La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.
Psicothema, 1996. Vol. Vol. 8 (nº 3). 625-656
Carmen Bragado Álvarez y Ana Fernández Marcos
Universidad Complutense de Madrid
Durante la última década se ha observado un gran interés por investigar la naturaleza del dolor infantil, dando lugar a interesantes avances en este campo de conocimiento. Se han elaborado instrumentos de evaluación que permiten acceder a la experiencia subjetiva en edades muy tempranas y se han desarrollado buenas estrategias psicológicas para reducir el malestar evocado por procedimientos médicos dolorosos. En este artículo se ofrece una exposición general sobre la naturaleza del dolor en relación a los aspectos evolutivos y se revisan diversos trabajos relativos al tratamiento psicológico de niños con cáncer que deben someterse con cierta regularidad a tales procedimientos. Las técnicas distractoras, el uso de la imaginación y el entrenamiento en respiración/relajación se perfilan como los elementos terapéuticos esenciales para aliviar el dolor y reducir la ansiedad.
Treatment of pain in paediatric oncology. Over the last decade a great interest in the study of the nature of children’s pain has been observed, taking place relevant advances in this area of knowledge. Assessment instruments which make accesible the subjective experience at a very early age have been elaborated, and good psychological strategies to reduce the distress evoked by invasive medical procedures in childhood cancer have been developed. In this article, a general overview on the nature of pain in relation to developmental issues is shown, and several studies on psychological treatment for children who undergo regularly those procedures are reviewed. Distraction techniques, the use of imagery and breathing exercises/relaxation training seem to be the essential therapeutic components to relieve pain and to reduce anxiety.
Introducción y objetivos
Observar el dolor y el sufrimiento de niños con cáncer es, casi con seguridad, una dura experiencia para la mayoría de los adultos implicados en su cuidado: padres, profesionales sanitarios, etc. El cáncer pediátrico requiere un tratamiento prolongado en el tiempo que exige la utilización de procedimientos médicos altamente aversivos (Manne, Bakeman, Jacobsen, Gorfinkle, Bernstein y Redd, 1992). De modo que, para paliar los efectos de su dolencia, estos niños tienen que enfrentarse a métodos terapéuticos o de diagnóstico que suelen provocar sensaciones dolorosas más molestas que la propia enfermedad. Los expertos en este campo coinciden en afirmar que algunas intervenciones como la punción lumbar o la aspiración de médula ósea provocan un dolor sumamente intenso y difícil de controlar en su totalidad. A esto hay que añadir, reiteradas extracciones de sangre o inyecciones intravenosas para administrar la quimioterapia o rehidratar al enfermo, situaciones especialmente perturbadoras para los más pequeños.
Se considera que la sensación de dolor es un mecanismo protector del organismo, dado que alerta a la persona que lo padece de que "algo anda mal" y lo incita a iniciar alguna acción destinada a suprimir o disminuir el dolor (Guyton, 1992). Cuando una persona adulta se encuentra en esta situación, suele ejecutar una serie de actos encaminados a restaurar su bienestar, por ejemplo, toma un analgésico, acude a un médico o descansa (no va a trabajar). Este tipo de comportamientos se denominan conductas de dolor, categoría mucho más amplia que incluye también conductas verbales, maniobras analgésicas, etc., cuyo nexo común es que son socialmente significativas e interpretadas por los demás como señal de dolor (Penzo, 1989).
Estrictamente hablando, la experiencia dolorosa es subjetiva, dado que no es directamente accesible en su totalidad a un observador externo. Los adultos son capaces de comunicar y describir a otros su experiencia. Pueden informar acerca de la naturaleza del dolor, su localización, intensidad, duración, etc., elementos esenciales para conocer qué les sucede y poner los remedios pertinentes.
En los niños pequeños, el repertorio de conductas de dolor es muy limitado, dado que gran parte de estas conductas se adquieren en el curso evolutivo y durante el proceso de socialización. En general, ante sensaciones dolorosas agudas, el comportamiento de los bebés parece destinado a suprimir el estímulo doloroso (movimientos de brazos, piernas, rigidez del torso, etc.) y a llamar la atención del adulto, manifestando su malestar llorando y gritando. El desarrollo de los procesos cognitivos y la adquisición del lenguaje le proporcionan los rudimentos necesarios para comunicar a otros sensaciones dolorosas. Pero incluso, aunque ya hayan adquirido las capacidades básicas para expresar o reconocer la fuente de dolor, no gozan de la autonomía suficiente para llevar a cabo conductas encaminadas a reducirlo. Los niños no pueden decidir por sí mismos si acuden al médico, ingieren un medicamento determinado o no van al colegio. Como en otras muchas áreas de su comportamiento, también en ésta dependen de lo que determinen los adultos. De ahí, la importancia que tiene en este campo la actuación de padres y profesionales sanitarios.
Hasta hace poco tiempo, se creía que los recién nacidos y los niños pequeños eran relativamente insensibles a los estímulos dolorosos. Se argumentaba que su sistema nervioso era inmaduro o que no tenían memoria de dolor. En consecuencia, se desaconsejaba el uso de analgésicos, indicando además que los niños pueden convertirse en adictos con mayor facilidad que los mayores porque el proceso de metabolización de los opiáceos es diferente al de los adultos. Varios autores (Elliot y Jay, 1987; Bush y Harkins, 1991; Craig y Grunau, 1991; MacGrath y Brigham, 1992) coinciden al considerar que esta forma de pensar ha retrasado el avance de la investigación en este terreno, propiciando prácticas sanitarias poco acordes con las tendencias actuales. Como razonan MacGrath y Unruh (1987), es relativamente sencillo inferir que los niños no experimentan dolor ante ciertas intervenciones médicas cuando normalmente no se les pregunta si sienten o no dolor. Los más pequeños ni siquiera saben expresar verbalmente las sensaciones dolorosas. Se les impide ejecutar conductas de dolor, restringiendo su movilidad, no pueden manifestar su disconformidad ni oponerse a la práctica de alguna prueba. Aunque la situación ha variado considerablemente en la última década, aún existe cierta renuencia a prescribir fármacos analgésicos en una proporción similar a la que se hace en el adulto para dolencias afines.
En el momento actual, la investigación es concluyente respecto a que los recién nacidos (incluso prematuros) son sensibles a los estímulos que infringen daño tisular, reaccionando ante ellos con un patrón bien coordinado de respuestas (vocales, motoras y fisiológicas), inequívocamente representativas de dolor (Craig y Grunau, 1991; Johnston, Stevens, Craig y Grunau, 1993; McIntosh, Van Veen y Brameyer, 1993, entre otros). Como pauta general, ante el inicio súbito de un estímulo doloroso, el bebé responde con un potente chillido, seguido de llanto, muecas faciales, sacudidas y rigidez de piernas, y movimientos corporales que incluyen golpear con las piernas, cerrar fuertemente los puños y poner el torso rígido. Concomitantemente, se han evaluado cambios fisiológicos en relación a la tasa cardíaca, tasa respiratoria y a la concentración de oxígeno y anhídrido carbónico en sangre, así como alteraciones metabólicas y endocrinas (Craig y Grunau, 1991).
Hacia los seis meses de edad, los bebés muestran ya reacciones anticipatorias de temor ante ciertos eventos dolorosos (por ejemplo, inyecciones) y pueden iniciar conductas instrumentales rudimentarias destinadas a defenderse o evitar el acontecimiento. Esta capacidad para anticipar el dolor señala con claridad la emergencia del aprendizaje y la memoria. En el segundo año de vida, la duración del llanto y los gritos disminuye, el niño busca visualmente a su madre y a la enfermera antes de la inyección, se orienta hacia el lugar donde será pinchado e intenta protegerse con los brazos o las manos y es capaz de expresarse verbalmente (Craig y Grunau, 1991).
La habilidad para comunicar sensaciones dolorosas de modo espontáneo (cuando se lastiman por cualquier razón) progresa a medida que el niño crece y mejora su repertorio verbal. Gradualmente, aprenden a diferenciar y a describir dónde y cuánto les duele, utilizando los mismos términos que han aprendido para describir el tamaño o la cantidad de los objetos físicos (un poco, algo, mucho). Entre los cinco y los siete años, la mayoría de los niños puede discriminar claramente la intensidad del dolor y es posible utilizar escalas cuantitativas para evaluar las sensaciones subjetivas (McGrath y Brigham, 1992). Aunque son capaces de localizar el dolor en una parte del cuerpo, suelen pensar que tanto el dolor como la enfermedad están producidos por causas externas y concretas; piensan que se han "contaminado" por tocar a alguien, comer demasiado o por haber hecho algo peligroso (Gedaly-Duff, 1991; Manne y Andersen, 1991). En estos rangos de edad algunos niños pueden percibir su enfermedad y ciertas pruebas médicas como un castigo por haber hecho alguna travesura (Manne y Andersen, 1991). Hasta aproximadamente los nueve años, no entienden con claridad que el dolor puede estar generado por una enfermedad, el mal funcionamiento de un órgano o la presencia de ciertos gérmenes (Gedaly-Duff, 1991).
El período de la adolescencia está marcado por la maduración del funcionamiento cognitivo y por importantes cambios físicos y fisiológicos, así como por profundos cambios en la interacción social y familiar. Los niños de esta edad comprenden perfectamente que la enfermedad se localiza dentro del cuerpo y que sus causas pueden ser tanto internas como externas (McGrath y Pisterman, 1991). Algunas investigaciones han señalado que los adolescentes conciben el cáncer como una enfermedad de la que es difícil recuperarse comparada con enfermedades de corazón, diabetes o problemas mentales (Manne y Andersen, 1991). El impacto psicológico del cáncer en este momento evolutivo puede ser más problemático que en cualquier otra edad. La enfermedad y su tratamiento entorpecen las relaciones sociales, así como el desarrollo de una autoimagen adecuada (Die Trill, 1987). El miedo a los efectos negativos del tratamiento lleva a algunos adolescentes a rechazarlo o a finalizarlo antes de tiempo, lo que afecta directamente a la probabilidad de recaídas y a su propia supervivencia (Varni y Katz, 1988).
En resumen, el dolor infantil requiere un abordaje especializado, donde el conocimiento y la compresión de los aspectos evolutivos adquiere una relevancia determinante. Desde que nace, el niño está sometido a constantes cambios físicos y psicológicos que determinan el modo de enfrentarse al dolor, comprenderlo y comunicarlo a los demás. En los últimos años se ha realizado un gran esfuerzo por investigar las peculiaridades de la experiencia de dolor en distintas edades, se han ideado instrumentos de evaluación bastante refinados y se han desarrollado diversas estrategias psicológicas destinadas a paliar el dolor y el malestar causado por procedimientos médicos invasivos. Precisamente, nuestro trabajo tiene como objetivo central ofrecer un panorama general de las aportaciones terapéuticas empleadas en niños con cáncer, sometidos a este tipo de situaciones. Para ello, hemos realizado una revisión que no pretende ser exhaustiva sino ilustrativa de los trabajos publicados en los últimos años.
Naturaleza del dolor en la oncología pediátrica
Existe bastante acuerdo en considerar el dolor como un patrón integrado de respuestas observables, encubiertas y fisiológicas que pueden ser estimuladas por una lesión tisular y provocadas o mantenidas por otras condiciones antecedentes y consecuentes (Bush y Harkins, 1991). En el contexto del dolor asociado a procedimientos aversivos, algunos autores (por ej., Broome, Bates, Lillis y McGahee, 1994) prefieren adoptar la definición propuesta por el Subcomité Internacional para el estudio del dolor que lo describe como una experiencia sensorial y emocionalmente desagradable asociada con un daño de los tejidos, actual o potencial (Merskey, 1979, citado por Broome, Bates, et al., 1994)
Cuando se habla de dolor en oncología infantil, se suele distinguir entre el dolor ocasionado por la propia enfermedad y el generado por el diagnóstico o el tratamiento médico (Jay, Elliott y Varni, 1986). El primer tipo se origina por la invasión del tumor en los huesos, nervios, músculos u otros órganos, siendo la causa más común del dolor la afectación ósea (Bonica, 1980). Un porcentaje importante de niños (entre el 15-52%) con leucemia, el cáncer más frecuente en la infancia, padece dolor de huesos. El segundo tipo es consecuencia directa de diversos métodos terapéuticos o de diagnóstico. Por ejemplo: el dolor postquirúrgico generado por el daño provocado en algunas terminaciones nerviosas al realizar una operación, el dolor posterior a la radioterapia causado por la fibrosis o daño del tejido conectivo que rodea la zona radiada o el dolor producido por una punción lumbar o la aspiración de la médula ósea.
La observación clínica sugiere que los niños más pequeños suelen reaccionar con malestar más severo durante procedimientos médicos que se llevan a cabo sobre la superficie corporal que ante las lesiones internas relacionadas con el curso de la enfermedad (Jay, Elliott, Katz y Siegel, 1987).
Partiendo inicialmente de criterios temporales, aunque existen otros rasgos diferenciales, se distingue entre dolor agudo, dolor crónico y dolor recurrente (Bush y Harkins, 1991; McGrath y Brigham, 1992). El dolor agudo es evocado por un estímulo nocivo bien identificado, es de corta duración y tiene un valor funcional destacable, ya que opera como una señal para iniciar conductas restauradoras y/o protectoras. Generalmente, el dolor disminuye a medida que se repara el daño, con lo que el malestar físico y emocional no suele prolongarse en el tiempo. El dolor agudo provocado por daño en los tejidos (caídas, quemaduras, cortes, etc.) constituye la experiencia dolorosa más frecuente durante la infancia y la adolescencia. Todos los niños experimentan también dolor agudo debido a enfermedades comunes o intervenciones dentales.
El término de dolor crónico se emplea para designar una experiencia dolorosa de larga duración, generalmente asociada a una enfermedad prolongada como el cáncer o la artritis reumatoide juvenil. No cede totalmente con el tratamiento y carece de valor adaptativo. El impacto psicológico del dolor crónico es mayor que en el caso del dolor agudo y aparece asociado con factores sensoriales, ambientales y emocionales.
Algunos autores sostienen que los niños tienen mayor probabilidad que los adultos de experimentar dolor recurrente. El dolor recurrente comparte aspectos del dolor agudo y crónico. Se caracteriza por la presencia de episodios dolorosos repetidos que, aunque son breves, pueden persistir a lo largo de la vida del niño y suelen estar ocasionados por múltiples causas (McGrath y Brigham, 1992). En esta categoría, se incluye el dolor provocado por ciertos procedimientos médicos (ej. repetidas aspiraciones de médula), episodios dolorosos asociados al curso de la enfermedad y el dolor de etiología ambigua (ej. dolor abdominal recurrente o cefaleas) (Bush y Harkins, 1991).
En contraste con los tipos de cáncer más comunes en los adultos (estómago, pulmón, mama, colón y recto; Ely, Giesler y Moore, 1991) que suelen producir un dolor severo y prolongado, el cáncer infantil rara vez produce dolor crónico (Varni y Katz, 1988). Las causas más frecuentes de dolor agudo y malestar en los niños con cáncer están relacionadas con los procedimientos médicos de diagnóstico y tratamiento, particularmente, con la aspiración de médula y la punción lumbar (Jay et al., 1986; Varni y Katz, 1988). No obstante, ambos métodos se utilizan de forma rutinaria en los casos de leucemia ya que son imprescindibles para determinar el curso de la enfermedad y aplicar el tratamiento.
Investigadores, padres y niños coinciden al considerar que la aspiración de médula es un procedimiento altamente aversivo, traumático y muy doloroso (Jay y colegas, 1986, 1987). Muchos niños, sobre todo adolescentes, afirman que es peor sufrir esta prueba que padecer la enfermedad. Este aspecto pone en peligro la aceptación del tratamiento y un seguimiento correcto de las prescripciones médicas (adherencia), con el subsiguiente riesgo para la mejoría del paciente (Kuttner, 1989).
Resumidamente, la aspiración de médula ósea consiste en la inserción de una aguja larga en el hueso de la cadera (cresta ilíaca posterior) y en la succión (aspiración) de una porción de médula, mediante una jeringuilla, con el fin de obtener y analizar una muestra para averiguar la presencia o ausencia de células cancerosas. La mayoría de los pacientes describen tres fuentes de dolor durante este proceso: a) un dolor agudo y punzante, cuando la aguja entra en la piel, b) dolor agudo y una fuerte presión cuando la aguja penetra en el hueso (periostio), y c) un dolor intenso y agudísimo cuando se aspira la médula con la jeringuilla (Hilgard y LeBaron, 1984; Jay et. al, 1987). Aunque la realización de la prueba suele efectuarse con anestésicos locales o sedantes, ninguno de ellos está exento de dificultades. La anestesia local (normalmente una inyección de Lidocaína) consigue sólo resultados parciales, ya que fracasa en eliminar el intenso dolor causado por la aspiración. Los sedantes ocasionan efectos secundarios o paradójicos, sobre todo en los más pequeños, por lo que se administran con cautela. Respecto a la anestesia general, utilizada en algunos países Europeos, tiene también sus riesgos y encarece económicamente la intervención, de modo que es una práctica poco extendida (Jay et. al, 1987; Kuttner, Bowman y Teasdle, 1988).
La punción lumbar es similar a la aspiración de médula en el sentido de que es una fuente de dolor recurrente para los niños con cáncer. En este caso se introduce una aguja delgada, normalmente entre la cuarta y quinta vértebra lumbar para penetrar en el espacio subaracnoideo. El objetivo de la punción suele ser tomar una muestra de fluido cerebroespinal o inyectar algún fármaco (medicación intratecal) que forma parte del tratamiento con quimioterapia. Los niños tienen que adoptar una posición fetal, con la barbilla pegada al pecho, y colocarse de lado, de manera que la espalda quede accesible (Hilgard y LeBaron (1984). Igual que en la aspiración de médula, suelen emplearse anestésicos tópicos y sedantes.
Las reacciones de ansiedad durante la ejecución de la prueba y el miedo a repetirla en un futuro (ansiedad anticipatoria) es un fenómeno común a ambos procedimientos. No obstante, al menos dos trabajos (Zeltzer y LeBaron, 1982; Bradlyn, Harris, Ritchey, et al., 1993) han confirmado experimentalmente que la aspiración de médula es un método más aversivo que la punción lumbar. En el primer trabajo, los niños informaron que el dolor experimentado (valorado en una escala de 1 a 5) durante la aspiración era significativamente mayor que el percibido durante la punción lumbar, pero no se encontraron diferencias significativas entre ambos métodos respecto al grado de ansiedad. Por su parte, Bradlyn y colegas también comprobaron que los niños mostraban un mayor grado de malestar verbal y conductual con la aspiración de médula que con la punción lumbar (medias: 5.26 vs. 3.86/ 1.5 vs. 0.72, respectivamente, y en ambas categorías conductuales).
Probablemente, el mayor inconveniente para el personal sanitario es la rapidez con que la mayoría de los niños de todas las edades desarrollan respuestas condicionadas de ansiedad ante estos procedimientos y los objetos asociados a ellos. Como consecuencia del miedo, algunos niños padecen fobia a las agujas, problemas con la comida y alteraciones del sueño (Kuttner, Bowman y Teasdle, 1988). Ante la inminencia de una aspiración de médula, los más pequeños suelen reaccionar con gritos, o con oposición física y verbal que obstaculizan la labor de médicos y enfermeras. Estas manifestaciones provocan un estrés considerable en el personal y en los padres, ya que en muchas ocasiones es preciso repetir la punción, haciendo el proceso todavía más penoso. Además, existe suficiente evidencia que indica que los niños no parecen habituarse a la situación a pesar de su repetición. En ausencia de una intervención psicológica, pueden transcurrir dos o tres años hasta que aprenden a cooperar (Jay, 1988). Curiosamente, en el ya mencionado trabajo de Bradlyn y colegas (1993) se encontró una correlación negativa entre el distrés verbal (lamentos, comentarios de dolor o de daño, peticiones de parar la prueba, etc.,) y la experiencia previa, del orden de -0.60 y -0.49 (aspiración de médula y punción lumbar, respectivamente), pero las manifestaciones de malestar conductual (movimientos corporales, rigidez muscular, arquear la espalda, etc.,) no mostraron ninguna relación con la experiencia anterior.
Otra fuente importante de distrés infantil está relacionada con la administración intravenosa de la quimioterapia y con los efectos secundarios que provoca, especialmente náuseas y vómitos. Las inyecciones parecen afectar más a los niños que a los adolescentes. Manne, Redd, Jacobsen, Gorfinkle, Schorr y Rapkin (1990) comentan que algunos pacientes reciben más de 300 pinchazos en vena a lo largo del tratamiento y que aproximadamente un tercio de los más pequeños (3-9 años) tiene que ser sujetado por los padres o la enfermera para poder introducir la aguja. Por su parte, Dolgin, Katz, Zeltzer y Landsverk (1989) han constatado que los adolescentes manifiestan más síntomas de malestar que los niños, antes y después de la quimioterapia, en casi todas las variables investigadas: ansiedad, cambios de humor, nivel de actividad, pérdida de apetito, alteración del sueño, quejas somáticas, resistencia al tratamiento (verbal o física) y náuseas y vómitos. También observaron que en los niños el malestar tendía a disminuir y a estabilizarse en el curso del tratamiento, mientras que en los adolescentes aumentaba.
Seguramente debido a todas estas dificultades, los investigadores han centrado su atención en la búsqueda de técnicas psicológicas destinadas a controlar el dolor y el malestar asociado al diagnóstico y tratamiento del cáncer, mientras que la investigación sobre el dolor crónico relacionado con el curso de la enfermedad es mucho más restringida.
El concepto de distrés
En situaciones muy aversivas que causan dolor agudo, como las que venimos comentando, resulta prácticamente imposible diferenciar la ansiedad o el miedo que provoca un determinado procedimiento médico del dolor, ambos forman parte de la experiencia del niño (Routh y Sanfilippo, 1991). Tal diferenciación se torna casi imposible con los niños más pequeños. Igualmente, es complicado separar las reacciones negativas asociadas al dolor de las emociones que suscitan la hospitalización, la enfermedad, la separación de los padres o la inmovilidad física (Bush y Harkins, 1991).
El término de "distrés" se emplea para describir las reacciones de malestar (tanto de dolor como de ansiedad) ante procedimientos médicos invasivos. Este concepto ha sido ampliamente aceptado en la literatura especializada y viene utilizándose desde los trabajos de Katz, Kellerman y Siegel (1980).
Datos epidemiológicos
Afortunadamente, el cáncer pediátrico es poco frecuente, aunque en los países desarrollados constituye la segunda causa de muerte en la infancia a partir del primer año de vida (Martos y Olsen, 1993). El cáncer infantil afecta fundamentalmente al sistema hematológico, al sistema nervioso central y a los tejidos embrionarios o conectivos (Manne y Andersen, 1991).
En la década comprendida entre el 1 de Enero de 1980 y el 31 de Diciembre de 1989 se registraron en España un total de 5.094 enfermos de cáncer, con edades comprendidas entre 0 y 15 años. 2.930 eran varones y 2.164 mujeres, en una proporción de 1.35 varones por cada mujer (Zubiri, Cuchí y Abadía, 1991). La incidencia de casos es mayor en los cinco primeros años de vida, seguramente porque este período coincide con el diagnóstico de la leucemia (sobre todo Leucemia linfocítica aguda), cuya incidencia modal se sitúa en los 4 años (Manne y Andersen, 1991). La leucemia, los tumores del sistema nervioso central, los linfomas, neuroblastomas y nefroblastomas concentran el mayor porcentaje de cáncer en los niños españoles (Del Pozo y Polaino, 1993). Tendencia muy similar a la observada en otros países (ver tabla nº 1).
En los países de la Comunidad Europea y en el período comprendido entre 1979-1988, cinco niños de cada 100.000 fallecieron a consecuencia del cáncer, lo que supone aproximadamente 3400 muertes anuales (Martos y Olsen, 1993). La leucemia resultó la causa más común (39%) de muerte por cáncer, seguida de los tumores cerebrales y del sistema nervioso (22%), y por los tumores óseos (9%) (ver tabla número 2). Los tumores más letales en la población infantil española son por orden decreciente: los hepatoblastomas (62.8%), los tumores óseos (50.9%), neuroblastomas (49.4%), rabdomiosarcomas (45.7%) y las leucemias (44%) (Zubiri, Cuchí y Abadía, 1991). No obstante y según el análisis de estos autores, un dato esperanzador es que cerca del 60% de los niños con cáncer sobrevive al cabo de los 8 años.
Siguiendo con el trabajo de Martos y Olsen (1993), llama la atención que los países del sur de Europa (Grecia, Italia, España, Portugal y Francia) tenían tasas de mortalidad más elevada que los del Norte y Centro de Europa. En conjunto, la mortalidad de los varones excedía en un 28% a la de las mujeres, con un rango que oscilaba entre el 17% en Irlanda hasta el 36% en España. Por edades y en ambos sexos, se observa un mayor índice de mortalidad entre los 5 y 9 años (tabla número 3).
Evaluación y tratamiento del distrés infantil en oncología
Para abordar estos aspectos (evaluación y tratamiento), hemos analizado un total de 19 investigaciones relativas al tratamiento cognitivo-conductual del malestar generado por procedimientos médicos aversivos y publicadas entre 1982 y 1994. En los anexos nº 1 y nº 2 se describen sus características más sobresalientes. Los datos contenidos en ellos proceden del análisis directo de 14 trabajos originales y de 5 trabajos revisados por otros autores (debidamente identificados en el anexo 1); si los incluimos aquí es porque aportan información relevante sobre el tema.
Los procedimientos médicos seleccionados han sido: la aspiración de médula, la punción lumbar, la quimioterapia y las inyecciones. Como ya hemos indicado, todos ellos ocasionan cierto grado de dolor y distrés comportamental, deben repetirse varias veces en el curso del tratamiento y precisan de la cooperación del niño en el proceso. El rango de edad de los sujetos que han participado en estos trabajos abarca edades comprendidas entre los 3 y 20 años, con un porcentaje mayor de varones que de mujeres. En consonancia con los datos epidemiológicos, la mayoría están diagnosticados con leucemia o linfomas (ver anexo 1).
El interés de los investigadores por estos temas parece motivado por la necesidad de encontrar estrategias alternativas a las puramente farmacológicas que permitan aliviar los efectos indeseables, derivados del diagnóstico y tratamiento de la enfermedad. El alivio del malestar infantil comporta importantes beneficios para todas las personas implicadas en el proceso, por ejemplo: es bastante probable que mejore la calidad de vida del niño y sus familiares, al reducir las fuentes de estrés; si el niño aprende a colaborar con el personal sanitario, en vez de oponerse, y si el personal sabe cómo actuar, el proceso será menos doloroso para el niño y menos estresante para los profesionales.
Métodos de evaluación
La evaluación ha ido destinada a conseguir medidas cuantitativas de la variable dependiente: intensidad del dolor, grado de ansiedad, severidad o frecuencia de náuseas y vómitos, así como la presencia e intensidad de conductas indicadoras de malestar. Los métodos más utilizados en los trabajos revisados han sido el autoinforme y la observación conductual (ver Anexo 2).
El modelo de autoinforme preferido por los investigadores ha sido el de "las escalas de valoración o clasificación" que incluyen: escalas numéricas tipo Likert o termómetro, escalas analógico-visuales o escalas de caras. Todas ellas son escalas cuantitativas dónde el niño debe escoger el punto de la escala que mejor exprese la intensidad o cantidad de dolor, miedo, etc., (MacGrath y Brigham, 1992). Tienen la ventaja de que son muy sencillas de aplicar y permiten acceder de forma objetiva a la experiencia subjetiva del niño.
Las escalas tipo Likert más comunes constan de cinco puntos o niveles que suelen ir asociados a palabras que sirven para designar el incremento de malestar en cada nivel: nada, poco, medio, bastante y mucho (por ejemplo, en el trabajo de Zeltzer y LeBaron, 1982).
El termómetro de dolor es una escala del mismo tipo que las Likert, representada por el dibujo de un termómetro, normalmente numerada de 0 a 10 (ó de 0 a 100), donde el cero representa "la ausencia de dolor" y el diez "el peor dolor posible" (Jay et. al., 1987). El niño marca o colorea una determinada altura en la barra de mercurio para indicar la intensidad del dolor (como en el trabajo de Dahlquist, Gil, Armstrong, Ginsberg y Jones, 1985).
Las escalas analógico-visuales (VAS) han sido utilizadas sobre todo para medir la severidad de las náuseas y vómitos secundarios a la quimioterapia. Consisten en líneas de 10cm en cuyos extremos se puntúa "ninguna náusea" y "la peor náusea posible". El niño señala a lo largo de la línea la intensidad de sus náuseas. La puntuación se extrae midiendo en milímetros la distancia desde el extremo de la izquierda (correspondiente al mínimo) hasta la marca efectuada (Redd, Jacobsen, Die Trill, Dermatis, McEvoy y Holland, 1987).
Las escalas de caras son dibujos o fotografías de caras con diferentes expresiones de dolor que varían conforme a la intensidad que pretenden representar. Se trata de seleccionar la cara que se ajusta mejor a la cantidad de dolor experimentado durante el procedimiento objeto de estudio. Este tipo de autoinforme es el más aconsejable para los niños más pequeños. La CAPS (Children’s Anxiety and Pain Scales), utilizada en el trabajo de Kuttner, Bowman y Teasdale (1988), tiene la particularidad de que permite evaluar el dolor y la ansiedad de forma independiente.
Las medidas de Observación Conductual se centran en registrar de forma concisa cómo se comporta el niño ante las situaciones que le causan dolor o ansiedad (distrés). En nuestra revisión se han utilizado las siguientes:
PROCEDURE BEHAVIOR RATING SCALE (PBRS-R) (KATZ, KELLERMAN Y SIEGEL, 1980)
Consta de 11 conductas indicadoras de distrés (llanto, gritos, rigidez muscular, resistencia física o verbal, peticiones de apoyo emocional, etc.,). Los observadores registran la presencia de estos comportamientos en tres momentos temporales específicos durante la aspiración de médula o la punción lumbar. El grado de malestar viene determinado por el número total de conductas registradas. A partir de esta escala se elaboran las dos siguientes.
OBSERVATION SCALE OF BEHAVIORAL DISTRESS (OSBD) (JAY, OZOLINS, ELLIOTT Y CALDWELL, 1983)
Lista las mismas conductas que la anterior, con la diferencia de que utiliza un registro de intervalos (cada 15 segundos) mientras dura el procedimiento. Cada conducta tiene asignado un valor relativo a su intensidad ponderada que varía en un rango de 1 a 4, donde el 4 representa el grado máximo de distrés. De modo que la escala permite obtener una puntuación sobre la intensidad.
PROCEDURE BEHAVIOR CHECKLIST (PBCL) (LEBARON Y ZELTZER, 1984-B)
Contiene un total de 8 conductas similares a las de las escalas anteriores. El observador valora la intensidad de cada una de acuerdo con una escala de 1-5 puntos.
Las tres escalas anteriores resultan más apropiadas para niños de 6 a 10 años que para otros rangos de edad (MacGrath y Brigham, 1992). Las dos primeras poseen mejor fiabilidad y validez que la tercera.
CHILD-ADULT MEDICAL PROCEDURE INTERACTION SCALE (CAMPIS) (BLOUNT, CORBIN, STURGES, WOLFE, PRATER Y JAMES, 1989)
Es una escala más reciente, diseñada para evaluar como transcurre la interacción verbal entre el niño y los adultos significativos (padres y personal sanitario) durante la práctica de una determinada prueba médica. Pretende averiguar cuáles son la pautas del comportamiento verbal del adulto que aumentan o disminuyen el malestar del niño en el proceso. La escala contiene 32 categorías que permiten codificar los comentarios que realizan los adultos entre si, los adultos con el niño y el niño sólo. La codificación de las verbalizaciones infantiles abarca manifestaciones indicadoras de distrés (llanto, gritos, resistencia verbal, expresiones verbales de temor o de dolor, etc.), charla normal (información sobre el estado en que se encuentra, peticiones de consuelo no relacionadas con el procedimiento, expresiones asertivas, etc.) y conductas de afrontamiento (respiración profunda claramente perceptible, frases para enfrentar la situación). La tarea de codificación se lleva a cabo mediante la transcripción de la grabación efectuada durante la sesión.
Tres trabajos (Jay y colegas, 1987; 1991; Redd et al., 1987) han empleado también medidas psicofisiológicas, pulso y presión sanguínea. Varios estudios (ver anexos 1 y 2) completan la tarea de evaluación mediante cuestionarios o a través de informes, solicitados a los padres y al personal sanitario, acerca del grado de malestar observado en el niño, empleando para su valoración escalas tipo Likert.
Los métodos reseñados constituyen una muestra bastante representativa de los avances conseguidos en materia de evaluación del dolor oncológico infantil. Sin embargo, nuestro listado no agota en absoluto ni los métodos, ni los instrumentos disponibles en el momento actual para evaluar el dolor en éste o en otros contextos médicos. Una descripción detallada puede consultarse en las revisiones de McGrath y Brigham (1992) y Karoly (1991), y, una simple enumeración, en la tabla número 4. Por nuestra parte, resaltamos únicamente la Douleur Enfant Gustave-Roussy Scale (DEGRS) de Gauvain-Piquard, Rodary, Redvani y Lemerle, 1987), dado que, por ahora, es la única escala disponible para detectar en los más pequeños (2-6 años) la presencia e intensidad del dolor prolongado, relacionado con el curso de la enfermedad. Consta de un total de 17 items, de los que 7 conductas indican dolor (por ejemplo, señalar o proteger espontáneamente la zona dolorida), 6 señalan depresión (por ej., aislamiento, desinterés por lo que le rodea, etc.) y, las 4 restantes, ansiedad (ej., irritabilidad o cambios de humor). La escala original adolecía de algunos defectos, pero la revisada parece haberlos superado satisfactoriamente (McGrath y Brigham 1992).
Finalmente, a la hora de elegir entre los métodos de evaluación, el investigador o el profesional deben tener en cuenta la edad de los sujetos. Aunque lo ideal sería que el niño informara acerca de su propio malestar, este aspecto resulta imposible con los bebés y los más pequeños, de modo que es preciso recurrir a otros métodos que nos permitan inferir el grado de malestar subjetivo. McGrath y colegas (1990, 1992) sugieren que las medidas fisiológicas de distrés son fundamentales en edades muy tempranas (0-3 años). A partir de los 3-5 años, la mayoría de los autores recomiendan utilizar ya métodos de Autoinforme en conjunción con registros de Observación Conductual y Medidas Psicofisiológicas (ver tabla nº 5).
Tratamiento
Tomando los datos del anexo nº 1 en su conjunto se podría concluir que la distracción, la imaginación y los ejercicios de relajación/respiración constituyen los ingredientes terapéuticos esenciales para intentar aliviar el malestar infantil generado por procedimientos médicos invasivos. Todos los trabajos han utilizado técnicas de tratamiento en las que están presentes todos o alguno de estos elementos básicos. No obstante, se aprecia cierta diferencia entre los primeros estudios que se han centrado en comprobar la eficacia de la sugestión hipnótica y los estudios publicados a partir de 1985 que han utilizado "paquetes de tratamiento" más amplios, donde se combinan diferentes estrategias cognitivo-conductuales.
Un aspecto a destacar respecto a los tres elementos mencionados es la dificultad que existe para establecer diferencias claras entre ellos, dado que en su aplicación clínica sus límites se confunden y difuminan. Por ejemplo, la forma en que se instruye a los niños para utilizar ejercicios de respiración conlleva también un cierto grado de distracción e imaginación. Paralelamente, las técnicas imaginarias tales como la imaginación emotiva o la sugestión hipnótica comportan algún modo de distracción. El siguiente párrafo, utilizado por Jay, Elliot, Ozolins, Olson y Pruit (1985) con cinco niños de 3.6-7 años durante el entrenamiento en respiración ilustra nuestra afirmación:
"Simula que eres un gran neumático redondo. Respira profundamente y llena el neumático con tanto aire como puedas. Después deja que el aire salga fuera lentamente, haciendo un sonido silbante a medida que el aire sale del neumático" (pág. 515)
Distracción
El objetivo primordial de esta técnica cognitiva consiste en retirar la atención de la fuente de dolor con el fin de dirigirla y centrarla en otro tipo de estimulación. Como señala McGrath (1991), la distracción no es una estrategia pasiva destinada a divertir al niño, sino una forma de focalizar la atención en algún tipo de tarea que sirva para alterar activamente la percepción sensorial del dolor. Cuanto más absorbente resulte la actividad elegida y cuanto más concentrado esté el niño en ella más posibilidades existen de reducir la intensidad de la sensación dolorosa. Se asume que la distracción actúa porque atenúa los impulsos neuronales evocados por el estímulo doloroso (McGrath, 1991) o porque interrumpe el procesamiento emocional de la sensación de dolor disminuyendo la intensidad del malestar (Kuttner, 1989).
Un aspecto clave para que la distracción resulte eficaz consiste en lograr que el niño consiga mantener su atención centrada en la tarea mientras dura el procedimiento, de manera que los distractores seleccionados por el terapeuta deben reunir ciertos requisitos como la novedad, la variedad, un cierto grado de dificultad y que susciten la curiosidad del niño.
En los estudios revisados, las técnicas distractoras incluyen distractores externos como los video-juegos (Kolko y Rickard-Figueroa, 1985; Redd et al., 1987), contar chistes y jugar a las adivinanzas (Zeltzer, LeBaron y Zeltzer, 1984), mirar libros en relieve (Kuttner, Bowman y Teadsle, 1988) o distractores internos como las imágenes emotivas (Jay y otros, 1987, 1991).
Dos estudios (Kolko y Rickard-Figueroa, 1985 y Redd et al., 1987) han demostrado la efectividad de la distracción (video-juegos) para disminuir los síntomas anticipatorios y el malestar asociado a la quimioterapia. El estudio de Kolko y Rickard-Figueroa se llevó a cabo con tres niños de 11, 16 y 17 años. Se utilizó un diseño de línea de base múltiple entre sujetos y alternante (ABAB) que se desarrolló a lo largo de 13 sesiones de quimioterapia, donde A representa los registros de línea de base y B la utilización del video-juego (tratamiento) durante la administración intravenosa de quimioterapia. Los resultados señalaron que los síntomas disminuían como consecuencia del tratamiento, tanto en los informes subjetivos como en las conductas observadas.
Por su parte Redd y colegas (1987) confirmaron estos hallazgos, demostrando que el uso de video-juegos durante las sesiones de quimioterapia reducía significativamente las náuseas anticipatorias y, en menor medida, la ansiedad. Los autores llevaron a cabo dos estudios. En el primero participaron 26 sujetos (9-20 años) que fueron asignados alternativamente a dos condiciones: experimental, donde los sujetos elegían un video-juego entre 25 disponibles, y control; a los sujetos asignados a este grupo se les permitía utilizar juguetes, libros o ver TV, pero no se hizo ningún intento por cambiar su conducta. Los resultados señalaron diferencias significativas entre ambas condiciones; en el grupo experimental la severidad (autoevaluada) se redujo considerablemente respecto a los niveles de línea de base, mientras que en el grupo control a penas se apreciaron cambios (32.23 a 15.32 vs. 30.85 a 25. 09, medidas pre y post tratamiento, respectivamente). El segundo estudio se realizó con 15 sujetos, siguiendo un diseño ABAB en el transcurso de una sesión de quimioterapia. Los sujetos evaluaron la severidad de las náuseas anticipadas y el grado de ansiedad; también se registró el pulso y la presión sanguínea. Los resultados fueron consistentes con el primer estudio, las náuseas se reducían en función del uso del video juego. La ansiedad mostró una tendencia a disminuir como consecuencia de la presencia o retirada del tratamiento, pero las diferencias no alcanzaron la significación estadística. Sólo la presión sanguínea sistólica resultó significativamente afectada por el tratamiento.
Los autores reflexionan que el hecho de que el tratamiento no afectara a las variables fisiológicas apoya la hipótesis de que la distracción cognitiva y conductual es el único mecanismo responsable del éxito del procedimiento y, por tanto, la reducción de las náuseas condicionadas puede conseguirse con tareas distractoras sin necesidad de que exista relajación fisiológica.
La efectividad de la distracción viene también avalada por el trabajo de Manne, Bakeman, Jacobsen, Gorfinkle, Bernstein y Redd (1992) que investigaron la influencia del comportamiento de los adultos en el distrés infantil producido por pinchazos o inyecciones intravenosas, realizados en el curso del tratamiento del cáncer. Los resultados mostraron que los intentos para distraer la atención del niño durante la situación era la única conducta de los adultos que tenía efectos beneficiosos tanto sobre el afrontamiento y como sobre el distrés infantil. El empleo de estrategias distractoras incrementó significativamente la probabilidad de que el niño iniciara conductas de afrontamiento y redujo las de malestar y el llanto.
Imaginación-Hipnosis
El uso de la imaginación con fines terapéuticos está ampliamente documentado en la literatura relativa a los problemas de ansiedad. En el marco de la oncología pediátrica se han empleado varias estrategias que comparten este elemento: hipnosis (por ej. Zeltzer, LeBaron y Zeltzer., 1984), imaginación emotiva (Jay y colegas, 1985, 1987, 1991) o imaginación guiada (McGrath y De Veber, 1986); ver anexo 1. El objetivo fundamental de todas ellas consiste en que el niño se concentre intensamente en las imágenes mentales que representan una determinada experiencia o situación, normalmente sugeridas por el terapeuta. Es necesario que la imagen sea lo más vívida posible de manera que evoque también las sensaciones o emociones asociadas con la experiencia imaginada (McGrath, 1991).
La hipnosis constituye un magnífico ejemplo de la utilización de la imaginación para reducir el dolor asociado a procedimientos médicos invasivos. Se puede definir como un estado de conciencia alternativo que (a menudo pero no siempre) implica relajación y en el que una persona alcanza un alto grado de concentración que le permite aceptar sugestiones para que emplee estrategias de afrontamiento de una forma óptima (Kuttner, 1989). Hilgard y Lebaron (1984) describen dos métodos para inducir un estado hipnótico en los niños. El primero consiste en centrar su atención en un "objetivo visual", por ejemplo, una "cara graciosa" dibujada en la uña del dedo pulgar con un lápiz rojo, mientras intentan relajar el cuerpo y concentrarse en lo que dice el terapeuta. En el segundo método, se anima al niño a que se introduzca de lleno en alguna historia o fantasía imaginaria. Un método enfatiza la relajación y la concentración, y el otro la fantasía. La elección de uno u otro depende de la edad, de la capacidad o de los intereses del niño, aunque lo más frecuente es instruirlo para que imagine alguna experiencia placentera. Un buen indicador de sugestionabilidad hipnótica es la habilidad con que los niños se involucran por si mismos en juegos que implican asumir un determinado papel. El objetivo final persigue que el niño llegue a estar tan inmerso y absorto con estas imágenes que se produzca una disociación parcial de la situación dolorosa que haga el dolor más llevadero (Kuttner, 1989).
En general, los resultados conseguidos con esta técnica señalan que la hipnosis es un método útil para aliviar el distrés infantil asociado al diagnóstico y tratamiento del cáncer (ver anexo 1). Varios estudios demuestran que la hipnosis resulta eficaz para reducir las náuseas y vómitos posteriores a la infusión de quimioterapia (Zeltzer, Kellerman, Ellenberg y Dash, 1983; Zeltzer, LeBaron y Zeltzer, 1984; LeBaron y Zeltzer, 1984-a) y para disminuir el dolor-ansiedad generado durante la aspiración de médula ósea o la punción lumbar (Hilgard y LeBaron, 1982; Zeltzer y LeBaron, 1982; Katz, Kellerman y Ellenberg, 1987; Kuttner, Bowman y Teasdale, 1988).
Ocho adolescentes de 14 años (media) aceptaron participar en el estudio de Zeltzer y otros (1983) que se ajustaba a un diseño AB. La frecuencia de los vómitos postquimioterapia se redujo en todos los casos en una proporción del 53% respecto a los auto-registros de línea de base, mientras que su duración sólo se redujo en 6 de los 8 sujetos y en una proporción algo menor (44%). Resultados similares fueron obtenidos por LeBaron y Zeltzer (1984-a) con 8 sujetos de 10-18 y un diseño de línea de base múltiple.
Zeltzer, LeBaron y Zeltzer (1984) constataron parcialmente los datos anteriores, comparando un grupo de tratamiento con hipnosis con un grupo de "apoyo psicológico", en el que se empleó respiración profunda y distracción (atender a diferentes objetos de la sala de tratamiento, contar chistes, juegos de adivinanzas, etc.,), evitando utilizar la imaginación o la fantasía en el proceso.
Precisamente, el tratamiento con hipnosis se centraba en este aspecto, en ayudar al niño a involucrarse en la imaginación y la fantasía tanto como pudiera; además, se emplearon sugestiones hipnóticas para que utilizara la imaginación en su casa y para que comiera o durmiera bien. Un total de 19 niños de 6 a 17 años participaron en el estudio. Los sujetos fueron asignados aleatoriamente a cada condición, pero se emparejaron respecto a la edad y a los agentes farmacológicos de la quimioterapia para evitar posibles sesgos. Ambos tipos de intervención resultaron eficaces para reducir los síntomas evaluados: severidad e intensidad de náuseas y vómitos, y grado de molestia ocasionada por ambos, pero no se obtuvieron diferencias significativas entre ellos.
Con un diseño prácticamente igual al del estudio anterior, Zeltzer y LeBaron (1982) investigaron la eficacia de la hipnosis para aminorar el dolor y la ansiedad evocados durante la punción lumbar y la aspiración de médula ósea. Treinta y tres niños (6-17 años) fueron asignados a dos métodos de tratamiento: hipnosis (inducción de fantasías) y no hipnosis (distracción, respiración profunda y sesiones de práctica). Se calculó la intensidad media de dolor y de ansiedad, a partir de la valoración efectuada por los niños y por observadores, a través de una escala de 1-5 puntos. Los resultados mostraron que, durante la aspiración, ambos tratamientos reducían significativamente el dolor, aunque la hipnosis lograba mejores resultados, ya que redujo el dolor en mayor cuantía que el otro tratamiento (1.5. vs. 0.66, respectivamente) y también redujo la ansiedad. Durante la punción lumbar, ambos tratamientos disminuyeron la ansiedad, pero nuevamente los efectos fueron mejores con la hipnosis: la disminución de la ansiedad fue mayor y también redujo el dolor.
En una investigación impecablemente desarrollada por Kuttner, Bowman y Teasdale (1988) se analizó la eficacia comparada de la hipnosis (inducida con imaginación), la distracción conductual y la práctica médica estándar con 48 niños divididos en dos rangos de edad: 3-6.11 años versus 7-10.11., asignados aleatoriamente a cada condición. El tratamiento se llevó a cabo durante dos intervenciones de aspiración de médula. Las medidas dependientes fueron: la puntuación de distrés comportamental (PBRS-R), la intensidad del dolor y de la ansiedad, valorada por observadores externos en una escala tipo Likert de 1-5 puntos, y la intensidad del dolor y la ansiedad subjetivas, cuya puntuación se obtuvo con una escala de caras (CAPS). En términos generales, los resultados señalaron una interacción significativa entre la edad y el tipo de tratamiento, indicando que la hipnosis resultaba más útil para los pequeños y la distracción para los de mayor edad. Todos los grupos mostraron una reducción significativa de las conductas de distrés de la primera a la segunda sesión, pero los mayores fueron calificados por los observadores como menos ansiosos y con menor dolor que los pequeños. Otro dato interesante, es que durante la primera intervención no se obtuvieron cambios en las medidas de autoinforme en ninguna de las tres condiciones experimentales, aunque en la segunda se apreció un disminución significativa en la valoración de todos los niños.
En resumen y de acuerdo con McGrath (1991), la utilidad de la hipnosis para reducir los efectos desagradables asociados al diagnóstico y tratamiento médico de niños con cáncer parece consistentemente demostrada. No obstante queda por resolver cuáles son los mecanismos responsables del éxito terapéutico. No está claro si la concentración de la atención en una historia fantástica induce un estado general de relajación que disminuye la reactividad fisiológica o, si por el contrario, es la distracción cognitiva del foco doloroso la responsable del éxito, o si son ambos procesos los que están implicados.
Relajación/Respiración
Como ya hemos comentado, normalmente la sensación dolorosa suele ir acompañada de ansiedad, rigidez o tensión muscular, que pueden incrementar la intensidad del dolor. El objetivo primordial de las técnicas de relajación es disminuir estas reacciones. La forma más común de ayudar a un niño a relajarse son los ejercicios de respiración profunda y algún método abreviado de la relajación muscular progresiva, o una combinación de ambos como en el trabajo de Dahlquist et al. (1985). Como pauta general, se entrena a los niños para que respiren profunda, lenta y rítmicamente para relajar sus cuerpos y conseguir que la prueba sea menos dolorosa. El ritmo parece un requisito importante del entrenamiento, la respiración debe ser lenta y pausada. Se ha observado que una respiración rápida y superficial puede producir hiperventilación y mareos, y que contener la respiración durante el evento doloroso aumenta la tensión y rigidez muscular (Kuttner, 1986). Una modificación introducida con los más pequeños es instruirlos para que hagan inhalaciones profundas y expulsen el aire haciendo un sonido silbante (s,s,s,s..; Jay y colegas, 1991), o para que respiren rítmicamente soplando un matasuegras (Manne, et al., 1990; Blount et al., 1994), o para que hagan "una gran respiración" y suelten el aire soplando mientras hacen "pompas de jabón" (Kuttner, Bowman y Teasdale, 1988). Es difícil determinar la contribución específica de la respiración/relajación, dado que todos los estudios la han utilizado combinada con otros procedimientos terapéuticos (ver anexo 1). Por otro lado, también resulta complicado deslindar el efecto distractor de estas dos técnicas del efecto de relajación.
Paquetes de tratamiento
En contraste con la mayoría de las publicaciones sobre hipnosis y de algunas sobre la distracción, casi todas las investigaciones posteriores a 1985 se han centrado en investigar la eficacia de programas de tratamiento en los que se añaden nuevos componentes a los ya mencionados. Los trabajos de Jay y colegas (1985, 1987 y 1991) constituyen una buena muestra de este tipo de actuación. El programa propuesto por estos investigadores está integrado por las técnicas siguientes: ejercicios de respiración, imaginación-distracción (imaginación emotiva e imágenes incompatibles con el dolor), modelado filmado, ensayo conductual y reforzamiento positivo (incentivos). El entrenamiento se lleva a cabo 30 o 45 minutos antes de iniciar la intervención médica (aspiración de médula o punción lumbar).
Los ejercicios de respiración son sencillos y similares a los que hemos descrito: inhalaciones profundas y expiraciones lentas y silbantes. La imaginación emotiva se emplea como una estrategia distractora y para suscitar emociones que inhiban la ansiedad. La distracción se completa con imágenes placenteras incompatibles con el dolor. El modelado filmado tiene como finalidad que el niño observe cómo se comportan otros niños de su edad en estas situaciones. El modelo de la película proporciona información sensorial (sentimientos y pensamientos) y sobre el procedimiento, al tiempo que modela conductas de afrontamiento. Con el ensayo conductual se persigue que el niño practique las estrategias que le han enseñado; los más pequeños "juegan al doctor" con un muñeco al que se le debe practicar una aspiración de médula y los mayores hacen una demostración. Finalmente, los reforzadores positivos son utilizados para motivar al niño a cooperar en el proceso, estando quietos y respirando como les han entrenado. Como dicen los autores (Jay et al., 1987) no son técnicamente contingentes a ninguna conducta concreta, por ello prefieren denominarlos "incentivos positivos" más que reforzadores.
Jay y otros (1985) demostraron que este paquete reducía significativamente las conductas de distrés, observadas durante la aspiración de médula y punción lumbar, en 5 niños pequeños (3.6-7 años). Dos años más tarde, Jay y colegas (1987) analizaron la eficacia diferencial del programa con 56 niños de 3.5-13 años, sometidos a aspiración de médula y asignados a tres condiciones: tratamiento cognitivo-conductual, ingestión de 0.30mg/Kg de Valium (30 minutos antes de practicar la prueba) y atención-control (una película de dibujos animados). Las variables dependientes fueron: observación de conductas de malestar (OSBD), autoinforme del dolor y dos índices psicofisiológicos: presión sanguínea y tasa cardíaca (pulso). Sus resultados confirmaron que los sujetos del grupo cognitivo-conductual manifestaban menos distrés comportamental, menos dolor y tasas de pulso más bajas durante el procedimiento que los otros dos grupos. El tratamiento con Valium no difería de la atención-placebo en ninguna variable, excepto en que los sujetos en esa condición mostraban una reducción significativa de la presión sanguínea sistólica. No obstante, se encontró que el Valium resultaba más útil que los otros dos tratamientos para reducir el malestar anticipatorio.
De todas maneras, puesto que el Valium parecía disminuir la ansiedad anticipatoria, en 1991 llevaron a cabo un nuevo estudio para averiguar si este fármaco podía incrementar la eficacia del programa conductual. La investigación se realizó con 83 niños de 3.6-12 años que debían someterse a aspiración de médula y/o punción lumbar y que fueron adjudicados a dos grupos: tratamiento conductual versus tratamiento conductual más Valium (0.15mg/Kg). Las variables dependientes fueron similares a las del estudio anterior con dos variaciones: la presión sanguínea no fue considerada, a pesar de haberla registrado, y se incluyó una nueva medida de autoinforme, el miedo experimentado inmediatamente antes de iniciar la prueba. Ambos tratamientos produjeron cambios significativos en todas la variables dependientes a excepción del miedo anticipatorio, pero no se encontraron diferencias entre ellos. Es más, los autores observaron que, aunque no existían diferencias significativas, los sujetos que recibieron el tratamiento conductual manifestaban menos distrés comportamental durante el procedimiento que los que recibieron el tratamiento combinado. A la luz de estos datos, se sugiere que el Valium puede entorpecer el aprendizaje de las habilidades entrenadas de modo similar a lo que ocurre con otras benzodiacepinas en el tratamiento del pánico o la agorafobia.
Tomando en consideración los resultados obtenidos en los tres trabajos anteriores, puede concluirse que el paquete de tratamiento propuesto por Jay y colegas se muestra consistentemente eficaz para reducir las conductas de distrés durante la aspiración de médula y la punción lumbar, así como para disminuir la intensidad del dolor subjetivo, pero fracasa en modificar el miedo anticipatorio.
Sin embargo, como suele ocurrir cuando se utilizan programas de tratamiento con varios componentes, resulta difícil determinar cuáles son los elementos activos del procedimiento. El programa que hemos descrito comparte con los otros estudios analizados el uso del entrenamiento en respiración y de la imaginación/distracción, cuya utilidad ha quedado demostrada a lo largo de estas páginas, por lo que es bastante probable que estos componentes expliquen por sí mismos gran parte del éxito final. Falta averiguar la contribución específica del modelado filmado y el ensayo conductual. Cabría esperar que el modelado tuviera alguna influencia directa sobre la ansiedad asociada a la intervención médica como sugieren Jay et al., (1991), pero, en nuestra opinión, la posibilidad de que esto suceda es escasa puesto que no concurren los requisitos formales necesarios para producir este efecto. En general, el modelado filmado parece útil para tratar miedos irracionales de intensidad moderada. La aproximación a los estímulos temidos debe hacerse gradualmente, comenzando por los que suscitan un menor grado de ansiedad, y el terapeuta tiene que asegurarse de que el estímulo aversivo (EI) no va a aparecer mientras dura el tratamiento (Bragado, 1994). Ninguna de estas circunstancias resulta evidente en este caso: el miedo experimentado antes de la prueba no es irracional, la exposición a los estímulos es abrupta (el niño observa todo lo que va a ocurrir durante 11 minutos), el estímulo aversivo inevitablemente sucederá y el tiempo de exposición es excesivamente corto para que de lugar a un proceso de habituación. En definitiva, la posible contribución del modelado filmado parece relacionada con el hecho de que este método ofrece la oportunidad de que los niños observen de una manera "casi real" cómo se lleva a cabo el procedimiento médico y qué estrategias de afrontamiento pueden utilizar para controlar la ansiedad y mitigar su dolor durante el desarrollo de la prueba. En tanto que el ensayo conductual permite poner en práctica lo que han observado.
Un modo de clarificar la eficacia diferencial de cada componente consiste en preguntar directamente a los pacientes cuál de ellos les ha resultado más útil. Esto es precisamente lo que hicieron Jay, Elliott, Katz y Siegel (1987), pidiendo a los niños que eligieran la técnica que más les había ayudado. Según esta información, los componentes más efectivos resultaron los ejercicios de respiración (40%) y las técnicas de distracción/imaginación (23%). En cuanto a los demás, un 15% eligió el ensayo conductual, el 13% la película y el 9% restante los incentivos. Cómo puede observarse, esta selección es bastante acorde con los resultados experimentales.
Conclusiones
Nuestra revisión pone de relieve que en el momento actual existen métodos eficaces para aliviar el dolor y malestar infantil producido durante el tratamiento médico del cáncer. La distracción de la atención del foco doloroso se perfila como el mecanismo de acción que subyace en la mayoría de las técnicas mencionadas, sugiriendo que es un componente terapéutico fundamental. De hecho, podría afirmarse que todos los estudios analizados incluyen alguna técnica que lleva implícita la distracción, bien porque el niño está inmerso en una fantasía, porque debe atender al ritmo de su respiración, o porque concentra su atención en una actividad atractiva, como en los video-juegos. De acuerdo con Manne y Andersen (1991), un aspecto de interés para futuras investigaciones reside en averiguar qué tipo de distractores son más eficaces.
Todos los procedimientos utilizados ofrecen resultados consistentes respecto a la disminución de las conductas de distrés, pero los efectos sobre la percepción subjetiva de dolor y ansiedad son menos claros. Los mejores resultados al respecto provienen de los trabajos que han utilizado la sugestión hipnótica. No obstante, como sugieren Jay y colegas (1991) los investigadores deberían centrar su atención en explorar otras alternativas que mejoren la eficacia de los programas cognitivo-conductuales, sin olvidar la búsqueda de nuevos fármacos. Posiblemente, un factor que puede contribuir a mejorar la efectividad de los tratamientos es tener en cuenta el estilo de afrontamiento del niño, de modo que no existan discrepancias entre ambos (Dahlquist, 1992).
Un último aspecto a considerar reside en que apenas disponemos de datos que nos permitan conocer si los logros terapéuticos se mantienen a largo plazo. La mayoría de los trabajos se centran en analizar la efectividad del tratamiento en una única sesión, muy pocos han investigado si los efectos conseguidos se generalizan a futuras intervenciones. Los resultados de Jay et al. (1987) al respecto son poco alentadores, ya que los cambios observados en la primera aspiración de médula no se mantuvieron en sucesivas pruebas. De todas formas, este dato no es tan extraño si consideramos que el período de entrenamiento se limitó a una sesión de 45 minutos. Sin embargo, McGrath y De Veber (1986) informaron que el éxito terapéutico perduraba a los 3 y 6 meses de seguimiento en sucesivas punciones lumbares. En este caso, los autores entrenaron a los niños durante seis sesiones de 45 minutos, empleando un paquete de tratamiento equiparable al de Jay y colegas. El contraste entre ambos estudios, ilustra algunos de los defectos que deben subsanarse en el futuro.
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Aceptado el 17 de noviembre de 1995