la aptitud espacial entre los ancianos que podía ser paliado utilizando estrategias verbales.
Las hipótesis neuroanatómicas. Quienes apoyan este tipo de explicación argumentan que las funciones masculinas o femeninas de los animales adultos están causadas por la acción de las hormonas sexuales sobre el cerebro en el periodo prenatal y, ya en la pubertad, sobre el sistema nervioso central. Son las diferencias en la organización cerebral las que determinan la ejecución diferencial en las tareas cognitivas (Harris, 1981; Kimura, 1992). Aunque en un principio se habló de una mayor especialización del hemisferio izquierdo -en el que se localizan las funciones lingüísticas- en las mujeres y del derecho -superior en la detección y el procesamiento de la información viso-espacial- en los varones, actualmente la idea es que, a partir de la adolescencia, las funciones lingüísticas se distribuyen bilateralmente en las mujeres (Searleman, 1977): de este modo, las aptitudes espaciales se desarrollan menos que en los varones, que están más lateralizados.
La evidencia empírica proviene especialmente de estudios clínicos con sujetos lesionados. Al incluir muestras femeninas en las investigaciones sobre el efecto de las lesiones corticales unilaterales en pacientes no afásicos, McGlone (1977, 1980) observó que en la muestra masculina, las lesiones del hemisferio derecho producían deterioro en la habilidad espacial y las lesiones del hemisferio izquierdo perjudicaban la aptitud verbal. En la muestra femenina, no sólo los daños en la habilidad verbal fueron menores cuando el hemisferio izquierdo había resultado dañado, sino que se halló una correlación de 0.80 entre ambas aptitudes; la aptitud espacial, siguiendo el patrón esperado, resultó perjudicada independientemente de la localización de la lesión.
En cuanto a la investigación experimental, las hipótesis neuroanatómicas se han encontrado con el grave problema de identificar la lateralidad -operacionalizada mediante indicadores conductuales- con la especialización hemisférica (Bryden, 1982). En realidad, la conducta manifiesta podría igualmente deberse a una estrategia inducida socialmente. Sin embargo, cuando se ha tenido en cuenta la interacción entre el sexo y la lateralidad conductual, así como el razonamiento, se ha encontrado evidencia de que existen diferencias neurológicas que influyen en la ejecución: entre los sujetos mejores en razonamiento, los varones zurdos - cuyo hemisferio derecho no puede ocuparse solamente de los aspectos espaciales- fueron inferiores a los diestros en las tareas espaciales, mientras que las mujeres zurdas fueron mejores que las diestras: en los sujetos con peor razonamiento los resultados fueron ambiguos (Harshman, Hampson y Berenbaum, 1983). Estos resultados no pueden explicarse desde una perspectiva psicosocial pero deben considerarse en relación con dos hechos: en primer lugar, no existen muchas investigaciones sobre el tema y las que existen no coinciden en cuanto a las diferencias (Annett, 1980): en segundo lugar la idea de que las mujeres están menos lateralizadas -o de que sus cerebros se organizan bilateralmente- se ha extraído fundamentalmente de la investigación con tareas espaciales, pero podría no ser así con respecto a otras aptitudes (Kimura, 1985).
Las hipótesis psicosociales
A pesar de la superioridad verbal femenina, la inmensa mayoría de lo que leemos ha sido escrito por hombres. Históricamente, las pocas escritoras que lograron ver reconocido su talento fueron mujeres con una independencia social y económica impropia de su época (Halpern, 1986; Anderson y Zinsser, 1988). ¿Por qué, entonces, se sigue esgrimiendo el argumento de que si las mujeres no ocupan ciertos puestos en la sociedad debe de haber algo en sus genes - o en sus hormonas o en su cerebro...- que lo explique? Y en caso de que lo hubiera, probablemente habría sido adaptativo al permitir al homo sapiens organizar una sociedad basada en la división del trabajo (Singleton, 1978), pero desde entonces han transcurrido milenios de evolución cultural que nos han permitido hacer muchas cosas que difícilmente puede decirse que estén inscritas en nuestro código genético, como pilotar aviones o utilizar energía nuclear.
En los últimos años se han extendido las investigaciones sobre la construcción social de las diferencias sexuales, dado que las creencias sobre las particularidades de cada sexo, muchas de las cuales no tienen base científica alguna, han seguido vigentes y, lo que es más asombroso, influyendo en la conducta manifiesta de hombres y mujeres. Parece ser que en la formación de estereotipos y en el mantenimiento de los roles sexuales poco importan los hallazgos científicos, pues se forman lentamente a partir de la psicología ingenua (Durkin, 1987).
La experiencia temprana. Tampoco es necesario, argumenta Wohlwill (1981), conocer la contribución de los factores genéticos antes de lanzarse a la búsqueda de elementos de experiencia temprana que puedan contribuir a las diferencias sexuales en cognición, ya que la experiencia y la estimulación ambiental son en gran medida producto de la conducta infantil: cualquier diferencia sexual que dé como resultado una sensibilidad diferente cualificará los futuros patrones de desarrollo cognitivo, especialmente en lo que concierne a la cognición espacial. Quizá el caso más ilustrativo sea el de la conducta exploratoria infantil, en la que ya se encuentran importantes diferencias sexuales (Hutt, 1972).
En las sociedades occidentales, niños y niñas son perfectamente diferenciados desde su nacimiento por signos externos como el color de los vestidos y todo tipo de accesorios, incluídos los juguetes, que sirven además como inductores de experiencia temprana (Rheingold y Cook, 1975). Incluso las reacciones de los padres hacia los juegos de sus hijos son diferentes dependiendo del sexo de éstos: aunque al preguntarles sobre ello no consideren unas conductas más apropiadas que otras, refuerzan en los niños la conducta exploratoria y en las niñas, a las que tratan como si fueran más frágiles a pesar de la similaridad física en la infancia, la petición de ayuda (Fagot, 1978).
Los roles sexuales. Quienes defienden las explicaciones sociológicas interpretan el hecho de que las diferencias sean más fiables a partir de la adolescencia como un apoyo a sus hipótesis, ya que es entonces cuando las presiones hacia la conformidad con el rol sexual son más evidentes (Nash, 1979). Sin embargo y dando la vuelta a la argumentación de Wohlwill (1981) sobre la experiencia temprana, puede también decirse que aun cuando ciertas experiencias socialmente consideradas masculinas sean necesarias para el desarrollo de la aptitud espacial, eso no significa que sean suficientes ni que a igualdad de oportunidades los resultados fueran a ser iguales para ambos sexos (Harris, 1981). Por ejemplo, desde el punto de vista transcultural, el meta-análisis de 189 investigaciones realizadas en culturas de todo el mundo señaló la existencia de diferencias sexuales que, aunque pequeñas y provinientes de trabajos muy heterogéneos, correspondían a los resultados previamente hallados en el mundo occidental (Born, Bleichrodt y van der Flier, 1987).
Krendl, Broihier y Fleetwood (1989) exploraron las actitudes hacia el uso de ordenadores de niños y niñas a lo largo de tres años. A pesar de que poseían un nivel de experiencia similar, las niñas se mostraron menos seguras de su competencia que los niños y su inseguridad aumentó a medida que aumentaba su instrucción. Investigaciones con universitarios sugieren que las mujeres necesitan apoyo para participar en actividades relacionadas con el uso de ordenadores (Arch y Cummins, 1989).
La competencia matemática que actualmente es un filtro para las profesiones científicas y técnicas, está más influida en las niñas por las actitudes de sus padres - que suelen mantener el estereotipo de la incapacidad femenina - que por su ejecución previa, lo que probablemente sirve para mantenerlas en los límites de las profesiones adecuadas en la edad adulta (Jacobs, 1991). Generalmente, este tipo de mecanismo pasa inadvertido y fomenta la perpetuación de los estereotipos negativos. Goldberge, Clinchy, Belenky y Tarule (1987) han tratado el tema de cómo la ciencia objetiva entra en contradicción con los valores inculcados en las mujeres y lleva a éstas a tener dificultades en asumir la autoridad, a dudar de su competencia, aun cuando la hayan demostrado repetidamente, y a no valorar métodos de acercamiento a los problemas más acordes con su propia experiencia.
Resumen y valoración. De las consideraciones anteriores se puede concluir que existen algunas evidencias contrastadas acerca de la importancia explicativa tanto de factores biológicos como psicosociales. Es ya tópico en nuestra disciplina referirse al interaccionismo como solución a la controversia entre herencia y ambiente. En realidad, aunque por razones expositivas se siga utilizando este tipo de esquema, la pregunta sobre qué fracción exacta de nuestra conducta se debe a la biología es -incluso en teoría- imposible de responder y, preguntas de este tipo no son problemas científicos, no caben en el ámbito de la ciencia y por tanto deberían dejarse a la filosofía o la ética (Fausto-Sterling, 1985). La importancia de investigar los condicionantes tiene que ver con la formulación de explicaciones parciales y con el diseño de programas de intervención para modificar el nivel aptitudinal y mejorar así la ejecución de los sujetos más desfavorecidos (Das, 1992).
ALGUNAS CUESTIONES TEORICAS Y METODOLOGICAS
En un área de investigación tan extensa y desorganizada, los problemas teóricos y metodológicos son probablemente más de los que se han podido identificar hasta el momento. Hemos escogido cinco que nos parecen especialmente relevantes: son también los que ocupan el mayor espacio en la literatura especializada, aunque no son los únicos.
La operacionalización de las variables. Pese a que quienes trabajan en estos temas parecen olvidarlo, las aptitudes son constructos abstractos, aquello que se cree medir al aplicar ciertos tests. De ahí que, racionalmente, sólo se puedan llevar a cabo afirmaciones relativas al constructo en los casos en que las definiciones operacionales empleadas cuenten con un fuerte soporte teórico y empírico de su validez. En muchos trabajos en los que se constata la existencia de diferencias sexuales se echa en falta un criterio riguroso en la elección de las tareas experimentales. En el caso de las diferencias en la aptitud espacial, por ejemplo se han mencionado aquí algunos trabajos en los que los indicadores empleados fueron el WAIS y la prueba piagetiana del nivel del agua. Estas pruebas no son precisamente las más representativas de la aptitud espacial, como puede derivarse de la lectura de revisiones clásicas como las de Lohman (1979) y Eliot (1987) o de la consulta de repertorios de tests espaciales como el de French, Ekstrom y Price (1963). En estos casos, las diferencias encontradas deberían ser interpretadas meramente como diferencias de ejecución en un test específico de dudosa validez.
De hecho, es imposible utilizar un test de aptitud que no mida de una u otra forma la ejecución, el logro en sí. Por ejemplo, sabemos que en general son pocas las mujeres que pilotan aviones y no puede decirse que socialmente sea una opción muy reforzada, ¿cómo afirmar entonces que lo que a veces se interpreta como diferencias sexuales en aptitud no son simplemente diferencias de ejecución? Sólo si las diferencias se obtienen en un buen test, convencionalmente válido y fiable, podrían ser interpretadas como diferencias en el nivel de aptitud.
Por otra parte, las medidas del funcionamiento cognitivo son muy heterogéneas, especialmente las relativas a la aptitud espacial (Caplan, MacPherson y Tobin, 1985), y sin embargo pocas investigaciones han intentado incluir varias tareas. Cuando se ha utilizado esta estrategia, las diferencias sexuales han desaparecido: Jöreskog (1979), aplicando un modelo de ecuaciones estructurales, no halló diferencias en los constructos latentes de aptitud verbal y espacial, a pesar de que aparecían diferencias sexuales inconsistentes cuando se utilizaban los indicadores individualmente.
Desde el punto de vista psicométrico, el interés ya no se centra tanto en qué tareas elicitan o no diferencias sexuales sino en si ambos sexos utilizan o no las mismas habilidades al solucionar un mismo problema (algo que en los últimos tiempos se cataloga bajo el aún más impreciso epígrafe de estrategia). Hyde, Geiringer y Yen (1975), investigando las relaciones entre la aptitud espacial, la aritmética y la dependencia de campo, hallaron que, factorizando las tareas correspondientes a estos constructos junto con tareas verbales, las estructuras resultantes eran similares, aunque la relación de la aptitud espacial con el factor formado por las tareas de aritmética y dependencia de campo fue menor para la muestra femenina que para la masculina.
Pearson y sus colaboradoras examinaron la relación entre las medidas psicométricas tradicionales y tareas más ecológicas y concluyeron que se trataba de constructos diferentes aunque correlacionados (r= 0.37), por lo que se propusieron explorar la relación de este tipo de tareas con el rendimiento académico en lenguaje y matemáticas (Pearson y Ialongo, 1986: Pearson y Ferguson, 1989). Los resultados indicaron que el rendimiento en matemáticas era un buen predictor de la ejecución en tests espaciales para ambos sexos, pero sólo en la muestra femenina era el rendimiento en lenguaje un buen predictor. La conclusión de las autoras no nos orienta por el camino de las estrategias -cuyo origen es tan incierto como el de las aptitudes o las habilidades- sino que hace referencia explícita a la socialización y sugiere que las niñas adquieren sus habilidades espaciales por la vía académica mientras que los niños lo hacen mediante la experiencia.
Por otra parte, las condiciones en las que se realizan las tareas parecen perjudicar a las mujeres, ya que utilizan un acercamiento más lento y, al tener menos confianza en sus propias habilidades se muestran reluctantes a responder cuando no están seguras de la respuesta (Parsons Adler y Kaczala, 1982). Con el fin de poner a prueba la hipótesis de que estos factores de ejecución podrían ser los responsables de las diferencias sexuales halladas en aptitud viso-espacial. Goldstein, Haldane y Mitchell (1990) diseñaron dos experimentos en los que se utilizaron condiciones de tiempo libre y limitado y distintos índices para evaluar la ejecución en una tarea de rotación, incluida la razón entre respuestas acertadas y respuestas totales. Utilizando el índice tradicional – respuestas acertadas- aparecieron diferencias en la ejecución a favor de los varones, que desaparecieron al utilizar el índice corregido. Este resultado se replicó en condiciones de tiempo limitado. Cuando se utilizó el número total de aciertos como variable dependiente, la ejecución de hombres y mujeres sólo fue similar en condiciones de tiempo libre. Si hasta ahora se han utilizado como condiciones normales las basadas en la ejecución de los varones habrá que comenzar a tener en cuenta este tipo de factores que sesgan las tareas a favor del sexo masculino.
Estas consideraciones conectan con uno de los problemas metodológicos a los que se ha dedicado más atención en los últimos años en el ámbito de la psicometría: el seseo de los tests. Técnicamente se considera que un test está sesgado si atribuye distintas puntuaciones a sujetos pertenecientes a subgrupos que tienen el mismo nivel en el constructo o si sus puntuaciones tienen un significado o una interpretación diferente en los subgrupos. Es evidente que este tópico tiene importantes repercusiones sociales y constituye una de las fuentes de las críticas actuales al uso de los tests. De ahí la considerable atención que los psicómetras han prestado al desarrollo de métodos que permitan detectar el sesgo de las pruebas. De especial interés son las contribuciones al análisis del sesgo de los items desarrolladas en el ámbito de la Teoría de la Respuesta a los Items (Hambleton, Swaminathan y Rogers, 1991; Muñiz, 1990). Aunque se han llevado a cabo excelentes revisiones sobre este campo (Berk, 1982; Reynolds y Brown,1984: Cole y Moss, 1989), son muy escasas las investigaciones sobre las diferencias aptitudinales entre sexos en las que se hayan efectuado análisis sistemáticos del insesgo de los tests empleados. Por ello, el posible sesgo de los instrumentos podría ser una de las hipótesis rivales que diese cuenta de las diferencias encontradas.
Los problemas de muestreo y los errores de medida. Ya estamos acostumbrados a considerar normales a los americanos blancos de clase media. En la investigación de las diferencias sexuales en cognición se añade el hecho de que muchos de los seleccionados son sujetos superiores a la media en aptitud verbal que han aprobado los exámenes de entrada a la universidad (Hyde, 1981) e incluso superdotados provinientes de programas de búsqueda de talentos (Benbow y Stanley, 1980). La investigación de Harshman, Hampson y Berenbaum (1983) con respecto a la interacción del sexo y la lateralidad nos indicaba que los sujetos de alta aptitud muestran un patrón cognitivo que no aparece cuando se considera a los sujetos menos aptos, de modo que la generalización de los resultados no debería hacerse sin antes recoger datos de la ejecución en diversas tareas de sujetos en un amplio rango de aptitud y características socio-económicas (Fishbein, 1990).
En cuanto a la supuesta neutralización de los efectos de las variables que no se utilizan como variables independientes mediante la asignación aleatoria de sujetos a grupos, este control no siempre resulta efectivo con respecto al sexo, especialmente si la muestra es pequeña o uno de los sexos está poco representado. Fagley y Miller (1990) proponen la utilización de esta aparente desventaja con fines metodológicos: su prescripción consistiría en informar rutinariamente de las interacciones del sexo con otras variables para llamar la atención sobre el hecho de que aún quedan importantes variables por investigar, aquellas que causan la interacción; una vez conocida dicha interacción, puede incluirse el sexo -un dato fácil de recoger y muy fiable- como variable de bloqueo o covariable y aumentar así el poder estadístico del diseño.
Por otra parte, se ha indicado que las puntuaciones de los varones tienen mayor variabilidad que las de las mujeres lo que, al menos en ciertas tareas viso-espaciales, parece ser un hecho constatado (Cohen y Wilkie, 1979). Sin embargo no se ha tenido en cuenta la heterogeneidad de la varianza al realizar meta-análisis utilizando el índice S de tamaño del efecto ni se han utilizado muestras masculinas de mayor tamaño para obtener la misma precisión en la estimación de los parámetros (Halpern, 1986). Además, este tipo de error en los muestreos decrementa la fiabilidad de las puntuaciones por lo que no deberían utilizarse exclusivamente los coeficientes de correlación como indicadores de la estabilidad. Actualmente contamos con procedimientos de análisis estructural que permiten eliminar gran parte del error y realizar así comparaciones fiables (p.e. Sörbom, 1979).
El tamaño de las diferencias. En los últimos tiempos, el tamaño de las diferencias entre los grupos, ha comenzado a interesar a quienes piensan que una diferencia significativa estadísticamente puede tener poca o ninguna significación práctica dependiendo de su magnitud.
Hyde (1981), tras revisar los datos del meta-análisis realizado por Maccoby y Jacklin (1974) indicó que la diferencia estandarizada entre las medias de hombres y mujeres ( δ ) era de 0.24, aproximadamente un cuarto de desviación típica, para las aptitudes verbales; 0.45 para las aptitudes matemáticas: y 0.51 para las viso-espaciales. Es decir, a pesar de que se interpretan los datos de superioridad en términos absolutos, en el mejor de los casos la diferencia alcanza media desviación típica, que según las normas a ojo de Cohen (1969) es un tamaño medio. La implicación más directa es que las distribuciones de hombres y mujeres se solaparán en su mayor parte o, en otras palabras, que será mucho mayor la semejanza que la diferencia.
Algunos indicadores estadísticos sobre el tamaño del efecto de los que se dispone en la actualidad permitirían valorar e interpretar de forma mucho más adecuada la magnitud estadística de las diferencias. Desgraciadamente, el empleo de estos estadísticos en los estudios sobre diferencias sexuales no está muy extendido.
Por ejemplo, otro índice utilizado en los meta-análisis es ω2, una medida de la proporción de varianza asociada a una variable desarrollada por Hays (1963). Dadas las dificultades de los investigadores para manejar los índices correlacionales del tamaño del efecto, Rosenthal y Rubin (1982a, 1982b) han introducido un indicador basado en el coeficiente de determinación, un estadístico que no suele interpretarse muy acertadamente. Por ejemplo, un coeficiente de determinación de tan sólo el 10% es el equivalente correlacional de un incremento del 32% en la tasa de éxito de un programa de intervención medido con un procedimiento experimental. Este indicador denominado BESD (Binomial Effect Size Display ) hace corresponder cada coeficiente de determinación con el valor que le correspondería al interpretarlo como tasa de cambio y que coincide con el valor del coeficiente de correlación. En el caso de las diferencias sexuales, calcularon que cuando la variable sexo explica tan sólo el 4 % de la varianza de otra variable, el 60% de la distribución del sexo a cuyo favor se den las diferencias estará por encima de la mediana, mientras que sólo el 40% de la distribución del otro sexo estará sobre la mediana.
Por otro lado, sería conveniente valorar las implicaciones prácticas de las diferencias determinando su eficiencia en la predicción de criterios relevantes para la vida cotidiana. Por ejemplo, Taylor y Russell (1939) desarrollaron unas tablas de expectabilidad en las que se establecía la correspondencia entre las puntuaciones en un test y la probabilidad de ser seleccionado para un empleo. Sin que sea imprescindible un nivel tan elevado de concreción, sería muy deseable esclarecer si las diferencias actualmente comunicadas en la mayor parte de las investigaciones suponen alguna desventaja real para los hombres o las mujeres en el desarrollo de actividades educativas, artísticas o laborales.
El efecto de la generación. Los estudios psicométricos tradicionales han utilizado diseños transversales, confundiendo así los efectos de la edad y la generación. Dado que los cambios sociológicos acaecidos a lo largo del siglo han afectado de manera especial a los roles sexuales, deberían utilizarse diseños que permitiesen captar los efectos diferenciales de la edad y la generación. Los diseños longitudinales podrían solucionar este problema, aunque, dado que los costes económicos y temporales pueden resultar prohibitivos, la solución está en el uso de diseños secuenciales (Schaie, 1986). Por otra parte, si como se ha sugerido aparecen cambios cualitativos en la inteligencia en relación con la interacción del sexo y la edad. La utilización de análisis factoriales podría permitirnos conocer su alcance en las distintas cohortes (Baltes, Reese y Lipsitt, 1980).
Un análisis de los efectos de la edad y la generación no permitiría probablemente dar por supuesto que las diferencias sexuales en aptitud vayan a mantenerse en los próximos años. Las técnicas de meta-análisis están comenzando a aportar resultados relativos a las distintas generaciones que pueden considerarse favorables a las hipótesis psicosociales. Los cambios acaecidos en las diferencias sexuales en intervalos temporales cortos pueden servir como prueba frente a las explicaciones fuertemente biologicistas. Friedman (1989) utilizando muestras de distintos países en su meta-análisis de la aptitud matemática no sólo no encontró diferencias sexuales significativas sino que comprobó, incluyendo la fecha de las investigaciones como predictor en los análisis de regresión, que el tamaño del efecto decrecía año tras año. Como ya indicaran Rosenthal y Rubin (1982b), un gen no corre tanto.
La profecía autocumplida. Las creencias y valores de los investigadores pueden influir voluntaria o involuntariamente en los resultados. En primer lugar, los métodos de investigación, aparentemente objetivos, han sido creados en un clima predominantemente masculino que no suele cuestionar las generalizaciones realizadas a partir de contenidos y experiencias poco familiares para las mujeres. En segundo lugar, el hecho de que la política editorial mayoritaria sea la publicación de las investigaciones que aporten diferencias sexuales puede hacer creer que éstas son mayores de lo que realmente se constata (Caplan, 1979).
Con el fin de hacer frente a este tipo de cuestiones, McHugh, Koeske y Frieze (1986) revisaron los sesgos inherentes a la investigación psicológica y publicaron un catálogo de recomendaciones para entrenar a los futuros investigadores en una metodología no discriminatoria. Recientemente, y bajo los auspicios de la A.P.A. se ha creado un comité, The Ad Hoc Committee on Nonsexist Research , con el fin de corregir los sesgos a lo largo de todas las etapas de la investigación (Denmark, Russo, Frieze y Sechzer, 1988). Otros autores han recomendado que se incluya rutinariamente la variable sexo en las investigaciones psicológicas y se informe con precisión de los resultados sean o no significativamente distintos. De esta forma, se hará evidente cuantitativamente lo que en muchos trabajos se ha constatado: que son más las semejanzas que las diferencias (Caplan, MacPherson y Tobin, 1985: Eagly, 1987).
RECOMENDACIONES
En la investigación de las diferencias sexuales en aptitud se mezclan, como hemos podido apreciar, varios temas distintos aunque relacionados entre sí: la existencia o no de diferencias y su tamaño, la ontogenia y sociología de las diferencias, así como otras hipotéticas causas de las supuestas diferencias. Los informes de investigación suelen comenzar por una de estas cuestiones y terminar por una o varias de las otras, generalizando sin tener en cuenta la considerable distancia entre los niveles de interpretación. Con semejante perspectiva, resultan especialmente valiosos los trabajos cuyos resultados permiten reorientar la investigación por caminos más rectos. Por ejemplo, Newcombe, Dubas y Baenninger (1989) no hallaron una correlación significativa entre la edad puberal y la ejecución en una tarea estandarizada de rotación mental, aquélla que mejor discrimina -al menos según las investigaciones llevadas a cabo hasta el momento- entre hombres y mujeres. Son investigaciones de este tipo las que nos permiten rechazar las teorías causales genéricas -las que obtienen apoyo de casi cualquier resultado- y creemos conveniente fomentarlas.
De acuerdo con los hilos argumentales expuestos anteriormente, consideramos que las futuras investigaciones que aborden, directa o indirectamente, el problema de las diferencias sexuales en aptitudes deberían tener en cuenta las siguientes recomendaciones:
1) En cuanto a la formulación del problema de investigación.
-evitar el prejuicio de considerar los problemas característicos de los varones como propios de la investigación básica, mientras se perciben como aplicados los relativos a las mujeres.
-utilizar como marco de referencia teorías que tengan en cuenta también las experiencias habituales para las mujeres (o especificar las limitaciones de las que no lo hacen y añadir las matizaciones necesarias).
-evitar que los estereotipos contaminen la formulación de las preguntas.
2) En la fase de muestreo de sujetos.
- preferir en lo posible el muestreo probabilístico al incidental.
-determinar el tamaño de las muestras teniendo en cuenta la variabilidad de las subpoblaciones.
-muestrear sujetos a lo largo de todo el rango de la aptitud.
-emplear diseños secuenciales en los estudios evolutivos de las diferencias.
3) En la elección de las variables y en su operacionalización.
-seleccionar tests sobre cuya validez de constructo exista un amplio consenso; en caso de no disponer de pruebas con una calidad psicométrica contrastada, es conveniente comprobar sus propiedades psicométricas previamente a su empleo en la búsqueda de diferencias en el constructo.
-evitar la selección de definidores operacionales sensibles al sesgo. -analizar, si no existen datos sólidos al respecto, el insesgo de los instrumentos utilizados: recurrir a los modelos de la Teoría de la Respuesta a los Items para la detección del sesgo de los items.
-utilizar diseños que permitan analizar cognitivamente las respuestas a las tareas psicométricas: es decir, no limitarse a registrar las diferencias de competencia sino analizarlas en términos de procesos y estrategias.
-registrar la mayor parte posible de las características de las respuestas a los ¡tenis de las pruebas (aciertos, errores, omisiones, tiempos de latencia, etc.)
-no limitar el tiempo de ejecución de las tareas (excepto cuando se pretenda medir precisamente la rapidez).
4) Con respecto al análisis de los datos.
-tomar en consideración la distribución de las puntuaciones de los subgrupos, no sólo la diferencia entre sus medias; recurrir a los métodos de análisis exploratorio.
-realizar análisis que permitan obtener la interacción del sexo con el resto de las variables objeto de estudio.
-investigar la estructura factorial de las aptitudes en ambos sexos; recurrir al empleo del análisis factorial confirmatorio.
-utilizar índices correlacionales del tamaño del efecto en los estudios de metaanálisis.
5) Por último, respecto de la interpretación de los resultados y la extracción de conclusiones.
-no generalizar a la población general los resultados obtenidos a partir de muestras compuestas mayoritaria o exclusivamente por hombres o mujeres.
-no interpretar como relativos al constructo los resultados obtenidos en una sola tarea específica.
-no equiparar de manera indebida las diferencias estadísticamente significativas con las diferencias sustantivas (aquéllas que determinan una desventaja real para el subgrupo con menor nivel).
-no utilizar resultados diferenciales para apoyar connotaciones valorativas o la discriminación laboral o educativa.
Y un último consejo por si no cree en profecías autocumplidas es la receta de Diane Halpern (1986) para investigar las diferencias sexuales en aptitud matemática: elija una muestra pequeña pero de gran aptitud, mida la aptitud como variable discreta, seleccione ítems que ilustren experiencias típicamente femeninas y analice los resultados mediante técnicas no paramétricas. ¿Encuentra aún alguna diferencia?
FE DE ERRATAS
En el artículo "Una implementación del procedimiento MAP para la determinación del número de factores", de Miguel A. RUIZ y Rafael SAN MARTIN publicado en Psicothema, 1993, Vol. 5, nº 1, se han detectado las siguientes erratas:
- En la página 178, fórmula 2, el superíndice de R aparece como un punto, y debería ser un asterisco. R* en lugar de R.
- En la página 178, fórmula 4, el superíndice de r2 aparece como un punto, y debería ser un asterisco *2 en lugar de r2.
- En la página 178, fórmulas 4 y 5, el subíndice de los sumatorios aparece como un punto, y debería ser un "distinto de " entre ambos sumatorios. Es decir
Σi + Σj en lugar de Σi + Σj
- En la página 179, entre las líneas del programa numeradas como 7 y 8, debería haberse incluído la instrucción:
COMP A + A * SQRT (MDIAG (E))
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