La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.
Psicothema, 1996. Vol. Vol. 8 (Suplem.1). 287-292
Mariano Yela
Discurso pronunciado con motivo de su nombramiento como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Oviedo. 1990.
El hecho es trivial y consabido, pero, si bien se mira, sorprendente e, incluso, sobrecogedor: todos nosotros, unos más y otros menos, somos inteligentes. Es verdad que, a su manera, lo son también y en alto grado los delfines y los chimpancés, y, de modo variado y más modesto, algunos, tal vez todos, los otros animales. Todo parece indicar, sin embargo, que nuestra inteligencia es peculiar y diferente. ¿En qué consiste esa diferencia? ¿Por qué resulta sorprendente y hasta sobrecogedora nuestra peculiar inteligencia?
El hecho es trivial y consabido, pero, si bien se mira, sorprendente e, incluso, sobrecogedor: todos nosotros, unos más y otros menos, somos inteligentes. Es verdad que, a su manera, lo son también y en alto grado los delfines y los chimpancés, y, de modo variado y más modesto, algunos, tal vez todos, los otros animales. Todo parece indicar, sin embargo, que nuestra inteligencia es peculiar y diferente. ¿En qué consiste esa diferencia? ¿Por qué resulta sorprendente y hasta sobrecogedora nuestra peculiar inteligencia?
He dedicado buena parte de mi vida a estudiar los componentes y la estructura de la inteligencia y a exponer y desarrollar las técnicas, especialmente las de carácter matemático, para su indagación empírica y experimental. Hoy, sobre la base de los resultados obtenidos, voy a pararme unos momentos a reflexionar acerca del sentido que de ellos se desprende. La cuestión que voy a examinar es ésta: ¿qué sentido tiene la inteligencia en la conducta del hombre?
Prescindo en esta ocasión de pormenores técnicos. Sólo pretendo ofrecerles, con la máxima concisión y claridad a mi alcance, algunas de las conclusiones a que me han llevado mis trabajos. No, desde luego, para que las acepten sin más. Tampoco para que incontinenti las disputen. Más bien, para que se recreen en el ejercicio placentero de su propia inteligencia.
Decía Cervantes, en el prólogo de sus Novelas Ejemplares, que no todo ha de ser recogerse en el templo o cuidar de los negocios; tiempo ha de haber también para descansar el ánimo en la recreación. Eso quisiera que fueran para ustedes estos breves momentos, de pura recreación. Luego, si en ulterior ocasión les apetece, podrán volver sobre mis reflexiones, criticarlas o acaso rebatirlas. Ahora, aunque el tema es inquietante, déjenme que intente darles algún amable recreo.
Es lo mínimo que puedo hacer para mostrar mi agradecimiento a esta querida Universidad de Oviedo por el alto honor que la benevolencia de su claustro hoy me confiere.
Me ligan a esta Universidad muchos lazos entrañables. Se iniciaron con viejas lecturas de los hijos de Gijón y Oviedo y de sus profesores, empezando por Jovellanos y siguiendo por el notable grupo de pensadores más o menos neokrausistas, del que recuerdo a Posada, Álvarez Buylla, Aniceto Sela, Altamira o Clarín. Sus obras de filosofía, derecho, economía, sociología, pedagogía, psicología, historia y literatura contribuyeron a consolidar, en el ambiente intelectual de España, no sólo la preocupación ética y educativa, características de aquel movimiento, sino, lo que era más bien excepcional en él, el rigor positivo y la clara prosa. Más cercanos son mis recuerdos de los afanes que, con mi viejo amigo Gustavo Bueno, compartí en el Estudio de Humanidades que fundamos, hace casi medio siglo, con Fernando Lázaro, Manuel Díaz, Constantino Láscaris, Félix Monge y el asturiano Faustino de la Vallina. Desde entonces, persiste y se ahonda mi amistad con el profesor Bueno, mantenida hasta hoy en encuentros intermitentes y en discusiones que suelen prolongarse hasta cerca del alba, siempre con el mismo espíritu de discrepancia en concordia; el único, hay que agregar, que puede animar las relaciones entre personas reflexivas. Alguna discrepancia es inevitable si se piensa con autenticidad, porque cada uno tiene que hacerlo desde un sí mismo y una circunstancia irrepetible e incanjeables. Y profunda concordia debe haber, si cada uno se siente solidario del otro en la común búsqueda de la verdad y se encuentra con la persona del otro en mutua proximidad y respeto. En los últimos años me ha confortado y estimulado en mis trabajos la cooperación del profesor Muñiz, al que se debió, en su mayor y mejor parte, la buena marcha de nuestro Seminario de Investigación en la Universidad Complutense y de cuya ayuda y consejo espero todavía mucho.
Esto dicho, volvamos a nuestro tema. ¿Qué sentido tiene la inteligencia en la conducta humana?
Para empezar, creo que hay que distinguir en la inteligencia del hombre dos facetas inseparables y complementarias; una, que voy a llamar la cara de la inteligencia, eminentemente positiva, y otra, que tal vez no sea exagerado denominar su cruz, amenazante y negativa. Veamos.
La característica más radical de la inteligencia humana reside, a mí juicio, en que introduce en la evolución de la conducta de los seres vivos una nota nueva y distintiva: la metaconducta.
Todos los seres vivos se conducen. Sólo el ser humano puede darse cuenta personal de que lo hace. Sólo él puede, por consiguiente, volver sobre su conducta, indagarla e interpretarla. Es más, no sólo puede; en alguna medida, tiene que hacerlo. La conducta de los organismos consiste en responder a las situaciones que buscan o por las que pasan. La conducta del hombre consiste también en eso. Pero, además y sobre todo, consiste en encontrarse con su respuesta y en tener que responder de ella. La conducta del hombre es responsiva y responsable. Como afirmó Ortega, la vida humana incluye su propia interpretación, y el hecho indudable de que el hombre se da cuenta, en alguna medida, de lo que hace, le obliga a tener que dar cuenta y razón de ello. Eso es la metaconducta.
Repárese en que no es algo que esté por encima o más allá de la conducta misma. Es una nota intrínseca de la conducta humana -incoada, en forma todavía mal conocida, en los recursos psicoorgánicos de la conducta animal- que se desarrolla en mayor o menor grado a lo largo del curso ontogenético de cada individuo, y que consiste, como queda dicho, en conducirse respecto de la propia conducta.
La inteligencia de cada especie determina, como resume Zubiri, su nivel de autonomía y de control del medio en que vive; más alto, rico y flexible, pongo por caso, en el chimpancé que en la corza o la medusa. El nivel máximo que, por el momento, conocemos es el que corresponde a la persona humana. Y ahí reside la cara y la cruz de su inteligencia.
Desde luego, y por lo pronto, la cara. Por su sistema cognoscitivo total, que aquí voy a denotar -como hacen entre otros Herbert Simon o Jean Piaget- por la palabra inteligencia, inaugura el hombre, del Homo habilis al Homo sapiens, nuevos modos, hasta su aparición inéditos, de autonomía y control. Todos ellos se basan en esa capacidad que llamo metaconducta. Examinemos brevemente el origen y consecuencias de esa capacidad.
Su origen estriba en esto: el hombre, al conducirse, se encuentra con su conducta, con aquello a que responde, con los efectos de su respuesta, con la acción y la actividad con que responde, consigo mismo respondiendo. Se encuentra con todo ello y, por eso, de algún modo, se distancia de ello, se hace de ello problema, lo indaga e interpreta, lo hace propio, lo personaliza y es, en alguna medida, responsable de ello. He considerado la cuestión con algún pormenor en otros lugares. Baste aquí un ejemplo. El Sol es una configuración de estímulos para el animal; suscitó en él la respuesta de acercamiento, si tiene frío, o de alejamiento, si siente calor. Lo mismo, claro está, le acontece al hombre. Sólo que el hombre no se limita a reaccionar al efecto estimulante del Sol; se encuentra con él y tiene, de alguna manera, que vivirlo como problema e interpretarlo. Su conducta ante el Sol empieza a ser función, tanto de los estímulos que del Sol recibe, como de la interpretación que de la realidad del Sol hace. No se conduce con el Sol de la misma forma si, como ha sucedido a lo largo de los crones, lo considera como un poder incomprensible, a la vez maléfico y benefactor, o como un dios inescrutable, o como un cuerpo celeste perfecto, inmutable y eterno, o como una estrella que gira alrededor de la Tierra o en derredor de la cual la Tierra da vueltas, o, en fin, como una fuente efímera y, en el Universo secundaria, de fusión nuclear. Eso es el Sol y todo lo demás a lo que el hombre responde y con lo que responde el hombre, incluido su propio yo: una realidad más o menos conscientemente interpretada e ilimitadamente interpretable.
El origen de la metaconducta es el encuentro con la realidad propia y ajena. Y la inteligencia es lo que posibilita ese encuentro. Por eso, la conducta del hombre acontece, para decirlo con las precisas palabras de Zubiri, no en un mero ambiente de estímulos, sino en un mundo de realidades. Ese es, creo, el origen de la metaconducta. Examinemos, sumariamente, sus consecuencias. Por de pronto, las positivas, las que constituyen lo que he llamado la cara de la inteligencia.
Pueden resumirse, a mi juicio, en tres fundamentales: la cultura, la biografía y la historia. Están prefiguradas en la evolución animal, pero sólo aparecen estrictamente actualizadas en el hombre.
El animal vive en un ambiente de estímulos. El hombre, por su inteligencia y a través de su metaconducta, vive y se comporta en un mundo de realidades. Entiéndase bien, en un mundo de realidades culturalmente interpretadas, como ilustré con el ejemplo del Sol. Con el hombre, y por su inteligencia, se inaugura en la evolución de la vida un nuevo nicho ecológico, el cultural.
Cada especie animal vive en un medio biológico acotado por su dotación genética. No puede salirse de él. Si tiene ojos ve; si no los tiene, para ella no existen los estímulos ópticos. Y ve como ve, según los ojos que tiene. Para empezar, al hombre le sucede, desde luego, lo mismo. Pero no enteramente del mismo modo. El hombre puede encontrarse con su acción de ver y de mirar, con la actividad de sus ojos y de sus mecanismos visuales, puede hacerse cuestión de todo ello y, un día, puede efectivamente ver lo que no le es naturalmente visible, mediante telescopios, microscopios y oscilógrafos. Los animales transmiten a su descendencia sus genes y, como mucho, patrones de conducta físicamente presentes e imitables. El hombre transmite, además, cultura, es decir, las interpretaciones que ha ideado. Lo hace a través de las obras e imágenes que construye y elabora, de las instituciones que inventa y, sobre todo, del lenguaje que habla. Con ello, abre nuevas posibilidades de conducta y personalidad, que, fundadas en sus potencialidades genéticas, se deben directamente a su inventiva cultural.
Todo indica que el hombre de Cro-Magnon, el que no lejos de aquí pintaba las cuevas de Altamira, tenía las mismas aptitudes psicobiológicas que el hombre actual. Podía, en principio, hacer lo mismo. No lo hacía. En realidad, no podía hacerlo. Su constitución genética era verosímilmente similar a la nuestra, pero su cultura era considerablemente distinta. Era distinto, por consiguiente, el repertorio de posibilidades de que disponía para interpretar el mundo e interpretarse a sí mismo, para proyectar formas de vida y para modelar su propia personalidad.
Los psicólogos actuales suelen recurrir a la metáfora del ordenador. El ordenador está limitado por su material, por el sistema de piezas y conexiones en que consiste. Pero lo que, en efecto, hace depende de su lógica, de los programas que dirigen su funcionamiento. Un mismo material puede ser soporte de muy distintos programas. Asimismo, el hombre, con una constitución psicoorgánica dada, inicialmente ligada a su genoma, puede actuar de muy diversa manera e ir configurando de muy diverso modo su personalidad, según su programa mental. Y ese programa se elabora siempre en función de interpretaciones culturales.
En cada momento, sin duda, estas interpretaciones vienen limitadas por las circunstancias físicas, biológicas, psíquicas, interpersonales y sociales en que el hombre vive y por su modo de entenderlas. Es claro que al Homo sapiens fossilis, hace, digamos, treinta mil años, no le era dable escoger la profesión de linotipista o inventar la televisión. Bastante tenía con correr detrás, o más probablemente delante, del mamut. No hay duda, la inventiva del hombre está limitada por las posibilidades que le brinda la cultura en que nace y se desarrolla. Pero esas posibilidades las tiene que actualizar él, y en este proceso interviene su capacidad de metaconducta, de hacerse problema de esas mismas posibilidades y de sus límites y, en consecuencia, de transformar cada límite que encuentra en un nuevo horizonte de posibilidades inéditas. Por eso, los límites en cada caso encontrados y su transformación en nuevos y sucesivos horizontes han llevado la técnica humana desde el tallado de la piedra al uso de la energía nuclear y a la ciencia del hombre desde la episteme griega a la física de Einstein y a la filosofía de Ortega.
Por eso, sobre todo, la vida del hombre, sin dejar de estar biofísicamente fundada, es distintivamente biográfica. Consiste, desde luego, en la articulación de acciones psicoorgánicas, previstas, elaboradas y ejecutadas en el mundo espacio-temporal. Pero esas acciones, físicamente reales, son subjetivamente significativas. Significan algo para alguien. Revelan la actuación de un sujeto para el que significan algo y la presencia de un objeto o situación significativamente interpretados por él. Con ellas, el hombre va escribiendo el argumento de su existencia personal y constituyendo la individual manera de ser hombre que por medio de ellas proyecta y forja. Siempre en la persistente, aunque cambiante, posibilidad de conocer y dominar mejor el mundo y de autoconocerse y autoposeerse mejor y con mayor autonomía y libertad.
Finalmente, las diversas posibilidades de ser hombre y de abrir nuevos cauces para la interpretación y dominio del mundo y de sí mismo se incorporan a los grupos humanos y a la sociedad, que pueden mantenerlas, transmitirlas y ampliarlas. Es la aparición de la historia en la evolución de la vida. En adelante, el devenir del hombre no es fundamentalmente evolución biológica, sino desarrollo histórico.
Cultura, biografía e historia son la cara de la inteligencia humana. Ellas hacen posible, desde la metaconducta, la aparición en el cosmos del comportamiento responsable y la conducta ética, de la vivencia del yo como alter tu y del tú como alter ego, de la solidaridad, la justicia y el altruismo, más allá de la abnegación animal que, como ha mostrado la reciente sociobiología, está al servicio de los genes ventajosos y no pasa de ser, como razona Eccles, un pseudoaltruismo.
A partir de esas notas positivas de la inteligencia, puede acrecentarse, no sabemos hasta qué límites y de cara a qué horizontes, el poder del hombre sobre sí mismo y sobre el mundo, y su apertura a la verdad y a la religación con el poder de la realidad, que le sostiene y le sobrepasa, y en la que, con Zubiri, creo que se fundamenta antropológicamente la religiosidad y el sentido de lo transcendente.
He ahí, apenas apuntados, algunos aspectos, a mi entender capitales, que inauguran en el devenir del cosmos la aparición y desarrollo psicobiológico, cultural, biográfico e histórico de la inteligencia humana. Es el sentido, o una parte decisiva de él, de lo que he llamado la cara de la inteligencia.
Pero la inteligencia tiene también su cruz. Actuar de forma humanamente inteligente es tener que hacerse cargo de la realidad y elaborar, al hilo de su interpretación, una respuesta que no surge del todo espontáneamente del juego de los instintos. Es tener que escoger, proyectar, inventar y decidir. Lo cual no asegura el equilibrio biológico que en el animal regulan, a la postre, los mecanismos instintivos. Introduce, más bien, la novedad, la inseguridad y la incertidumbre.
Los resultados finales de la acción humana pueden conducir a la liberación o al sometimiento, al descubrimiento de nuevas posibilidades o a la pérdida de las ya conseguidas, al perfeccionamiento o a la degradación. No está nunca claro qué hará el hombre con su inteligencia. Su cultura puede volverse contra la natura; su biografía puede terminar en la confusión, el hastío o la desesperanza; su historia es, de continuo, conquista y riesgo, se muestra enriquecida por incontables actos de bondad y altruismo y, a la vez, aparece inundada por un pavoroso río de crueldad y de sangre.
El itinerario de la humanidad se caracteriza por la ilimitada invención de necesidades y aspiraciones, unas enaltecedoras y otras degradantes. La situación de penuria y miseria que ha padecido el hombre durante millones de años y que todavía sufre en extensas zonas del planeta, ha sido superada, por primera vez en la historia, por una parte considerable de la humanidad, pero esta formidable conquista se acompaña de feroces egoísmos regionales y de un estupefaciente afán consumista. El "otro", que puede vivirse como alter ego, puede asimismo percibirse como el infierno, cuando con su mirada, como ha descrito Sartre, nos reduce a objeto y cosa, o cuando se interpreta, según las múltiples dialécticas del amo y del esclavo, que han estudiado, entre otros, Hegel y Marx, como mera mercancía, o como competidor o enemigo. El inmenso poder del hombre sobre la naturaleza, incluidos sus propios mecanismos psicoorgánicos, hasta la manipulación del átomo y el genoma, puede servir para poner más años a la vida y más vida a los años, para prevenir y remediar anomalías y dolores, para disponer de energía y de recursos sin límite, para, en fin, acrecer la cuota de felicidad en la precaria vida del hombre, pero puede servir también, como cada día resulta más obvio, para su autodestrucción psicofísica y ecológica.
He ahí algunos rasgos de la cruz de la inteligencia. No forman el otro lado independiente de la moneda. Son el inesquivable complemento de la cara. Las dos -la cara y la cruz- proceden de la misma raíz: la inteligencia. Por ella, la conducta del hombre se hace metaconducta inventiva y responsable, siempre abierta a una autoposesión más amplia y solidaria y siempre amenazada por el desequilibrio, la alienación, la insolidaridad y la autoaniquilación.
Sólo puede vivirse la cara de la inteligencia como efectivamente positiva en la medida en que el hombre encuentra su cruz, se hace consciente de ella y la asume como problema, enigma y misterio que tiene que interpretar y esclarecer para, dentro de los flexibles e inciertos límites de cada momento cultural, biográfico e histórico, ampliar el horizonte de sus posibilidades creadoras y evitar o disminuir los riesgos que cada conquista implica.
Por su inteligencia, la humanidad y cada hombre llevan en su vida dos almas, como las que habitaban en el pecho de Goethe, dos destinos opuestos y complementarios en los que tienen que buscar su frágil e insegura unidad. "Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario", nos pide certeramente a todos Antonio Machado.
Por todo ello es sorprendente y sobrecogedor el hecho trivial y consabido de que seamos inteligentes. Y de ahí nos viene el privilegio y la pesadumbre de nuestra insaciable inquietud.
Tal es, a mi ver y reducido a unas cuantas reflexiones sencillas, el sentido, superlativamente complejo, que la inteligencia tiene en la conducta humana.