La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.
Psicothema, 1996. Vol. Vol. 8 (Suplem.1). 43-51
Mariano Yela
Yela, M. (1983). Anthropos, 23, 4-9
Nací el dos de marzo de 1921, en los barrios bajos de Madrid, calle de Zurita, 34, casi esquina a la popular plaza de Lavapiés. Mis primeros años fueron -lo son en mi recuerdo- copiosamente felices, colmados de estrecheces y alegría. Tuve un hogar acogedor y, para mí, seguro. Mi padre fue un obrero metalúrgico, laborioso, callado, amable, sagaz, con muchas puntas de sabiduría y algunas de gracia socarrona, propias de un campesino castellano recién injertado en el Madrid castizo. Mi madre, portera de casa pobre, era y es inteligentísima: nunca pudo asistir a la escuela y aprendió sola a leer y escribir. Vivaz, incansable, abnegada, ha sido cabeza y amparo de una interminable familia de parientes y coterráneos de los pueblos alcarreños de Ledanca y Muduex -no lejos de la Hita del Arcipreste-, que solían recalar en nuestra casa mientras buscaban trabajo, hacían sus compras, trataban sus enfermedades o, en los tiempos más atravesados, entretenían su hambre o escapaban de la persecución. Durante la guerra civil, por ejemplo, de 1936 a 1939, en nuestro piso angosto llegaron a refugiarse cerca de cuarenta personas, algunas buscadas por los "rojos"; en los años de la posguerra, volvimos a ser pensión abierta de otros refugiados, algunos perseguidos también, esta vez por los "nacionales". Lo que en mí pueda haber de bueno, comprensivo, trabajador y animoso, viene seguramente de este hogar y de estos padres.
La forja de una vocación
El título que acabo de escribir me trae a la memoria el que puso Arturo Barea a su autobiografía La forja de un rebelde. Y, como se verá, por más motivos que la simple asociación de palabras.
Comenzamos los dos muy semejantemente. Dimos los dos nuestros primeros pasos por las mismas calles, los mismos ambientes y con parecidas andanzas. Luego, cada cual hizo su propio camino. Ahora, con la perspectiva de los años, resulta que no he sido un rebelde. Tampoco un conformista. La verdad es que, para mí, la cuestión ha dejado hace tiempo de tener importancia. Más bien me parece que he venido a ser, aproximadamente, y entre gozoso y crítico, un espectador del paisaje, un indagador del hombre y un apasionado de la realidad. O, simplemente, uno más entre tantos, que, como Neruda, confiesa que ha vivido. Mi pequeña historia, penosa a veces, difícil con frecuencia, incierta siempre, ha sido, sobre todo, una aventura ilusionada.
Nací el dos de marzo de 1921, en los barrios bajos de Madrid, calle de Zurita, 34, casi esquina a la popular plaza de Lavapiés. Mis primeros años fueron -lo son en mi recuerdo- copiosamente felices, colmados de estrecheces y alegría. Tuve un hogar acogedor y, para mí, seguro. Mi padre fue un obrero metalúrgico, laborioso, callado, amable, sagaz, con muchas puntas de sabiduría y algunas de gracia socarrona, propias de un campesino castellano recién injertado en el Madrid castizo. Mi madre, portera de casa pobre, era y es inteligentísima: nunca pudo asistir a la escuela y aprendió sola a leer y escribir. Vivaz, incansable, abnegada, ha sido cabeza y amparo de una interminable familia de parientes y coterráneos de los pueblos alcarreños de Ledanca y Muduex -no lejos de la Hita del Arcipreste-, que solían recalar en nuestra casa mientras buscaban trabajo, hacían sus compras, trataban sus enfermedades o, en los tiempos más atravesados, entretenían su hambre o escapaban de la persecución. Durante la guerra civil, por ejemplo, de 1936 a 1939, en nuestro piso angosto llegaron a refugiarse cerca de cuarenta personas, algunas buscadas por los "rojos"; en los años de la posguerra, volvimos a ser pensión abierta de otros refugiados, algunos perseguidos también, esta vez por los "nacionales". Lo que en mí pueda haber de bueno, comprensivo, trabajador y animoso, viene seguramente de este hogar y de estos padres.
Mi vida, hasta donde mi memoria alcanza, fue haciéndose de juegos, aventuras y libros. Juegos y aventuras sin fin, al aire avispado y libre de mis barrios de Lavapiés, Embajadores, Ave María, Torrecilla, Santa Isabel y Atocha; comparsa y, a menudo, capitán de bandas de correrías, competiciones y refriegas, que, a veces, terminaban en la Comisaría de Policía o en la Casa de Socorro.
Y lecturas, lecturas sin fin. No sé de donde me vino el afán de leer, pues en casa, con tan cortos medios y tan largos favores, no había ni para comprar el periódico. El hecho es que tuve, desde muy temprano, esa pasión, y, como el narrador del Quijote, leía hasta los papeles rotos de las calles. Para socorrer mi afición, monté, hacia los ocho o diez años, en el suelo del pasaje del Doré, al lado de la plaza de Antón Martín, un puesto de compra-venta e intercambio de historietas, tebeos y novelas, el cual, desde la nada, fue creciendo hasta permitirme leer, sin gastar un céntimo, buen número de novelas del siglo XIX y primer tercio del XX. Sin olvidar, desde luego, las aventuras de Julio Verne o Salgari, las proezas de Robin Hood, Buffalo Bill, Dick Turpin, Luis Candelas o el Cosaco Rojo, ni los melodramas del Judío Errante, el Pastelero de Madrigal o la Hija del Jornalero.
Tal vez la afición me viniera del colegio. Empecé por una escuela unitaria que regía un sufrido don Germán, en dos habitaciones grandes, polvorientas y destartaladas de la calle de San Simón. Pagábamos dos pesetas al mes. Había dos clases; una, de párvulos, donde finalmente se terminaba por aprender a leer y escribir, y otra, de "mayores", donde todos juntos, hasta los catorce años y más, memorizábamos una gruesa enciclopedia escolar y recitábamos, cada mañana, con sonsonete, los rezos habituales, la tabla de multiplicar, las provincias españolas y los ríos, montes, cabos y golfos de la península ibérica. Ingresé a los cuatro años: al mes, me pasaron a "mayores", y allí, hasta los ocho, seguí repitiendo todos los días lo mismo. Creo que no perdí el tiempo. Aprendí poco de los libros, pero mucho de la vida, y, tal vez, el gusto de saber y la ambición de saber más, que acaso estimulaba el bueno de don Germán cuando, al ordenar por sus notas escolares a los más de doscientos alumnos, me ponía el primero; a mí, con mis cuatro o cinco años y, por añadidura, el más bajo y menudo de la clase. ¿Puso en marcha con ello algún mecanismo de compensación?
A los ocho años pasé al colegio Andrés Manjón, en la plaza de Lavapiés, una escuela municipal donde encontré algunos maestros inolvidables: Eduardo Canto, Román Pascual, Manuel Arias, Pedro Roy, Carlos Barranco. Mi maestro directo fue don Eduardo, con quien ascendí de año en año, hasta los catorce, por todos los grados de la escuela. Don Eduardo era un pedagogo excepcional, claro, ordenado, objetivo, eficaz, que se había formado con Andrés Manjón y había ampliado estudios en el Teacher's College de la Columbia University. Tuvo el acierto de no atiborrarnos de conocimientos y de enseñarnos, en cambio, muy cumplidamente, a pensar, exponer, leer, redactar, calcular y convivir.
Creo que el influjo más profundo lo recibí de don Román. Era el director y nos daba clase los lunes. Nos contaba o leía con su peculiar estilo, ingenuamente ceremonioso, la vida de algún hombre ilustre, que solía ser un científico: Newton, Pasteur, Ramón y Cajal... Luego, nos pedía un resumen escrito. A mí me llevaba después a su despacho y me animaba a seguir los pasos del héroe de turno. Probablemente, estos "ejemplos históricos de vitalidad ascendente" -como diría Ortega- fueron una de las raíces de mi afán de leer y saber.
Otra de las grandes ventajas de aquel colegio era que el Ayuntamiento regalaba, casi semanalmente, algunas entradas para el Teatro Español, que todavía existe en la plaza de Santa Ana. Con estas entradas, unas veces, y sin ellas, otras, colándome como podía, seguí lo mejor del teatro clásico español, representado por Enrique Borrás y Margarita Xirgu. Años después, cuando estudiaba el Bachillerato, vi representar en el mismo escenario una obra mía, de cuyo nombre más vale no acordarse.
Hacia los trece años entré en contacto con la psicología. El Ayuntamiento de Madrid, para asignar unas becas de estudio a alumnos "superdotados", aplicó unos tests de inteligencia en nuestro colegio. Intervinieron Eduardo Canto, mi maestro entonces, José Germain, mi maestro luego y ahora, y José Mallart y Mercedes Rodrigo, los primeros magistrales "psicotécnicos" españoles, que, con el tiempo, serían mis amigos respetados y entrañables. Me enteré de que nos iban a aplicar unos tests. En el fichero de una biblioteca pública busqué la extraña palabreja. Y leí el libro de Terman, traducido por Germain y Rodrigo. No sé si eso contribuyó a que fuera seleccionado. Si sé que el libro despertó mi interés por la psicología.
Cuando me correspondía salir del colegio para ganarme la vida, Román aconsejó a mis padres que, mientras llegaba la beca, siguiera estudiando. Así lo hicimos. Y con la ayuda de la escuela y la asistencia a la Academia de don Emiliano García Zurdo, otro admirable maestro de cuya amistad me honro, hice en algunos meses el ingreso y los tres primeros cursos del Bachillerato.
Todo se alteró brutalmente, con la guerra civil, en el verano de 1936. A mis quince años terminó aquella parte de mi vida, feliz y despreocupada. Vi y viví la crueldad y la abnegación de los hombres. Desde entonces, aunque mi ilusión de aventura y de saber prosigue, ha crecido en mi la apetencia de concordia, orden y trabajo y una ambigua actitud de amargura y esperanza. La amargura de comprobar que la historia es, en buena parte, un río de sangre, y la esperanza de que, sin embargo, la vida continúa y acaso mejora, porque se sostiene también sobre incontables actos de bondad y altruismo.
Yo era un chico de los barrios obreros. A los diez años, el 14 de abril de 1931, había agitado la bandera de la República sobre los techos de los tranvías y cantado a gritos por las calles de Madrid los himnos revolucionarios. Al estallar la guerra civil, en 1936, me incorporé con fervor a la lucha, mientras, a temporadas, leía, estudiaba y ejercía algún oficio.
Fue delegado de cultura en un centro marxista de "Alerta", establecido en un saqueado colegio de religiosos. Pronto descubrí su magnífica biblioteca. Allí, durante muchos meses del sitio de Madrid, aislado y en un silencio sólo roto por las balas de cañón que pasaban silbando o estallaban por los alrededores, descubrí y devoré a los clásicos de nuestra lengua, de Berceo y Juan Ruiz a Quevedo y Gracián. Di clases, pronuncié discursos, actué en un teatro itinerante por frentes y hospitales, comencé a escribir poesía y ensayos, y trabajé como aprendiz en una cervecería de la calle de la Magdalena. Obtuve una beca y me matriculé en el improvisado Instituto Pérez Galdós, donde, en lo poco que asistí, me entusiasmaron las estupendas lecciones de historia de María Elena Gómez-Moreno, y de biología, de Enrique Álvarez López.
A los 16 años me marché voluntario al frente, de donde, luego de algunas aventuras y desengaños, que valdría la pena contar, me escapé a casa. En 1939 fue llamada mi quinta y el final de la guerra me sorprendió como soldado del ejército vencido. Terminé en un campo de concentración del que, desde luego, enseguida escapé.
De los años de la guerra quiero destacar, porque quizá vienen aquí más a cuento, mis crecientes lecturas, reflexiones o inquietudes literarias, sociales y religiosas. Recuerdo que en muchas ocasiones, en la cocina de mi piso, mientras las docenas de refugiados dormían por doquier, cuando no se precipitaban al sótano para protegerse de los bombardeos, pasaba las noches en claro discutiendo con una vecina, tía de Álvaro Delgado -hoy uno de nuestros grandes pintores-, sobre los textos de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, los problemas y misterios de Dios y de la inmortalidad y algunos escritos de Marx y Gorki.
Edité también, con unos amigos -Delgado, González Abelleira, Ramos- un periódico casero. Abelleira y yo lo redactábamos. Enrique Ramos lo escribía a mano. Álvaro Delgado lo ilustraba. Recuerdo que un número especial, dedicado a Gorki, lo enviamos al "padrecito" Stalin.
Inmediatamente después de la guerra trabajé de mozo de carga, de ayudante mecánico y de auxiliar de oficina. Con lo poco ahorrado y la generosidad de mis padres, dejé estos trabajos, me examiné, en una convocatoria, de cuarto y quinto de Bachillerato, y, durante 1939-1940, proseguí el sexto curso en el Instituto San Isidro, siendo dispensado del séptimo y obteniendo, en 1941, el Premio Extraordinario del Examen de Estado, que abría paso a la Universidad.
Estos tres años, de 1939 a 1941, fueron para mí decisivos. Creo que entonces se fragua mi vocación: estudiar al hombre. Y hacerlo o intentarlo por todos los caminos: la ciencia, la filosofía, la matemática, la poesía, la religión. Una vocación, como se ve, cándidamente desmesurada, pero que tengo que confesar, porque creo que, en efecto, es la mía.
Dos acontecimientos contribuyeron a ello. Mi amistad con Carlos Velázquez y mi encuentro con nuevos maestros. A Carlos Velázquez, hoy pintor y escultor distinguido y especialista en Tolstoi, le conocí en una oficina donde, como yo, trabajaba de auxiliar. Sin excesivo entusiasmo por las tareas burocráticas, dedicábamos lo más del tiempo a Tolstoi, Vivekananda, Ramakrishna y Gandhi.
En el Instituto de San Isidro encontré a tres grandes maestros: José Rogerio Sánchez, Juan Dantín Cereceda y Pedro Puig Adam. Rogerio Sánchez, profesor de literatura, que acentuó y ordenó un poco mi pasión por las palabras y a quien, muchos años después, habría de suceder en su sillón de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Dantín Cereceda, profesor de ciencias naturales, a quien debo lo mucho que en mí hay de naturalista, en el sentido que dio Marañón al término: amante, estudioso y cuidador de la naturaleza y la vida. Y, sobre todo, Puig Adam, profesor de ciencias exactas, matemático y pedagogo eminente; músico, historiador y poeta, en los ratos libres, y, a todas horas, hombre honrado, sencillo, liberal y bondadoso, que me marcó para siempre con su enseñanza, su amistad y su ejemplo. Fue un segundo padre para mí, me llamó a colaborar en algunos de sus libros de texto, avivó mi afición por las matemáticas y acendró mis inquietudes filosóficas. Creo que ha sido el hombre que más decisivamente ha influido en mí. A él, más que a nadie, le debo mi entrega al estudio, en continua búsqueda de un método a la vez riguroso, empíricamente comprobable y abierto a la realidad. A él le debo el último fondo religioso que ha dado algún sentido y cierta paz a las muchas inquietudes con que, como todos, he ido haciendo mi vida. Por su iniciativa fue de nuevo sometido a un examen psicológico e ingresé en el Instituto de Selección Escolar, fundado y dirigido por Laura Luque para la formación de alumnos "biendotados" carentes de medios económicos. A Laura Luque le debo el gusto por las lenguas clásicas, el afán de rigor y la iniciación en los estudios teológicos.
En 1941 me matriculé en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, en la que alcancé el grado de Licenciatura, con Premio Extraordinario, en 1945. Fueron años difíciles. El mundo se extenuaba en otra guerra. España pasaba hambre, mi familia, extrema penuria. Yo alternaba el estudio con sucesivas ocupaciones y viajes. Fui auxiliar administrativo y taquimecanógrafo en el Gobierno Civil de Granada; maestro en el Internado de Nuestra Señora de la Paloma de Madrid; profesor de literatura y latín, en el Instituto de Selección Escolar, delegado cultural en Campamentos de Verano del Frente de Juventudes, becario del Colegio Mayor Jiménez de Cisneros; francotirador en la prensa, y viajero por las tierras de España, que recorrí a pie, sobre mulas, en carretas y, a veces, en entonces insólito auto-stop, con Unamuno en la mano y comiendo y durmiendo donde Dios quería.
En la Facultad cursé la especialidad de Filosofía y asistí, cuando pude, a las clases de historia, filología y matemáticas. Tuve algún trato intelectual con Manuel Barbado, de amplia erudición psicológica y biológica, quien alentó mi interés por la ciencia empírica. Por aquél tiempo publiqué algunos poemas y pasé muchas horas en la biblioteca de los jesuitas de la calle Pablo Aranda, aconsejado en lengua griega por el padre Errandonea y en materias filosóficas por el padre Ceñal. Trabajé especialmente en los textos de Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona, Tomás de Aquino y sus comentadores -sobre todo Juan de Santo Tomás y Cayetano- y en la obra de Suárez, Descartes, Kant y Jaspers. Mis estudios filosóficos fueron, con todo, más bien mediocres. La Facultad apenas empezaba a reorganizarse. Los grandes maestros -Ortega, Zubiri, García Morente...- estaban en el exilio, separados de la Cátedra de Madrid o habían muerto. Aproveché más en las dilatadas discusiones con mis amigos del Colegio Mayor Cisneros -Fernando Lázaro, Manolo Díaz, Constantino Láscaris, Félix Monge, Gustavo Buenoque en las clases de la Universidad. El ambiente intelectual y general del país comenzaba a asfixiarme.
Mi propósito, por influjo, sin duda, de Ortega, era marchar a Alemania. Pero al acabar la guerra mundial, la Universidad alemana prácticamente no existía. El Ministerio de Educación concedió por entonces, cinco becas para ampliar estudios en los Estados Unidos a los cinco mejores expedientes universitarios. Me tocó una. Y en un viaje inolvidable, con escalas y estancias de varios días en Lisboa, Tenerife, Curaçao, Puerto Rico y Cuba, del 5 de noviembre al 5 de diciembre de 1945, viajé de Vigo a Nueva York en el transatlántico Marqués de Comillas, con un pequeño grupo de compañeros entre los que figuraba Santiago Grisolía, hoy bioquímico de prestigio internacional. En el largo viaje trabé buena amistad con el torero "Manolete", que gustaba de la contemplación y de las charlas solitarias, y con Jaime Arechederra, un mecenas vasco que pronto se hizo protector de los becarios. Recuerdo que, un año después, en la Universidad de Chicago, Grisolía y yo recibíamos, cada uno, un cheque de mil dólares -entonces una fortuna- que don Jaime nos mandaba para comprar libros. Yo los compré a centenares y allí comenzó mi biblioteca.
Y aquí comienza también, por así decirlo, mi biografía "psicológica", a la que en adelante procuraré ceñirme. Cursé varias disciplinas psicológicas, biológicas y matemáticas en la Universidad Católica de Washington, hasta junio de 1946. Mi principal mentor fue Thomas V. Moore, que me inició en el análisis factorial y a quien solía, a las siete de la mañana, ayudar en su aprendizaje del español sobre textos de san Juan de la Cruz, que luego incorporó a su obra The driving forces of human nature.
De junio de 1946 a febrero de 1948 permanecí en la Universidad de Chicago. Allí, por vez primera, saboreé el gozo de la investigación positiva. Mi gran maestro fue Thurstone. En su laboratorio de Psicometría, donde vi brotar bastantes ramas de la psicología matemática actual, pasé muchos días y algunas noches de intenso trabajo, al frente de las viejas máquinas Friden y la multiplicadora de matrices que acababa de inventar Tucker. Allí conocí a Gulliksen, Coombs, Cronbach, Cattell, Tucker, Bechtoldt y Rimoldi, con quienes he mantenido desde entonces una interminable relación amistosa, y, en el caso de Rimoldi, fraternal.
Thurstone era, sobre todo, un creador. Yo conversaba con él cada día. Era una delicia verle levantarse de pronto, y en medio del diálogo, coger una tiza y desarrollar un nuevo teorema en la pizarra. Siempre siguió siendo el ingeniero inventor que, de joven, colaborara con Edison. Era claro y cortante como el cristal, tímido, duro, sarcástico, implacable. Conmigo fue comprensivo, tolerante y cordial. Se dedicaba por entero a su especialidad -la psicología como ciencia racional, experimental y cuantitativa- y a sus aficiones fotográficas. Lo demás no existía para él. Me compadecía un poco por mi insaciable curiosidad por todas las cosas. Por ejemplo, por mis relaciones con Carl Rogers, entonces también en Chicago, muy cerca y tan lejos de él. Desde aquellos días la psicomatemática ha sido una de mis más acusadas preferencias y, justamente, en el sentido que tenía para Thurstone: originar ideas, fomentar la precisión en las hipótesis y comprobaciones y buscar la formalización de estructuras empíricas cualitativas.
En Chicago trabajé asimismo con William D. Neff en psicofisiología de la audición. Con él aprendí y practiqué la metodología experimental, desde la caza de gatos vagabundos por las callejuelas de la ciudad a las técnicas de condicionamiento y de intervención quirúrgica.
Durante mi estancia en Chicago asistí a numerosos cursos matemáticos, fisiológicos y de psicología experimental, pedagógica y del trabajo, seguí los seminarios de Rogers, estudié el conductismo y la epistemología neopositivista y operacional e inicié la investigación teórica, experimental y matemática de la percepción y la inteligencia, que he continuado hasta hoy.
No sé si debiera haberme quedado en Chicago. Como en alguna ocasión ha escrito José Luis Pinillos: "Un día Juan Linz y Mariano Yela se fueron a América: Linz se quedó y Yela volvió; Linz pudo investigar y Yela investigó lo que pudo". Es verdad, amigo José Luis, y, algunas veces, bien que me pesa. No estoy tan seguro de que sea verdad lo que luego viene a decir: ...pero Yela trabajó y penó aquí, y a él le debemos buena parte de lo que hoy es la psicología en España. No sé. Lo cierto es que, sensata y quijotescamente, para eso volví.
Sea como fuere, en 1948, después de unos meses en España, amplié los estudios psicomatemáticos en Gran Bretaña -con Burt, en Londres, y con Thomson, en Edimburgo- y seguí los trabajos de Stephenson, en Oxford, y de Bartlett, en Cambridge. Me detuve también unas semanas en el laboratorio de Psicología Experimental de Piéron, en París.
Vuelto a España, inicié con Germain la colaboración de que luego hablaré, y de 1950 a 1952 disfruté uno de los mejores períodos de mi vida en el laboratorio de Psicología Experimental de la Percepción que dirigía Michotte en la Universidad de Lovaina. Con Michotte entré en contacto vivo con la vieja tradición europea de Helmholtz, Wundt, Külpe y la Gestalt, de la que él formaba parte y a la que, en algunos aspectos, superó mediante el enfoque que yo he llamado fenomenológico-experimental.
En el laboratorio de Michotte, repleto de aparatos y de poussiére scientifique, en su despacho, inundado de libros y papeles, y en su casa señorial de Les Ravins, saboreé el correr lento de las horas, elaborando hipótesis, perfilando ideas, ideando mecanismos, imaginando experimentos y, de tarde en tarde, escribiendo artículos con los resultados. En aquel ambiente sosegado, en la calma de la Lovaina gótica, sobre el jardín recoleto del Cardenal Mercier y bajo los Archivos de Husserl, en un clima de trabajo experimental, abierto a las perspectivas antropológicas y filosóficas de la psicología, por donde, en otro tiempo, habían meditado mis compatriotas Luis Vives, Zaragüeta y Zubiri, conversé largamente con algunos de los grandes forjadores de la ciencia psicológica: Katz, Kóhler, Bartlett, Piéron, Piaget, Metzger, Buytendijk... y trabé una amistad que continúa, con Nuttin, de Montpellier, Knops, Thinés, Vergotte, de Waelhens y tantos otros colegas del Instituto de Psicología. En mis estancias en Lovaina, durante aquellos años y otros posteriores, tuvo tiempo sobrado para recorrer las antiguas capitales flamencas y para adentrarme en la filosofía y la psicología europeas: Husserl, Heidegger, Sartre, Merleau-Ponty, los gestaltistas y la escuela de Ginebra; los soviéticos Vygotsky, Rubinstein y Luria; la literatura psicoanalítica, de Freud y Lacan, y las orientaciones epistemológicas de Russell, Wingenstein y Popper.
Michotte quiso que le sucediera en Lovaina, pero yo sentía demasiado vivamente mis raíces españolas y volví a los gozos y pesares de mi tierra. Sigo, sin embargo, ligado a Lovaina, donde me concedieron algunos premios -como el de la Cátedra Francqui y la Medalla de Honor de la Universidad-, adonde volví como profesor de Psicología Matemática, de 1914 a 1974, y en donde impulsé estos estudios y el desarrollo del Centro de Cálculo y de los programas de ordenador para la investigación psicológica.
En 1952 puede decirse con suficiente aproximación que terminé mis Wanderjahre en Friburgo de Brisgovia, donde estudié con Heidegger y Müller las implicaciones antropológicas de la filosofía fenomenológica y existencial.
Estas son las bases en las que se sustenta mi vocación intelectual. Faltan, por supuesto, muchos otros ingredientes, entre los que no puedo callar mis contactos con la persona y la obra de algunos españoles egregios: Ortega y Zubiri, Mira, Marañón y Lafora, Laín y Marías, los poetas Dionisio Ridruejo, Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco... Y, en el contexto psicológico, el principal de todos, José Germain.
Por Germain ha llegado a nosotros, los psicólogos españoles del momento, la historia de la psicología española. Él ha sido el maestro y mentor del grupo de jóvenes estudiosos -Úbeda, Pinillos, Siguán, Secadas- que, con él, reanudamos el hilo de nuestra psicología, roto por la guerra civil. Nos ha enseñado dos cosas principales. La exigencia de rigor crítico, sin el que no se puede hacer ciencia, y el espíritu de concordia y mutuo respeto, sin el que es dudoso que merezca la pena hacerla. El rigor crítico lo hemos sabido transmitir a las nuevas generaciones. El espíritu de concordia lo hemos mantenido entre nosotros. No sé si lo hemos sabido consolidar entre los que nos siguen.
Ya hablé de mi primer contacto con Germain, a mis trece o catorce años. Luego, en 1947, recibí en Chicago una carta suya, en la que me alentaba en mis estudios y me pedía colaboración, que atendí, para su recién creada Revista de Psicología General y Aplicada. En cuanto volví a España, en 1948, fui a verle. Ya no me he separado de él. Entonces, sólo con él podía hablar en España de psicología científica. Con él, y bajo su dirección, he dedicado buena parte de mi vida a hacer posible que la investigación y la práctica de la psicología fueran, como ya son, actividades normales en la sociedad española. Ahora, por fin, puedo hablar de psicología con muchos y aprender de bastantes. La tarea ha sido dura y, para los dos, con frecuencia ingrata. No me arrepiento, pero me apena el poco tiempo que he podido encontrar para atender a mi íntima vocación: investigar, estudiar, escribir.
Con Germain fundé en Madrid, en 1948, el Departamento de Psicología Experimental del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, donde pronto comenzó a trabajar el grupo antes citado. Poco después, organizamos la Sociedad Española de Psicología, de la que fue secretario (1952-1958) y vicepresidente (1958-1973) y en cuya presidencia he sucedido a Germain desde 1973. Por los mismos años de 1952 y 1953 colaboré con él en la reorganización del Instituto Nacional de Psicología Aplicada y Psicotecnia, que Germain había dirigido antes de nuestra guerra y en cuya dirección conseguí que le repusieran, no sin dificultades y sinsabores.
En 1953, bajo el rectorado de Pedro Laín Entralgo, fundamos la Escuela de Psicología y Psicotecnia de la Universidad de Madrid. Veníamos pensándola de tiempo atrás. La idea era establecer unos estudios universitarios normales de psicología, que condujeran a la Licenciatura y al Doctorado. No existían aún, para nuestra vergüenza, a pesar de que, ya en 1902, el doctor Simarro había desempeñado una Cátedra de Psicología Experimental en la Universidad de Madrid, la primera en el mundo, según mis noticias, que funcionó en una Facultad de Ciencias. La Licenciatura daría a los alumnos la formación básica y un comienzo de especialización. La Escuela ofrecería, después, la preparación profesional y práctica en diversos sectores de la psicología aplicada. Pues bien, en 1953, las autoridades aprobaron la creación del complemento -la Escuela-, pero no la del fundamento previo -la Licenciatura-. Así que empezamos a construir el edificio docente de la psicología por el tejado. El hecho es que pudimos, sin embargo, empezar. Éramos un pequeño grupo -Úbeda, Pinillos, Siguán, Secadas, Álvarez Villar- y contábamos con la colaboración de López Ibor, Vallejo Nájera (hijo), Poveda y María Eugenia Romano en psicología clínica, y de García Hoz y García Yagüe en psicología pedagógica. El director fue Zaragüeta, el vicedirector Germain, y yo actué de secretario hasta 1975, en que, por fallecimiento de don Juan Zaragüeta, le sucedí como director. En la Escuela se formaron las primeras promociones de diplomados en Psicología y se inició la presencia de psicólogos universitarias en la vida científica y profesional del país.
Por fin, en 1969, con el consejo de Germain y la constante colaboración de Pinillos, organicé y presidí la nueva Especialidad de Psicología en la Sección de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid. Pronto logramos transformarla en Sección de Psicología (1970), instalarla en tres grandes edificios en el campus independiente de Somosaguas (1971) y convertirla en Facultad de Psicología en 1980.
Los estudios de Licenciatura y Doctorado de Psicología, iniciados en la Universidad de Madrid, se extendieron en seguida, bajo la dirección de Siguán, a la de Barcelona y, sucesiva y rápidamente -tal vez con demasiada rapidez-, a otras muchas universidades del país. En estos años se multiplican los laboratorios, los congresos y coloquios, las revistas y los colegios de psicólogos. Hoy contamos con miles de profesionales, cientos de profesores y algunas docenas de investigadores de primera calidad. La psicología está asentada en España y en marcha ascendente. A los jóvenes les corresponde consolidarla. Estoy seguro de que lo harán, porque, entre otras cosas, tienen más medios y están científicamente mejor preparados que nosotros.
Mi actividad docente en España se inició y continúa en la Universidad Complutense de Madrid, primero en filosofía y luego en Psicología y metodología experimental y matemática. En 1945, fui ayudante de Introducción a la Filosofía; en 1948, profesor encargado de Cosmología; de 1952 a 1957, luego de haber obtenido el Premio Extraordinario en mi tesis doctoral sobre teoría factorial de la inteligencia (1952), fui profesor adjunto de Cosmología y Psicología y encargado de las cátedras de Psicología Racional (1953-1957) y de Psicología General (1955-1957). Desde 1957, soy catedrático de Psicología General, si bien, a petición de la nueva Facultad de Psicología, ocupo desde hace unos años la Cátedra de Psicología Experimental.
Mis contactos con instituciones psicológicas y colegas españoles, hispanoamericanos y extranjeros han sido frecuentes con ocasión de mi asistencia a unos sesenta congresos, algunos de los cuales he presidido, de numerosos cursos y conferencias en la mayor parte de los países de Europa y América y en varios de Africa y Asia, y con motivo de mi colaboración en sociedades, revistas, investigaciones y publicaciones nacionales e internacionales y de algunos premios y distinciones que se me han otorgado.
Tengo que poner punto final. Pero mi biografía -eso espero- no ha concluido. El punto final es, más bien, punto y seguido. Miro el futuro con una mezcla de amargura y de esperanza con que se ha ido haciendo, como dije, mi vocación. Confío tener más tiempo. Ir apartándome de tantas tareas organizadoras, directivas y burocráticas que, sin buscarlo, han pesado en mi vida. Y dedicarme, con más continuidad y sosiego, a investigar y escribir, que es lo que más me importa y complace. Espero en los próximos años proseguir mis reflexiones teóricas y mis investigaciones empíricas, escribir una psicología de la inteligencia y reunir en un tratado el panorama actual de la psicología matemática. Una cierta angustia, seguramente trivial, me acongoja a veces: esa mezcla de futilidad, insignificancia, pequeñez e insuficiencia que, de algún modo y en ignorada medida, afecta a todo lo que he hecho. Una certeza me conforta: la ciencia psicológica está en marcha en España. Estoy seguro de que mi modesta aportación será superada por los que fueron mis alumnos.