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La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.

PSICOTHEMA
  • Director: Laura E. Gómez Sánchez
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Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 3). 465-478




TRATAMIENTOS PSICOLÓGICOS EFICACES PARA EL TRASTORNO DE PÁNICO

Cristina Botella

Universitat Jaume I

Se lleva a cabo una revisión de los tratamientos psicológicos empíricamente validados para el Trastorno de Pánico, para ello se atiende a los criterios establecidos por la American Psychological Association (Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures, 1995), teniendo en cuenta las revisiones y las recomendaciones posteriores (Chambles et al., 1996; 1998; Chambles, y Hollon, 1998; Natahn y Gorman, 1998) respecto a las exigencias metodológicas que tienen que tener los trabajos de investigación. Además, se presta atención tanto a los resultados obtenidos respecto al Eje I (eficacia o validez interna) como al Eje II (efectividad, validez externa o utilidad clínica) de la Guía (Template for Developing Guidelines: Interventions for Mental Disorders and Psychosocial Aspects of Physical Disorders) elaborada por este mismo organismo para desarrollar las directrices prácticas que puedan guiar las intervenciones. Por tanto, se analiza la evidencia empírica disponible sobre este tema con la meta de estudiar la eficacia de cualquier intervención dada y analizar la aplicabilidad y posibilidad de la intervención en el contexto concreto en el que tenga que ofrecerse.

Efficacious psychological treatments for panic disorder. This work presents a revision of empirically validated psychological treatments for Panic Disorder. It has been carried out according to the criteria established by the American Psychological Association (Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures, 1995) and having into account the subsequent revisions and recommendations (Chambles et al., 1996; 1998; Chambles & Hollon, 1998: Nathan & Gorman, 1998) on the methodological requirements that research studies have to fulfill. Attention is paid both to the results obtained on Axis I (internal validity or efficacy) and Axis II (clinical utility, external validity or effectiveness) of the guidelines developed by the APA (Template for Developing Guidelines: Interventions for Mental Disorders and Psychological Aspects of Physical Disorders). Such guidelines intend to provide practical instructions for conducting psychological interventions. Therefore, the available empirical evidence on this issue is analyzed with the aim of examining the efficacy of any given intervention. The applicability and possibility of the psychological intervention in the specific context that is to be offered is analyzed, as well.

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Los ataques de pánico (AP) (panic attacks) o crisis de angustia son un fenómeno bien conocido en la literatura desde hace muchos años, cabe citar como ejemplos, el análisis del caso de Catalina, por parte de Freud, y los estudios de Westphal sobre la agorafobia, ya que aunque en la descripción clínica de los cuatro pacientes en los que se basa este último autor para describir el trastorno se subraya el miedo a los espacios abiertos, en ellos están presentes síntomas de lo que ahora denominaríamos ataques de pánico o ataques de síntomas limitados (Boyd y Crump, 1991). Sin embargo, en los sistemas de clasificación psiquiátricos no se incluyen las categorías de Trastorno de Pánico (TP) y Agorafobia con Ataques de Pánico (AAP) hasta la publicación del DSM-III en 1980 (APA, 1980). Años después, en el DSM-IV (APA, 1994) se plantea la conveniencia de diferenciar entre Ataques de Pánico y Trastorno de Pánico. Según este manual de clasificación, los AP son períodos discretos de miedo o malestar intenso en los que, al menos, se observan cuatro de un listado de 13 síntomas somáticos y/o cognitivos. Además, los AP tienen un inicio súbito y en poco tiempo (en 10 minutos o menos) llegan a su máxima intensidad, suelen ir acompañados de una sensación de peligro inminente y un impulso o necesidad de escapar. Los ataques que cumplen todas estas condiciones, pero tienen menos de cuatro síntomas, se denominan ataques de síntomas limitados.

Por otra parte, también se insiste en el DSM-IV en que los AP pueden darse en distintos trastornos y para realizar un adecuado diagnóstico resulta central tener en cuenta el contexto en el que se produce el AP. Según la relación que guarda el comienzo del ataque con los desencadenantes, los AP pueden ser: (a) Inesperados, su comienzo no se da a partir de un desencadenante situacional claro; (b) Determinados situacionalmente, los ataques se dan siempre durante la exposición o en la anticipación de un estímulo desencadenante; (c) Predispuestos situacionalmente, en los casos en que los ataques son más frecuentes en determinadas situaciones, pero no se asocian completamente con éstas. Para poder establecer el diagnóstico de TP tienen que estar presentes AP inesperados recurrentes y, al menos, uno de estos ataques tiene que haber sido seguido por uno o más de los siguientes síntomas: inquietud persistente ante la posibilidad de tener un ataque, preocupación por las implicaciones del ataque o por sus consecuencias (ej. perder el control, volverse loco), o un cambio significativo del comportamiento relacionado con los ataques. Además, la agorafobia debe estar ausente1 y, finalmente, los ataques no se deben a los efectos directos de una sustancia (ej. drogas estimulantes o fármacos) ni a una condición médica general, y no se explican mejor por la presencia de otro trastorno mental. En las tablas números 1 y 2 se incluyen los criterios del DSM-IV (APA, 1994) para el diagnóstico del AP y del TP respectivamente.

Datos epidemiológicos obtenidos en distintos países encuentran resultados similares en la tasa de prevalencia del TP (1’5%-3’5%) y en la prevalencia a lo largo de toda la vida (1’6%-2’2%), la edad de inicio (alrededor de los 20 años) y el mayor riesgo de padecer el trastorno por parte de las mujeres que de los varones (dos veces más probable) (Weissman et al, 1997). El TP está asociado a morbilidad psiquiátrica significativa. Respecto al Eje I del DSM-IV (APA, 1994) se ha observado que entre un 65% y un 88% de pacientes con TP padecen también otros trastornos, siendo los más frecuentes otros trastornos de ansiedad (Barlow, DiNardo, Vermilyea, Vermilyea, y Blanchard, 1986; Sanderson, DiNardo, Rappe y Barlow, 1990); aunque los trastornos del estado de ánimo son también muy frecuentes (Brown y Barlow, 1992) y, además, se observa un importante incremento de estos últimos a medida que la evitación agorafóbica es más grave (Starcevic, Uhlenhuth, Kellner y Pathak, 1992) y una frecuencia mayor de abuso de sustancias (Brown y Barlow, 1992). Las tasas de prevalencia (a lo largo de toda la vida) para los pacientes con un TP que padecen también un Trastorno Depresivo Mayor se sitúa entre un 50% y un 60% (Lesser et al.,1989) y la tasa de prevalencia para las preocupaciones hipocondríacas alcanza un 50% de los pacientes con TP (Starcevic et al., 1992). En cuanto al Eje II del DSM-IV, se ha encontrado que alrededor de un 40% a un 50% de pacientes con TP cumplen también criterios para el diagnóstico de uno o más trastornos de personalidad (Mavissakalian, 1990; Pollack, Otto, Rosenbaum y Sachs, 1992). También se ha observado que, comparados con pacientes que presentan otras patologías, los pacientes con TP usan con mayor frecuencia los servicios de emergencia de los hospitales, resulta más probable su hospitalización por problemas físicos (Klerman, Weissman, Oullette, Johnson y Greenwald, 1991), tienen un riesgo de suicidio más elevado (Weissman, Klerman, Markowitz y Oullette, 1989), mayor utilización de psicofármacos y de abuso de sustancias (Markowitz, Weissman, Ouellette, Lish y Klerman, 1989).

Por otra parte, autores como Margraf, Barlow, Clark y Telch (1993) insisten en la conveniencia de considerar el TP como un importante problema de salud pública, para hacer esta afirmación estos autores esgrimen una serie de razones: en primer lugar, la existencia de datos epidemiológicos alarmantes, ya que una serie de estudios ponen de manifiesto que aproximadamente un 10% de la población general ha experimentado, al menos, AT ocasionales; además, en un 5% de los casos el problema es tan grave que se cumplirían los criterios para poder establecer el diagnóstico de TP (con o sin agorafobia). En segundo lugar, aunque el curso del trastorno puede fluctuar, tiende a ser crónico y el pronóstico a largo plazo, sin un adecuado tratamiento, es peor que el de la depresión mayor. En tercer lugar, con frecuencia, junto al TP, se observa la presencia de otros problemas como alcoholismo, abuso de drogas y depresión mayor. Estos problemas limitan la calidad de vida de los pacientes, ejercen un importante impacto sobre el ajuste marital y la independencia económica y minan su sensación de autoeficacia, con las importantes consecuencias negativas que todo ello supone (Weissman, 1991). Finalmente, en opinión de Margraf et al. (1993) todo lo anterior podría explicar el hecho de que los pacientes que padecen un TP busquen ayuda profesional con mucha más frecuencia que pacientes con cualquier otro trastorno.

Dado este estado de cosas, resulta del mayor interés llegar a delimitar, con cierto grado de seguridad, el modo de abordar este problema desde una perspectiva de tratamientos. Esto es, si nos enfrentamos a un paciente que padece un trastorno de pánico ¿qué podemos o qué debemos hacer para ayudarle? ¿Existe alguna o algunas pautas que puedan guiar nuestras decisiones?

La conveniencia de considerar la evidencia empírica sobre la eficacia de los tratamientos psicológicos, así como su aplicabilidad y viabilidad

Han transcurrido casi 50 años desde la aparición de la famosa, corrosiva y fructífera crítica de Eysenck (1952) y las que pronto siguieron (Eysenck, 1965; Rachman, 1963). En el contexto de este trabajo, parece obligado rendir un homenaje y dar las gracias a gigantes como Hans Eysenck y Stanley Rachman. Ellos nos ayudaron con su clara y sencilla afirmación acerca de algo tan obvio como que los tratamientos psicológicos deben apoyarse en una firme base de evidencia empírica. En estos momentos estamos asistiendo a toda una corriente de pensamiento y de trabajo que, sin duda, implica la culminación y cristalización de sus ideas y sus esfuerzos. La creación de un Grupo de Expertos o Comité (Task Force) por parte de la División de Psicología Clínica (Div.12) de la American Psychological Association - que dio como resultado la elaboración de un informe sobre la Promoción y la Difusión de Procedimientos Psicológicos (Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures, 1993) - tenía una justificación clara: dado que se reconocía que existían tratamientos psicológicos eficaces, el objetivo que se planteaba era, precisamente, identificarlos (Barlow, Levitt y Bufka, 1999). El informe original, publicado en 1995 (Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures, 1995), se ha revisado y actualizado en dos ocasiones (Chambles et al., 1996; 1998) y existe ya una lista de tratamientos empíricamente validados para distintos trastornos psicológicos; aunque, claro está, dicha lista no es, ni mucho menos, definitiva y el trabajo de investigación, análisis y recopilación no ha hecho más que empezar.

No contemplaremos en detalle el proceso acerca de cómo surge, ni cómo se plantea el trabajo sobre los tratamientos empíricamente validados, y/o el rechazo o aceptación que suscita, ni las posibles razones de dicho rechazo o aceptación etc. porque pensamos que en otro trabajo en este mismo número monográfico se abordará suficientemente este tema (Fernández Hermida y Pérez Álvarez, 2001). Baste decir que para la presente revisión nos ajustaremos: (1) Por una parte, a los criterios generales planteados por la American Psychological Association (Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures, 1995), teniendo en cuenta las revisiones y recomendaciones posteriores (Chambles et al., 1996; 1998; Chambles, y Hollon, 1998; Nathan y Gorman, 1998) respecto a las exigencias metodológicas que tienen que tener los trabajos de investigación; y por otra, (2) a la guía clínica (Template for Developing Guidelines: Interventions for Mental Disorders and Psychosocial Aspects of Physical Disorders) elaborada por este mismo organismo (APA Task Force on Psychological Interventions Guidelines, 1995), guía a la que habría que ajustarse para desarrollar las directrices prácticas que puedan guiar las intervenciones. Esta guía tiene dos características especialmente relevantes (Nathan y Gorman, 1998, a), por una parte, pretende asegurar que la eficacia de un tratamiento no depende sólo de si los estudios que se aportan como prueba se ajustan a determinados estándares metodológicos, como la asignación al azar; sino también de la naturaleza de las comparaciones realizadas en las investigaciones (no es lo mismo comparar un tratamiento con una condición control de no tratamiento o con un tratamiento de eficacia reconocida). Por otra parte, la guía establece una importante distinción entre la eficacia de una intervención (efficacy) y su efectividad (effectiveness) o utilidad clínica. Esto es, la guía recomienda prestar atención a dos «Ejes», el Eje de la eficacia, o de la validez interna, que supone analizar rigurosamente la evidencia científica disponible con la meta de medir la eficacia de cualquier intervención dada, y el Eje de la efectividad, o utilidad clínica, que supone analizar la aplicabilidad y posibilidad de la intervención en el contexto concreto en el que tenga que ofrecerse: desde la capacidad (y la disponibilidad) de los profesionales formados en el tratamiento en cuestión, pasando por el grado en que los pacientes acepten el tratamiento, el rango de aplicabilidad del tratamiento, etc. En opinión del grupo de trabajo que elaboró la guía, todo esto refleja en qué medida la intervención será efectiva en el ámbito clínico en el cual va a ser aplicada, esto es, supone considerar entre otros factores: la generalizabilidad de la administración de la intervención en varios contextos; la viabilidad de la intervención a través de pacientes y contextos y los costes y beneficios asociados con la administración de la intervención.

El tratamiento del trastorno de pánico. Cuestiones generales

Afortunadamente, en los últimos 15 años se ha progresado de forma espectacular en la conceptualización, la evaluación y en el tratamiento del TP. Sin embargo, dadas las características de este número monográfico, aquí sólo nos centraremos en los avances fundamentales que se han logrado en el ámbito de los tratamientos.

Históricamente la utilización de la exposición in vivo se consideraba el ingrediente esencial en el tratamiento del pánico/agorafobia (aunque, quizás, en aquellos momentos sería más adecuado hablar de la agorafobia/pánico) (Agras, Leitenberg y Barlow, 1968; Gosh, y Marks, 1987; Marks, 1987; Mathews, Teasdale, Munby, Johnston, y Shaw, 1977; Mathews, Gelder, y Johnston,1981). Este énfasis se explica por el modo de entender el problema, se pensaba que la evitación fóbica se debía a una respuesta de miedo clásicamente condicionada y, por tanto, era necesario facilitar la habituación a las situaciones que elicitaran la ansiedad. Si se aplicaba correctamente el procedimiento de exposición se presumía que se podría eliminar, tanto la conducta de evitación, como la respuesta de miedo condicionada, la cuestión es que, aunque sí es verdad que se obtenían éxitos (mejorías entre un 60% aun 70% de los casos) muy pocos pacientes podían considerarse «curados» y continuaban teniendo importante ansiedad y ataques de pánico a pesar de la mejoría lograda en su evitación fóbica (Barlow, 1997).

En estos momentos, prácticamente, nadie estaría de acuerdo en defender que sólo la exposición resulta suficiente para resolver totalmente el TP. Se han producido cambios centrales en el modo de entender el TP desde la aparición del DSM-III (APA, 1980) (Beck,1988; Barlow, 1988; Clark, 1988, 1989; Ley, 1985, 1987) y estos nuevos desarrollos teóricos han hecho que aparecieran una serie de enfoques de tratamiento especialmente diseñados para el TP (Barlow y Cerny, 1988; Barlow y Craske, 1989; Öst, 1988; Clark, Salkovskis y Chalkley, 1985; Salkovskis, Jones y Clark, 1986). Después de más de 15 años de investigación sobre este tema se ha puesto de manifiesto que el tratamiento más eficaz es la terapia cognitivo-comportamental especialmente diseñada para el TP. En este enfoque de terapia se suelen incluir los siguientes componentes: un componente educativo acerca de qué es la ansiedad y el pánico, reestructuración cognitiva, alguna forma de exposición (a los estímulos externos, internos o a ambos), entrenamiento en respiración y/o entrenamiento en habilidades de afrontamiento. Estos tratamientos para el TP están caracterizados por elevadas tasas de éxito, claridad con respecto a los componentes específicos de la intervención, disponibilidad de manuales de tratamiento para el terapeuta que ayudan a éste a lo largo de las sesiones de terapia y disponibilidad de manuales de auto-ayuda para los pacientes que resultan de gran utilidad también en terapia (Beck y Zebb, 1994).

A partir de aquí, analizaremos las características generales y el grado de eficacia obtenido por los tratamientos para el TP. Ahora bien, atendiendo a las instrucciones de los editores de este número monográfico, en la revisión nos centraremos en aquellos programas que han sido sometidos a prueba y cuentan con el suficiente apoyo empírico como para ser considerados en el ámbito de los tratamientos empíricamente validados. En concreto, para elaborar la revisión y los comentarios - además de ajustarnos a las directrices que se establecieron en la Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures (1995) y las posteriores revisiones (Chambles et al., 1996; 1998)- hemos prestado atención a las recomendaciones y análisis críticos sobre el tema (Chambless y Hollon, 1998; Barlow, 1996; Beutler, 1998; Garfield, 1996; Silverman, 1996); hemos consultado otros textos que han aparecido posteriormente (Nathan y Gorman, 1998, b; Labrador, Echeburúa y Becoña, 2000), así como revisiones específicas sobre la eficacia de los tratamientos para el TP desde la perspectiva de los tratamientos empíricamente validados (Barlow, Esler y Vitale, 1998; DeRubeis y Crits-Christoph, 1998). Los tratamientos incluidos en la revisión se ajustan a los criterios básicos para la categoría de Tratamientos Bien Establecidos o de Tratamientos Probablemente Eficaces, ya que cuentan con el apoyo empírico de trabajos que siguen los estándares metodológicos más elevados (Nathan y Gorman, 1998, a).

Antes de continuar, también queremos señalar que existen una serie de tratamientos farmacológicos que han obtenido buenos resultados en el tratamiento del TP; sin embargo, en esta revisión nos centraremos en el análisis de los programas de tratamiento psicológico y sólo abordaremos los tratamientos farmacológicos tangencialmente y siempre en comparación a lo obtenido con los tratamientos psicológicos. El lector interesado puede consultar buenas revisiones de la eficacia de los tratamientos farmacológicos para el TP y de las directrices a seguir en estos casos (ej. American Psychiatric Association Practice Guidelines. Practice Guideline for the Treatment of patients with Panic Disorder, 1998; Gould, Otto y Pollak, 1995; Roy-Byrne y Cowley, 1998).

Eje I. Eficacia de los tratamientos para el trastorno de pánico

Comenzaremos prestando atención al primer Eje de la guía clínica (Template), esto es, el Eje de la validez interna o eficacia (APA Task Force on Psychological Interventions Guidelines, 1995).

Los Tratamientos Bien Establecidos para el TP

a) El programa de Tratamiento del Control del Pánico (TCP). El grupo de Barlow (Barlow y Cerny, 1988; Barlow y Craske, 1989,1994) ha desarrollado un programa que se suele conocer como el TCP. Este programa incluye un importante componente educativo en el que se explica al paciente qué es el TP y cómo se produce; se da una importancia central al hecho de exponer al paciente de forma sistematizada a sensaciones interoceptivas similares a las que experimenta en sus AP; también se incluyen procedimientos de reestructuración cognitiva dirigidos a modificar las creencias erróneas del paciente acerca del pánico y de la ansiedad, así como a las cogniciones que sobreestiman la amenaza y el peligro que suponen los AP; finalmente, también se incluye un entrenamiento en respiración y/o en relajación como procedimientos que pueden ayudar al paciente a controlar el pánico; así como tareas para casa que se pautan atendiendo a la fase de la terapia en la que se encuentre el paciente.

b) El programa de Terapia Cognitiva (TC) para el TP. El grupo de Clark (Clark, 1989; Salkoskis y Clark, 1991) ha desarrollado un programa que se basa en la teoría cognitiva del TP (Beck, Emery y Greenberg, 1985; Clark, 1986; Salkovskis, 1988) según la cual, la persona que sufre AP recurrentes lo hace debido a una tendencia a interpretar de forma errónea y catastrófica las sensaciones corporales que experimenta (ej. estoy teniendo un ataque cardíaco, no podré respirar y me moriré, me estoy volviendo loco, voy a perder el control, etc.). Estas interpretaciones erróneas dan lugar a un incremento de la ansiedad, lo cual a su vez incrementa las sensaciones y se produce un círculo vicioso que culmina en un AP. El programa de TC incluye varios componentes todos ellos pensados para ayudar a la persona a identificar y someter a prueba la adecuación de sus interpretaciones y para ayudarla a sustituir tales interpretaciones por otras más realistas. Por una parte, un componente educativo en el que se explica a la persona lo que ocurre en un AP. Por otra un importante componente cognitivo en el que se ayuda a la persona a identificar y retar las interpretaciones erróneas. El programa también incluye procedimientos comportamentales como la inducción de las sensaciones temidas por medio de la realización de pequeños «experimentos» (ej. por medio de hiperventilación, o focalización de la atención, lectura de pares asociados amenazadores, etc.) para ayudar a mostrar al paciente posibles causas de las sensaciones y recomendaciones acerca de abandonar «conductas de seguridad» (ej. cómo beber un vaso de agua, o mover la cabeza con mucho cuidado y no bruscamente) para ayudar a la persona a desconfirmar sus predicciones negativas acerca de las consecuencias de los síntomas. Finalmente, una serie de tareas para casa en las que el paciente además de registrar diariamente los AP, los pensamientos negativos y las respuestas racionales, debe llevar a cabo una serie de ejercicios (ej. experimentos comportamentales, entrenamiento en respiración lenta) que van cambiando dependiendo de la fase de la terapia en la que se encuentra (Clark et al. 1994).

En la práctica, estos dos enfoques de tratamiento resultan muy similares, ya que los objetivos y la totalidad de los procedimientos son, básicamente, los mismos en ambos programas. La diferencia más notable entre ambos enfoques es que en el programa del grupo de Barlow se insiste sobremanera en la exposición a las sensaciones interoceptivas, mientras que en el programa del grupo de Clark se da un gran énfasis al componente cognitivo.

La evidencia empírica de los Tratamientos Bien Establecidos para el TP

En el primer estudio controlado sobre la eficacia del TCP (Barlow, Craske, Cerny y Klosko, 1989) se compararon tres condiciones experimentales, supuestamente eficaces, a una condición de control lista de espera. En una condición se aplicó el TCP solo; en otra se aplicó la relajación sola y en otra se aplicó el TCP más relajación. La condición de relajación consistió en un entrenamiento en relajación aplicada (RA) en la línea de Öst (1987, 1988) e instrucciones de aplicarla en la situaciones de ansiedad. En este trabajo se excluyeron a los pacientes con evitación agorafóbica moderada o severa. En cuanto a los resultados, en el postratamiento las tres condiciones mostraron una eficacia superior a la condición de control lista de espera. Ninguno de los pacientes en la condición de control logró superar el índice de alto estado de funcionamiento final, mientras que sí lo lograron aproximadamente la mitad de los pacientes de la condición de TCP y de relajación. Se realizó un seguimiento de este trabajo (Craske, Brown y Barlow, 1991) en el que se observó que el porcentaje de pacientes que lograba un alto estado de funcionamiento final en la condición de TCP a los 6 meses era 71%, mientras que en la condición de relajación era de 22%. A los dos años en la condición de TCP era de 87%, mientras que en la condición de relajación era de 56%. En otro trabajo Klosko, Barlow, Tassinari y Cerny (1990) compararon la eficacia del TCP y del alprazolam frente a una condición de placebo farmacológico y una condición de control lista de espera. Se observó que en el postratamiento un 87% de los pacientes en la condición de TCP estaban libres de pánico, frente a un 50% de los pacientes en la condición de alprazolam, un 36% en la condición de placebo farmacológico y un 33% en la condición de control lista de espera.

También se ha aplicado el TCP en grupo y, de nuevo, se han obtenido buenos resultados. Telch et al. (1993) sometieron a prueba la eficacia del TCP aplicado en grupo y compararon los resultados obtenidos por los pacientes que habían sido asignados al azar a esta condición frente a una condición control de lista de espera. En el postratamiento un 85% de los pacientes en el TCP estaban libres de pánico frente a un 30% de los pacientes de la condición de control. En un seguimiento a los 6 meses se observó que un 79% de los pacientes en el TCP seguían libres de pánico.

En cuanto a la TC el estudio que se suele citar en las listas de los tratamientos empíricamente validados como evidencia empírica es el estudio del grupo de Clark et al (1994). Se compararon también tres condiciones experimentales supuestamente eficaces (TC, imipramina y relajación aplicada) a una condición control lista de espera. La RA también fue una variación del procedimiento de Öst (1987, 1988). También aquí se excluyó del ensayo a los pacientes que mostraban evitación agorafóbica severa. Los resultados en el postratamiento mostraron que las tres condiciones eran superiores al control lista de espera. A los tres meses, la TC era superior a las restantes condiciones en la mayoría de las medidas y un 80% de pacientes en la condición de TC lograron un alto estado de funcionamiento final, frente a un 25% en la condición de RA y un 40% en la condición de imipramina. A los 6 meses la TC no se diferenciaba de la condición de imipramina y ambas se mostraban más eficaces que la condición de RA. Un 65% de los pacientes en la condición de TC mostraron un alto estado de funcionamiento final. Entre los seguimientos realizados a los 6 y los 15 meses se observó que un 40% de los pacientes de la condición de imipramina recayeron, frente a un 5% de la condición de TC y un 26% de la condición de RA. A los 15 meses la condición de TC se mostraba superior a las otras dos condiciones, con un 70% de los pacientes clasificados con alto estado de funcionamiento final, frente a un 32% en la condición de relajación y un 45% en la de imipramina.

Se han realizado más estudios que apoyan la eficacia de este programa de tratamiento. Arntz y van den Hout (1996) compararon la TC y la RA frente a una condición control de lista de espera. También se excluyeron del estudio a aquellos pacientes que mostraban evitación agorafóbica severa. Los resultados en el postratamiento mostraron mejorías significativamente mayores en la condición de TC que en las otras dos. Estos buenos resultados de la TC se mantenían en el seguimiento a los 6 meses, pero las diferencias frente al grupo de relajación desaparecieron debido a las mejorías observadas también en este grupo.

A. T. Beck, Sokol, Clark, Berchick, y Wright (1992) compararon la eficacia de la TC frente a una condición control en la que se ofrecía psicoterapia de apoyo. Los pacientes padecían TP y distintos grados de evitación agorafóbica. En el postratamiento se mostraban libres de pánico un 71% de los pacientes de TC frente a un 25% en la condición de psicoterapia de apoyo. En ese momento se les ofreció a los pacientes de la condición control la posibilidad de recibir TC y aceptó recibirla un 94%. En un seguimiento realizado un año después de que todos hubieran terminado la terapia un 83% de los pacientes que habían recibido TC estaban libres de pánico.

Williams y Falbo (1996) compararon la eficacia de tres condiciones supuestamente activas para el tratamiento del TP frente a una condición de control de no tratamiento. Las condiciones supuestamente activas fueron la TC, un tratamiento basado en la exposición y una combinación de los dos. Los pacientes mostraban, además de TP, distintos grados de evitación agorafóbica. Las tres condiciones se mostraron eficaces frente a la condición control. Un 57% de los pacientes de la condición de TC estaban libres de pánico en el postratamiento frente a un 11% de la condición de control. En el seguimiento a los 2 años un 50% de los pacientes de la condición de TC seguía libre de pánico. Ahora bien, los resultados obtenidos ponen de manifiesto la importancia del grado de evitación agorafóbica que presenten los pacientes: ya que, mientras un 94% de los pacientes con un grado leve de agorafobia estaban libres de pánico en postratamiento y un 88% lo estaban en el seguimiento a largo plazo, solamente un 52% de los pacientes que presentaban agorafobia grave estaban libres de pánico en el postratamiento y un 39% lo estaban en el seguimiento. Los autores llaman la atención acerca de la importancia de estos datos respecto a la generalización de la eficacia de los estudios generales sobre el tratamiento del TP, ya que en ellos ha sido usual excluir a los pacientes con agroafobia grave.

J.G. Beck, Stanley, Baldwin, Deagle y Averill (1994) compararon la TC, una variación del procedimiento de relajación de Bernstein y Borkovec (1973), también en la línea de la de Öst (1987), y un grupo control de contacto mínimo. En el postratamiento habían respondido al tratamiento un 82% en TC, un 68% en RA y un 36% en el grupo de control de contacto mínimo. A los 6 meses habían respondido al tratamiento un 100% del grupo de TC y un 84% en el grupo de RA. No se informa de datos del grupo control de contacto mínimo en el seguimiento. Öst y Westling (1995) compararon la RA frente a la TC en pacientes que no tuvieran agorafobia grave. Encontraron que ambos tratamientos fueron igualmente eficaces. En el postratamiento un 65% de los pacientes de la condición de relajación aplicada y un 74% de los pacientes de la condición de TC estaban libres de pánico. En cuanto al índice de alto estado de funcionamiento final, un 74% de pacientes lo obtenía en la TC, frente sólo a un 47% de la RA. En el seguimiento al año un 82% de los pacientes de la condición de RA y un 89% de la condición de TC estaban libres de pánico y respecto al índice de un alto estado de funcionamiento final los resultados se equiparaban en las dos condiciones, un 79% en la TC y un 82% en la RA. Estos datos ponen de manifiesto la conveniencia de seguir estudiando la posible utilidad de la RA.

Bouchard et al. (1996) compararon la eficacia de dos condiciones de tratamiento, TC y exposición en una muestra de pacientes con TP y agorafobia y encontraron que todos los sujetos mejoraron. Por lo que respecta a la condición de libres de pánico, en el postratamiento la tenían un 79% de los pacientes de la condición de exposición y un 64 de la TC, mientras que en el seguimiento la tenían un 71% de los pacientes en la condición de exposición y un 43% de los pacientes de TC. En cuanto al índice de un alto estado de funcionamiento final; en el postratamiento lo lograban un 64% de los pacientes de TC y un 86% de los pacientes de la condición de exposición y en el seguimiento a los 6 meses lo lograban un 57% de TC y un 64% de exposición.

Shear, Pilkonis, Cloitre y Leon (1994) compararon un programa de tratamiento cognitivo comportamental en la línea del TCP con un programa de tratamiento «no prescriptivo». En ambos se dieron tres sesiones educativas de información acerca del pánico y luego 12 sesiones que en el tratamiento cognitivo comportamental fueron similares a los tratamientos para el TP y en la condición de «no prescriptivo» se centraban, más que en el pánico en sí mismo, en los problemas del estrés de vida y en cómo hacerles frente, ya que el estrés y la ansiedad producen el pánico. El papel del terapeuta era escuchar activamente y por medio de técnicas de reflejo ayudar al paciente a manejar sus sentimientos y sus problemas. Se excluían los consejos directos y las técnicas prescriptivas. En el postratamiento un 66% de los sujetos de terapia cognitivo-comportamental y un 78% del tratamiento no prescriptivo estaban libres de pánico. En el seguimiento a los 6 meses lo estaban un 75% de los pacientes del tratamiento cognitivo-comportamental y un 68% del tratamiento no prescriptivo. Estos resultados resultan intrigantes, aunque no hay que olvidar las tres sesiones iniciales que fueron similares para ambos grupos y en las que quizá se dieron ingredientes esenciales de los actuales tratamientos para el TP (Barlow, Esler y Vitale, 1998).

Tratamientos probablemente eficaces para el TP

Las listas de tratamientos empíricamente validados incluyen entre los programas, probablemente eficaces para el TP, el entrenamiento en RA de Öst (1987, 1988) y otras revisiones (DeRubeis y Crits-Christoph, 1998) y la terapia de exposición (Williams y Falbo, 1996).

a) La relajación aplicada (Öst, 1987, 1998). Se trata de una variación de la adaptación de Bernstein y de Borkovec (1973) del entrenamiento en relajación progresiva de Jacobson. El entrenamiento suele durar unas 10-12 sesiones. Durante las primeras dos sesiones se explica a la persona la base lógica del procedimiento y de qué forma éste le podrá ayudar a vencer el TP. Se entrena a la persona en el procedimiento de tensión-relajación y, gradualmente, se introduce la relajación sin tensión (relajación por evocación), la relajación condicionada, la relajación diferencial y la relajación rápida. A lo largo de todo el proceso, se insiste en que la persona identifique los signos de ansiedad que desencadenan las situaciones temidas y que aprenda a utilizarlos como señales para poner en marcha la relajación. Al final, la persona tiene que ser capaz de poner en marcha la nueva habilidad que supone la relajación en las situaciones agorafóbicas temidas.

b) Terapia de exposición. Aquí cabe recordar la terapia de exposición clásica (Mathews, Gelder, y Johnston, 1981; Mathews, Teasdale, Munby, Johnston y Shaw, 1977) o también variaciones de la misma, por ejemplo, el tratamiento basado en la ejecución de Williams (1990) que enfatiza la importancia de los éxitos de ejecución para ayudar a las personas a lograr una sensación de dominio y de eficacia personal (Williams y Falbo, 1996).

Evidencia empírica de los Tratamientos Probablemente Eficaces para el TP

La relajación aplicada de Öst (1987, 1988) cumple muchos de los criterios como para que pudiera ser contemplado como un tratamiento eficaz y, como acabamos de ver, existe literatura que avala su eficacia. Barlow et al. (1989) comprobaron que en el postratamiento la RA era superior a un control lista de espera y comparable al TCP y, aunque en el seguimiento a los 6 meses se observó un deterioro de los pacientes a los que se les había aplicado la RA, en el seguimiento a los 2 años los resultados eran muy similares entre TCP y RA. En Clark et al (1994) la RA también fue superior a un control lista de espera , pero inferior a la TC, estos resultados se observaron tanto en el postratamiento como el seguimiento. En una línea similar Arntz y van en Hout (1996) encontraron que la RA era superior a un control lista de espera, pero inferior a la TC en el postratamiento, ahora bien los pacientes tratados con RA aplicada continuaron mejorando y en el seguimiento los resultados del grupo de TC y del de RA eran muy similares. Ya hemos visto también los datos de J.G. Beck et al. (1994), cuando compararon la TC, la RA y un grupo control de contacto mínimo, comprobaron que la RA era superior al grupo control y, aunque en el postratamiento la TC fue superior a la RA, en el seguimiento los resultados de ambos procedimientos resultaron muy similares. Finalmente, Öst y Westling (1995) encontraron resultados similares al aplicar TC o RA, tanto en el postratamiento como en el seguimiento.

Existe también evidencia empírica acerca de la utilidad de la exposición para el tratamiento del TP (Williams y Falbo, 1996; Lidren et al., 1994; Swinson, Fergus, Cox y Wickwire, 1995). Ahora bien, como en muchos de estos estudios se incluyen pacientes con agorafobia y en este número monográfico se ha planteado un trabajo específico para ese tema no revisaremos estos trabajos, al menos, desde la perspectiva de la técnica de exposición.

Los tratamientos farmacológicos y los tratamientos combinados

Aunque, como ya hemos señalado, no es el objetivo de este trabajo analizar la eficacia de los tratamientos farmacológicos y los tratamientos combinados, sin embargo, dada la importancia del tema, parece necesario dedicar siquiera unas líneas a esta cuestión.

Las revisiones generales sobre la eficacia de los tratamientos farmacológicos para el TP indican que una serie de fármacos resultan eficaces. En concreto, los fármacos para los que se ha obtenido evidencia empírica son los antidepresivos tricíclicos (imipramina), los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (SSRIs) (fluoxetina, fluvoxamina, paroxetina y sertralina), las benzodiacepinas (alprazolam) y los inhibidores de la monoamino oxidasa (IMAOS) (fenelzina) (Practice Guideline for the Treatment of Patients with Panic Disorder, 1998; Roy-Birne y Cowley, 1998). Por ejemplo, meta-análisis recientes, como el de Gould, Otto y Pollack (1995), que analiza conjuntamente 16 estudios en los que se utilizó benzodiacepinas o antidepresivos, encuentran un tamaño del efecto medio de 0.47 obteniéndose diferencias estadísticamente significativas frente a control placebo. Cuando se estudiaron ambos tratamientos por separado, se encontró que las benzodiacepinas solas daban lugar a un tamaño del efecto de 0.40 y sólo antidepresivos de 0.55. Ahora bien, en este último caso se vio que tres de los estudios no eran condiciones puras (usaban psicoterapia de apoyo) y al eliminar dichos estudios el tamaño del efecto fue de 0.47. En cuanto al estatus de sujetos libres de pánico en el post-tratamiento, hubo dificultades para realizar análisis por el escaso número de datos que se aportaban a este respecto (sólo en 7 estudios). Se encontró que lo lograban un 61% en los tratamientos con benzodiacepinas y un 58% en los tratamientos con antidepresivos. También merece la pena señalar las tasas de abandono: las tasas globales fueron de un 19.8%. En el caso de los antidepresivos un 25.4%, las benzodiacepinas un 13.1% y el placebo un 32.5%. En este mismo trabajo (Gould et al, 1995) al estudiar la eficacia diferencial de los tratamientos farmacológicos (TE= 0.47) versus cualquier tipo de tratamiento cognitivo comportamental (TE= 0.68) se obtuvieron diferencias estadísticamente significativas. De la misma forma, al comparar los tratamientos farmacológicos (TE= 0.47) versus los tratamientos en los que se combinaba exposición interoceptiva y reestructuración cognitiva (TE= 0.88) también se encontraron diferencias estadísticamente significativas. En cuanto al estatus libre de pánico, lo lograban un 70% de los sujetos en el caso de los tratamientos cognitivo-comportamentales frente a un 57% en el caso de los tratamientos farmacológicos.

Los datos anteriores no resultan muy halagüeños para las terapias farmacológicas, ahora bien el tema no está en absoluto cerrado. Por una parte, en los últimos años se ha prestado cada vez más atención a otros fármacos como los SSRIs que están obteniendo buenos resultados en el tratamiento del TP, e incluso se insiste en que, en estos momentos, serían la alternativa de elección para el tratamiento farmacológico de este trastorno (McNally, 1996; Roy-Birne y Cowley, 1998). Existen datos que avalan estas afirmaciones, por ejemplo, en un meta-análisis realizado con 27 ensayos clínicos controlados (asignación al azar, doble ciego, con grupo control placebo) se encontró que el tamaño del efecto para los SSRIs era significativamente mayor que para el alprazolam o la imipramina (Boyer, 1995).

Por otra parte, también hay que señalar que no todas las voces afirman la superioridad de los tratamientos psicológicos, ya que la evidencia empírica disponible no es unánime. Se han publicado trabajos que demuestran la superioridad de los tratamientos cognitivo-comportamentales (Klosko, Barlow, Tassinary y Cerny, 1990; Marks, Swinson y Basoglu, 1993) y también trabajos que informan de la superioridad de los tratamientos farmacológicos (Black, Wesner, Bowers y Gabel, 1993) o de una eficacia similar (Cottraux et al., 1995). Finalmente, análisis muy autorizados a este respecto insisten en la conveniencia de considerar tanto los tratamientos farmacológicos como los psicológicos y por razones que parecen fundamentadas; ya que, con independencia de qué alternativa de tratamiento pueda resultar más eficaz, todavía habrá que considerar otros aspectos como, por ejemplo, riesgos y beneficios, efectos secundarios, costes, facilidad de administración, rapidez de los efectos, preferencias de los pacientes, etc. (Practice Guidelines for the Treatment of Patiens with Panic Disorder,1998; Wolfe y Maser, 1994).

También resulta importante prestar atención al hecho de combinar los tratamientos psicológicos y farmacológicos. En algunos trabajos se informa acerca de la superioridad de los tratamientos combinados, pero los buenos resultados no se suelen mantener en los seguimientos por las altas tasas de recaídas que se producen (Barlow et al, 1998). En el meta-análisis de Gould et al. (1995) se analiza este punto a través de 8 estudios en los que se aplicaba un programa de exposición situacional además del tratamiento farmacológico. Seis de los ocho trabajos utilizaban imipramina y se obtuvo un tamaño del efecto medio de 0.56, que no era significativamente diferente del obtenido con la imipramina sola (TE= 0.55). Sólo citan el trabajo de Marks et al. (1993) para analizar la combinación de una benzodiacepina (alprazolam) con la exposición. Los resultados parecen prometedores, ya que se obtuvo un tamaño del efecto global de 0.84 y el porcentaje de pacientes libres de pánico fue de 62%, aunque los resultados no fueron tan buenos al analizar la frecuencia de ataques de pánico (TE= -0.05). La tasa de abandonos (15%) fue algo inferior que la obtenida en el caso de los antidepresivos (25’4%) y similar a las de las benzodiacepinas (13’11%). Sin embargo, los resultados en el seguimiento a los 6 meses pusieron de manifiesto que los pacientes que recibieron el tratamiento combinado tuvieron una tasa de recaída mayor al abandonar el alprazolam que la del tratamiento de exposición sola.

También resultan preocupantes algunos informes actuales que muestran que las benzodiacepinas de alta potencia pueden interferir o perturbar las ganancias obtenidas con la TCC (Brown y Barlow, 1995; Otto, Pollack y Sabatino, 1995); aunque en otros trabajos no se obtienen estos resultados (de Beurs, van Balkom, van Dyck y Lange, 1999; Oei, Llamas y Evans,1997). A este respecto resultan de interés los datos obtenidos en el importante ensayo clínico multicentro llevado a cabo por personas de gran importancia en este campo (Barlow, Gorman, Shear, y Woods, 2000). En el estudio participaron un total de 312 pacientes. Los pacientes fueron asignados al azar a una serie de condiciones experimentales: terapia cognitiva comportamental (TCC) en la línea del TCP, imipramina, sólo placebo farmacológico, TCC más imipramina, o TCC más placebo. Los pacientes recibieron tratamiento semanalmente durante 3 meses (fase aguda), los que respondieron fueron vistos mensualmente durante 6 meses (fase de mantenimiento) y luego se estableció un seguimiento a los 6 meses. Los resultados, después de la fase aguda, ponen de manifiesto que tanto la imipramina como la TCC obtienen mejorías significativamente mayores que el placebo en la Escala de Severidad del Trastorno de Pánico (ESTP), pero no en la Escala de Impresión Clínica Global (EICG). Después de 6 meses de mantenimiento, tanto la imipramina como la TCC resultan significativamente más eficaces que el placebo en ambas medidas. En cuanto a los tratamientos combinados no se observan diferencias significativas entre los grupos después de la fase aguda. La tasa de respuesta de las terapias combinadas después de los 6 meses de mantenimiento fue significativamente mejor que la obtenida en la condición de imipramina sola o en la de TCC sola, pero no mejor que la de TCC más placebo en cualquiera de los análisis. Después del seguimiento a los 6 meses, los mejores resultados los obtuvo la condición de TCC más placebo, seguida de TCC sola, seguida de imipramina más TCC, seguida de imipramina sola y, finalmente, placebo. Estos resultados merecen alguna reflexión, y a este respecto también parece interesante recordar los datos obtenidos por Echeburúa, Corral, García y Borda (1993) acerca de la interacción positiva obtenida entre la exposición y el placebo farmacológico.

Por otra parte, también se han planteado líneas de acción interesantes que merecen seguir siendo investigadas. Se ha sometido a prueba la posible ayuda de los tratamientos cognitivos comportamentales (una variación de TCP) para ayudar en el proceso de abandono de las benzodiacepinas con buenos resultados (Bruce, Spiegel y Hegel, 1999; Otto et al., 1993; Spiegel, Bruce, Gregg y Nuzzarello, 1994). En opinión de Barlow et al. (1998), estos datos sugieren la posibilidad de dar alprazolam inicialmente a aquellos pacientes que necesitan alivio inmediato o desean medicación y, posteriormente, dar tratamiento cognitivo comportamental para el pánico. O aplicar tratamientos psicológicos a pacientes que no hayan respondido a tratamientos farmacológicos, por ejemplo, Pollack et al. (1994), después de 12 semanas de tratamiento en grupo, observaron importantes mejorías en el funcionamiento global de los pacientes, así como en la frecuencia de pánico.

En cualquier caso, por el momento, quizá lo más prudente sea considerar que los datos sobre la eficacia de los tratamientos combinados (farmacológicos y psicológicos) todavía no son concluyentes. Ahora mismo no es posible todavía identificar claramente qué tipo de pacientes con TP se beneficiarán más de qué tipo de terapia, en qué condiciones, aplicada por quién, de qué forma, en qué secuencia y a qué ritmo.

Eje II: Utilidad clínica o validez externa de los tratamientos

En este epígrafe abordaremos el segundo Eje sobre el que llamó la atención la American Psychological Association al plantear la Guía general (Template) para desarrollar las directrices de los tratamientos empíricamente validados, esto es, la utilidad clínica o la validez externa de estos tratamientos (APA Task Force on Intervention Guidelines, 1995). Respecto a este tema conviene recordar dos cosas: por una parte que (como acabamos de ver) está bien establecida la eficacia de los actuales tratamientos para el TP y en estos momentos nadie cuestiona su eficacia; por otra, la recomendación realizada a los investigadores por el National Institute of Health de EE.UU. en 1991 para que se desarrollen modos de aplicación que aumenten la disponibilidad de los tratamientos del TP (Lidren et al. 1994), ya que, de hecho, sí se ha cuestionado la posibilidad real de administrar estos tratamientos a todos aquellos que los necesitan (Côte, Gauthier, Laberge, Cormier y Plamondon, 1994). Hace unos años Côte et al. (1994) pusieron de manifiesto una serie de limitaciones en los programas de tratamiento para el TP: a) El coste excesivamente elevado de la terapia para algunas personas o contextos, ya que la aplicación de los tratamientos suele implicar la presencia activa del terapeuta a lo largo de todo el proceso. b) El hecho observado en distintos estudios epidemiológicos de que una mayor prevalencia de los trastornos de ansiedad está asociada a un menor nivel socioeconómico. c) La falta de profesionales adecuadamente formados, con lo cual la posibilidad real de recibir ayuda especializada quede limitada a las grandes áreas urbanas. d) Las largas listas de espera en la sanidad pública, debido también a la falta de profesionales disponibles. e) La longitud del tratamiento (visitas semanales a lo largo de tres o cuatro meses) hace que su aplicación, muchas veces, resulte impracticable desde una perspectiva pública. Por todo ello, resulta comprensible que se haya planteado la utilidad que puede tener intentar acortar el tiempo de contacto real entre paciente y terapeuta o acortar la duración de la terapia. Siempre y cuando, claro está, se obtengan resultados comparables desde una perspectiva de eficacia terapéutica (Botella y García-Palacios, 1999).

En los últimos años han aparecido trabajos que estudian este tema, la mayor parte de ellos centrados en aspectos de coste beneficio. Gould, Clum y Shapiro (1993) compararon la eficacia diferencial de un tratamiento de autoayuda, utilizando un manual de autoayuda desarrollado por Clum (1990), más un contacto con el terapeuta de 3 horas, con un tratamiento convencional de 8 sesiones de eficacia demostrada que implicaba un contacto con el terapeuta de 10.5 horas (Borden, Clum y Broyles, 1986; Borden Clum y Salmon, 1991; Watkins, Sturgis y Clum, 1988) y con un grupo de lista de espera. Los datos del postratamiento indican que el tratamiento con el manual se mostró tan eficaz como el tratamiento convencional y más eficaz que la condición de control de lista de espera. Cumplieron los criterios de los índices de cambio compuestos que indicaban mejoría clínica un 27’5 de pacientes del grupo control lista de espera, un 72’7% del grupo de biblioterapia más contacto mínimo con el terapeuta y un 66’6% del grupo de terapia convencional. Ahora bien, 9 pacientes requirieron tratamiento adicional cuando finalizó el estudio, 7 del grupo control y 2 del grupo de biblioterapia y no se ofrecen datos de seguimiento. Este trabajo lo replican Lidren et al. (1994), aunque en este último estudio se incluyeron algunos cambios, como estructurar períodos de seguimiento a los 3 y a los 6 meses y ampliar el período temporal en el que se aplicaba el tratamiento de 4 a 8 semanas. Las dos condiciones de terapia activa resultaron superiores a la condición control y no se observaron diferencias estadísticamente significativas entre ellas. En el postratamiento estuvieron libres de pánico un 83% de pacientes en el grupo de biblioterapia más contacto breve, un 83% en el grupo de terapia convencional y un 25% en el grupo de control lista de espera. Además los datos de seguimiento a los 6 meses ponen de manifiesto que las mejorías se mantenían.

Gould y Clum (1995) llevaron a cabo otro trabajo para replicar y mejorar, desde un punto de vista metodológico, los resultados obtenidos en sus trabajos anteriores (Gould et al. 1993; Lidren et al. 1994). De nuevo utilizaron el manual de autoayuda de Clum (1990) como la modalidad fundamental de intervención, pero añadieron una cinta de vídeo informativa acerca del TP y una casete con instrucciones de relajación; además, realizaron un seguimiento a los dos meses de finalizar el tratamiento. Se establecieron dos grupos: en uno de ellos se aplicó el formato de autoayuda y el otro fue un control de lista de espera. El tiempo de contacto entre los terapeutas/investigadores y los pacientes fue de 2’5 horas en el de lista de espera y 3 horas en el de autoayuda, en ambos casos ese tiempo incluía la evaluación diagnóstica inicial. Los resultados de nuevo apoyan la hipótesis de que la autoayuda resulta una alternativa útil para el tratamiento del TP. Los sujetos de este grupo mejoraron, tanto desde un punto de vista estadístico como clínico, más que los del grupo control y un 69% de los casos estaban libres de pánico en el seguimiento.

Côte et al. (1994) comparan la eficacia diferencial de un tratamiento cognitivo-comportamental para el TP de 17 sesiones (programa adaptado siguiendo las directrices de Barlow y Cerny, 1988; Beck, 1988; y, Clark y Salkovskis, 1989), con un tratamiento con los mismos componentes pero con 7 sesiones y 8 breves contactos telefónicos (con una duración media de 11.1 minutos), apoyado por un manual de autoayuda (Côté, Gauthier y Laberge, 1988). Los resultados de este estudio sugieren que el TP puede tratarse adecuadamente, ya sea con un procedimiento estándar administrado totalmente por el terapeuta, ya sea por un procedimiento abreviado, en el que el paciente se va autoaplicando los componentes del tratamiento con una guía mínima por parte del terapeuta. Además, ambos procedimientos logran mejorías, estadística y clínicamente significativas, que se mantienen a lo largo del tiempo. Utilizaron un índice de cambio bastante estricto en la línea de Jacobson, Follette y Revenstorf (1984) y en el seguimiento a los 6 meses lo alcanzaban un 73% de pacientes del grupo de contacto reducido y un 80% del grupo de terapia convencional, y en el seguimiento al año un 91% del grupo de contacto reducido y un 90 del grupo de terapia convencional.

Swinson, Fergus, Cox y Wickwire (1995) comparan la eficacia de un tratamiento basado en la exposición administrado por teléfono para el TP con agorafobia con una condición de lista de espera. El tratamiento consistía en 8 sesiones telefónicas de una hora de duración. Los resultados demuestran que este tratamiento fue efectivo en la reducción de la evitación agorafóbica, el miedo y la ansiedad anticipatoria y que los logros se mantuvieron en dos períodos de seguimiento de 3 y 6 meses. Los autores concluyen que este programa de tratamiento puede utilizarse con pacientes que viven en áreas lejanas de las grandes ciudades, donde no tienen acceso a los servicios de salud mental. Clark, Salkovskis, Hackman, Wells y Gelder (1995) compararon la eficacia de la TC clásica, la TC abreviada (empleaba la mitad del tiempo que la clásica y se apoyaba con un manual de autoayuda) y una condición control de no tratamiento. Los resultados muestran que las dos condiciones de tratamiento fueron eficaces en la reducción de los ataques de pánico y otras medidas, y además que no hubo diferencias entre la TC clásica y la abreviada. Craske, Maidenberg y Bystritsky (1995) estudiaron la eficacia de un tratamiento breve. Compararon un programa de 4 sesiones diseñado para el TP (en la línea del TCP) con un programa de 4 sesiones de terapia de apoyo no directiva. Se observó que el programa breve de TCP fue significativamente más eficaz que la terapia breve no directiva. En el postratamiento estaban libres de pánico un 53% del grupo de PCT breve.

La mayoría de los trabajos anteriores se centran en reducir el tiempo de contacto entre paciente y terapeuta, pero no prestan atención al tiempo que tarda el paciente en beneficiarse de la terapia. Dadas las características del TP, un objetivo interesante sería lograr que estos pacientes mejoraran cuanto antes, esto es, acortar el tiempo real de duración de la terapia. Botella y García-Palacios (1999) sometieron a prueba la eficacia de un programa estandarizado de TC (en la línea del grupo de Clark) de 10 sesiones de duración, frente a un programa de características similares pero en formato abreviado (5 sesiones) y apoyado con material de autoayuda. Por lo tanto, el programa pretendía abordar los dos aspectos que establece la Guía de la APA respecto al coste beneficio: acortaba de 10 a 5 sesiones el tiempo de contacto entre paciente y terapeuta (costo de aplicar la intervención al individuo y a la sociedad y acortaba también la longitud total de la terapia (de 10 a 5 semanas) atendiendo al tiempo que podría tardar el paciente en superar el problema y, por tanto, a su satisfacción respecto al tratamiento (costo de aplazar la intervención efectiva para el individuo y para la sociedad). Es importante también señalar que la muestra provenía en su mayoría de una Unidad de Salud pública, tenía un nivel educativo medio bajo (dado que en el estudio se utilizaba material de autoayuda escrito) y el 74% de los pacientes padecían de agorafobia. Los resultados ponen de manifiesto que, en el postratamiento, un 80% de los pacientes del grupo de terapia convencional y un 70% de los del grupo del tratamiento breve estaban libres de pánico. En el seguimiento lo estaban un 90% en ambos grupos. Tomando en consideración un índice de cambio global bastante estricto (atendiendo a las recomendaciones de Shear y Maser, 1994) se observó que en el postratamiento lo cumplían un 50% de los pacientes en la terapia convencional y un 30% en la terapia breve; pero al año de seguimiento lo alcanzaron un 70% de pacientes en el grupo de terapia convencional y un 80% en el grupo de terapia breve.

Por otra parte, también han comenzado a estudiarse otros aspectos del Eje II de la Guía clínica (Template), por ejemplo, qué ocurre al «trasladar» los tratamientos empíricamente validados al contexto clínico general, esto es, se intentan contemplar otros aspectos del Eje II como, viabilidad del tratamiento (ej. la facilidad de diseminación) o generalizabilidad (grado en que soporta su aplicación en la práctica clínica). Los primeros resultados (Wade, Treat y Stuart, 1998) ponen de manifiesto que es posible trasladar el tratamiento al contexto clínico sin que se resienta y los resultados logrados se mantienen a largo plazo (Stuart, Treat y Wade, 2000). Ahora bien, siguen produciéndose llamadas de atención sobre la necesidad de mejorar las intervenciones desde muchos puntos de vista y comienza a prestarse atención a muchos aspectos: la aplicación del TP en los ambientes clínicos (Roy-Byrne et al., 1999); la calidad de la colaboración por parte del paciente y el tipo de tarea para casa que se indique (Schmidt y Woolaway-Bickel, 2000); las características específicas del paciente que pueden afectar el tratamiento, como el ciclo menstrual (Sigmon et al. 2000); o la comorbilidad, y este último aspecto es uno de los puntos que más atención está recibiendo en estos momentos (Brown, Antony y Barlow, 1995; Hofman et al. 1998; Lecrubier, 1998; Lehman, Brown y Barlow, 1998; Marchan, Goyer, Dupuis y Mainguy, 1998; Mennin y Heimberg, 2000; Woody, McLean, Taylor y Koch, 1999). Aunque no todos los resultados son coincidentes, parece que la comorbilidad previa no predice los resultados del tratamiento, esto es, con independencia de que se observe mayor o menor grado de comorbilidad, los resultados del tratamiento para el TP resultan similares para los pacientes (Barlow, Levitt y Buffka, 1999).

Conclusiones

Pensamos que a lo largo del trabajo se ha puesto de manifiesto que ya existen tratamientos empíricamente validados para el TP. Además, estos programas de tratamiento cuentan con el apoyo empírico de estudios que tienen un gran rigor metodológico. Los datos resultan muy esperanzadores, ya que las tasas de éxito son muy elevadas y los resultados se mantienen a largo plazo.

Los Tratamientos Bien Establecidos más eficaces hasta el momento son el TCP del grupo de Barlow y la TC del grupo de Clark. En ambos casos, se trata de tratamientos manualizados muy claros y estructurados. Están pensados para que puedan ser enseñados fácilmente a cualquier profesional y, además, el clínico puede hacer pequeñas variaciones en los procedimientos para adaptarlos mejor a las características y necesidades del paciente. Sin embargo, también hay que señalar que muchos de los trabajos en los que se ha sometido a prueba la eficacia de estos tratamientos excluyen a los pacientes que tienen evitación agorafóbica grave, por lo tanto, habrá que ver si los buenos resultados se siguen manteniendo al incluir también a este tipo de pacientes, o si resulta necesario hacer variaciones en los procedimientos y utilizar tácticas adicionales de exposición. En suma, como señalan (Barlow et al. 1998), resulta necesario considerar modalidades de tratamiento que puedan resultar útiles, tanto para el pánico como para la agorafobia

Existen también Tratamientos Probablemente Eficaces para el TP. La RA de Öst (1987) ha demostrado ser un procedimiento que puede resultar muy útil. Ahora bien, como hemos visto anteriormente, se observa importante variabilidad con respecto a la potencia del tratamiento de RA frente a otros tratamientos alternativos como la TC o el TCP; además, la RA ha sido muy poco estudiada con pacientes que tuvieran evitación agorafóbica grave (DeRubeis y Crits-Christoph,1998). Por todo ello, es comprensible que se la siga incluyendo en la categoría de tratamientos probablemente eficaces; aunque también conviene insistir en la conveniencia de seguir estudiando este procedimiento más detenidamente.

A la vista de los datos existentes hasta el momento, parece necesario seguir investigando la utilidad de los tratamientos combinados (psicológicos y farmacológicos). Quizá para algunos pacientes que presentan ataques de pánico muy perturbadores y amenazadores puede resultar de utilidad una ayuda inicial farmacológica; o quizá para algunos pacientes que prefieren un tratamiento farmacológico pueda resultar de utilidad seguir un protocolo de tratamiento cognitivo comportamental para evitar las recaídas al abandonar el fármaco. También se ha observado que, una vez finalizado el tratamiento (de cualquier tipo), en muchos pacientes se observan exacerbaciones de los síntomas que, en muchas ocasiones, suelen estar asociadas a acontecimientos vitales negativos y, a veces, llegan a ser completas recaídas. Por lo tanto, parece necesario investigar estrategias para prevenir la exacerbación de los síntomas y/ las recaídas (Barlow, et al, 1998).

En cuanto a los esfuerzos realizados hasta el momento respecto al Eje II es necesario lograr que los tratamientos eficaces estén disponibles para quien los necesite. En estos momentos, es posible concluir que ya existe evidencia acerca de la utilidad de los programas breves apoyados con material de autoayuda en el tratamiento del TP. Sin embargo, todavía queda bastante camino por recorrer para poder recomendar estos programas como una alternativa estándar que pueda sustituir a los hasta ahora existentes. Este camino pasa obviamente por seguir trabajando para replicar y ampliar estos resultados. Además, habrá que diseñar estrategias para diseminarlos de forma eficaz, esto es, que de forma rutinaria los aprendan y los utilicen los profesionales clínicos para que, de este modo, se pueda beneficiar el mayor número posible de personas.

Por otra parte, aunque habrá que esperar a disponer de más datos, los resultados hasta el momento parecen indicar que no tiene demasiado fundamento ni el «mito de la comorbilidad», ni el «mito de la generalizabilidad a la practica clínica» (Barlow et al. 1999). De la misma forma, también comienza a afirmarse la utilidad y la conveniencia de los programas de tratamientos cognitivo-comportamentales, precisamente, desde una perspectiva de coste-beneficio (Otto, Pollack y Maki, 2000). Por tanto, resulta imperativo seguir trabajando en distintos frentes: mejorar los tratamientos empíricamente validados ya existentes, obtener evidencia empírica respecto a otros tratamientos que se puedan desarrollar para muchos más trastornos, someter a prueba cómo ponerlos a disposición de más y más personas e informar a los responsables de las políticas de salud, y a la sociedad en general, de los avances con los que ya contamos.

No debemos caer en la trampa de sacralizar los tratamientos empíricamente validados, ni dejar de prestar atención a sus posibles efectos negativos (ej. los modos que puedan utilizarlos inadecuadamente las compañías de seguros o la administración); pero tampoco es posible dejar de ver lo obvio. Tenían razón Eysenck y Rachman pidiendo que nuestras intervenciones tuvieran apoyo empírico, hacer otra cosa es demasiado peligroso. La frase que recogen Nathan y Gorman (1998, c) en el prefacio de su libro lo deja bien claro, «En ausencia de la ciencia la opinión prevalece», pág. ix), quedarse al margen de todos estos esfuerzos supone demasiados riesgos y no está justificado. Por lo tanto, concluiremos señalando que estamos de acuerdo con las lúcidas preguntas que se plantea Beutler (1998) en un análisis sobre este tema y con los aspectos fundamentales de sus respuestas: a) ¿Debería la profesión identificar tratamientos que tuvieran apoyo empírico? Si; habrá presiones para identificarlos de cualquier modo y el tema es tan importante que no es posible dejarlo en manos de los legisladores o los responsables de las políticas de salud. b) ¿Son adecuados los actuales criterios para delimitar los tratamientos empíricamente validados? Sí; aunque quizás algunas correcciones fueran deseables. c) ¿El hecho de seleccionar criterios más amplios podría dar lugar a conclusiones distintas? No, no parece que ampliar los criterios cambie de forma sustancial los resultados del informe original, por lo tanto, no hay justificación para liberalizar los criterios.

La cuestión es ver todo este movimiento alrededor de los tratamientos empíricamente validados, no como un tema cerrado, sino como un proceso dinámico en continua expansión. La ciencia no está nunca terminada, como siempre, conviene que sigamos aprendiendo de nuestros errores.

Nota

1 Si la agorafobia estuviera presente, habría que establecer el diagnóstico de Trastorno de Pánico con Agorafobia. No se aborda aquí este aspecto, dado que en este mismo volumen se dedica otro trabajo al estudio de la Agorafobia (Bados, 2001).

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Aceptado el 20 de marzo de 2001

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