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La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
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PSICOTHEMA
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Psicothema, 2000. Vol. Vol. 12 (nº 1). 15-24




LA CONCIENCIA HUMANA: INTEGRACIÓN Y COMPLEJIDAD

Vicente M. Simón

Universidad de Valencia

El propósito de este trabajo es contribuir a la confección de modelos de la conciencia que sean compatibles tanto con los conocimientos psicológicos como con los datos neurofisiológicos disponibles. Comenzamos describiendo el modelo de Edelman, en el que se postula la existencia de dos tipos de conciencia; la conciencia primaria, que sería común a muchas especies animales y que permite la creación de una «escena» representativa del momento presente; y la conciencia de orden superior, privativa de los seres humanos y en la que aparece la noción del yo y la memoria simbólica en forma de lenguaje. Se describe, asimismo, la maquinaria neurológica propuesta para sustentar ambos tipos de conciencia y se tratan algunos de los dilemas que surgen al considerar la relación entre ambas, especialmente entre el lenguaje y la conciencia primaria. Tomando como base el modelo de Edelman, se analizan aspectos clave de la conciencia humana como son nuestra potente capacidad modeladora de la realidad, tanto espacial como temporal, y los procesos implicados en la toma de decisiones, así como su posible sustrato neurofisiológico. Por último, se recoge la nueva hipótesis de Tononi y Edelman (hipótesis del núcleo dinámico) en la que se plantea una explicación de la conciencia en términos de integración y de diferenciación, hipótesis que es capaz de sustentar, a nivel neurofisiológico, la complejidad fenomenológica de las funciones estudiadas.

Human Consciousness: Integration and Complexity. The purpose of this paper is to contribute to developing models of consciousness that integrate both psychological and neurophysiological data in the field of conscious experience. It begins by introducing the model of Edelman, which postulates two kinds of consciousnes: «Primary consciousness», common to several animal species, allows us to create a «scene» of things of the world which is limited to the present moment; and «Higher-order consciousness», existing only in humans, involves the notion of self and the phylogenetic appearance of language as a symbolic memory. The neurological outfit postulated for these types of consciousness is described succintly and some questions arising when considering the relationship between the two are dealt with, specially between language and primary consciousness. Taking Edelman’s model as a starting point, some key aspects of human consciousness are commented upon, such as its powerful ability to build spatial as well as temporal models of reality and the process of decision making, with their presumed neurophysiological substrates. Finally, the recent hypothesis of the «dynamic core» (by Tononi and Edelman) is presented. It tries to explain consciousness in terms of integration and differentiation in the nervous system, a hypothesis which seems, at the neurophysiological level, to be able to account for the phenomenological complexity of the functions that have been previously specified.

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Como afirman Goldenfeld y Kadanoff en un reciente número de Science dedicado a la complejidad (2 Apr 99), «nuestro mundo es a la vez complejo y caótico». Reconocen que «un mundo complejo es interesante porque está muy estructurado» y, asimismo, que «un mundo caótico es interesante porque no sabemos lo que sucederá a continuación». La complejidad (entendida como la característica de un sistema que no puede ser explicado por la sola comprensión de las partes que lo componen - Gallagher y Appenzeller, 1999 - ) la encontramos por doquier, desde los aparentemente caprichosos cambios climáticos hasta en el mundo impredecible del devenir económico. Y, no sólo fuera de nosotros, sino también en nuestro mundo interior. Y, por supuesto, en ese acontecer tan misterioso y cautivador de la mente humana que llamamos conciencia1.

Ya en 1992, en una carta publicada en Nature, el conocido neurólogo Oliver Sacks (1992) llamaba la atención acerca de la originalidad y fuerza de la teoría de Edelman sobre la conciencia, una teoría que se encuadra en la llamada TNGS (Theory of Neuronal Group Selection; Edelman, 1987), y en la que el premio Nobel propone una hipótesis con base neurofisiológica para explicarla. Expondré a continuación lo esencial de la teoría de Edelman (1992), para pasar a elaborar después algunos de sus puntos.

En primer lugar, Edelman hace una distinción fundamental entre una conciencia primaria, que compartiríamos con muchas especies animales y una conciencia de orden superior, propia tan sólo de los seres humanos.

¿Qué es la conciencia primaria? Si atendemos primero a la descripción de este tipo de conciencia, debemos decir que consiste en la capacidad de ser conscientes del mundo que nos rodea y de formar imágenes mentales del momento presente, pero sin poder llegar a integrar ni el pasado ni el futuro como partes de esa escena correlacionada. Los seres que sólo poseen este tipo de conciencia carecen del concepto de sí mismos y viven ligados a la sucesión de acontecimientos que se desarrollan en tiempo real.

Podemos experimentar en nosotros mismos en qué consiste esta conciencia primaria si, por ejemplo, reparamos en nuestra actividad mental cuando vamos andando por la calle, atentos exclusivamente a lo que sucede en ese momento. Podemos escrutar los edificios, mirar los escaparates que bordean las aceras, observar el trazado de las calles y contemplar los vehículos que transitan por ellas. Estamos igualmente atentos a las incidencias del tráfico, a los cambios de los semáforos y ponemos cuidado al cruzar la calle. Podemos, asimismo, fijarnos en los viandantes que se cruzan con nosotros, percatarnos de su vestimenta y de sus facciones, incluso apercibirnos de las reacciones afectivas que en nosotros despiertan. Mientras nuestra atención no se desvíe del momento presente y de sus connotaciones más inmediatas, nos encontramos ejerciendo la conciencia primaria. En este ejemplo, o en cualquier otro que podríamos aducir, nuestra conciencia es capaz de vivir una escena del presente, en la que podemos relacionar unos con otros los diversos elementos que la componen, pero permaneciendo en el instante actual y sin recurrir en ese momento a la noción del yo.

Edelman no se ha limitado a describir las características de esta forma de conciencia, sino que también ha aventurado una hipótesis sobre los mecanismos neurofisiológicos que la harían posible. En esencia, se trataría de la cooperación de dos grandes divisiones del sistema nervioso. La primera, que podemos denominar, con Edelman, un sistema de valor, la componen el troncoencéfalo y el sistema límbico. Se trata de las estructuras nerviosas que se encargan del mantenimiento de las constantes vitales y de la organización de las principales conductas propias de la especie. Éstas son estructuras que regulan las funciones fisiológicas básicas, como la respiración, la circulación, las funciones digestivas, etc. y las conductas motivadas tales como la ingesta, la conducta sexual o los sistemas de defensa y agresión. Estas estructuras colaboran estrechamente con el sistema nervioso autónomo y con el sistema endocrino y han sido seleccionadas a lo largo de la evolución por su capacidad y competencia para responder a las necesidades internas del organismo. Su modo de funcionamiento es, en general, lento. La actividad de estos sistemas es lo que nosotros percibimos como nuestro mundo interno, instintivo y visceral.

La otra gran división del sistema nervioso necesaria para la génesis de la conciencia primaria en el modelo de Edelman implica al sistema tálamo-cortical, que comprende principalmente la corteza y los núcleos talámicos. Es el sistema que codifica y transmite la información desde los órganos sensoriales hasta la corteza y que, a continuación, da origen a las señales que organizan la actividad de los músculos voluntarios. Su modo de funcionamiento es rápido y, al contrario que el sistema de valor, está organizado en grupos neuronales que forman amplios mapas que se relacionan entre sí.

A lo largo de la evolución, los dos sistemas fueron estableciendo vínculos anatómicos y funcionales, de manera que ambos se influyen mutuamente y sus actividades respectivas se encuentran armonizadas. El sistema tálamo-cortical se ocupa de categorizar el mundo exterior y el sistema límbico de regular y cuidar de las necesidades fisiológicas. La conexión y cooperación de ambos sistemas se traduce en que el sistema tálamo-cortical aprende y desarrolla conductas que tienden a satisfacer necesidades que el sistema de valor garantiza y se encarga de salvaguardar. De hecho, trabajan de tal forma, que lo que el sistema tálamo-cortical aprende lo hace siempre teniendo como trasfondo o como punto de referencia las evaluaciones que le transmite el sistema de valor.

En las especies que poseen conciencia primaria, al efectuar el sistema tálamo-cortical la categorización de los distintos componentes del mundo externo, éstos, aunque en principio no se hallen conectados entre sí, son ligados unos a otros de forma tal que el sujeto los percibe como un todo conjunto, como una «escena». Edelman (1992) entiende por escena «un conjunto de categorizaciones ordenadas espaciotemporalmente de acontecimientos familiares y no familiares, algunos de los cuales poseen conexiones causales o físicas necesarias con otros acontecimientos de la misma escena mientras que otros se encuentran desprovistos de tales conexiones».

En la construcción de la escena se incorporan a ésta elementos muy importantes que no se hallan físicamente en el mundo externo que es el origen inmediato de la misma. Se trata de que los objetos o los acontecimientos presentes en la escena son investidos con una determinada significación que no depende de su posición real en ella, sino de la trascendencia y significado que dichos componentes han tenido en el pasado del individuo que los percibe y que construye la escena, trascendencia y significado que, a su vez, vienen determinados por la información suministrada por el sistema de valor. Dicho con otras palabras, la escena no representa sólo un reflejo de la realidad externa y actual, sino que viene matizada (o deformada, si se prefiere) por las distorsiones que impone el sistema de valor (pero que contienen importante información que el individuo ha adquirido en el pasado).

De acuerdo con el modelo de Edelman, la aparición de la conciencia primaria requiere que, a lo largo de la evolución, se hallan desarrollado al menos tres funciones. La primera es que, al hacer su aparición las funciones conceptuales, éstas pudieran ser ligadas fuertemente al sistema límbico, al sistema de valor (la capacidad de formar conceptos es entendida como la posibilidad de identificar una cosa o una acción y de poder controlar la propia conducta en base a dicha identificación. Se trata de una capacidad que en la concepción de Edelman habría surgido en la evolución mucho antes de que apareciera el lenguaje). La segunda es el desarrollo de un nuevo tipo de memoria basado en esta conexión, es decir, una memoria de «valor», una memoria que almacena la información suministrada por el sistema tálamo-cortical pero asignándole un determinado valor en virtud de la significación que dicho sistema le ha conferido.

La tercera función requerida para la aparición de la conciencia primaria sería el desarrollo evolutivo de un circuito neuronal neuroanatómicamente nuevo. Este circuito permite el continuo intercambio de señales entre la memoria de valor y los mapas globales que realizan la categorización perceptual en tiempo real (ver figura 1), es decir que la categorización de las percepciones del momento presente se hace en función de las categorías conceptuales que aporta la memoria de valor, de manera que estas categorías conceptuales del pasado ejercen su influencia sobre las percepciones actuales antes de que éstas contribuyan a incrementar la memoria de valor. Empleando un lenguaje más llano y más metafórico, diríamos que los seres humanos, cuando utilizamos la conciencia primaria, vemos las cosas según el color del cristal con que las miramos, siendo el cristal, en esta metáfora, lo que aporta la memoria del sistema de valor. Hay que añadir que la coherencia de la escena viene dada también por la memoria de valor, que confiere unidad a una serie de acontecimientos perceptivos aunque éstos sean causalmente independientes.

Debido a que las categorizaciones perceptuales del presente se ven influidas por las categorizaciones del pasado, a su vez matizadas por los juicios del sistema de valor, Edelman describe a esta conciencia primaria como una especie de «presente recordado» («El presente recordado» es también el título de uno de sus libros: Edelman, 1989). Para terminar con esta breve descripción de la conciencia primaria, quiero recordar que se trata de un tipo de conciencia limitada a trabajar en el ámbito del pequeño intervalo de tiempo real que llamamos presente, que carece de la capacidad de modelar el pasado o el futuro integrándolos en la escena que ella misma crea y que tampoco posee la noción de un yo personal. Todas estas limitaciones son las que se superan con la aparición de la conciencia de orden superior que, a grandes rasgos, paso a describir a continuación.

En la concepción de Edelman, la conciencia de orden superior requiere al menos dos cosas que Edelman no enfatiza como distintas, pero que posiblemente lo sean (esta misma dualidad deja la puerta abierta a alguna de las distinciones que haré después). Por una parte, se encuentra la distinción entre el «yo» (en el sentido social) y otras entidades que no son «yo». Edelman considera que los chimpancés pueden poseer esta capacidad, aunque carecen definitivamente de la otra, que consiste en haber desarrollado en algún momento del proceso evolutivo formas de memoria simbólica y sistemas de comunicación social que, en su forma más desarrollada, constituyen el lenguaje. El lenguaje se convierte así en la piedra de toque de la conciencia de orden superior.

Una capacidad que resulta central a este tipo de conciencia es la de poder construir modelos de la realidad que permitan el manejo conceptual de esa realidad sin requerir la presencia de la realidad misma. La posibilidad de «trabajar» con estos modelos fuera del tiempo real es lo que hace posible escapar a la tiranía del presente recordado a la que se hallan sometidos aquellos seres que sólo poseen conciencia primaria. Ahora bien, ¿qué es lo que se modela? En primer lugar, se desarrolla una representación conceptual del yo, es decir, se crea la idea de una entidad separada del entorno y que interactúa con él. Además, se van formando modelos, no sólo de la realidad del presente, sino también de la realidad que fue y de la que posiblemente será, es decir, modelos narrativos de la sucesión de acontecimientos en el tiempo, tanto hacia el pasado, como hacia el futuro. Se trata de confeccionar narraciones o historias que dan cuenta de cómo evoluciona el mundo en el tiempo y, además, de cómo se inserta en esa narración el acontecer de esa entidad personal a la que llamamos yo y que ha sido imaginada por el propio cerebro. Todo ello, le permite al ser dotado de este tipo de conciencia el concebir y planificar conductas que no vienen determinadas por el estímulo que proporciona el presente inmediato, escapando así de la estrecha prisión del momento presente.

Desde el punto de vista biológico, la aparición de la conciencia de orden superior requiere, por una parte, el desarrollo del aparato laríngeo de fonación. Por otra, el de las áreas del lenguaje del hemisferio cerebral izquierdo, las áreas de Wernicke y de Broca. Según la concepción de Edelman, primero se habría desarrollado la capacidad semántica, que a su vez presupone la existencia previa de conceptos, y después, secundariamente, se habría producido el desarrollo de la sintaxis. La sucesión temporal en esta línea evolutiva habría sido por tanto así: conceptos, semántica y, por último, sintaxis.

En la figura 2 vemos cómo a las conexiones nerviosas que explican la conciencia primaria se añaden ahora nuevos circuitos reentrantes que unen las áreas que realizan la conversión simbólica (Broca y Wernicke) con la corteza que lleva a cabo la categorización perceptual por un lado, y con los sectores corticales que contienen la memoria de valor, por otro.

Hasta aquí lo esencial del modelo de Edelman. Tomando como base este modelo, quiero hacer ahora unas consideraciones sobre algunas cuestiones que de él se derivan y que darán lugar a preguntas que, de una forma u otra, cualquier modelo de la conciencia habrá de responder.

Podemos abordar este conjunto de cuestiones si, tras admitir en líneas generales el modelo de Edelman, nos preguntamos en qué forma se relacionan entre sí las dos conciencias del modelo, la conciencia primaria y la de orden superior (obviamente en el caso de los seres humanos, que son los únicos que disponen de las dos). ¿Forman las dos parte de una unidad de funcionamiento indivisible o se mantienen ambas funciones separadas, o es posible, al menos, concebir que funcionen por separado en determinadas circunstancias? Voy a tratar de responder a esta pregunta que, a su vez, nos llevará a plantearnos otros interrogantes y a sugerir, tentativamente, algunas respuestas.

Comencemos por examinar la función de la conciencia primaria. Como hemos expuesto, se trata de la capacidad de crear una escena que se forma a partir de las percepciones del momento presente, percepciones que son integradas de manera que el sujeto las vivencia como un todo unitario, en el que los distintos elementos que componen la escena aparecen como relacionados entre sí2. Hay que añadir que en esa aprehensión de la escena ya se encuentran incluidas elaboraciones o modificaciones de la percepción que vienen determinadas por la intervención del sistema de valor, el cual aporta matices a la vivencia de la escena acordes con las experiencias pasadas del sujeto que la experimenta. Es fácil que esta concepción de la conciencia primaria nos pueda aparecer emparentada con otro concepto habitual en neurociencia que es el de «memoria de trabajo» o «memoria funcional». Se trata de un tipo de memoria capaz de retener durante un corto período de tiempo la información necesaria para resolver los problemas que se presentan momento a momento. La utilizamos constantemente para realizar todo tipo de tareas cotidianas, como hacer un cálculo aritmético, buscar un número de teléfono en la guía y marcarlo a continuación, o ver cuántas botellas de leche quedan en la nevera para ver si tenemos que comprar alguna más. Es una memoria de corta vida, cuyo contenido varía constantemente, pues ha de hacer frente a los acontecimientos cambiantes a medida que éstos se van produciendo. Actualmente sabemos con bastante certeza que su base estructural se encuentra localizada en la corteza prefrontal (Goldman-Rakic, 1992). Lo que hacen las neuronas de la corteza prefrontal es recurrir a la información que le proporcionan otras regiones corticales (como la corteza parietal) - ya sea información procedente de la categorización perceptual del momento, ya sea de la que existe almacenada a largo plazo - , y trabajar con dicha información para acabar tomando una decisión concreta sobre la cuestión que ha de resolverse en cada momento.

En una primera instancia, podríamos aceptar que la conciencia primaria sería prácticamente idéntica a la memoria de trabajo, solamente que ambos conceptos, aunque coincidentes en lo fundamental, subrayan o acentúan aspectos distintos de un mismo proceso. En el caso de la conciencia primaria, se pone el énfasis en la vertiente perceptiva del proceso consciente, en la creación de la escena perceptual de la que nos habla Edelman. En cambio, en el caso de la memoria de trabajo el acento recae sobre la vertiente decisoria de ese mismo proceso consciente. La memoria de trabajo cumple su misión al tomar decisiones y su razón de ser es precisamente esa toma decisiones en función de toda la información a la que tiene acceso.

Establecer una identidad o coincidencia entre la conciencia primaria y la memoria de trabajo no parece encontrar grandes obstáculos en los animales dotados tan sólo de conciencia primaria. Sin embargo, al pasar a la especie humana o a cualquier otro ser vivo para el que se postulara una conciencia de orden superior surgen inmediatamente problemas. ¿Cómo se relaciona la memoria de trabajo con la capacidad simbólica de las estructuras productoras del lenguaje?

Baddeley (1992) afirma que el término de memoria de trabajo «se refiere a un sistema cerebral que proporciona almacenamiento temporal y manipulación de la información necesaria para realizar tareas cognitivas complejas como la comprensión del lenguaje, el aprendizaje y el razonamiento». En el modelo de memoria de trabajo que Baddeley propone existiría una especie de «ejecutivo central» o controlador atencional que supervisa o controla a varios sistemas subordinados subsidiarios (o sistemas esclavos), de los cuales identifica a dos: el llamado bucle fonológico y el bucle visuo-espacial. Lo que me parece interesante del modelo de Baddeley (y por eso lo menciono aquí, aunque no pretendo analizarlo con más detalle) es el aspecto de subordinación que caracteriza al bucle fonológico con respecto a la instancia del ejecutivo central. Más allá de las características particulares de uno u otro modelo, me parece importante averiguar cuál es la relación existente entre la instancia que en último término toma las decisiones y la capacidad lingüística. El modelo de Baddeley sugiere que existe una instancia central que puede consultar diversas fuentes de información y de procesamiento en función del problema que tenga que resolver. Entre las capacidades a las que puede recurrir se encuentra la capacidad lingüística, la cual, por muy importante que sea, se encontraría subordinada en cierta forma a la instancia decisoria central.

Si se admite un modelo de este tipo en el cual la capacidad lingüística sea dependiente de otra instancia distinta, que es la que en definitiva va a tener la capacidad decisoria, podemos tener problemas con el modelo de Edelman, ya que en éste no se concibe que la conciencia de orden superior pueda hallarse subordinada a la conciencia primaria. O cambiamos de alguna manera la función que asignamos a la conciencia primaria, o admitimos la existencia de una tercera instancia, distinta tanto de la conciencia primaria como de la de orden superior, que integraría las funciones de ambas.

Una buena parte de estas dificultades proviene de que en el mundo científico aún no tenemos una idea clara de cómo se relacionan entre sí el lenguaje y la conciencia. Muchos de los investigadores que la estudian muestran una gran reticencia a asignar capacidad consciente, en la especie humana, a procesos que no sean lingüísticos. De hecho, no es infrecuente que entre las características de los procesos conscientes se mencione la de utilizar el lenguaje, con lo que fácilmente se etiquetaría de no consciente a una gran parte de nuestra actividad mental cotidiana, a la que, por otro lado, consideramos plenamente consciente. Sin embargo, y a pesar de que casi siempre se mencione al lenguaje como algo característico de la conciencia humana, no me parece defendible que se consideren no conscientes muchas experiencias humanas por el hecho de que en ellas no participe el lenguaje de manera inequívoca. Es fácil que aquí se esté produciendo una sencilla confusión entre dos aspectos del fenómeno que se encuentran relacionados, pero que no son idénticos. Una cosa es que todos los fenómenos conscientes puedan ser descritos por el lenguaje (con limitaciones en cuanto a la calidad y profundidad de la descripción, desde luego, ya que existen muchas experiencias subjetivas inefables, difícilmente expresables por el lenguaje de forma satisfactoria) y otra, muy distinta, que todos los fenómenos conscientes sean lingüísticos.

A este respecto, quisiera aportar tan sólo dos tipos de argumento en defensa de la afirmación de que existe experiencia consciente no lingüística. Uno de ellos lo tiene cualquier lector a su alcance. No tiene más que elegir uno de los objetos físicos que tenga delante y concentrar toda su atención en la forma y el color del mismo. Contémplelo fijamente e incorpórelo plenamente al contenido de su conciencia. Mantenga la atención concentrada en sus propiedades físicas de forma y color durante 4 o 5 segundos, sin pensar en nada más. Una vez hecha esta pequeña experiencia, piense y contéstese a la pregunta: «Cuando estaba mirando fijamente el objeto, ¿era o no era consciente?». Supongo que no tendrá ninguna dificultad en responder que era muy consciente y, al mismo tiempo, que durante el lapso de tiempo que ha durado su actividad contemplativa no ha hecho ningún uso de sus capacidades lingüísticas. Simplemente las tenía en suspenso. Ahora bien, pasados esos momentos y al ser preguntado por su experiencia, es evidente que sí que hace uso del lenguaje y que este uso le permite describir con bastante aproximación la experiencia visual que ha tenido, experiencia que ha sido consciente, pero no lingüística. Lo que es lingüístico es la descripción de la misma que posteriormente hace.

A aquellos lectores que sientan cierta desconfianza hacia el método introspectivo (aunque deban reconocer que para acercarse al tema de la conciencia es imposible prescindir completamente de él), les tranquilizará saber que una de las estrategias actuales más prestigiosas utilizadas en la investigación de la neurofisiología de la conciencia se ocupa del sistema visual y, concretamente, trata de identificar qué grupos de neuronas son los responsables de la «conciencia visual». Por ejemplo, Crick y Koch (1992) afirman que «la conciencia visual resulta de un subgrupo coordinado de neuronas corticales (y posiblemente talámicas) que disparan de una determinada manera por un período de tiempo de unos 100 a 200 milisegundos». Ese subgrupo de neuronas podría estar constituido por una población neuronal identificable, bien por su activación en un momento temporal dado (un subgrupo temporal), bien por constituir conjuntos especializados de neuronas de «conciencia», que podrían estar localizadas en la capa 5 de algunas zonas de la corteza. En cualquier caso, un requisito de estas neuronas es que proyecten directamente a algunas partes de la corteza frontal, en concreto a las áreas premotoras y prefrontales. Paradójicamente, zonas tan cruciales de la corteza visual como V1 no contribuirían con sus neuronas de manera inmediata a la conciencia visual, ya que están desprovistas de conexiones directas con la corteza frontal (Koch, 1996). Un abordaje parecido del enigma de la conciencia es el que realizan Stoerig y Cowey (1996). La existencia de estos enfoques, absolutamente neurocientíficos y que no provienen de la evidencia introspectiva, atestigua el reconocimiento de que la conciencia visual, aún separada de toda actividad lingüística, «también» es conciencia, y nos recuerda que en los seres humanos existen funciones plenamente conscientes separadas del lenguaje. Estas experiencias de conciencia visual sin actividad lingüística acompañante pueden encuadrarse sin dificultad dentro de la «conciencia primaria» de Edelman.

Por tanto, parece inevitable aceptar que el núcleo de la conciencia es algo distinto a la capacidad lingüística, aunque también es cierto que, tanto en el desarrollo como en el funcionamiento habitual de la conciencia humana, la capacidad lingüística desempeña un importante papel. Al exponer el modelo de Edelman, decíamos que la conciencia de orden superior es capaz de confeccionar modelos de la realidad de carácter tanto espacial como temporal. Examinemos, primero, los modelos espaciales. Estos modelos constituyen mapas internos de la realidad exterior que confeccionamos mentalmente y que nos permiten, en ausencia de la percepción directa de esa realidad, orientarnos en ella, imaginar posibles trayectorias que unan entre sí distintos puntos del mapa, percibir relaciones espaciales entre objetos e incluso realizar diversas operaciones mentales que implican la transformación de los datos originales, es decir, el despliegue de capacidades geométricas. Hay que decir que es muy dudoso que, al menos para una parte importante de estas funciones espaciales, se requieran habilidades lingüísticas. Es de sobra conocido que la mayoría de especies animales con cerebros complejos poseen habilidades espaciales muy desarrolladas y que muchas aves, en respuesta a sus necesidades de orientación, hacen gala de sorprendentes capacidades de análisis espacial que superan con mucho a las habilidades humanas (Delius, 1986). También es cierto, por otra parte, que el lenguaje (y otros tipos de simbolismo asociados a él) nos permite extender notablemente esa capacidad de elaborar datos espaciales. Es probable que un importante núcleo funcional de capacidades modeladoras espaciales se haya desarrollado a lo largo del proceso evolutivo de manera previa y con entera independencia de la aparición del lenguaje y que ese núcleo, en la especie humana, se vaya potenciando y adaptando a nuestras peculiares necesidades gracias al rendimiento de nuestros considerables recursos simbólicos.

Examinemos ahora la capacidad modeladora temporal. Consiste en que podemos enlazar unas con otras las distintas percepciones que de los acontecimientos se van formando en nuestra mente, según el orden de la sucesión temporal en que se producen, e integrarlas en un todo continuo, dotado de coherencia temporal. Esto presupone que concebimos la existencia del tiempo como un referente universal externo a nosotros, como una especie de hilo sinfín, a lo largo del cual es posible hilvanar los acontecimientos de nuestra existencia personal. Esta posibilidad de construir una realidad temporal no se limita sólo al dominio del pasado, sino que se extiende también hacia el ámbito del porvenir. Lo que aún no ha sucedido, pero es imaginado por nosotros en un juego abierto a un número ilimitado de posibilidades, puede también ser proyectado hacia un punto del tiempo futuro, creando así toda una realidad, inexistente aunque posible, que se utiliza para iluminar las decisiones que afectan al presente. Esta posibilidad de rebasar imaginariamente los estrechos límites del instante actual y de deambular en la fantasía por las amplias galerías del porvenir, es, sin duda, una de las adquisiciones más trascendentes de la evolución de las funciones mentales superiores. Cuando este cambio cualitativo se produjo - probablemente hace bastantes miles de años - supuso algo así como el big-bang de la experiencia interior. Pensemos, por unos instantes, la enorme diferencia que existe entre ir tomando decisiones momento a momento, en respuesta a los acontecimientos que acaecen en el ahora estricto y sin poder recurrir apenas a dato alguno del pasado, y la posibilidad de sustraerse a gran parte de las exigencias del presente y de contemplar los sucesos actuales, los del pasado y los de un posible futuro, como accidentes de un paisaje amplio y abierto sobre el que podemos descansar nuestra mirada mientras demoramos cualquier decisión hasta haber valorado toda la situación en su conjunto.

Una consecuencia extraordinariamente potente de la posibilidad de confeccionar modelos temporales del mundo es la facultad que poseemos de concebir e inventar narraciones o relatos. En una narración se van trabando unos con otros varios acontecimientos de la realidad percibida o inventada, postulando la existencia de determinados nexos causales entre los mismos, que, aunque no se correspondan necesariamente con la realidad, desempeñan la misión de enlazar unos con otros los distintos componente básicos del relato, dándoles sentido y unidad.

La función de la narración consiste precisamente en unir entre sí diversos aspectos aparentemente inconexos de la realidad y conferirles una unidad compatible con el sistema de creencias y la capacidad explicativa que posee la mente que produce la narración. La mente aporta, no sólo el material de los acontecimientos tal como ella los percibe (lo cual ya supone una cierta actividad creadora), sino también y sobre todo, la trama que los encadena y los unifica. Como afirma Paul Ricoeur (1987), «la innovación semántica consiste en la invención de una trama, que también es una obra de síntesis: en virtud de la trama, fines, causas y azares se reúnen en la unidad temporal de una acción total y completa».

Las narraciones son, por tanto, instrumentos muy poderosos para agrupar una gran cantidad de hechos y de relaciones entre hechos en una unidad global. Sólo a base de la asimilación de las narraciones recibidas de los demás y de la invención de las nuestras propias, somos capaces de integrar y de manejar cantidades ingentes de información sobre el mundo que nos rodea, incluyendo también aspectos del pasado y del futuro. Debido a su labor sintetizadora contribuyen de manera destacada a la toma de decisiones.

Desconocemos cuánta capacidad narrativa será posible desplegar en ausencia del lenguaje tal como los seres humanos lo conocemos. Lo más probable es que esa capacidad exista, pero muy limitada, debido principalmente a dos circunstancias: por un lado, a la carencia de símbolos que permiten condensar aspectos amplios de la realidad en pocas unidades fácilmente manejables y, por otro, a la incapacidad, en ausencia del lenguaje, de crear largas retahílas de conceptos enlazados entre sí.

Si retomamos nuestra reflexión sobre la conciencia, es fácil imaginarnos que la instancia central de la que antes hablábamos, tenga acceso, entre otras informaciones disponibles, a estas capacidades de modelado espacio-temporal de la realidad, y por ende, también a la capacidad lingüística, junto con todos los productos narrativos que ésta comporta. No perdamos de vista la función globalizadora que la conciencia desempeña. Como dice Baars (1997), la conciencia es «un instrumento para acceder a, para diseminar e intercambiar información, y para ejercer coordinación global y control»3. En definitiva, el resultado final de estas operaciones va a ser la toma de decisiones, que se lleva a cabo tras acceder a toda la información asequible en el momento, entrecruzarla con la información almacenada en los diversos tipos de memoria disponibles y llegar a un cierto desempate entre las diversas posibilidades de actuación (o no actuación) que se vislumbran como posibles.

Examinaremos ahora, brevemente, algunas características de la actividad cerebral que culmina con lo que llamamos una decisión. Se trata de un proceso que nos resulta todavía bastante desconocido, aunque en la vida cotidiana estamos tomando pequeñas o grandes decisiones continuamente. En relación con este proceso se encuentra uno de los grandes olvidados de la psicología: la voluntad.

Recientemente, Kim y Shadlen (1999) han logrado identificar neuronas de la corteza prefrontal que constituyen correlatos neurales de una decisión perceptiva simple. Se trata de una tarea visual en la que monos rhesus tienen que informar sobre la dirección en que se mueve un conjunto de puntos en una pantalla. Sólo dos direcciones son posibles, derecha e izquierda, y los monos comunican su decisión por medio de movimientos oculares realizados en la dirección que juzgan correcta. La dificultad de la tarea se puede regular a voluntad del experimentador, ya que si todos los puntos se mueven en la misma dirección la tarea resulta fácil, pero si un número de puntos se mueve de forma no coherente con el resto, la tarea se complica y el animal comienza a cometer errores. La representación del movimiento se realiza en las áreas visuales extraestriadas MT y MST, concretamente en pequeños grupos neuronales que han sido identificados. Kim y Shadlen, en este trabajo, trataron de averiguar cómo la actividad de estas neuronas extraestriadas se transforma en una decisión expresada por la respuesta motora. Para ello, introdujeron un tiempo de demora entre la visión de los puntos en movimiento y la respuesta motora ocular que indica el sentido de la decisión perceptiva. Durante esta demora, las células de MT cesan en su actividad, de manera que deben ser otros grupos celulares los que durante ese tiempo retienen la información referente a la decisión. Son las neuronas del córtex prefrontal dorsolateral (áreas 8 y 46), identificadas por Kim y Shadlen, las que preservan la información crucial y aquellas cuya actividad corresponde a la elección del animal, no a la evidencia acumulada en las áreas extraestriadas. Como comenta Schall (1999), quien pueda conocer la actividad de estas neuronas prefrontales, se encuentra en condiciones de «predecir» cuál va a ser el sentido de la decisión del animal, ya que son ellas las que revelan la intención del mono de mover los ojos en una u otra dirección. Kim y Shadlen concluyen que sus datos sugieren que «las neuronas prefrontales hacen probablemente algo más que mantener la información en la memoria a corto plazo. Parecen estar implicadas en la acumulación (es decir, integración) y comparación de las corrientes sensoriales que conducen a un resultado categorial o a un plan conductual» (Kim y Shadlen, 1999). Estos datos puntuales sobre el sustrato neuroanatómico de las decisiones son perfectamente coherentes con lo que sabemos sobre el lóbulo frontal y su implicación en el análisis global de información y en la planificación de la conducta.

Siguiendo a Damasio (1995) podemos distinguir distintos tipos de decisiones, según su grado de complejidad y la implicación de la conciencia que requieren. Existen multitud de decisiones, como la que acabamos de describir, en las que no es necesario manejar demasiada información. A este tipo pertenecen muchas decisiones «fisiológicas», que nuestro organismo está tomando continuamente (por ejemplo, la regulación de la presión arterial o de la frecuencia cardíaca), decisiones que generalmente se producen a nivel subcortical, sin la participación de la conciencia. Otro escalón en la jerarquía de las decisiones lo constituyen aquellas situaciones en las que el instinto de supervivencia nos obliga a actuar de inmediato en un sentido o en otro, como pueden ser el huir o el enfrentarse con un agresor, evitar colisiones o caídas, etc. En este grupo de decisiones suelen participar mecanismos tanto inconscientes y automáticos, como deliberados y conscientes, aunque éstos deban elegir, en general, entre una gama de opciones muy limitada. Por último, existen las decisiones más complejas, que se toman siempre con el concurso de la conciencia y que requieren la integración de una gran cantidad de información que se encuentra almacenada en diversas zonas corticales y que se refiere a nuestro conocimiento del mundo y también a nuestra experiencia con el mundo, es decir, que integra datos procedentes del mundo externo del pasado, del mundo externo del presente y de cómo nuestro sistema de valor evalúa esos datos ahora y de cómo los evaluó con anterioridad. Esta compleja labor integradora requiere la participación de numerosas áreas corticales y subcorticales (pensemos, por ejemplo, en la información de carácter emocional suministrada por la amígdala) y, según nuestros conocimientos actuales, la lleva a cabo el lóbulo frontal, sin cuya colaboración la calidad de las decisiones tomadas empeora notablemente, como lo atestiguan los pacientes que tienen lesiones importantes en esta zona tan crucial de la corteza (Bechara, Damasio, Damasio y Anderson, 1994).

Veamos ahora algunas características de estos procesos de decisión que protagoniza la conciencia y que consisten en el escrutinio de una gran cantidad de información referente al pasado, al presente y a un futuro posible, y en la adopción de una actitud concreta resultante de todo ese trabajo integrador. Aunque se trata de procesos mentales por naturaleza indivisibles, para facilitar nuestra comprensión, podemos distinguir algunos parámetros o coordenadas que, como hilos conductores, encontramos en todos ellos. Aquí voy a fijar mi atención sólo en tres. Primero, la finalidad que persiguen (la meta que inspira todo el proceso decisorio). Segundo, el horizonte temporal en el que se enmarca este proceso. Y tercero, el sujeto que lo lleva a cabo. Se podrían expresar de forma abreviada diciendo: para qué, para cuándo y quién decide. Comentaré, brevemente, el contenido de estas tres preguntas.

Comencemos con la meta u objetivo que inspira las decisiones. La meta es clara en las situaciones en las que está en juego la propia supervivencia. Cuando se halla en peligro la vida, todas las especies animales, incluyendo la humana, ponemos en marcha los recursos físicos e intelectuales disponibles para encontrar una solución al peligro que nos amenaza y para preservar la vida. Continuar vivos es, en condiciones normales, la finalidad prioritaria de todos los seres vivos, aunque existen situaciones excepcionales (en las que no pretendo entrar ahora) en las que otras metas pueden lograr prioridad sobre la de conservar la propia vida. Fuera de las situaciones de riesgo vital agudo, la vida animal discurre bajo los auspicios de una meta más global y continua que es la de optimizar la supervivencia a medio y largo plazo. La búsqueda de agua y de alimentos, la construcción de refugios para poder descansar y para protegerse de las inclemencias del tiempo y del peligro de los predadores, las conductas reproductivas y la vida social adaptada a las exigencias de cada especie concreta, determinan los objetivos en función de los cuales los animales toman las decisiones cotidianas. Se trata de una existencia que podríamos describir como «reactiva», en el sentido de que las elecciones que se hacen vienen determinadas sobre todo por las características del mundo externo en un momento dado y su relación con las necesidades del medio interno de cada individuo. Si tiene sed y existe un riachuelo en dirección norte, se encaminará al norte. Si, por el contrario, la fuente de agua se halla al sur, se encaminará al sur. El individuo reacciona al ambiente, su capacidad de planificación es escasa (o se trata de una planificación genéticamente programada) y, en muchas especies, probablemente nula. El cerebro humano, sin embargo, posee la capacidad de enfrentarse a los mismos problemas de otra manera. Por un lado, ha ido aprendiendo a manejar el mundo externo y a disminuir su dependencia inmediata de él. Hasta cierto punto lo controla y consigue que se acople a sus necesidades. Por otro lado, es también capaz de postponer la satisfacción de muchas de sus urgencias internas y de emplear ese tiempo que le ha conquistado al determinismo en la planificación de su conducta y en la transformación del mundo externo. El resultado de estas nuevas capacidades es que los objetivos de la conducta ya no son impuestos casi exclusivamente por las circunstancias externas, sino que se crea un espacio en el que el individuo puede crear sus propias metas. Los seres humanos, cuando la presión del medio externo no es agobiante y podemos ejercer de tales, subordinamos la toma de decisiones a la obtención de metas parciales que nosotros mismos hemos definido. Podemos, por ejemplo, correr varios kilómetros al día porque nos hemos propuesto participar en una maratón o trabajar duramente para ganar dinero, sin que ni una cosa ni la otra nos vengan impuestas desde afuera. Sería posible establecer toda una jerarquía de metas desde las más sencillas e inmediatas hasta las más inaccesibles y lejanas. Las metas más elevadas generan, a su vez, otras metas de rango inferior que van inspirando la toma de las pequeñas decisiones.

En este aspecto concreto de la meta u objetivo que inspira las decisiones, la característica de la conciencia humana que me parece más peculiar de nuestra especie y más digna de ser investigada, es esa capacidad que tenemos de «elegir» la meta que deseamos alcanzar. Podemos expresar esta idea de manera más directa e intuitiva si decimos que así como las demás especies son capaces de decidir entre un número de posibilidades mayor o menor según los casos, nosotros, además, somos capaces de decidir sobre las decisiones.

Examinemos a continuación el aspecto temporal de las decisiones. Me refiero al horizonte temporal en el que se toma una decisión determinada. Comencemos por lo más sencillo. Si voy conduciendo por una calle de la ciudad y, unos metros por delante de mi vehículo, salta un niño a la calzada persiguiendo una pelota, la decisión de frenar o de esquivarlo la tomo con un horizonte temporal de segundos, a lo sumo. Las representaciones mentales que puedo manejar en ese momento - si es que hay tiempo de evocar alguna - acaban confluyendo en lo que puede suceder en los próximos segundos y en sus inmediatas consecuencias. En ese tipo de decisiones de corto alcance se incluyen todas las que afectan a la supervivencia de modo inmediato, como la defensa ante un agresor, la evitación de accidentes, etc. Otro amplio grupo de decisiones se escenifican en un horizonte temporal más dilatado. Pensemos, por ejemplo, en las decisiones que tomamos cuando emprendemos un viaje largo en coche. Generalmente nos proponemos llegar a alguna localidad concreta al final de la jornada y, durante el trayecto, tenemos que tomar pequeñas decisiones como la de dónde comer, cuándo llenar el depósito de gasolina, cuándo nos concedemos un pequeño descanso, etc. Todas estas decisiones se toman con el horizonte temporal del día en curso (horizonte que, a su vez, es el resultado de una intención previa, la de pernoctar en un lugar determinado). Sería fácil ir poniendo ejemplos de decisiones que implican diversos horizontes temporales, de semanas, de meses, incluso de años. Lo que quiero resaltar aquí es que la dimensión del horizonte temporal en el que tomamos muchas decisiones es el producto, a su vez, de una decisión previa adoptada con anterioridad, es decir, que somos nosotros mismos, al igual que en la elección de la meta, quienes definimos nuestro horizonte temporal.

Abordemos, ahora, la tercera de las cuestiones enunciadas. ¿Quién toma las decisiones? Quizá sea ésta la más difícil de las tres. Sucede aquí que, de manera similar a los dos casos anteriores, la respuesta es relativamente sencilla en las situaciones en que está en juego la supervivencia. En estos casos, las decisiones, bien se toman a nivel inconsciente (como los procesos de regulación fisiológica o las reacciones motoras reflejas) o, si se hacen de manera consciente, sólo ponen en marcha las acciones que, según la capacidad intelectual y la información disponible de cada cerebro concreto, son consideradas las más adecuadas para prolongar la vida. Sin embargo, conforme nos vamos alejando de esas decisiones de supervivencia y van abriéndose las posibilidades de elección (elección de metas y de horizontes temporales), nos encontramos, en la especie humana, al menos, con la aparición de una actividad mental compleja y muy interesante. En los procesos modeladores de la realidad externa a los que antes hacíamos referencia y, como consecuencia del ejercicio del lenguaje y de la convivencia con sus semejantes, el cerebro humano concibe la realidad social como un teatro en el que varios personajes se relacionan entre sí. Uno de estos personajes, creado por el proceso modelador, se encarna o concreta materialmente en el organismo del cual ese cerebro forma parte indivisible. El cerebro trata de integrar toda la información relacionada con su organismo (información de todo tipo: corporal, intrapsíquica, social, del pasado y del futuro), en una especie de hipótesis global que es lo que normalmente llamamos el «yo» (o el «self» en contextos psicológicos) y le atribuye la capacidad decisoria, lo cual puede parecer correcto para un observador externo que contemple el teatro social, pero no es tan evidente si se considera desde una perspectiva intrapsíquica.

Este constructo mental del yo pertenece al lenguaje interno cerebral, a la explicación narrativa de la realidad que el cerebro se construye para sí mismo y, por tanto, no es observable desde el exterior, ni siquiera con las técnicas de exploración del sistema nervioso actualmente disponibles (si aquí podemos hablar del yo y entendernos es porque tanto quien escribe como mis posibles lectores tenemos acceso privilegiado al funcionamiento cerebral propio - la introspección - y podemos hacer referencia a ese fenómeno intrapsíquico que una mayoría de seres humanos obviamente compartimos). No pretendo aquí entrar en profundidad en el tema del yo, que merece un tratamiento extenso y separado, pero sí que quisiera apuntar que mi hipótesis es que el conjunto de datos que forma el entramado conceptual del yo es periférico respecto a los circuitos neurales que en última instancia toman las decisiones (y que, probablemente, implican de forma notable al lóbulo frontal). Es decir, que el yo no toma decisión alguna, aunque el conjunto de informaciones que lo componen ejerza una gran influencia en ese proceso (el yo, siendo una creación imaginaria, una imagen compuesta, evanescente y polifacética, no se encuentra en el lado «motor» del sistema nervioso, no es «agente», aunque la información que condensa sí que gravite sobre el «agente»). Dada la función integradora que el yo desempeña, cualquier decisión que los circuitos decisorios acaben impulsando es inmediatamente atribuida a él. El yo, normalmente, se apropia o engulle la autoría de todas las acciones emanadas del organismo, aunque él, como imagen fabricada que es (con la misma entidad o consistencia que la imagen que podemos tener del acueducto de Segovia, por ejemplo), resulta incapaz de acción alguna4.

El interés que el constructo del yo tiene en el tema que nos ocupa reside en esa enorme influencia que ejerce en la toma de decisiones, ya que él forma parte del único modelo de la realidad que el cerebro tiene disponible. En ese modelo de la realidad, el yo es considerado como un agente y a ese agente se le atribuye la capacidad decisoria que el cerebro (ciertas zonas del mismo) posee y que de hecho ejerce.

Ahora bien, tratándose de una imagen construida, también resulta susceptible de reconstrucción y de remodelación. De hecho, siempre estamos haciendo toda clase de reajustes en esa imagen, unos de carácter superficial, otros de naturaleza más profunda. El mecanismo decisorio - sea cual sea su localización cerebral - puede modificar o tratar de modificar (a voluntad, diríamos) elementos importantes del aspecto o del talante de esa imagen caleidoscópica que supuestamente nos gobierna (un buen día podemos cambiarnos el color del pelo, o bien llegar a la conclusión de que queremos dedicar una parte de nuestro tiempo a ayudar a personas necesitadas).

En este contexto, sólo quiero resaltar que, al igual que sucedía con la elección, tanto de la meta como del horizonte temporal, también en el caso del supuesto agente o protagonista de nuestra conducta, existe un amplio abanico de posibilidades (prácticamente indefinido) entre las que podemos elegir. Esta capacidad de elección entre un sinfín de alternativas que permanecen abiertas es lo que expresamos con la palabra libertad y significa que los seres humanos podemos determinar nuestras acciones, no sólo en respuesta y como reacción frente al mundo que nos rodea, sino que, en una medida considerable, podemos inventarnos ese mundo y darle forma.

Esta ausencia de «determinación» no se limita sólo a la actuación (o no actuación) de cara a la realidad externa. En la mayoría de los ejemplos que he mencionado hasta ahora, se daba por supuesto que, de una forma u otra, la finalidad última de la actividad consciente era la de organizar un output correcto frente a los desafíos de esa realidad con la supervivencia como telón de fondo. Lo cierto es que la conciencia también puede adoptar otro modo de funcionamiento en el cual su actividad no pretende el control del mundo exterior, sino que se contenta con la constatación de su propia existencia. Es lo que Deikman (1986) ha llamado «conciencia receptiva» o «modo observacional», frente al «modo instrumental», que es el que más frecuentemente utilizamos en la vida cotidiana.

Un mecanismo decisorio que puede realizar tareas tan variadas como las que acabo de describir, o sea, capaz de considerar un número elevado de posibles alternativas antes de emitir una respuesta y también de demorar esa respuesta o incluso de omitirla del todo (como en el modo observacional), sólo es concebible, en el plano neural, si existe toda una jerarquía de circuitos reentrantes, con niveles diversos cada vez más comprehensivos y holísticos. Fijémonos por un momento en las siguientes actividades mentales: a) «yo observo una manzana»; b) «yo me doy cuenta de que observo una manzana», y c) «yo soy consciente de que me doy cuenta de que observo una manzana», etc. Creo que la mayoría de seres humanos podrán realizar sin dificultades a y b. C comienza a ser más problemática, aunque posible con un cierto entrenamiento, y no podemos descartar que algunos seres humanos puedan ascender todavía más en esa escala de la conciencia. Lo que estos procesos sugieren es el desarrollo evolutivo de estructuras neurales situadas a niveles funcionales progresivamente más altos que se encuentran en condiciones de evaluar la actividad global de las estructuras de niveles inferiores, haciendo que la capacidad decisoria se retraiga y vaya convergiendo, por así decirlo, en estructuras más alejadas de las instancias ejecutoras. A lo largo de la evolución del sistema nervioso, a los ya existentes, habrían ido sumándose conjuntos o asambleas neurales integradoras en las que se concentrarían las funciones decisorias, liberando así parcialmente a las estructuras periféricas y produciéndose de esta manera niveles cada vez más altos de complejidad. Así, Tononi y Edelman (1998) han identificado recientemente como propiedades claves de la conciencia la integración y la diferenciación. Integración, en el sentido de que la experiencia consciente requiere la construcción de una escena unificada y diferenciación, porque esta escena precisa reunir diversos estados mentales que se suceden con gran rapidez. Se podrían caracterizar procesos neurales que pueden explicar estas propiedades y, además, ser medidas y aplicadas a datos neurofisiológicos concretos.

La integración puede comprenderse a nivel neural como la creación temporal de «clusterings» funcionales, esto es, poblaciones neuronales que interaccionan entre sí a través de circuitos reentrantes que establecen correlaciones temporales a corto plazo. Se producirían descargas sincronizadas y de alta frecuencia entre los diversos grupos neuronales componentes del «cluster», por ejemplo entre los circuitos reentrantes tálamo-corticales y córticocorticales. Sin embargo, la mera descarga sincrónica de grupos neuronales no es suficiente para garantizar la conciencia. Es necesario, además, que exista diferenciación, es decir, que se asegure un cierto repertorio de diversos patrones de actividad neural que permitan la discriminación funcional, para lo cual hay que suponer la existencia de varios subconjuntos dentro del sistema que intercambian información entre sí. La diferenciación se traduciría, en el sistema nervioso, por la complejidad neural, definida «en función del intercambio de información mutua que puede darse entre cada subconjunto y el resto del sistema y refleja el número de estados de un sistema que resultan de las interacciones entre sus elementos». Existe complejidad neural cuando se forman diversas poblaciones o asambleas neuronales que interactúan entre sí. No existe complejidad si las neuronas disparan independientemente unas de otras, ni tampoco cuando todas disparan sincrónicamente (Koch y Laurent, 1999).

Este nuevo enfoque en la búsqueda del sustrato neural de la conciencia ha conducido a Tononi y Edelman (1998) a formular la hipótesis del «núcleo dinámico», que da cuenta de estas dos propiedades fundamentales, la integración y la complejidad. El núcleo dinámico estaría formado, según estos autores, por «un gran "cluster" de grupos neuronales que juntos dan lugar, en una escala temporal de milisegundos, a un proceso neural unificado de gran complejidad». El núcleo dinámico no hace referencia a un conjunto fijo de áreas cerebrales con límites anatómicos rígidos, sino que su composición puede variar en el tiempo, de manera que zonas que en un determinado momento forman parte de él, en otro momento no se encontrarían implicadas.

La hipótesis del núcleo dinámico proporciona un mecanismo neural plausible para dar cuenta de las características de la conciencia que hemos venido describiendo a lo largo de este artículo. Es un mecanismo capaz de ejercer una función integradora y sintetizadora muy potente, pero que al mismo tiempo permite una gran flexibilidad para prestar una atención cambiante a diferentes áreas de actividad (expresión de la complejidad) e incluso para adoptar, dentro de su propio régimen de trabajo, modos diversos de funcionamiento.

Nos encontramos en un momento de la historia del conocimiento científico en el que el esclarecimiento del sustrato fisiológico de la conciencia comienza a perfilarse como un meta legítima y realista, aunque, desde luego, inmensa. Y creo que el camino para alcanzar esta meta exige que avancen en paralelo, tanto la investigación estrictamente neurofisiológica como el conocimiento introspectivo y fenomenológico de la mente. El diálogo de las ciencias de la mente y de la neurociencia tiene que ser forzosamente fructífero para las dos y es fácil imaginar que ambas disciplinas tenderán a confluir sobre la línea de un horizonte que nos oculta sin duda paisajes hoy día inimaginables, pero que marcarán el rumbo de una humanidad futura, no sólo más sabia, sino también, y precisamente por eso, más bondadosa, compasiva y tolerante.

Notas

1 He optado por utilizar el término «conciencia», en lugar del igualmente correcto (y para muchos, más adecuado) de «consciencia», en razón de la preminencia del uso (sobre todo en el lenguaje hablado) del primero. El tiempo dirá si la decisión ha sido acertada.

2 Soy consciente de las acertadas críticas efectuadas por distintos autores, entre ellos Dennett (1991), a la concepción de la conciencia como teatro, pero creo que en el contexto de este trabajo la utilización de la metáfora de la escena se hace de manera estrictamente fenomenológica, sin implicar que exista ningún mecanismo cerebral que funcione como un teatro.

3 «Consciousness... is a facility for accessing, disseminating and exchanging information, and for exercising global coordination and control».

4 Es evidente que no habría inconveniente en denominar «yo» a la instancia decisoria, aunque creo que la alternativa por la que aquí opto (la de identificarlo con la imagen global de uno mismo) se acerca más al significado habitual de la palabra. Lo que considero importante es separar ambas funciones en el plano intrapsíquico. Para un observador externo, desde luego, el «yo» (de los otros) tiene que asumir forzosamente la función decisoria y éste es uno de los orígenes de la ambivalencia de este término.

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Aceptado el 10 de junio de 1999

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