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La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.

PSICOTHEMA
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Psicothema, 2005. Vol. Vol. 17 (nº 2). 303-310




PSICOLOGÍA DEL QUIJOTE

Marino Pérez-Álvarez

Universidad de Oviedo

La psicología del Quijote tiene aquí dos sentidos. Por un lado se refiere a la psicología aplicada al Quijote y, por otra, a la psicología sacada de él. La psicología aquí aplicada trata de comprender la personalidad de don Quijote de acuerdo con el contexto en el que se desenvuelve su vida (obviamente literaria), en vez de proyectar sobre él teorías psicológicas, actuales o de la época, como es usual hacer a este menester. Ciertamente, la psicología que se aplica no deja de ser también una teoría, pero con la particularidad de que su marco de referencia es el propio contexto constructivo, en este caso de un personaje literario (aunque podría ser igualmente de una persona real). El resultado es que don Quijote se caracteriza por una melancolía mimética y una locura literaria. Se ha de añadir que estos conceptos son relevantes a la melancolía y la locura de la gente en la vida real. Por su lado, la psicología sacada del Quijote sirve para dar cuenta del principio constructivo de la persona precisamente en la vida real. Este principio, no en vano denominado ‘principio quijotesco’, consiste en la adopción por parte de una persona de una nueva identidad tomada de modelos literarios (y de otro tipo). La relación entre la nueva identidad y la persona previa se analiza en términos de la dialéctica persona/personaje. Dada la generalidad del principio quijotesco, se hace ver que la vida corriente está llena de quijotes (aunque pocos con el valor de don Quijote).

Psychology of Don Quixote. The psychology of Don Quixote has two senses here. On the one hand it refers to psychology applied to Don Quixote, and on the other, to the psychology we can extract from him. The psychology applied here attempts to understand the personality of Don Quixote in accordance with the context in which he lives his life (his fictional life, of course), instead of projecting onto him psychological theories —current ones or those of his time—, as is usually the case in this kind of study. Naturally, the psychology applied also involves a theory, but with the peculiarity that its frame of reference is the constructive context itself, in this case of a character from literature (though it could equally be of a real person). The result is that Don Quixote is characterized by a mimetic melancholy and a literary madness – concepts that are also relevant to the melancholy and madness of people in real life. As for the psychology we extract from Don Quixote, it serves to illustrate the constructive principle of the person in real life. This principle, called indeed the Quixotic Principle, consists in a person’s adoption of a new identity taken from literary models (or models of other types). The relationship between the new identity and the original person is analyzed in terms of the person/character dialectic. Given the generality of the Quixotic Principle, we show how everyday life is full of Quixotes (though few as courageous and worthy as Don Quixote).

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‘Yo sé quién soy’, dijo don Quijote hace ahora cuatrocientos años, pero eso ya apenas lo puede decir la gente hoy, tales son de confusos los tiempos actuales, como también podría añadir el mismo don Quijote (Cervantes, 1605-1615/2005). Eso fue dicho en los albores de la constitución del individualismo moderno, de modo que el Quijote bien puede figurar en la historia de la psicología (Leahey, 2005). En efecto, de acuerdo con este autor, el Quijote sería «la primera creación literaria en la que la conciencia, el carácter y la personalidad del protagonista se exploran de manera artística» (p. 101). Es más, aun cabría decir que dichos constitutivos psicológicos son antes que nada ‘creaciones literarias’. En este sentido, la literatura psicológica, sin duda plural, vendrían a ser ‘recreaciones científicas’. ‘Literatura científica’, podría proponer Sancho Panza, extendiendo la célebre solución del ‘baciyelmo’.

Siendo así, la cosa sería reconocer sin remilgos científicos la condición literaria del sujeto psicológico. Bien entendido, que esta ‘condición literaria’ no apunta tanto a ‘discursos’ como propiamente a los ‘cursos’ de la vida. Quiere decir que esta ‘condición literaria’ está en el desenvolvimiento mismo de la vida, al margen de la cultura literaria de cada cual. Se refiere aquí a la ‘invención de lo humano’ que, según Bloom (1998/2002), se debería a Shakespeare. Como quiera que sea, a la par de Shakespeare estaría Cervantes estableciendo el canon occidental (Bloom, 1994/1995), así de la literatura como de la vida. «Muchos de nosotros somos figuras cervantinas», dice Bloom (2000), «mezclas de lo quijotesco y lo sanchopancesco situados en las dimensiones aun más amplias con que Shakespeare reinventó lo humano» (p. 158). Consiguientemente, haría mal la psicología académica quedándose en su propia literatura. El que difícilmente se pueda decir hoy ‘yo sé quién soy’ no refuta el canon del Quijote, antes bien, el Quijote revela las desventuras del yo moderno y las posibilidades que aún le quedan de nueva ventura, supuesto que ya no todo esté perdido.

Sirva la ambigüedad del título propuesto para ensayar tanto una psicología aplicada al Quijote como sacada de él. En todo caso, el ensayo se habrá de ver más como un tema de la psicología que como un estudio cervantino. No en vano la oportunidad la brinda Psicothema.

Psicología aplicada al Quijote

Psicothemas del Quijote

De la diversidad de temas de interés psicológico, este trabajo se habrá de conformar con uno. Entre los varios temas podrían figurar los siguientes: el ser y el parecer (o la realidad y la ficción), el idealismo y el realismo (o la utopía y la contra-utopía), el perspectivismo (proto-orteguiano), la polifonía bajtiana, el amor (cortés, loco, matrimonial), los significados de la cueva de Montesinos, la construcción del deseo en El curioso impertinente, la sabiduría mundana de Sancho, los sabios consejos de don Quijote a Sancho gobernador, el cura cual psicólogo procurando arreglos de situaciones conflictivas y, en fin, el psicodrama no ya sólo de ciertos pasajes, sino de la trama de la obra consistente en tratar de recobrar a don Quijote de su locura haciéndose alguien pasar por caballero andante que lo venza (precisamente urdido por el cura).

Por su parte, la psicología del Quijote de Ramón y Cajal (1905/1954) pone el acento en el quijotismo (y en su necesidad tanto en la ciencia como en otras aventuras), la de Madariaga (1926/1976) destaca sobre todo la influencia mutua entre don Quijote y Sancho y, en fin, la de Peña y Lillo (1993) se centra mayormente en la locura, tratando de analizarla de acuerdo con las concepciones clínicas y, a la vez, advirtiendo que desborda cualquier análisis clínico, de manera que la locura viene a ser el toque (divino diría Platón) que rescata a los hombres de la vulgar cordura.

Así, pues, de la variedad de temas posibles, este trabajo se conforma con uno, en concreto con la ‘personalidad’ de don Quijote, por lo demás, un tema ya tópico.

Interpretaciones varias

El análisis de la personalidad de don Quijote, como la de cualquier persona y personaje, se presta a toda interpretación psicológica que se lo proponga. De hecho, las más usuales son precisamente interpretaciones psicoanalíticas. Así, se ha dicho que si don Quijote sentía lascivia reprimida hacia su sobrina (Johnson, 1983), que si tenía psicosis involutiva debido a un conflicto edípico (Bea y Hernández, 1984) y, en fin, que si había forcluido el nombre del padre (Sullivan, 1998). Nada de eso aparece en el texto ni forma parte de su diégesis. De cualquier modo, esto indica, como dice Bloom (1994/1995), «hasta qué extremos de desesperación ha llevado Cervantes a sus estudiosos» (p. 145).

Otras interpretaciones tratan de entender la personalidad de don Quijote de acuerdo con la ‘psicología científica’ de la época. A este respecto, se suele acudir al Examen de ingenios (1575), de Huarte de San Juan (1989), haciendo ver que don Quijote, efectivamente, responde al temperamento colérico, sin perjuicio de que con el tiempo evolucione a melancólico por adustión (véase Halka, 1981). Igualmente, se acude al Tratado del alma (1538), de Luis Vives (1948), señalando en este caso qué función tiene dañada. Como se recordará, Vives adopta la metáfora de la nutrición (equivalente hoy a la del procesamiento de información) para dar cuenta de las funciones del alma. Así, habría una función receptora (la imaginativa), otra contenedora (la memoria), otra elaboradora (la fantasía) y, en fin, otra distribuidora (la estimativa) (De anima, X, p. 1.170). Dentro de esto, ya es cuestión de destreza señalar la función que supuestamente tiene dañada don Quijote. Todo eso está bien, sólo que tiene poco que ver realmente con la personalidad de don Quijote.

Finalmente, otras interpretaciones sitúan la personalidad del Quijote en la ‘psicología de los pueblos’, en este caso como mitologema de España (Varela Olea, 2003). Así, Unamuno (1905/1987) declaró el quijotismo la religión de España y hasta propuso una cruzada para «rescatar el sepulcro del caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón» (p. 9). Ortega y Gasset (1914/2004) echa a andar su filosofía al hilo de sus ‘meditaciones sobre el Quijote’ y, por lo que aquí importa, se diría que le sale una filosofía latina (frente a nórdica), ratio-vitalista, donde la vida es proyecto y no, por ejemplo, ser para la muerte. Maeztu (1926/2004) ve en don Quijote al mismo Cervantes tratando de sobreponerse a una vida y una época agotadas. Madariaga (1926/1976), aunque ve en don Quijote el espíritu de acción europeo, cuando trata de hacer una psicología de los pueblos, comparando ingleses, franceses y españoles (Madariaga, 1929/1980), don Quijote representa específicamente el egotismo español, viviendo «su vida como una novela» que trata de «asegurar la espontaneidad y la integridad de la pasión individual contra la presión de la actividad social» (subordinando la sociedad al individuo) y de «seguir la ley de la persona» (el honor como pasión) (p. 89). Todo esto ya tiene más que ver con el sentido del Quijote.

Con todo, la psicología que se aplica aquí se atiene al contexto cultural en el que se desenvuelve el Quijote y a su construcción literaria. El contexto cultural nos sitúa de inmediato en la melancolía de Cervantes y de la época y, por su parte, la construcción literaria remite a la teoría de la novela igualmente del propio Cervantes. Es precisamente su genial construcción literaria lo que permite analizar los personajes del Quijote como sujetos que desempeñan su propia vida.

Melancolía y locura de don Quijote

Melancolía mimética

Respecto de la melancolía, se puede decir, sin más trámites, que el Quijote fue concebido precisamente desde y para la melancolía (García Gilbert, 1997). Fue concebido desde la melancolía de Cervantes, de acuerdo con toda una dialéctica existencial Cervantes-don Quijote (Arbizu, 1984). Como dice Cervantes en el Prólogo, muchas veces intentó escribirlo y otras tantas lo dejó, pensando lo que diría, «con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla», actitud que responde a la iconografía de la melancolía. Estando así, dice Cervantes que entró un amigo suyo y al verlo «tan imaginativo» le pregunta la causa, a la que responde con varias: lo que diría el vulgo después de tantos años en el «silencio del olvido» (en concreto, hace veinte que no publica un libro), los tantos años a cuestas (cerca de sesenta) y, en fin, una serie de deméritos literarios que él mismo se atribuye. Por otro lado, revela también en el Prólogo que el primer fin de la obra es que «el melancólico se mueva a risa». De hecho, en su defensa de los libros de caballeros andantes, don Quijote termina por recomendar al canónigo que «lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala» (I, 50).

La melancolía de Cervantes es más cuestión ‘del alma en la España del Siglo de Oro’ (Bartra, 2001) que de una supuesta constitución corporal o disfunción cognitiva. La España en tiempos de Cervantes la retrata el propio don Quijote cuando dice que «todo el mundo son máquinas y trazas, contrarias unas de otras» (II, 29). En efecto, «tentaciones encontradas empujan en sentidos opuestos a la sociedad de la época del Quijote, una sociedad marcada por la gran empresa de poner disciplina en las creencias y los comportamientos a la vez que por los espacios de libertad cada vez más numerosos que encierra; por la fascinación ejercida por los modelos tradicionales y por su cuestionamiento; por la reivindicación de una sociedad fuerte y por la constante formulación de las dudas que le atañen» (Vincent, 2004, pp. 306-7).

La melancolía parece estar en todos y en todo (y no sólo en Cervantes). Así, ‘triste y melancólico’ iba un pobre galeote encadenado (I, 22), ‘melancólica’ estaba la princesa Micomicona (I, 29), el mismo Rocinante parecía ‘melancólico y triste’ (I, 43), ‘melancólicos’ son algunos gobiernos (II, 13), el Guadiana ‘por doquiera que va muestra su tristeza y melancolía’ (II, 23), el son de algunas músicas es a veces ‘tristísimo y melancólico’ (II, 36) y, en fin, señales de agüero derraman ‘melancolía por el corazón’ (II, 58). Por lo que respecta a don Quijote, baste recordar que es el Caballero de la Triste Figura, así nombrado por Sancho (I, 19).

Lo que importa advertir es que esta imagen del Caballero de la Triste Figura sigue modelos ya dados (Riquer, 2003, p. 157) y, en todo caso, se inscribe en el canon de la melancolía según ésta fuera elaborada por el Barroco (Bartra, 2001). Precisamente, esta consideración de la melancolía como categoría cultural (Bartra, 2001) es central al planteamiento que se propone aquí. En esta perspectiva, las explicaciones humorales formarían parte de la elaboración cultural de la melancolía, en vez de ser su presunta causa. Esto no significa para nada que la melancolía sea gratuita (sin causa alguna) ni que no sea un hecho real (otra cosa es cómo se ha hecho real en cada época).

Por lo pronto, se diría que la melancolía tiene su causa (causa material o materia prima) en la tristeza debida a las circunstancias de la vida (que ni a Cervantes ni a don Quijote faltaba). El punto es que esta tristeza de partida toma la forma de la melancolía, de acuerdo con el aprendizaje social que modela el estar-triste y con toda una estilización culturalmente vigente (el canon de la melancolía). Así, Cervantes al escribir el Prólogo está triste de acuerdo con determinada iconografía de la melancolía y, por su parte, la tristeza de don Quijote semeja la imagen de la Triste Figura. Esta consideración en los términos aristotélicos de materia/forma excusa la distinción (sin duda problemática) entre dos melancolías (una real y otra inventada) que pide al estudio de Bartra (2001). Por otro lado, la consideración materia/forma permite percibir el carácter estético de la melancolía, tanto por lo que respecta a su efecto en los demás (melancólico aparecía Cervantes a su amigo y triste figura presentaba don Quijote a Sancho) como por el afecto propio (sentirse melancólico implica tanto una compostura como una postura).

Es precisamente este carácter estético lo que permite construir un estilo o, como se dirá más adelante, un personaje. De momento valga decir que la melancolía responde a la estética y, así, al artificio, sin por ello dejar de ser una experiencia, ni que decir tiene, real, sólo que no hay experiencia sin estética (al margen de la cultura), ni realidad subjetiva que no tenga su construcción (siquiera debida a la forma de nombrarla).

En el caso de don Quijote, este estilo o forma que adopta su melancolía está tomada mayormente de Amadís de Gaula, su modelo. Se trata, pues, de una melancolía mimética, donde la mimesis no se ha de entender como una mera imitación según tiene acostumbrado este término, sino como la condición misma mediante la que se constituye la experiencia de la vida (Gomá Lanzón, 2003). La experiencia de la vida y, en particular, por lo que aquí importa, la experiencia del deseo no brota de una supuesta fuente auto-originaria (como a menudo hace creer la novela romántica), sino que se aprehende del deseo de los otros, deseando lo deseado por los demás. La novela intercalada en el Quijote (I, 33-35), El curioso impertinente, es una construcción paradigmática de este proceso que, por lo demás, funciona como una analogía de la acción principal. De ahí que las malas novelas hagan creer que el deseo se experimenta espontáneamente, lo que sería una ‘mentira romántica’, mientras que las buenas muestran el modelo de imitación, lo que sería la ‘verdad novelesca’, dicho en términos del libro fundamental a este respecto de Girard (1961/1985).

A fin de distinguir una mera de la vera imitación se podría comparar la Comedia del príncipe melancólico de Lope de Vega, escrita entre 1588-1595, con la melancolía de don Quijote, como hace Bartra (2001). La conclusión es que mientras que la comedia de Lope se queda en un juego de continuos fingimientos, la imitación de don Quijote constituye un personaje de una pieza sin poder decir al final dónde está la costura del fingimiento. En este sentido, la melancolía de don Quijote no es una comedia sin por ello dejar de ser artificial, pero artificial aquí supone construcción real, poiesis, poética (en este caso poética de la identidad).

Consiguientemente, la melancolía mimética no deja de ser una verdadera melancolía, por más que sea imitación. De acuerdo con este planteamiento, la melancolía mimética no sería un tipo de melancolía, sino el prototipo de toda melancolía, puesto que la melancolía sería una experiencia aprendida (como aprendidas son todas las experiencias). La diferencia está en que las malas novelas, al igual que los peores manuales de clínica, hacen creer que la melancolía es una experiencia natural (como si derivara directamente de los humores o de las neuronas). Pero la melancolía no sale como salen los dientes. Por lo pronto supone una cultura que la contenga como modelo (Bartra, 2001). ¿Quién iba a estar melancólico si no supiera de la melancolía?

Locura literaria

Ahora bien, la melancolía de por sí no supone una locura y don Quijote estaba loco. ¿Dónde está el punto? Para entender esta locura es necesario atenerse a la construcción literaria del Quijote, esto es, a la teoría de la novela de Cervantes (Riley, 1986/2000). Dos cuestiones tiene esta teoría de total interés aquí, por un lado, la relación entre ficción y realidad y, por otro, la ya introducida de la imitación.

La relación entre la ficción y la realidad plantea en concreto cómo es que don Quijote confunde la ficción de los libros de caballerías con la realidad histórica, al extremo de «hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban» (I, 1). La novela se limita a decir que «del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio» (I, 1), lo que sin duda casa con los tratados de la época. Por supuesto, la novela no necesita más explicación y por lo que aquí importa la explicación necesaria no puede salir más que de la propia novela.

A fin de entender la confusión de la ficción con la realidad se ha de tomar en cuenta la imitación, por lo demás, un precepto de la estética de la época, con base en la Poética de Aristóteles. En el caso de don Quijote se trataba de la imitación de héroes de caballerías, pero podría ser también una imitación estética de la naturaleza, metafísica de las ideas o retórica del saber decir antiguo (Gomá Lanzón, 2003, pp. 152-3). La de don Quijote es, por más señas, una imitación de la vida tomando como modelos personajes ficticios (que él creía reales). Para el caso, el que el modelo sea de ficción o histórico, no importa. El personaje Hamlet es probablemente más influyente que la mayoría de las personas reales inglesas. El modelo de Alejandro Magno se debe más a la invención literaria que al registro histórico. Qué decir de la imitación de Cristo. ¿No era Íñigo de Loyola un ‘caballero andante en Cristo’?, decía Unamuno. ¿No se ama sino la idea que se tiene del amor?, como dijera San Agustín y recuerda Botton (1994/1996) y, en definitiva, quién se iba a enamorar si no oyera hablar del amor, sentencia La Rochefoucauld.

En lo que se excede don Quijote es en tomar modelos tan fabulosos y tratar de imitarlos literalmente. Y lo trataba de hacer además de forma artística, llevando su vida como una novela. Ahora bien, al llevar la vida como una obra de arte, don Quijote no hace sino también seguir la preceptiva estética de la época. Sin ir más lejos, El cortesano (1528), de Castiglione (1984), consiste precisamente en llevar la vida como una obra de arte, lo que sería hoy un manual de ‘habilidades sociales’. En este sentido, lo que hace don Quijote no deja de ser un ‘camino de perfección’ secular como lo es la «angosta senda de la caballería andante» (II, 32).

La vida como obra de arte supone que el protagonista es libre artífice de sí mismo (Avalle-Arce, 1976), lo que será el sino de la novela y del individuo moderno (Weiger, 1979). Aparte de otras importantísimas implicaciones de esta libertad del personaje (entre ellas que parezca independiente del autor) está la libertad quijotesca de hacerse loco (no el loco). Porque la locura de don Quijote es real sin dejar de tener artificio. Tiene lo suyo de juego (Torrente Ballester, 1984), por más que discutido por Peña y Lillo (1993). Este juego del Quijote se ha de entender dentro del ‘juego del mundo’, el cual «Cervantes parece tomarse simultáneamente en serio y con ironía» (Bloom, 1994/1995, p. 157). Por demás, el mundo como teatro era la divisa del Quijote y, ni que decir tiene, del Barroco.

¿Cómo se puede caracterizar la locura de don Quijote? Ciertamente, excede todo análisis clínico, como muestra Peña y Lillo (1993). Es más, tales análisis resultan un tanto ridículos. La locura de don Quijote no se puede desvincular de la creencia en lo que dicen los libros. El suyo es un caso en el que se lleva al extremo la mimesis (confundiendo ficción con realidad), pero una cierta mimesis ocurre incluso en quien lee hoy el Quijote, en la medida en que se implique en su lectura. Todo el que sepa leer y, en su caso, únicamente escuchar, creerá en ficciones, siquiera fuera porque lo que se dice no siempre dice con la realidad (si es que la realidad no es lo que se dice, con lo que ya se estaría en algún grado de locura quijotesca). Casi todos los personajes del Quijote son lectores de libros de caballerías y, con los matices que sean, no dejan de aceptar como real alguna suerte de ficción. El propio Sancho, que no ha leído un libro en su vida, termina quijotizándose. Esta influencia de la literatura y, en definitiva, del lenguaje (al fin y al cabo el lenguaje nos habla, diría Heidegger) es una condición humana, tanto como decir que lo es de una cierta locura.

De hecho, si bien todo el mundo del Quijote puede decir que don Quijote está loco, pocos carecen de una cierta locura y los que lo hacen padecen una vulgar sensatez. ¿Quién establece la normalidad? ¿Sancho? Sancho, aparte de quijotizarse, él mismo es una figura carnavalesca. Por su parte, el cura, el barbero y el bachiller, aunque razonables, confían más en la ficción para recuperar a don Quijote que en las buenas razones. De los venteros, Juan Palomeque cree en los libros de caballerías (I, 16). Qué decir de los duques, que viven de las apariencias (II, 30). Quedaría el ama, la sobrina y algún ventero y arriero que otro. Porque el caballero del Verde Gabán, Diego de Miranda, que pasa por ser la contrafigura de don Quijote, representa el anodino término medio en todo. Como dice Riley (1986/2000), «El Caballero del Verde Gabán parece, efectivamente, un ejemplo precoz del bon burgeois, un poco filisteo […] satisfecho de su moderación erasmista y de su epicureismo complaciente» (p. 179). Es atento recibiendo a don Quijote y Sancho en su chalet pero, en fin, los Miranda serían de esos que dice Unamuno que ‘todo lo comprenden’ y que, en realidad, no comprenden nada y que el propio don Quijote identificaría como vulgo, a pesar de que tengan unas docenas de libros.

Por otro lado, nada impide a don Quijote ver en Cardenio un ‘desdichado loco’ (I, 23). El mismo don Quijote parece tener locuras en distinto grado (McCurdy y Rodríguez, 1978). Así, por ejemplo, en Sierra Morena decide imitar locuras ‘melancólicas’, como las de Amadís, en vez de ‘furiosas’, como las de Roldán (I, 25). Por demás, don Quijote es capaz de presentar las mayores corduras, fuera de su manía. Como se ha dicho, su locura es la de un ‘entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos’ (II, 18).

El punto de la locura de don Quijote está en volverse loco sin causa, sin causa traumática (‘qué dama le ha desdeñado’, le reprocha Sancho, II, 25). «Ahí está el punto —responde don Quijote— […] en desatinar sin ocasión» (I, 24). Entiéndase, sin otra causa u ocasión, que creerse lo que había leído, tomando la ficción como forma de vida y, así, la vida como obra de arte (Avalle-Arce, 1976). De ahí que la entreverada locura de don Quijote se pueda caracterizar o, acaso, no se pueda mejor que caracterizar como locura literaria (Martínez Torrón, 1998). Bien entendido que la locura literaria alcanza la creencia de todo aquello que se lee y oye (y ve en la pantalla), tanto más si se pone en juego como forma de vida. Otra cosa es que Cervantes haya sobredimensionado la figura de don Quijote quizá, además de para mover a risa, como contramodelo irónico de la inoperancia y anacronismo de los valores vigentes en la sociedad española de la época (Martínez Torrón, 1998). Desde luego, el Quijote no se queda en una parodia de los libros de caballerías, como se hace creer a los niños.

Psicología sacada del Quijote

El principio quijotesco

La psicología que se quiere aquí sacar del Quijote ya tiene nombre. Se trata del Quixotic Principle, introducido en la psicología por Sarbin (1982), procedente de Levin (1970/1973). Básicamente, el ‘principio quijotesco’ se refiere a la adopción de una identidad conforme a personajes literarios. Si bien el paradigma del Quijote se resuelve en el plano de la ficción literaria, el principio funciona tanto con personajes de ficción (literarios y de otro tipo) e históricos (sean figuras heroicas o modelos ordinarios) como con preceptos que modelen la conducta (cómo ser un buen cristiano o un metrosexual) e, incluso, con base en la información por la que uno rija su vida (a la moda científica, tecnológica o budista). Cabría añadir que ni siquiera la ciencia y, para el caso, la psicología está exenta del principio quijotesco en la medida en que el ‘formato editorial’ formatea no ya el estilo, sino, acaso, el pensamiento y el hacer científicos (Fierro, 2004). La cuestión está en la puesta en juego de una forma de vida siguiendo una narrativa, proyecto o la influencia de los otros significativos (Alonso García y Román Sánchez, 2005). Dicho esto, se podría hablar igualmente de la construcción o ‘poética de la identidad’ (Sarbin, 1997) e, incluso, de la ‘personalidad como obra de arte’ (Pérez-Álvarez y García-Montes, 2004).

Respecto a la personalidad como obra de arte no se ha de tener un prejuicio esteticista. Tanto sería obra de arte la personalidad que se proyecta un dandi como un punk, un caballero y una dama como un hortera, un pijo como un progre (hoy ‘buenrollista’), alguien que adopte un ‘estilo neurótico’ como forma de vida o, en fin, quien se lo monte de víctima (como es frecuente hoy). Por lo demás, cualquiera que sea la obra resultante conlleva su ética, de modo que no se trata de una mera compostura, sino de toda una postura ante la vida.

El principio quijotesco se inscribe en la narrativa como una metáfora-raíz para la psicología (Sarbin, 1986) y, en concreto, para el contextualismo como marco conceptual de la psicología (Sarbin, 1993). En todo caso, la narrativa no se refiere aquí a la vida como discurso, sino a la vida como acción o como corriente continua de conductas (drama). De ahí que el drama sea propiamente la imagen más cabal de esta concepción (Scheibe, 2000). La cuestión es que la vida se desempeña al actuar, con las contingencias que sean. Contingencia y drama podrían ser los términos de la psicología según el contextualismo, construccionismo o conductismo (Pérez-Álvarez, 2004a), dependiendo de la narrativa preferida.

La construcción dramática de la persona

La dialéctica persona/personaje

El principio quijotesco viene a ofrecer, en el desenvolvimiento del personaje literario (en la novela), el propio principio constructivo de la persona en la vida. Lo cual, por lo pronto, plantea dos problemas. Uno, dentro de la novela, consiste en la conjugación del personaje (ficticio) con la persona, también ficticia, pero representando ésta una mayor realidad (sugiriendo que la ficción se construye también con realidades). El otro, entre la novela y la vida, consiste en la legitimación de tomar principios literarios como principios válidos para la vida (sugiriendo que la vida se construye también con ficciones). Este segundo problema se podría solucionar, vía Aristóteles, diciendo que la novela ya incorpora la vida (mimesis) y contiene más verdad que la misma historia. Al fin y al cabo la historia da cuenta de lo que fue un caso real y la novela cuenta lo que podría ser, sin reducirse a un caso particular.

Con todo, aquí importa más el primer problema, el de la conjugación del personaje con la persona en la novela, si bien el interés final es percibir el principio constructivo de la persona en la vida. Puesto que hay que atenerse al Quijote, lo primero que se tiene es el hidalgo Alonso Quijano, de vida y hasta de nombre inciertos. Se podría especular qué era un hidalgo entonces y quién era en particular Alonso Quijano. Baste recordar que ‘del poco dormir y del mucho leer’ novelas de caballerías concibió hacerse caballero andante, autonombrándose don Quijote de La Mancha, en un acto de conversión quizá no tan fulminante pero no menos decisivo que la de Saulo de Tarso en Pablo (posteriormente San Pablo). De esta manera, don Quijote viene a ser el personaje y Alonso Quijano la persona de partida (un hidalgo que se lanza como caballero andante). Aunque los dos son personajes literarios, don Quijote es más literario no ya sólo por estar embebido de literatura, sino porque de hecho resulta ficticio (fingido) respecto de Alonso Quijano, más atenido a la realidad histórica. Como quiera que sea, persona y personaje vienen a ser el mismo, si bien no son lo mismo. Este doble aspecto constituye a la persona real (Pérez-Álvarez, 2004b), aunque su principio constructivo parezca enteramente literario (cuyo paradigma sería precisamente el Quijote). A este respecto, importa percibir la dialéctica persona/personaje dada entre Alonso Quijano y don Quijote.

La persona (Alonso Quijano) se pone en obra como personaje (don Quijote) y el personaje re-obra sobre la persona. Como dijera don Quijote, cada uno es hijo de sus obras. Esta complicada dialéctica se puede describir, no obstante, conforme a un proceso de tres momentos consistentes en fingir, fungir y forjar (Pérez-Álvarez y García-Montes, 2004).

Fingir, fungir, forjar

El aposentado hidalgo Alonso Quijano empieza por fingir la persona que quiere ser. Así, se da un nuevo nombre y se viste con la armadura que lo inviste como el caballero andante don Quijote. Se otorga una amada como corresponde (‘caballero sin dama es como árbol sin hojas’) y, en fin, sale por ahí como lo haría un verdadero caballero. Su fingir es tan en serio que lleva a las personas que tratan con él a seguir el juego, con más o menos seriedad (Sancho con total). Es de señalar a este respecto el pasaje del Caballero de los Espejos (II, 12-15) que, por no tomarse suficientemente en serio a don Quijote, resulta derrotado por él, cuando pretendía derrotarlo con la condición de que, al quedar a merced del vencedor, ‘volviera a su pueblo y casa’, renunciando a su locura (tal era la estrategia ‘terapéutica’ urdida por el cura, el barbero y el bachiller). Pero, he aquí que don Quijote vence y prosigue sus andanzas, hasta que, de acuerdo con la misma estrategia tomada más en serio, lo vence al fin el Caballero de la Blanca Luna, en realidad el bachiller que ya lo había intentado la anterior vez (II, 64-65).

Dada esta complementación de papeles que don Quijote va generando en los demás, se puede decir que su fingir viene a suponer un fungir, esto es, un ‘hacer de’, en este caso, de caballero reconocido, más o menos en serio, por los demás. Es de señalar a este respecto que según transcurre la obra don Quijote es más engañado por los otros que por su propia locura. Recuérdese que toda la gente de la segunda parte del Quijote había leído u oído hablar de la primera, de manera que ya conocen su historia. El engaño aquí referido no se ha de escatimar a propósito de la vida real. El engaño es inherente al funcionamiento social, así tanto en la propia cultura del Barroco (Maravall, 1975) como en la sociedad cortesana (Elias, 1969/1982) y ya no se diga en la actual sociedad burguesa con todas sus formas de cortesía (Berger, 1967/1990). En realidad, decir engaño, cortesía o corrección política es cuestión de estilo.

Como quiera que sea, este fingir y fungir de don Quijote no cancela la persona de origen de Alonso Quijano, acaso la transforma, como se dirá. Por lo pronto, se habrá de advertir que Alonso Quijano sigue presente. Así, las emboscaduras que de vez en cuando hace don Quijote (por ejemplo, I, 28; II, 9) se podrían ver como una retirada, se diría aquí, del personaje público a la persona a solas consigo misma, lo que ocurre cuando un fracaso parece poner en duda el empeño emprendido. En esta línea, se recordarían los numerosos personajes que el mismo don Quijote encuentra emboscados (Cardenio, Marcela), como refugiados en su propia persona, después de una decepción. Con todo, el mayor asomo de Alonso Quijano se da en la ‘grande aventura de la cueva de Montesinos’ (II, 23). En realidad, más que asomo, sería una bajada de don Quijote al principio de la realidad. En este sentido, se diría que la cueva de Montesinos, entre otras, es también y aun sobre todo una alegoría de la bajada del personaje a la persona de origen. Así, don Quijote recobra un tanto las proporciones entre el ideal que orienta su vida y el mundo moderno que impone sus reales. Aunque don Quijote continúa su camino empieza a darse una metamorfosis del personaje que preludia la reaparición de Alonso Quijano. Consiguientemente, la puesta en práctica del personaje no cancela la persona de partida. Es más, cabría añadir que la persona, en este caso Alonso Quijano, es la condición de posibilidad del personaje y, por ello, mismo su propio límite.

Ahora bien, los avatares del personaje no dejan indiferente a la persona. El fingir y el fungir llevan a forjar un cambio que transforma a la persona de una manera que ya nada es como antes. Aunque, al final, don Quijote pierde la apuesta de su vida, no volverá a ser el mismo Alonso Quijano. Don Quijote es vencido por los brazos ajenos pero queda como ‘vencedor de sí mismo’ (Romo Feito, 1994), al asumir la responsabilidad de su derrota y cumplir su palabra, pues, como dice, «aunque perdí la honra, no perdí ni puedo perder la virtud de cumplir mi palabra» (II, 56). Promesa que implica morir, como último acto heroico. Alonso Quijano muere por lo que le queda de don Quijote. No muere como pobre hidalgo, sino como caballero derrotado. En realidad, se deja morir a manos de la melancolía y, así, su muerte es todo un acto positivo. Si su carácter no fuera forjado por el desempeño de caballero, permanecería en casa atendiendo su hacienda, como quería el ama, o se haría el pastor Quijotiz, como quería Sancho. Pero, recobrar la cordura en su caso supone quedar en manos de la melancolía y, en la práctica, de la muerte: «vámonos poco a poco, pues ya en nidos de antaño no hay pájaros hogaño» (II, 64).

La tarea dramática de la persona

La dialéctica señalada viene a poner de relieve el doble aspecto de la persona, persona/personaje, como identidad estable y, a la vez, cambiante. Este doble aspecto está registrado de muchas maneras, yo/mí, trascendental/empírico, ser/estar. De todos modos, la propia noción de persona ya incorpora este doble aspecto, el que se debe a los demás según uno es reconocido y el que se debe a sí mismo según sabe quién es. En una sociedad con la pluralidad de contextos como la moderna, múltiples son las personas que hay en una, como dirían Whitman y Pessoa, y quizá, por ello, más difícil saber quién se es. En rigor, habría tantas como personas le conocen a uno. No es cuestión aquí de engaño a los demás (que, por supuesto, puede ser), sino del multifacético desempeño aprendido en función del contexto. Acaso se trate de autoengaño, cuando uno se cree el papel que decide o no tiene más remedio que adoptar y tanto más cuanto mejor borre las huellas de su decisión. En este sentido, don Quijote no trataba de engañar a nadie, sino que, acaso, él mismo se había autoengañado, según era de firme su fingimiento. Don Quijote se debía a los demás como también sabía quién era.

Pues bien, esta tensión entre ser uno el que es y estar siendo el que corresponde cara a los demás, sería la tarea dramática de la persona. Formulada en términos un tanto paradójicos, se diría que la tarea es tratar de ser lo que pareces y, a la vez, tratar de llegar a ser lo que eres. Aunque la tarea de llegar a ser lo que eres complementa la de ser lo que pareces, lo cierto es que no resulta un complemento armonioso, sino paradójico y hasta trágico, porque tratar de llegar a ser lo que eres es tan obligado como imposible. Es obligado si queda algo de vergüenza por la que no dé igual ser cualquiera cosa y es imposible porque no hay tal ser-uno-mismo exento de condicionamientos sociales (Pérez-Álvarez y García-Montes, 2004). Con todo, la tragedia de la persona es ser sólo personaje (Pirandello, 1911/2000). Pero, dejar de ser personaje puede ser tan difícil como quitarse la armadura oxidada de caballero (Fisher, 1990) y dejar de creer en cuentos de hadas (Grad, 1995).

Quijotes de la vida corriente

Por lo pronto, ‘quijote’ se refiere a alguien idealista que actúa desinteresadamente en pos de causas que considera justas (y que no consigue). ‘Quijotes 400 años después contra toda injusticia’ (Magazine, 2004) es un reportaje que se refiere, en concreto, a doce personajes de diversos ámbitos (justicia, medicina, ciencia, terrorismo, maltrato…) que encarnan la ‘maravillosa locura en esta edad de hierro’ (Trapiello, 2004). Porque, algo hay que tener de quijote para enmendar los ‘detestables siglos que vivimos’.

De todos modos, no se quiere abundar en ese lugar común del quijote heroico, sino destacar, aunque no quede más que apuntado, el principio quijotesco como principio general del individuo moderno. Como se ha dicho en su momento, el principio quijotesco funciona de varias maneras. Donde antes eran libros de caballerías, pueden ser novelas de amor, en vez de literatura puede ser cine y televisión o, en su caso, literatura científica (información) y, en fin, como artífices de sí mismos los individuos pueden hacer de su personalidad una obra de arte, cualquiera que sea la obra resultante y el arte empleado.

Si bien el Quijote tiene por protagonista una figura masculina, nada quita considerar la correspondiente figura femenina. Sin ir más lejos, Marcela representa en el Quijote (I, 14) la mujer que decide por sí misma. De hecho, la mujer Quijote llegaría a ser una figura literaria, comparable a la del propio don Quijote. Así, sin ser la primera ni la última, se señalaría La mujer Quijote (1752), de Charlotte Lennox (2004). Su protagonista, Arabella, de tanto leer novelas sentimentales llega a tomar por realidad la ficción, creyéndose que todos los hombres están enamorados de ella. Como el Quijote, es una sátira, en este caso, de las novelas de amor, pero no deja también de mostrar el papel de la literatura (de ficción) en las mujeres, lo que forma parte de toda una revolución en la lectura (Wittmann, 1997/1998).

Con todo, sería Madame Bovary (1856), de Flaubert, la mujer-Quijote por excelencia, al punto de que el principio quijotesco recibe igualmente el nombre de ‘bovarismo’. La particularidad de Flaubert es que muestra, con una ironía cervantina, el principio quijotesco sobre la influencia, ahora, de una literatura vigente (novelas románticas) en la organización práctica de una vida corriente (una joven decepcionada con su matrimonio). El punto es que ‘Emma Bovary’, un caso sacado de la realidad, termina desbordada por los planes que ella misma se había creído y creado, concibiendo para sí un personaje que la propia persona no puede sobrellevar.

Si, como dijera Voltaire, los sistemas metafísicos son para los filósofos lo que las novelas de amor para las mujeres (citado en Levin, 1970/1973), se tendría otro campo para el principio quijotesco (no limitado, entonces, a la literatura). La metafísica y, en general, las grandes narrativas constituirían otra suerte de libros de caballerías. Ahora bien, la metafísica, incluyendo la religión, no son lo que eran, de manera que en vez de creer en una gran narrativa se cree en muchas (lo que complica el principio quijotesco). Vale en general lo que dijera Chesterton, que cuando se deja de creer en Dios se empieza a creer en cualquier cosa. No en vano ésta es la Edad Caótica (Bloom, 1994/1995), sin más canon que la información de turno. Precisamente, la información turnándose una a otra da lugar a una nueva figura quijotesca, el ‘sujeto informado’. Para calibrar lo que se quiere decir, habría que situar la información en relación con el conocimiento y la sabiduría. En este sentido, se diría que el típico ‘sujeto informado’ sería una especie de estúpido, sin conocimientos (pues su curiosidad por el saber no es sino turística) ni sabiduría (ya que aquí ha roto con el sentido común que en el pasado se aprendía en la práctica de la vida). El estúpido-informado rige su vida de acuerdo con la información que le llega. En realidad, esta figura ya tiene su desenmascaramiento quijotesco en Bouvard y Pécuchet (1881), también de Flaubert.

La diversidad de identidades y de estilos hoy vigentes suponen otras tantas figuras quijotescas y hasta se podría hablar de personalidades como obras de arte. Se señalaría a este respecto la llamada ‘subcultura’, donde también es decisivo es el ‘significado del estilo’ (Hebdige, 2002/2004). Como ya se dijo, tanto es una obra de arte el estilo del dandi (hoy metrosexual) como el del punk. Por su parte, la adolescencia, con sus ‘mitos, representaciones y estereotipos’ (Domínguez, 2004), sería otro retablo de figuras quijotescas, con venturas y desventuras sin par. La mujer actual en la medida en que es ‘libre creadora de sí misma’ (Gil Calvo, 2000, p. 190) vendría a ofrecer una nueva versión de la mujer Quijote o no tan nueva, si se recuerda a Marcela. Si se considera el afán de ganarse fama como empeño de la vida (Riley, 2002), saldrían quijotes por doquier. En fin, por lo que respecta a la melancolía mimética, hoy ha degenerado en depresión, cuyo modelo viene dado por la literatura clínica, de manera que, como es sabido, la vida imita al arte, en este caso, el arte clínico (Pignarre, 2001/2003).

De acuerdo con el sentido que se ha dado al principio quijotesco, nadie se salva de ser quijote. De todos modos, la diferencia puede estar en que no sería igual la salvación de una u otra manera. Todo dependería del proyecto y del empeño puestos en juego. En la medida en que las personas estén perdidas en sus personajes, como suelen en estos tiempos confusos, difícilmente podrán decir ‘yo sé quién soy’.

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