La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.
Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 3). 345-364
Oscar Vallina Fernández y Serafín Lemos Giráldez
Hospital Sierrallana, Torrelavega (Cantabria) y * Universidad de Oviedo
Se presentan resultados de la investigación empírica sobre diversos abordajes psicológicos de la esquizofrenia. La revisión de los estudios permite identificar el desarrollo de cuatro grandes modalidades de tratamiento psicológico durante las últimas décadas: las intervenciones psicoeducativas familiares, el entrenamiento en habilidades sociales, las terapias cognitivo-conductuales para los síntomas psicóticos, y los paquetes integrados multimodales (Roder, Brenner, Hodel, & Kienzie, 1996). Se abordan brevemente aspectos teóricos de cada modalidad terapéutica, como su validez ecológica, y finalmente se sugieren algunos principios prácticos para su utilización.
Efficacious psychological treatments for schizophrenia. The empirical status of psychological approaches to schizophrenia is presented. A review of outcome studies identifies four broad psychological treatment procedures in the last decades: family psychoeducational interventions, social skills training, cognitive-behavioural therapies for psychotic symptoms, and multimodal integrated packages (Roder, Brenner, Hodel, & Kienzie, 1996). Theoretical issues, such as ecological validity of every intervention procedure, are briefly addressed, and finally some practical principles are suggested.
A lo largo del pasado siglo, la aplicación de tratamientos psicológicos a la esquizofrenia ha seguido un curso irregular. Partiendo de orígenes pesimistas, dominados por la visión organicista de la psiquiatría representada por Kraepelin, que contemplaba la desintegración de la personalidad como una consecuencia inevitable del deterioro cognitivo de la psicosis, y pasando por la visión del psicoanálisis, que consideraba a la demencia precoz como una neurosis narcisista donde la transferencia y el tratamiento analítico no eran posibles, se ha llegado al momento actual de florecimiento y desarrollo de múltiples modalidades psicológicas de intervención, que han significado un cambio en la atención desde los procesos de rehabilitación o mejoría de las incapacidades secundarias a los síntomas a centrarse en los propios síntomas (Birchwood, 1999).
Tras varias décadas de intentos fallidos de aplicación de los procedimientos psicoanalíticos a la psicosis (Fenton, 2000; Martindale, Bateman, Crowe, & Margison, 2000), las tres últimas han representado el momento álgido del cambio en las actitudes y en el abordaje de los problemas de salud mental severos desde la óptica de las terapias psicológicas, durante el cual Slade y Haddock (1996) diferenciaron tres etapas sucesivas. En la primera, que abarca los años 1960 y comienzos de 1970, se diseñaron las primeras intervenciones en psicosis basándose en los principios del condicionamiento operante, que significaron el desarrollo de «ingeniera conductual» dirigida al control ambiental de la conducta. En la década de 1970 y principios de 1980 se constató la introducción de los tratamientos familiares y de los procedimientos de entrenamiento en habilidades sociales e instrumentales con los pacientes. Finalmente, durante la década de 1990 hemos asistido a la consolidación de estas dos modalidades de intervención y a la introducción y desarrollo de las terapias cognitivo-conductuales para el tratamiento de síntomas psicóticos residuales.
Los ámbitos de intervención cognitivo-conductual en las psicosis, catalogados por Davidson, Lambert & McGlashan (1998), comprenden diversos déficit o anomalías, como la predisposición a la desorganización aguda, las distorsiones perceptivas, el deterioro de la atención, memoria, razonamiento diferencial y juicio social, los trastornos emocionales y deterioro en la regulación del afecto, la incapacidad social y la distorsión del sentido del yo y de los demás.
Los principales avances en las estrategias de tratamiento para la esquizofrenia se han desarrollado y refinado basándose en el modelo de vulnerabilidad-estrés; un marco que muestra cómo interactúan los estresores ambientales con la vulnerabilidad biológica para producir la psicopatología y las incapacidades psicosociales secundarias propias de la esquizofrenia (Falloon, Held, Roncone, Coverdale, & Laindlaw, 1998; Nuechterlein, 1987; Nuechterlein & Subonick, 1998). Este modelo ha suscitado el surgimiento de la gama de formatos terapéuticos que actualmente conocemos y que se orientan hacia un doble objetivo; por un lado, el desarrollo y fortalecimiento de aquellos factores que permiten una óptima protección de la persona (y que básicamente incluyen el tratamiento farmacológico, las habilidades personales de afrontamiento y de autoeficacia, la capacidad cognitiva de procesamiento y el apoyo familiar y social) y, por otro, la disminución o eliminación de los estresores ambientales y de la vulnerabilidad biológica subyacente (Birchwood, Hallet, & Preston, 1989; Wykes, Tarrier, & Lewis, 1998).
De los tratamientos psicosociales nacidos al amparo de este modelo, el apoyo experimental más fuerte, hasta este momento, se ha observado en las siguientes modalidades de intervención: el modelo de tratamiento comunitario asertivo de manejo de casos, los procedimientos de empleo protegido para la rehabilitación laboral, las intervenciones familiares, el entrenamiento en habilidades y en automanejo de la enfermedad, la terapia cognitivo-conductual para síntomas psicóticos y el tratamiento integrado para pacientes de diagnóstico dual, especialmente por consumo de drogas (Mueser & Bond, 2000).
En el presente artículo se describen los tratamientos psicológicos que han demostrado ser eficaces, de acuerdo con las directrices de Psicothema (Fernández Hermida y Pérez Álvarez, 2001), para una mejor recuperación de la esquizofrenia y que, junto a las estrategias farmacológicas, se concretan en los siguientes: (a) las intervenciones familiares psicoeducativas, (b) el entrenamiento en habilidades sociales, (c) los tratamientos cognitivo-conductuales, dirigidos tanto hacia los síntomas positivos de la enfermedad como a las alteraciones de los procesos cognitivos básicos subyacentes, y (d) los paquetes integrados multimodales (Falloon et al., 1998; Penn & Mueser, 1996).
La mayoría de estos procedimientos de intervención psicológica, en consecuencia, han sido sugeridos en las directrices clínicas de tratamiento de las principales asociaciones profesionales internacionales (American Psychiatric Association, 1997; Canadian Psychiatric Association, 1998; Scottish Intercollegiate Guidelines Network, 1998; Sociedad Española de Psiquiatría, 1998), Expert Consensus Treatment Guideline (McEvoy, Scheifler, & Frances, 1999), como los más recomendables para el tratamiento de la esquizofrenia. Un cuadro sinóptico con las recomendaciones e indicaciones terapéuticas psicológicas de dichas asociaciones, para abordar las distintas necesidades que presenta cada fase de la enfermedad, se presenta en la Tabla 1; en donde se puede observar que dichos tratamientos se dirigen a mejorar el funcionamiento social e interpersonal del paciente, a promover la vida independiente y el mantenimiento en la comunidad, a disminuir la gravedad de los síntomas y las comorbilidades asociadas (fundamentalmente, depresión, suicidio y consumo de drogas), y a potenciar el manejo de la enfermedad.
Intervenciones familiares psicoeducativas
La desinstitucionalización de los pacientes durante las dos últimas décadas favoreció la incorporación de sus familiares como un importante recurso terapéutico; sobre todo tras investigaciones que habían destacado la influencia de ciertas características del contexto familiar en la evolución de la esquizofrenia, como la emoción expresada. Consecuencia de ello fue también el impulso experimentado por asociaciones familiares de auto-ayuda, cuyo objetivo era reducir los sentimientos de culpabilidad, aumentar el conocimiento de la enfermedad y desarrollar procedimientos educativos para el manejo del paciente. Todo ello confluyó en el desarrollo de diferentes modelos terapéuticos de intervención familiar, entre los que han destacado: (a) el paquete de intervenciones sociofamiliares de Leff (Kuipers, Leff, & Lam, 1992; Leff, Kuipers, Berkowitz, Eberlein-Vries, & Surgeon, 1982); (b) el modelo psicoeducativo de Anderson (Anderson et al., 1986); (c) las intervenciones cognitivo-conductuales de Tarrier (Barrowclough & Tarrier, 1992; Tarrier & Barrowclough, 1995); y (d) la terapia conductual familiar de Falloon (Falloon et al., 1985; Falloon, Laporta, Fadden, & Graham-Hole, 1993). Se sintetizan, en la Tabla 2, los principales componentes de estos procedimientos, remitiendo al lector a otros trabajos para mayor detalle (Muela & Godoy, 2001; Vallina Fernández & Lemos Giráldez, 2000).
En general, estos modelos psicoeducativo-conductuales no configuran un grupo homogéneo de intervención y manifiestan una considerable variación en la importancia concedida a los ingredientes de tratamiento y al grado de estructuración del proceso; sin embargo, comparten importantes elementos comunes, esenciales para alcanzar eficacia terapéutica, y que Lam (1991) resumió en los siguientes:
(a) Aproximación positiva y relación de trabajo genuina con las familias, evitando culpabilizarlas, respetando sus propias necesidades y recursos de afrontamiento, reconociendo la sobrecarga que les supone cuidar del familiar enfermo, y enseñándoles las mejores maneras de abordar todos los problemas.
(b) Proporcionar estructura y estabilidad, fijando un plan terapéutico con contactos regulares que proporcione a la familia una estructura asistencial que les ayude a superar la sensación de descontrol e impredecibilidad generada por la esquizofrenia, y desarrollando climas familiares igualmente predecibles, estructurados y estables.
(c) Centrarse en el «aquí y ahora», trabajando con los problemas y con el estrés concretos que encaran las familias, analizando las relaciones mutuas e identificando sus estilos individuales de afrontamiento y sus puntos fuertes y débiles.
(d) Utilización de conceptos familiares, estableciendo límites inter-personales e inter-generacionales claros y una visión de la familia como un todo, apoyando a la pareja paterna y promoviendo la separación e independencia del hijo enfermo cuando sea necesario.
(e) Reestructuración cognitiva, intentando proporcionar a las familias un modelo que dé sentido a las conductas y sentimientos del paciente y a las suyas propias, y les ayude a ser más hábiles y a disponer de mejores recursos de afrontamiento.
(f) Aproximación conductual, centrando el trabajo clínico, bajo una estructura de solución de problemas, en evaluar los recursos y necesidades de la familia, establecer metas realistas, fijar prioridades, descomponer las metas en pequeños pasos conductuales, establecer tareas entre sesiones para realizar en casa y revisarlas.
(g) Mejorar la comunicación, poniendo especial cuidado en entrenar a las familias en solicitar los cambios a su familiar de un modo simple, claro y específico, por medio de ensayos de conducta previamente detallados, modelado, feedback, práctica repetida y generalización.
Diversos revisores del tema (Dixon, Adams, & Lucksted, 2000; Dixon & Lehman, 1995; Lam, 1991; Penn & Mueser, 1996; Tarrier & Barrowclough, 1995) señalan que las intervenciones incluyen, en diferentes combinaciones, psicoeducación, solución de problemas, entrenamiento en manejo de la enfermedad, apoyo familiar e intervención en crisis, radicando las diferencias en la forma de aplicación (en grupo o individualmente), lugar (en el hogar o en un entorno clínico), presencia o no del paciente, duración de la intervención, y fase de la enfermedad.
Conclusiones sobre las intervenciones con familias
A partir de los datos experimentales acumulados, particularmente de los estudios realizados durante la década de 1990, que han comparado la eficacia de los diferentes procedimientos terapéuticos, su mejor adaptación a las fases de la enfermedad y a las características familiares (con alta o baja emoción expresada), y han contemplado otras variables clínicas relevantes (como la sobrecarga y las necesidades familiares, la calidad de vida, los estilos de afrontamiento, etc.), es posible extraer algunas conclusiones de interés práctico:
(a) Eficacia de las intervenciones familiares: Combinadas con medicación antipsicótica del paciente, han probado ser eficaces en la reducción de la carga y de la emoción expresada familiares; la sintomatología clínica, las recaídas y rehospitalizaciones de los pacientes; así como en su rentabilidad económica para los servicios sanitarios. Además, la eficacia se ha demostrado en entornos clínicos asistenciales naturales y en distintas realidades culturales (Dixon et al., 2000).
Por otra parte, existe acuerdo en que los elementos básicos a tener en cuenta en las intervenciones con familias deben ser: contemplar la esquizofrenia como una enfermedad; requerir una dirección profesionalizada; no incluir modelos terapéuticos tradicionales que presumen que la conducta y la comunicación familiar juegan un papel etiológico clave en el desarrollo de la esquizofrenia; y considerar, en consecuencia, a los familiares como agentes terapéuticos y no como pacientes.
(b) Componentes de las intervenciones familiares: Las guías de consenso y agrupaciones de expertos (American Psychiatric Association, 1997; International Association of Psychosocial Rehabilitation Services (IAPSRS), 1997; Lehman & Steinwachs, 1998; McEvoy et al., 1999; World Health Organization, 1997) coinciden en afirmar que deben proporcionar una combinación de los siguientes ingredientes comunes: compromiso de la familia en el proceso de tratamiento, dentro de una atmósfera sin culpa; educación sobre la esquizofrenia, en torno al modelo de vulnerabilidad al estrés, teorías etiológicas, variaciones en el pronóstico, motivos de los distintos tratamientos, y recomendaciones para enfrentarse con el trastorno; entrenamiento en comunicación, dirigido a mejorar la claridad de la comunicación en general y los modos de dar feedback positivo y negativo dentro de la familia, aunque, por sí solo, podría no tener influencia decisiva en la evolución clínica del paciente (Bellack, Haas, Schooler, & Flory, 2000); entrenamiento en solución de problemas, dirigido a mejorar el manejo de las discusiones y problemas del día a día, el manejo de los sucesos estresantes concretos de la vida, y la generalización de habilidades de solución de problemas; e intervención en crisis, entrenamiento en detección de señales tempranas de recaída e intervención en los momentos de máximo estrés, implicando a los miembros de la familia cuando son evidentes los signos de incipiente agudización.
(c) Duración de las intervenciones: Han sido diseñados formatos breves (entre 6 y 15 sesiones) (Solomon, Draine, Manion, & Meisel, 1996; Solomon, Draine, Mannion, & Meisel, 1998; Szmukler, Herrman, Colusa, Benson, & Bloch, 1996; Vaughn et al., 1992); formatos intermedios (entre 9 y 18 meses) (Leff, Kuipers, Berkowitz, & Sturgeon, 1985; Leff et al., 1982; Linszen et al., 1996; Linszen, Lenior, de Haan, Dingemans, & Gersons, 1998; Randolph et al., 1994; Tarrier et al., 1988); y formatos prolongados (de 2 o 3 años) (Hogarty et al., 1997; Hogarty et al., 1986; McFarlane, Link, Dushay, Marchal, & Crilly, 1995; Rund et al., 1994; Xiong et al., 1994). Los resultados confirman una escasa eficacia de las intervenciones breves; el mantenimiento temporal de los efectos en las intervenciones de duración intermedia; y la conveniencia de intervenciones a largo plazo, con una duración óptima en torno a 2 años, con apoyo posterior permanente a cierta distancia, de modo que la familia pueda sentir y tener siempre accesible el recurso asistencial.
(d) Modalidades de intervención preferentes: Los resultados indican que, tanto el modelo psicoeducativo de Anderson como el modelo de intervención conductual sugerido por Falloon, son formatos igualmente válidos (Schooler et al., 1997). Del mismo modo, el formato unifamiliar a domicilio o el multifamiliar en grupo son modalidades igualmente eficaces (Leff et al., 1990; McFarlane et al., 1995); si bien los beneficios sobre la socialización, la extensión de las redes de apoyo natural de las familias, así como su menor costo y mayor facilidad de aplicación en entornos clínicos asistenciales, aconsejan el formato multifamiliar.
(e) Fases de la enfermedad: La práctica totalidad de los estudios de evaluación se han realizado con intervenciones familiares de pacientes con varios años de historia de enfermedad, siendo escasas las intervenciones en primeros episodios. El momento clínico de aplicación de la intervención es una cuestión todavía en estudio, y de gran interés por el actual desarrollo de modalidades de intervención temprana en psicosis; no obstante, la fase inicial de la enfermedad incluye una serie de rasgos que la distinguen de etapas posteriores y puede requerir un tratamiento específico, fijando objetivos clínicos distintos y una adaptación de las terapias existentes (Gleeson, Jackson, Stavely, & Burnett, 1999; Kuipers & Raune, 2000; McGorry, 1995).
(f) Barreras a la implantación de las intervenciones familiares: A pesar de la evidencia empírica de eficacia de estos programas de intervención familiar, resulta llamativa la resistencia a su utilización, como procedimientos de elección, en algunos dispositivos sanitarios. Las explicaciones pueden derivarse de la escasa confianza que algunos responsables de los servicios de salud mental tienen en las evidencias científicas; del peso de otras teorías tradicionales en los profesionales, poco compatibles con estos procedimientos; de la no-valoración de las familias como aliados terapéuticos y como importantes recursos asistenciales; o tal vez del alto nivel requerido de formación y cualificación en los equipos y del cambio exigido en las rutinas clínicas de intervención (Hahlweg & Wiedemann, 1999; Lehman, 2000).
Entrenamiento en habilidades sociales
No plantea dudas que las relaciones interpersonales son un elemento fundamental para lograr un adecuado desempeño y conservación de los diversos papeles sociales que una persona tiene que cubrir a lo largo de su vida, y de que son un factor determinante para su integración social y su adaptación a largo plazo. Por este motivo, necesitamos disponer de una serie de capacidades cognitivas, conductuales y emocionales que permiten y facilitan la convivencia y el intercambio social. La esquizofrenia es una enfermedad que incluye, como uno de sus rasgos distintivos, el déficit en el funcionamiento social e interpersonal, siendo un elemento clave en la definición del trastorno, además de constituir una fuente de estrés y contribuir a las recaídas y exacerbaciones sintomáticas (Bellack, Morrison, & Mueser, 1989; Liberman, 1993; Wallace, 1984a). Este déficit es relativamente estable a lo largo del tiempo y correlaciona levemente con los síntomas positivos (Smith, Bellack, & Liberman, 1996a), y altamente con el síndrome negativo (Heinssen, Liberman, & Kopelowicz, 2000).
Por ello, a lo largo de las dos últimas décadas, el entrenamiento en habilidades sociales ha sido una técnica central para remediar el pobre funcionamiento social de los esquizofrénicos (Brady, 1984; Haldford & Hayes, 1992) y para potenciar sus recursos individuales de afrontamiento y la red de apoyo social; con el fin de atenuar o eliminar los estresores ambientales y personales que pueden desestabilizar el frágil equilibrio o vulnerabilidad subyacente (Bellack & Mueser, 1993; Liberman, Massel, Mosk, & Wong, 1985).
Las habilidades sociales se contemplan como conductas o destrezas cognitivo-perceptivas que posibilitan un adecuado funcionamiento interpersonal, como el proceso de afrontamiento por el cual se logra la capacidad social; se concretan en capacidades de comunicación verbal y no verbal, identificación de sentimientos internos, actitudes y percepción del contexto interpersonal; y posibilitan el logro de los objetivos individuales instrumentales o interpersonales a través de la interacción social (Liberman & Corrigan, 1993; Mueser & Sayers, 1992). Queda claro que la habilidad social no es meramente una suma de características cognitivas o conductuales individuales estandarizadas, sino que supone un proceso interactivo de combinación de estas características individuales en contextos ambientales cambiantes; lo que conlleva un gran dinamismo y motilidad en aspectos como el esquema corporal, el entorno físico, el bagaje histórico y sociocultural del individuo y del contexto concreto de interacción, el medio social de pertenencia, o los objetivos en juego de los participantes en la interacción (Orviz & Fernández, 1997).
De acuerdo con el desarrollo y naturaleza de las habilidades sociales, y con vista a su evaluación y tratamiento, Mueser y Sayers (1992) establecieron una serie de principios básicos que las caracterizan:
(a) Las habilidades sociales pueden ser aprendidas y enseñadas a personas con deterioros. A través de las influencias combinadas de la observación de modelos, del refuerzo social y del refuerzo material, se puede adquirir un repertorio de habilidades para su uso social en personas con déficit; que puede provenir de la falta de motivación, del desuso, de los efectos de los síntomas positivos o de la pérdida de las relaciones contingenciales de refuerzo dispuestas en el ambiente.
(b) Las habilidades sociales son específicas a cada situación, de modo que lo apropiado de la conducta social depende en parte del contexto ambiental en el que ocurre. Las reglas que regulan la conducta social están influidas por diferentes factores, como el propósito de la interacción, el sexo de los participantes, el grado de familiaridad y relación entre los actores, el número de personas presentes, el escenario y el momento. Por estas razones, la evaluación debe ser situacional.
(c) Las habilidades facilitan la competencia social, pero no la aseguran, en la medida en que ésta es el resultado de una red que incluye las habilidades de la persona y otros factores no relacionados con las destrezas, como la ansiedad y el ambiente.
(d) Las habilidades sociales inciden sobre el funcionamiento social y sobre el curso de la esquizofrenia. A través de la mejora en la calidad de vida y la reducción de las exacerbaciones sintomáticas, las habilidades sociales son un instrumento de protección personal.
Una formulación más técnica de los componentes esenciales de las habilidades sociales fue aportada por Bedell y Lennox (1994), que incluyen: (a) percibir con exactitud la información derivada de un contexto interpersonal; (b) transformar esta información en un programa conductual viable; y (c) ejecutar este programa a través de conductas verbales y no verbales que maximicen la probabilidad de lograr las metas y de mantener una buena relación con los demás.
Esta definición presume que las habilidades sociales comprenden dos grupos de destrezas: cognitivas y conductuales. Las cognitivas engloban la percepción social y el procesamiento de información que definen, organizan y guían las habilidades sociales. Las destrezas conductuales se refieren a las conductas verbales y no verbales usadas para la puesta en práctica de la decisión surgida de los procesos cognitivos. Este modelo es especialmente aplicable en personas con esquizofrenia, ya que sus déficit cognitivos probablemente contribuyen de un modo sustancial a la característica ejecución defectuosa de este trastorno.
En esencia, las habilidades sociales comprenden un extenso conjunto de elementos verbales y no verbales que se combinan en complejos repertorios cognitivo-conductuales, que pueden ser enseñados a los pacientes en los diversos programas de entrenamiento. Los elementos tradicionalmente más importantes son conductas expresivas (contenido del habla, elementos paralingüísticos: volumen de voz, ritmo, tasa de emisión y entonación, y conducta no verbal: contacto ocular, postura, expresiones faciales, movimientos corporales y distancia y postura interpersonal); conductas receptivas (percepción social, que abarca atención e interpretación de pistas relevantes y reconocimiento de emociones); conductas interactivas (momento de respuesta, turnos de conversación y uso de reforzadores sociales); y factores situacionales (la «inteligencia social» o conocimiento de los factores culturales y las demandas específicas del contexto) (Bellack, Mueser, Gingerich, & Agresta, 1997; Mueser & Sayers, 1992).
Estos componentes moleculares de las habilidades se estructuran en torno a una serie de áreas generales características de las interacciones interpersonales que serán evaluadas en cada caso para, posteriormente, entrenar aquellas que se presenten deficitarias en cada paciente; entre las que se incluyen: habilidades básicas de conversación, habilidades intermedias de comunicación, declaraciones positivas, declaraciones negativas, solución de conflictos, manejo de medicación, relaciones de amistad y compromiso, solución de problemas y habilidades laborales.
Es evidente que no todos los pacientes presentan las mismas disfunciones y que, por lo tanto, no deben recibir el mismo formato de entrenamiento. Liberman, Mueser, Wallace, Jacobs, Eckman y Massel (1986) describen tres modelos de entrenamiento en habilidades sociales, aunque todos comparten una tecnología común que incluye instrucciones, role-play, ensayo conductual, modelado, feedback y reforzamiento; y un formato estructural altamente sistematizado para la facilitación del aprendizaje y la construcción o desarrollo de las habilidades individuales que cada paciente necesita.
(a) Modelo básico de entrenamiento: El proceso se establece de un modo gradual para moldear la conducta del paciente reforzando las aproximaciones sucesivas a la habilidad apropiada que se está entrenando. Se aplica a través del procedimiento de instrucciones, modelamiento del uso apropiado de las habilidades, ensayo conductual, role-play y retroalimentación positiva, con tareas entre sesiones para promover la generalización.
(b) Modelo orientado a la atención: Este método ayuda a centrar la atención del paciente sobre aquellos materiales relevantes para el aprendizaje y, a la vez, trata de minimizar las demandas sobre sus habilidades cognitivas. Para ello utiliza ensayos múltiples, discretos y de corta duración, a la vez que intenta minimizar la distraibilidad por medio de una cuidadosa manipulación de los componentes de enseñanza. Una presentación controlada y secuencial de los componentes de aprendizaje son sus rasgos fundamentales. Este procedimiento se ha utilizado principalmente con esquizofrénicos crónicos con importantes desorganizaciones del pensamiento, institucionalizados y altamente distraíbles, y en habilidades de conversación, área en la que ha probado su eficacia (Liberman & Corrigan, 1993; Massel, Corrigan, Liberman, & Milan, 1991).
(c) Modelo de solución de problemas: La ejecución inadecuada de habilidades en situaciones sociales puede proceder del déficit en las capacidades de solución de problemas. Desde esta perspectiva, la comunicación interpersonal se considera un proceso con tres estadios: habilidades de recepción, habilidades de procesamiento y habilidades de emisión (Liberman et al., 1986; Wallace, 1984b). Durante la fase de recepción, las habilidades consisten en estar atento y percibir correctamente las claves y los elementos contextuales que conforman las situaciones interpersonales. Las habilidades de procesamiento consisten en la generación de varias respuestas alternativas, en sopesar las consecuencias de cada una de ellas y en seleccionar la opción más indicada. Las habilidades de emisión hacen referencia a la aplicación de la opción elegida para conseguir una respuesta social eficaz, que integre los componentes verbales y no verbales.
Conclusiones sobre el entrenamiento en habilidades sociales
El entrenamiento en habilidades sociales es quizás uno de los procedimientos más ampliamente utilizado y evaluado en el tratamiento de los trastornos psiquiátricos crónicos. Corrigan (1991), en un meta-análisis de 73 estudios sobre intervenciones de entrenamiento en habilidades sociales en población adulta, con diversas patologías, concluyó que los pacientes que participan en este tipo de programas amplían su repertorio de destrezas, las mantienen durante varios meses después de acabar el tratamiento y presentan una disminución de la sintomatología relacionada con las disfunciones sociales. A la vez, destacó que es un método más útil para pacientes ambulatorios que para pacientes internos. Benton y Schroeder (1990), en otro meta-análisis de 27 estudios de entrenamiento en habilidades sociales sólo con población esquizofrénica, concluyen que se produce un impacto positivo sobre medidas conductuales de dichas habilidades, sobre la asertividad autoevaluada y sobre la tasa de altas hospitalarias. El impacto sobre la recaída, sin embargo, es más moderado, y los efectos son más marginalmente significativos sobre evaluaciones más amplias de síntomas y de funcionamiento social. A la par, observaron que ni la homogeneidad del diagnóstico, el número de técnicas empleadas o la cantidad de entrenamiento, parecen diferenciar significativamente los resultados.
En consecuencia, ya existe un amplio bagaje de experimentación y conocimiento acumulado sobre el entrenamiento en habilidades sociales en la esquizofrenia, recientemente revisado por Heinssen, Liberman y Kopelowicz (2000), y presentado resumidamente en la Tabla 3, en la que se examinan los efectos del entrenamiento sobre la sintomatología, el ajuste social y las recaídas. De dichas investigaciones pueden derivarse las siguientes conclusiones:
(a) Eficacia de las intervenciones: La mayoría de los pacientes que reciben entrenamiento en habilidades demuestra una gran capacidad para adquirir, mantener y generalizar habilidades relacionadas con el funcionamiento comunitario independiente (Heinssen et al., 2000; Smith et al., 1996a). Además, se ha comprobado que la sintomatología positiva influye muy poco en la capacidad de los pacientes para adquirir las habilidades (Liberman et al., 1998; Marder et al., 1996; Smith et al., 1996a); sin embargo, el beneficio del entrenamiento sobre los síntomas positivos es muy escaso o inexistente cuando se compara esta técnica con otros procedimientos, perdiéndose a largo plazo los posibles beneficios conseguidos durante la fase activa de terapia (Dobson, McDougall, Busheikin, & Aldous, 1995; Hayes, Halford, & Varghese, 1995; Hogarty et al., 1991; Marder et al., 1996). Por otro lado, los pacientes con síndrome deficitario (síntomas negativos prominentes, primarios y permanentes) se muestran refractarios al tratamiento; lo que requiere plantearse la aplicabilidad de estos tratamientos cuando el síndrome pudiera deberse a deterioros neuro-cognitivos, neuro-anatómicos o neuro-biológicos, que limitan el potencial de aprendizaje del paciente (Kopelowicz, Liberman, Mintz, & Zarate, 1997). No obstante, algunos autores sostienen la validez de intervenciones ambientales, por cuanto pueden paliar las limitaciones de esos déficit cognitivos (Liberman & Corrigan, 1993; Velligan et al., 2000).
(b) Componentes de las intervenciones: Los procedimientos modulares diseñados para compensar las incapacidades cognitivas y de aprendizaje, enfatizando un formato altamente estructurado, repetición frecuente del material nuevo, presentación auditiva y verbal de la información, son los que predominan; especialmente los módulos de entrenamiento en habilidades sociales y vida independiente desarrollados por Liberman y su grupo de colaboradores. Éstos utilizan una combinación de técnicas que incluyen instrucciones focalizadas, modelado en vídeo de instrucciones, ensayo conductual con feedback inmediato, sobre-aprendizaje, reestructuración cognitiva y planificación de generalización, encaminadas a la reducción o eliminación de la apatía, la distraibilidad, las dificultades de memoria y la deficiente capacidad de solución de problemas (Bellack et al., 1997; Liberman, DeRisi, & Mueser, 1989).
(c) Fases de la enfermedad: El procedimiento se ha aplicado en los distintos momentos de la enfermedad: estado agudo (Kopelowicz, Wallace, & Zarate, 1998), subagudo (Dobson et al., 1995; Hayes et al., 1995), y en aquellos con formas persistentes de esquizofrenia (Liberman et al., 1998) obteniéndose buenos resultados en todos ellos. Los trabajos experimentales confirman que el entrenamiento en habilidades sociales puede adaptarse a las necesidades de distintos perfiles de pacientes en diferentes escenarios clínicos. La mayoría de pacientes parecen ser capaces de aprender nuevas habilidades si el contenido, la forma y la duración del entrenamiento se ajusta a su nivel de tolerancia al estrés y a sus limitaciones de procesamiento de información; por lo que los clínicos deberían ajustar estos procedimientos de entrenamiento al particular perfil de síntomas del paciente, a sus déficit de habilidades, deterioros de aprendizaje y a sus características motivacionales.
(d) Duración de las intervenciones: Se observa una gran variabilidad en la duración de las distintas intervenciones que se han venido evaluando. Se han diseñado intervenciones para preparar la salida de un dispositivo asistencial para fases agudas de enfermedad y la vuelta a la comunidad, con duración entre una y tres semanas (Kopelowicz et al., 1998; Smith et al., 1996b), hasta intervenciones que se mantienen durante dos años (Hogarty et al., 1986; Liberman, Kopelowicz, & Smith, 1999; Marder et al., 1996), así como de duración intermedia, en torno a los tres meses (Bellack, Turner, Hersen, & Luber, 1984). En general, y aunque depende de las necesidades de cada caso, parece recomendable una duración prolongada en el tiempo para rentabilizar al máximo los beneficios de esa técnica.
En resumen, los resultados disponibles sobre los efectos del entrenamiento en habilidades sociales en la esquizofrenia fueron formulados por Liberman (1994) en los siguientes términos: (1) los pacientes con esquizofrenia pueden aprender una amplia variedad de habilidades instrumentales y afiliativas en situaciones específicas de entrenamiento; (2) se pueden esperar moderadas generalizaciones de las habilidades adquiridas a situaciones exteriores similares a las del entrenamiento, pero la generalización es menor con habilidades de relaciones sociales más complejas; (3) cuando se anima a los pacientes a utilizar las habilidades que han aprendido en las sesiones de entrenamiento en ambientes naturales y cuando son reforzados por sus compañeros, familiares y cuidadores por usar sus habilidades, se potencia la generalización; (4) las habilidades son aprendidas con dificultad o incompletas por los pacientes que tienen sintomatología florida y son altamente distraíbles; (5) los pacientes informan consistentemente de disminución en ansiedad social después del entrenamiento; (6) la duración de las habilidades adquiridas depende de la duración del entrenamiento, y la retención es poco probable que ocurra si el entrenamiento es inferior a 2-3 meses con dos sesiones por semana; y (7) el entrenamiento en habilidades sociales, cuando se realiza entre 3 meses y un año y se integra con otros servicios necesarios (p. ej., la medicación), reduce las recaídas y mejora el funcionamiento social.
A propósito de la generalización de los resultados del entrenamiento, a similares conclusiones han llegado Heinssen, Liberman y Kopelowicz (2000) al señalar que la puesta en práctica de las habilidades adquiridas en contextos naturales se ve favorecida cuando se cambia de escenario o lugar de entrenamiento; el tratamiento se mantiene durante largos períodos de tiempo; se crean oportunidades para utilizar las habilidades dentro del ambiente del paciente; y la ejecución de las habilidades es reforzada por agentes externos.
Tratamientos cognitivo-conductuales para los delirios y las alucinaciones
La década de 1990 ha supuesto el reencuentro de las terapias conductuales con la psicosis, hasta entonces la «niña olvidada» de la modificación de conducta y otras terapias psicológicas, debido fundamentalmente a la creencia de que este diagnóstico es una etiqueta genérica y que el trastorno no existe; al convencimiento de que la base biológica de la enfermedad no la hace accesible a la terapia de conducta; al supuesto de que la esquizofrenia está adecuadamente tratada con medicación y la terapia de conducta se hace superflua; o a la opinión de que se trata de un trastorno demasiado severo, no accesible a las terapias psicológicas. A partir de ese momento, los esfuerzos se dirigieron principalmente hacia la rehabilitación y se produjo un fuerte desarrollo del entrenamiento en habilidades sociales y de las intervenciones familiares (Bellack, 1986).
En la pasada década, surgió también el interés por explorar la posible eficacia de aproximaciones cognitivo-conductuales a la psicosis, y que vino determinado, en opinión de Norman y Townsend (1999), por nuevos datos como la evidencia del éxito de las técnicas cognitivo-conductuales en otras patologías como la depresión y la ansiedad; la comprobación de que los pacientes desarrollan sus propias estrategias de afrontamiento para reducir la frecuencia, gravedad y/o exacerbación de los síntomas psicóticos; el desarrollo de modelos de vulnerabilidad-estrés que subrayan la influencia de los factores ambientales en el curso de la enfermedad; la constatación de que entre un 30 y 50% de las personas con psicosis tratadas con neurolépticos continúan presentando dificultades derivadas de los síntomas clínicos; y el consenso creciente en torno a la complementariedad de las aproximaciones farmacológicas y psicológicas para el abordaje de los trastornos mentales, incluyendo la esquizofrenia.
Las intervenciones psicosociales o rehabilitadoras al uso no resolvían la problemática relacionada con la sintomatología positiva psicótica y prestaban poca atención a las experiencias subjetivas de la psicosis, ignorando a menudo importantes problemas como la depresión, ansiedad, desesperanza y riesgo de suicidio (Fowler, 1996); mientras que la terapia cognitiva aporta técnicas de ayuda a los pacientes para manejar sus experiencias psicóticas, enseñándoles no sólo a re-etiquetar o cambiar las creencias sobre la naturaleza de estas experiencias sino a dar sentido psicológico a sus síntomas psicóticos (Yusupoff, Haddock, Sellwood, & Tarrier, 1996).
Respecto a las alucinaciones, cualquier explicación teórica o procedimiento de intervención exige integrar diversas observaciones, como son su mayor frecuencia en períodos de ansiedad y estrés y su fluctuación con la activación psicofisiológica; la influencia sobre su aparición de ciertas circunstancias ambientales, como la deprivación sensorial o la exposición a «ruido blanco» u otras formas de estimulación ambigua o no estructurada; la relación de las alucinaciones auditivas con la actividad encubierta de la musculatura del habla o subvocalización; y su bloqueo o inhibición por otras tareas verbales concurrentes, como leer o hablar.
En la actualidad, existe consenso respecto a que las alucinaciones tienen lugar cuando los sucesos privados o mentales no son atribuidos al propio individuo sino a una fuente externa. Se han sugerido, sin embargo, mecanismos explicativos diferentes formulados en forma de modelos defectuales y modelos de sesgo. Entre los primeros figuran los puntos de vista de Hoffman (1986; 1994), quien las atribuye a alteraciones de los procesos de planificación del discurso y producción verbal, cuya consecuencia sería la experiencia del lenguaje subvocal como no intencionado; David (1994) sugiere que dependen de fallos neuropsicológicos en las vías responsables de la producción verbal; o Frith (1987; 1992) que las explica por supuestos déficit en los mecanismos internos de monitorización que regulan el lenguaje interno.
Desde la perspectiva del sesgo, Bentall (1990) sugiere que las alucinaciones se derivan de un error atribucional, no debido a un déficit primario sino a la influencia de las creencias y expectativas respecto a los sucesos que pueden ocurrir; es decir, a procesos de arriba-abajo, así como también a procesos de reforzamiento (específicamente de reducción de ansiedad), que pueden facilitar la clasificación errónea de ciertos tipos de sucesos auto-generados, como son los pensamientos negativos respecto a uno mismo. Morrison, Haddock y Tarrier (1995) y Baker y Morrison (1998), en esta misma línea, postulan que la atribución externa de los pensamientos intrusivos a los que van ligados las alucinaciones se mantiene porque reduce la disonancia cognoscitiva que se deriva de ser dichos pensamientos incompatibles con lo que el sujeto piensa de sus creencias (las creencias meta-cognitivas, en especial creencias sobre la controlabilidad). Consideran, además, que las respuestas cognitivas, conductuales, emocionales y fisiológicas a la voz o experiencia alucinatoria pueden influir también en su mantenimiento.
En el orden práctico, se han ensayado como tratamientos psicológicos de las alucinaciones técnicas operantes, parada del pensamiento, procedimientos distractivos o de supresión verbal como escuchar música o contar mentalmente, auto-observación, terapia aversiva, llevar auriculares, etc. Los modos de acción de estas intervenciones pueden dividirse en tres grupos: (a) técnicas que promueven la distracción de las voces; (b) técnicas que promueven la focalización en las voces; y (c) técnicas que persiguen reducir la ansiedad.
En opinión de Bentall, Haddock y Slade (1994), las técnicas de distracción (p. ej., llevar un walkman estéreo o la lectura), aun siendo útiles para algunos pacientes, sólo producen efectos transitorios al no dirigirse al problema central del sesgo cognitivo implicado, como es atribuir sucesos auto-generados a una fuente externa. Estos autores predicen que las técnicas de focalización, en las que el requisito esencial es que los alucinadores identifiquen las voces como propias, deberían producir efectos más duraderos. Para ello, han diseñado un procedimiento de intervención en tres fases, que pretende reducir la frecuencia de las voces y el malestar asociado mediante la gradual reatribución de las voces a uno mismo:
(a) Solicitar que el paciente dirija la atención a la forma y características físicas de las voces, como el número, la intensidad o volumen, tono, acento, aparente sexo y localización en el espacio, y lo someta a discusión en la sesión de terapia.
(b) Teniendo en cuenta que el contenido, obviamente, suele reflejar sus preocupaciones y ansiedades, una vez que el paciente logra sentirse cómodo atendiendo a las características físicas de las voces, se le solicita que preste atención a su contenido (p. ej., escribiéndolo o sometiéndolo a discusión en la sesión de terapia). Al mismo tiempo, se le pide que atienda y registre sus voces entre sesiones, como tarea para casa.
(c) Posteriormente, debe atender a sus creencias y pensamientos respecto a las voces; para lo cual, se le alienta a registrar los sucesos que anteceden a las voces, las voces mismas, así como los pensamientos y sentimientos que les siguen, tanto durante las sesiones como tarea para casa. Ello conduce a la formulación de un significado y función de las voces que es compartido entre el terapeuta y el paciente, y que sirve de base para la intervención en sesiones posteriores. Dicha formulación normalmente desemboca en la aceptación de que las voces son auto-generadas, en un contexto que supone reconocerse a uno mismo afectado por un trastorno mental.
El procedimiento terapéutico propuesto por los autores se desarrolló en 20 sesiones, pero no han investigado si el resultado depende directamente del número de sesiones.
La terapia cognitivo-conductual se ha interesado también tanto por la forma como por el contenido de las ideas delirantes. Se asume que el contenido de los delirios puede tener un origen motivacional, representando intentos de la persona por dar sentido a experiencias previas anormales, como ocurre en el caso de los delirios generados como explicaciones para las experiencias alucinatorias; o bien puede tener un origen defectual, derivándose de la interpretación distorsionada de la realidad. En ambos casos, los procesos de pensamiento implicados en las creencias delirantes se consideran similares a los del pensamiento normal, diferenciándose de las creencias no delirantes sólo cuantitativamente en un espectro de grado de resistencia a la modificación por evidencias y sucesos desconfirmadores. Así, mientras que el contenido representa las experiencias a las que la persona tiene que dar sentido, la forma representa las posibles distorsiones, sesgos o limitaciones en los modos en que la persona ha sido capaz de dar sentido a esas experiencias (Fowler, Garety, & Kuipers, 1998).
El contenido de la terapia incluye identificar los pensamientos y creencias, revisar las evidencias que fundamentan esas creencias, fomentar la auto-monitorización de las cogniciones, relacionar los pensamientos con el afecto y la conducta, e identificar los sesgos de pensamiento (Chadwick, Birchwood, & Trower, 1996; Fowler, Garety, & Kuipers, 1995; Kingdon & Turkington, 1994). Ahora bien, este proceso de aplicación de la terapia cognitiva convencional a la psicosis exige una adaptación a la complejidad y gravedad de los problemas característicos de este cuadro clínico, que va desde la presencia de déficit neuro-cognitivos a la dificultad de trabajar con la comprensión subjetiva de la psicosis. Para esta adaptación terapéutica, Alford y Beck (1994) aconsejan dedicar atención especial a una serie de aspectos fundamentales, como los problemas especiales en la colaboración terapéutica; la dificultad para obtener evaluaciones de convicción, como evitar y reducir la confrontación a través del método socrático; la colaboración en el diseño de tareas para casa; las estrategias de distanciamiento o «toma de perspectiva»; y la necesidad de identificar y explorar las emociones asociadas con los diversos delirios, especialmente los sentimientos sobre la posibilidad de que los delirios sean falsos.
En la actualidad, ya existe una importante cantidad y variedad de terapias cognitivo-conductuales aplicadas a las psicosis, que disponen de manuales publicados para el tratamiento y de un soporte experimental que avala su eficacia. En la Tabla 4 se presentan los componentes principales de la terapia cognitivo-conductual para la psicosis de Fowler, Garety y Kuipers (1995); la terapia cognitiva para delirios, voces y paranoia de Chadwick, Birchwood y Trower (1996); la terapia conductual de Kingdon y Turkington (Kingdon & Turkington, 1994); las estrategias de potenciación del afrontamiento para alucinaciones y delirios (Yusupoff & Haddock, 1998; Yusupoff et al., 1996; Yusupoff & Tarrier, 1996); y la terapia de cumplimiento de Kemp, Hayward y David (1997). Todas estas terapias son altamente estructuradas, variando su duración y frecuencia entre sesiones de acuerdo con la gravedad de los problemas del paciente. A excepción de la terapia de cumplimiento, que se diseñó y desarrolló para las unidades de atención de pacientes agudos, y cuyos objetivos se dirigen específicamente a conseguir una óptima adherencia al tratamiento farmacológico y secundariamente al desarrollo de un adecuado nivel de insight (Hayward, Kemp, & David, 2000), el resto de las intervenciones tienen como objetivos principales reducir la angustia y la interferencia con el funcionamiento normal producidos por la sintomatología psicótica residual, reducir el trastorno emocional y promover en el individuo una comprensión de la psicosis que permita su participación activa en la regulación del riesgo de recaída y de la incapacidad social que habitualmente genera la esquizofrenia. Estas intervenciones, con las variantes específicas de cada terapia, comparten etapas y componentes que Garety, Fowler y Kuipers (2000) definen del siguiente modo:
(a) Enganche y evaluación. Todos los autores coinciden en señalar como determinante del curso y del éxito de la terapia la construcción y mantenimiento de la relación terapéutica, en una primera fase; estableciendo una aproximación flexible que acepte las emociones y las creencias del paciente y que partiendo de la perspectiva del paciente, desde una óptica de «empirismo colaborador», evite el desafío directo y la descalificación.
(b) Desarrollar estrategias de afrontamiento cognitivo-conductuales. Se trata de enseñar al paciente el uso de estrategias de afrontamiento (cognitivas, conductuales, sensoriales y fisiológicas) con el fin de reducir la frecuencia, intensidad y duración de los síntomas psicóticos residuales y sus consecuencias emocionales. Se busca manipular aquellos factores internos y/o externos que contribuyen a disparar o mantener los síntomas. Este método es especialmente útil en situaciones en las que el paciente se ve sobrepasado por los síntomas y los percibe como incontrolables, llevándole a situaciones de auto-agresión o provocando conductas perturbadoras, ya que fomenta las percepciones de control y dominio y genera esperanza.
(c) Desarrollar una nueva comprensión de la experiencia de la psicosis. El modelo de vulnerabilidad y los posteriores modelos cognitivos de la psicosis han dotado a los terapeutas de un referente teórico que permite explicar y dar sentido a las distintas experiencias psicóticas. Desde una perspectiva psicoeducativa y de explicación normalizadora de la psicosis, se exploran las experiencias personales de la disfunción y el actual conocimiento y explicación de la enfermedad del paciente, y se formula una explicación que identifique sus factores de vulnerabilidad, los acontecimientos estresantes que pueden haber precipitado episodios y los procesos que puedan estar manteniendo los actuales síntomas, construyendo un nuevo modelo de explicación personal de psicosis que facilita el desarrollo de conductas y cogniciones que ayudan a manejar la enfermedad, prevenir las recaídas y mejorar el funcionamiento general.
(d) Trabajar sobre los delirios y las alucinaciones. Las nuevas terapias demuestran que los síntomas positivos se pueden abordar directamente desde una estrategia socrática y a través de técnicas psicológicas de potenciación de afrontamiento, que introduzcan un proceso sistemático de colaboración, enseñanza y entrenamiento en identificación de creencias y procesos cognitivos alterados (sesgos en el estilo atribucional, saltos prematuros hacia conclusiones), de obtención de evidencias sostenedoras de las creencias disfuncionales sobre uno mismo, sus experiencias internas (p. ej., el poder, identidad o significado de las voces) o el entorno, de desafío verbal de las mismas, de reformulación del delirio como una respuesta explicable y una forma de dar sentido a experiencias específicas, y de pruebas de realidad cuidadosamente empleadas.
(e) Trabajar con el afecto y con las auto-evaluaciones negativas. La experiencia de la psicosis, sus efectos y su curso habitual propician la generación de evaluaciones personales negativas, que suponen la descalificación total, global y estable de la persona. Abordar las tres direcciones de estas evaluaciones (yo-yo, otros-yo, yo-otros) y las principales áreas de preocupación interpersonal (invalidez, fracaso, inferioridad, debilidad, maldad) se hace fundamental, por su relación manifiesta con los procesos de autoestima, desmoralización y descontrol, ansiedad, depresión y por su papel mantenedor en los delirios y las alucinaciones.
(f) Manejar el riesgo de recaída y la incapacidad social. El conocimiento de las características personales de vulnerabilidad que pueden desencadenar un futuro episodio psicótico y, como consecuencia, el entrenamiento en identificación de signos y síntomas que advierten de una posible recaída y su tratamiento precoz, es un objetivo compartido por las distintas terapias que supone la modificación del curso de la enfermedad facilitando un mejor desarrollo personal y reduciendo el consiguiente empeoramiento del trastorno que conlleva cada recaída, con la evitación de las frecuentes percepciones de minusvalía, estigma, desesperanza y aislamiento social.
Conclusiones sobre las terapias cognitivo-conductuales de la esquizofrenia
(a) Eficacia de las intervenciones cognitivo-conductuales. Como se ha señalado, las modalidades terapéuticas aquí presentadas disponen de diversos estudios experimentales que soportan su eficacia y validez. En las Tablas 5 y 6 se presentan estudios experimentales con muestras aleatorias y grupo control, remitiendo al lector a Perona y Cuevas (1996; 1999a) para un análisis más detallado de las investigaciones de caso único. En general, los hallazgos más consistentes indican beneficios significativos en la reducción de la gravedad y cantidad de los síntomas psicóticos, fundamentalmente los positivos (Drury, Birchwood, Cochrane, & MacMillan, 1996a; Haddock et al., 1998; Jakes, Rhodes, & Turner, 1999; Kuipers et al., 1997; Tarrier et al., 1993a; Tarrier et al., 1993b; Tarrier et al., 1998), aunque también de los negativos, específicamente la anhedonia (Sensky et al., 2000; Tarrier et al., 1999); en la mejora en el cumplimiento del régimen farmacológico (Kemp, David, & Haywood, 1996a; Kemp, Hayward, Applewhaite, Everit, & David, 1996b; Kemp, Kirov, Everit, Haywood, & David, 1998); en la disminución del número de recaídas (Haddock et al., 1999) y de síntomas residuales en las recaídas (Drury, Birchwood, & Cochrane, 2000); y en la disminución del tiempo de estancia en unidad de agudos (Drury, Birchwood, Cochrane, & MacMillan, 1996b). Sin embargo, en opinión de Perona y Cuevas (1999b), estos trabajos no demuestran con claridad la superioridad de estos tratamientos sobre otras estrategias psicológicas; su eficacia sobre los síntomas negativos es débil; son comparativamente menos eficaces con las alucinaciones; no demuestran que su efecto provenga de su actuación específica sobre las creencias disfuncionales; y aún faltan estudios que indiquen cuál de las distintas modalidades de terapia es la mejor.
(b) Componentes de las intervenciones. Cada una de las modalidades terapéuticas analizadas en este apartado han sido sometidas a comprobación experimental basándose en sus respectivos manuales, cuyas características se presentan en la Tabla 6. Hasta el momento, se han presentado diversos procedimientos, descritos como Terapia centrada en la potenciación de estrategias de afrontamiento (Tarrier et al., 1993b), posteriormente presentada en combinación con entrenamiento en solución de problemas y prevención de recaída (Tarrier et al., 1998); Terapia cognitivo-conductual, centrada en la modificación de creencias delirantes y de creencias sobre las alucinaciones, en la mejora de habilidades de afrontamiento y en el desarrollo de un nuevo modelo de psicosis compartido con el paciente (Garety et al., 1997; Garety, Kuipers, Fowler, Chamberlain, & Dunn, 1994); Terapia cognitiva individual o en grupo, centrada en el desafío y comprobación de creencias, junto a intervención familiar basada en prácticas de interacción con el paciente y un programa estructurado de actividades (Drury et al., 1996a); Terapia de cumplimiento del tratamiento farmacológico (Kemp et al., 1996b); y Terapia cognitivo-conductual centrada en la explicación normalizadora de la enfermedad, el descubrimiento guiado y el análisis crítico colaborador de creencias sobre la naturaleza de las voces (Kingdon & Turkington, 1994; Sensky et al., 2000). Si bien todos los investigadores ofrecen datos relativos a la bondad de su método y los procedimientos comparten un tronco común, éstos se ejecutan de manera diferente; por lo que resulta prematuro tomar decisiones sobre la elección del formato más adecuado. Por otra parte, todavía faltan estudios de replicación de los resultados por otros investigadores, si bien Jakes, Rodees y Turner (1999) han realizado el único trabajo, hasta el momento, que replica una síntesis de la terapia de Ckadwick et al. (1996) y de Turkington y Kingdon (1996) en un entorno clínico real, con resultados similares a los de sus autores.
(c) Duración de las intervenciones. Con excepción de la terapia de cumplimiento, diseñada para el breve período de internamiento en fase aguda, y que suele desarrollarse entre 4 y 6 sesiones, el resto de las intervenciones tiene un formato en torno a las 20 sesiones (Garety et al., 1997; Sensky et al., 2000; Tarrier et al., 1999); existiendo también formatos inferiores, en torno a las 10 sesiones (Haddock et al., 1999; Tarrier et al., 1993b). No obstante, y tras la observación de los resultados de estas intervenciones en el tiempo, la actual tendencia se dirige hacia una ampliación del período de terapia, puesto que los datos apuntan a que de esta manera se podría conseguir una mejor prevención o evitación de recaídas y mayor reducción de síntomas psicóticos residuales (Drury et al., 2000).
(d) Fases de las intervenciones. Hasta el momento, las intervenciones se han dirigido mayoritariamente a la fase estable o residual del trastorno esquizofrénico (Kuipers et al., 1997; Sensky et al., 2000; Tarrier et al., 1993a; Tarrier et al., 1998), siendo las intervenciones en la fase aguda muy escasas (Drury et al., 1996b; Kemp et al., 1996b). Recientemente, está surgiendo una nueva generación de técnicas encaminadas hacia los primeros episodios de la enfermedad, con el propósito de conseguir una adecuada integración de la psicosis, una reducción de la comorbilidad propia de este período (fundamentalmente, depresión, suicidio y consumo de drogas), una mayor eficacia en la limpieza de sintomatología positiva y menor carga de sintomatología residual (Drury et al., 2000; Jackson et al., 1998; Jackson, Edwards, Hulbert, & McGorry, 1999).
Paquetes integrados multimodales
Partiendo del supuesto de que los esquizofrénicos muestran deficiencias en diferentes niveles funcionales de organización de la conducta (nivel atencional-perceptivo, nivel cognitivo, nivel micro-social y nivel macro-social); que las deficiencias de un nivel pueden perjudicar funciones de otros niveles; y que los diferentes niveles guardan una relación jerárquica entre sí, Brenner y cols. desarrollaron un modelo de penetración que sirvió de fundamento para la explicación de la conducta esquizofrénica y para el desarrollo de una terapia psicológica integrada, conocida como IPT (Brenner, Hodel, Roder, & Corrigan, 1992; Roder et al., 1996).
La IPT es un programa de intervención grupal, de orientación conductual, para el mejoramiento de las habilidades cognitivas y sociales de pacientes esquizofrénicos, que se ha aplicado a más de 700 pacientes en diversos países, y que consta de cinco subprogramas diseñados para mejorar las disfunciones cognitivas y los déficit sociales y conductuales característicos de la enfermedad. Los subprogramas están ordenados jerárquicamente, de modo que las primeras intervenciones se dirigen a las habilidades cognitivas básicas, las intervenciones intermedias transforman las habilidades cognitivas en respuestas verbales y sociales, y las últimas intervenciones entrenan a los pacientes a resolver los problemas interpersonales más complejos. Cada subprograma contiene pasos concretos que prescriben tareas terapéuticas para mejorar las habilidades sociales y cognitivas. Se implementa en grupos de 5 a 7 pacientes, en sesiones de 30 a 60 minutos, tres veces por semana, y durante un mínimo de tres meses. Los elementos clínicos que componen cada subprograma, el foco de actuación de éstos y las técnicas utilizadas se sintetizan en la Tabla 7.
Cada subprograma está concebido de tal manera que, a medida que avanza la terapia, aumentan gradualmente las exigencias al individuo. Se avanza desde tareas simples y previsibles hasta otras más difíciles y complejas. A la par, va decreciendo la estructuración de la terapia; desde unos inicios muy estructurados hasta un final mucho más espontáneo. Por otra parte, cada subprograma se inicia con material emocionalmente neutro y, a medida que se avanza en la terapia, va aumentando también su carga emocional.
Los efectos de terapia psicológica integrada (IPT)
Los estudios evaluados con IPT indican que el subprograma inicial de Diferenciación Cognitiva mejora los procesos cognoscitivos elementales de los pacientes, tales como la atención, abstracción y formación de conceptos, aunque el desempeño sigue estando por debajo del rango normal; sin embargo, los datos disponibles hasta ahora no confirman, de manera general, la hipótesis teórica de la penetración sobre la que se apoya la IPT, ya que los efectos de significativas mejorías principalmente en variables cognitivas no se traducen en otros niveles de la conducta, de manera consistente. Afirmar que las disfunciones cognitivas y perceptivo-atencionales tienen un efecto desorganizador general sobre la conducta manifiesta, y contribuyen a la génesis de los síntomas, no implica necesariamente que los efectos terapéuticos positivos sobre la ejecución cognitiva lleven inevitablemente al restablecimiento de un adecuado repertorio conductual. La habilidad para procesar información de una manera adecuada, estable y organizada se convierte así en una condición necesaria, pero no suficiente, para la conducta normal. Es posible que factores moderadores, que hasta ahora no han sido contemplados en el modelo, inhiban el supuesto principio de penetración, como es el caso de la auto-imagen, que podría tener una posición clave entre los niveles de funcionamiento social y cognitivo (Hodel & Brenner, 1994).
Especial interés tiene la investigación realizada por Brenner y cols. con dos grupos, siguiendo un diseño de la IPT en espejo (cognitiva-social o inverso) (Brenner et al., 1992), en la que se encontraron resultados relativamente mejores en la intervención social-cognitiva; si bien apreciaron mejoría clínica en ambos grupos. Los cambios observados indicaron que la intervención cognitiva no tiene un impacto significativo sobre los niveles conductuales y, en consecuencia, no resulta de gran utilidad para un entrenamiento social más efectivo. Por el contrario, comenzar por la rehabilitación social parece ejercer un efecto descendente más apreciable hacia funciones cognitivas básicas, activando habilidades de afrontamiento, desarrollando procesos cognitivos no deteriorados y mejorando el auto-concepto.
En opinión de Liberman y Green (1992), mientras los subprogramas dirigidos a remediar los deterioros cognitivos parecen mejorar efectivamente dichas habilidades, no está claro que tales mejorías sean específicas de las técnicas cognitivas utilizadas y que similares resultados han sido logrados con el entrenamiento en habilidades sociales; cuyos beneficios sobre la cognición básica no son inesperados ya que recientes avances en esta modalidad han enfatizado procedimientos para mejorar las habilidades de recibir, procesar y emitir de los pacientes esquizofrénicos. Desde otra perspectiva, la validez ecológica o generalización de las intervenciones terapéuticas sobre los procesos cognitivos, particularmente los atencionales, a la vida social del esquizofrénico ha sido experimentalmente cuestionada (López Luengo, 2000).
En la última década, se ha sometido a estudio la eficacia de la IPT con resultados bastante satisfactorios, en términos globales. Así, se ofrece en la Tabla 8 una síntesis de varios estudios comparativos de la IPT con otros procedimientos terapéuticos o grupos de control (Brenner, 1987; Brenner, Hodel, Kube, & Roder, 1987; Funke, Reinecker, & Commichau, 1989; Kraemer, 1991; Kraemer, Sulz, Schmid, & Lässle, 1987; Roder, Studer, & Brenner, 1987; Spaulding, Reed, Sullivan, Richardson, & Weiler, 1999; Theilemann, 1993; Vallina Fernández et al., 2001a; Vallina Fernández et al., 2001b), con pacientes crónicos moderados y muy severos.
Los hallazgos indican que la IPT es superior al solo entrenamiento en habilidades sociales, a la socioterapia, o a terapias de apoyo en grupo, en reducir la desorganización psicótica y en mejorar las habilidades de solución de problemas cognitivo-sociales así como en el procesamiento atencional temprano.
En años recientes, se ha desarrollado un nuevo subprograma de la IPT, conocido como entrenamiento en el manejo de emociones, destinado a reducir la influencia de estados emocionales perturbadores en el funcionamiento cognitivo y social. Dicho subprograma, estructurado en ocho pasos, comienza con la descripción de las emociones por el paciente y avanza desde el análisis de sus estrategias de afrontamiento espontáneas hasta la adquisición de formas de afrontamiento específicas. Los resultados de la primera evaluación de este procedimiento, sobre una muestra de 31 esquizofrénicos, describen un impacto positivo sobre el control cognitivo superior a otros procedimientos, como la relajación o el entrenamiento cognitivo focalizado (Hodel & Brenner, 1997).
Conclusiones sobre la IPT
Los estudios experimentales llevados a cabo con la terapia psicológica integrada y recientes reflexiones de sus autores permiten obtener algunas conclusiones sobre este formato terapéutico:
(a) Las intervenciones cognitivas pueden mejorar específicamente dichas funciones, aunque no parecen relevantes para el funcionamiento social de una manera rápida y estable en un breve espacio de tiempo. Se han encontrado mejorías significativas en las variables cognitivas tras el tratamiento, mientras que sus efectos sobre los niveles conductuales han sido inconsistentes. Se sugiere, por ello, que un tratamiento adecuado de la cognición social requiere una intervención multimodal, combinando los métodos que incorporen estrategias conductuales e interpersonales, así como métodos dirigidos hacia los déficit de procesamiento de la información. Como consecuencia de esto, se han ido realizando diversas modificaciones del formato clínico y de los procedimientos integrados en el mismo (Kraemer, Dinkhoff-Awiszus, & Moller, 1994; Schaub, Andres, Brenner, & Donzel, 1996) tratando de paliar las deficiencias señaladas.
(b) La utilización de los subprogramas sociales de la IPT desde el principio de la intervención reduce el elevado nivel de arousal de los pacientes esquizofrénicos y, a la par, producen también mejoría en las habilidades básicas de procesamiento de la información. Las intervenciones sociales, desde el principio de la terapia, motivan al paciente debido a su relevancia para los problemas reales; mientras que las intervenciones centradas en funciones cognitivas no parecen ser útiles para la vida diaria. Sus autores consideran, sin embargo, que para la integración de las tareas cognitivas y sociales se requiere una mayor ponderación de las meta-funciones en el procesamiento de información.
(c) En opinión de Hodel y Brenner (1994), los procedimientos terapéuticos de entrenamiento cognitivo en grupo son particularmente efectivos en el tratamiento de los desórdenes primarios relacionados con la vulnerabilidad.
(d) Los aspectos emocionales, implicados en interacciones sociales relevantes, merecen una gran consideración en rehabilitación; por lo que incluir el manejo emocional como una parte integral del programa potencia el efecto de la terapia sobre las funciones de procesamiento de información.
(e) El impacto terapéutico de la IPT y de otras terapias psicosociales puede estar reforzado por el ambiente externo, natural; de modo que las habilidades sociales y la ansiedad social pueden mejorarse más en pacientes ambulatorios que en los hospitalizados.
Conclusiones sobre los tratamientos psicológicos de la esquizofrenia
La formulación de la esquizofrenia como una enfermedad que requiere un tratamiento multi-componente e individualizado ha permitido el desarrollo de una serie de terapias psicológicas, adaptadas a las distintas necesidades y fases de la enfermedad, y el desarrollo de una serie de pruebas experimentales que han validado su eficacia para estos fines en combinación con el tratamiento psico-farmacológico. Los tratamientos psicológicos se han centrado en los efectos de la adaptación a las experiencias psicóticas, en la reducción de los síntomas psicóticos residuales, la prevención de recaídas, el cumplimiento del tratamiento, las relaciones interpersonales, la adquisición de habilidades necesarias para una vida independiente, y la reducción del estrés y de la carga familiar. Los próximos desarrollos deberían ir en el sentido de afinar, aún más, el proceso de adaptación de las intervenciones a las variables características del trastorno y a sus distintas etapas; a conseguir integrar todas estas intervenciones en un formato clínico global y flexible, que facilite una evaluación y aplicación ágil desde los entornos clínicos reales; y diseñar formatos de intervención que puedan mantener en el tiempo los beneficios clínicos que estos procedimientos han conseguido alcanzar.
En este propósito, Fenton (2000) concreta los siguientes supuestos y características de las terapias psicológicas como requisitos para su eficacia: (a) concepción de la esquizofrenia como un trastorno de base biológica, que se puede manejar parcialmente por medio del aprendizaje y de la práctica de estrategias de afrontamiento; (b) utilización del modelo de vulnerabilidad-estrés como soporte para la explicación de la sintomatología y del curso de la enfermedad; (c) consideración del establecimiento de una alianza terapéutica como prerrequisito para el adecuado desarrollo del resto de las actividades; (d) énfasis en la compresión de la experiencia subjetiva del trastorno y el fortalecimiento de los recursos naturales de afrontamiento; y (e) consideración del tratamiento como un proceso flexible y basado en las necesidades y capacidades individuales.
Además de lo anterior, conviene recordar que cada intervención presupone la recepción por parte del paciente de cuidados permanentes de apoyo y de manejo, incluyendo tratamiento farmacológico y los servicios necesarios para una adecuada cobertura de las necesidades humanas básicas.
Por último, es oportuno destacar una reciente propuesta realizada por McGorry (2000), recogida en la Tabla 9, que intenta armonizar las diversas fases de la psicosis con una recomendación de las modalidades terapéuticas más indicadas para cada una de ellas, y el destinatario adecuado para las mismas. Puede tomarse esta aportación como una válida y práctica sugerencia clínica de estructuración de la asistencia, a la vez que como una base para el desarrollo de ulteriores investigaciones.
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Aceptado el 20 de marzo de 2001