La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.
Psicothema, 1991. Vol. Vol. 3 (nº 2). 505-509
Carl N. DEGLER.
New York: Oxford University Press. 400 paginas, 24,95 dólares USA.
Cualquiera que haya vivido lo suficiente habrá visto oscilar en las ciencias sociales el péndulo herencia-medio: desde la herencia en las primeras décadas del siglo, hasta el medio en los años 30, 40, 50 y 60, para volver otra vez a la herencia en los 70, 80 y 90.
"In search of human nature" es una crónica del debate herencia-medio y una historia magistral del eco de las ideas darwinianas tanto a nivel popular como en el pensamiento de los científicos sociales. Carl N. Degler, claro admirador de las ideas sociobiológicas contemporáneas, y distinguido historiador de la Universidad de Stanford, que ganó el Premio Pulitzer en 1972 por su libro "Neither black nor white", argumenta que los conceptos darwinianos de instinto, heredabilidad y explicaciones biológicas de la conducta han vuelto, eso sí, ahora sin el racismo, sin el sexismo, sin la eugenesia y sin recurrir a la leyenda de la inferioridad inherente a los no-civilizados y a los pobres. Sospecho que el Sr. Degler está en lo cierto en lo tocante a la vuelta de la biología.
Igualmente reveladora fue la conferencia "Tres vivas a la genética conductual", pronunciada por Sandra Scarr, presidenta de la asociación de genética conductual. Aunque empezó hablando elocuentemente en contra de la inquietante idea de que en lo tocante a la inteligencia innata algo funciona mal en los niños negros, acabó concluyendo que "las diferencias de cociente intelectual entre las clases sociales son en su mayor parte genéticas".
Uno de los mensajes básicos de su conferencia fue que los hijos de padres exitosos funcionan mejor en la vida porque tiene mejores genes, y aquéllos que creen que cualquiera puede llegar a presidente no tiene muy buena opinión del cargo.
Otro signo de los tiempos apareció en el número de invierno de la revista The Public Interest. En él publicó un ensayo Richard Herrnstein, psicólogo de la Universidad de Harvard, en el que criticaba duramente a los científicos sociales y a los políticos por suprimir el debate acerca de las bases biológicas de las diferencias raciales, urgiéndoles a considerar "la posibilidad de que los diferentes resultados (en logros intelectuales, criminalidad y salud entre los negros y los blancos) sean también producto de las diferentes dotaciones medias de las dos razas".
La tesis del Sr. Degler es que tales explicaciones biológicas de las diferencias entre grupos fueron dominantes en el pensamiento social occidental desde los tiempos de Darwin hasta finales de los años 20, cuando fueron excomulgadas del discurso culto y académico. El Sr. Degler señala que aunque el propio Darwin consideraba las diferencias raciales como insignificantes, sus ideas acerca de las raíces biológicas de la conducta humana condujeron al darwinismo social. Considera que el propio Darwin al plantear que los salvajes no reunían las condiciones idóneas para la civilización dio pie inintencionadamente a los planteamientos de las diferencias genéticas entre grupos.
Señala el Sr. Degler que entre 1880 y 1925 cualquier científico podía escribir sin ningún problema en publicaciones científicas acerca del instinto maternal de las mujeres o del instinto de caza de los hombres. Cualquier persona culta podía considerar a los hombres como "no ligados a sentimientos tales como la compasión y por tanto completamente desprovistos de cualquier tipo de concepciones morales". Uno podía confesar en público que en lo tocante a las buenas cosas en la vida - inteligencia, moralidad, carácter- los negros, amarillos, mediterráneos o los blancos del este de Europa, tenían genes más bien malos. Los manuales de Sociología podían establecer que "el nigro no es simplemente un negro anglosajón deficiente en la escuela". Ensayos en The American Journal of Sociology podían proclamar que "no hay razón para que las razas no puedan diferir tanto en rasgos intelectuales y morales como es obvio que difieran en rasgos corporales", y es un error "someterlos a los mismos métodos de gobierno".
Recuérdese el caso de Al Campanis, un ejecutivo del equipo de beisbol Los Angeles Dodger, que fue despedido en 1987 después de una famosa entrevista que le hicieron para el programa de televisión Nightline en la que dijo que "realmente creo que ellos (refiriéndose a los negros que son mayoría como jugadores de beisbol) tal vez no sientan la necesidad de ser, por ejemplo, manager de campo, o manager general". Tales sentimientos no hubieran suscitado ninguna atención 70 años antes.
Pero en los años 20 las explicaciones biológicas para las diferencias grupales se convirtieron en tabú. Según el Sr. Degler, estas ideas fueron prohibidas fundamentalmente por razones ideológicas y políticas. La coalición liberal de Roosvelt las nuevas remesas de emigrantes europeos y las migraciones de los negros hacia el norte favorecieron la igualdad de oportunidades para los desfavorecidos, así como lo hicieron los educadores, simpatizantes con los grupos oprimidos, y deseosos de asumir que las diferencias entre grupos en rendimiento intelectual, conducta, talento e interés eran fundamentalmente el resultado de la discriminación social y educativa.
Algunos de aquellos educadores liberales, especialmente psicólogos y sociólogos de la Universidad de Chicago, entre los que se encontraba John Dewey, George Herbert mead y William I. Thomas, ya habían cuestionado antes la idea de que las mujeres tenían limitaciones debido a su naturaleza. Otros, incluyendo a John B. Watson y B. F. Skinner, atacaron la idea del instinto humano argumentando que cualquiera podía ser enseñado para ser o hacer cualquier cosa. Y antropólogos como Franz Boas, Robert Lowie y Alfred L. Kroeber se esforzaban en establecer que aunque todos los individuos no están igualmente dotados, todos los grupos raciales son similares en su dotación, y las diferencias en cultura y logros no tiene nada que ver con las diferencias protoplasmáticas de la tribu. Pero el Sr. Degler considera que estos liberales arrojaron el niño al agua sucia. Para 1930, cualquier mención de conceptos darwinianos tales como instinto, ajuste reproductor, ascendencia, crianza o la supuesta continuidad entre los humanos y los animales era tan inaceptable como realizar vergonzosas comparaciones entre grupos. Incluso antes de los horrores del nazismo, las explicaciones biológicas eran consideradas en el mejor de los casos como anticuadas y excéntricas, y en el peor como peligrosas y políticamente incorrectas. Prestar atención a las diferencias entre grupos llegó a ser considerado como antiamericano. Por miedo a que la idea de herencia reforzara estereotipos despreciativos perjudiciales para los derechos individuales, se estableció una cláusula de protección igualitaria alrededor de la investigación científica.
Pero resultaría a pesar de la experiencia de la guerra con las teorías de superioridad racial, el interés continuado de los biólogos y algunos psicólogos en la determinación genética de la inteligencia y otros rasgos fue irreprimible. Dice el Sr. Degler que las ideas darwinianas volvieron del exilio inmediatamente después de la segunda guerra mundial, en septiembre de 1946, durante una famosa conferencia sobre genética y conducta social organizada por el Jackson Laboratory at Bar Harbol, Me. De acuerdo con el Sr. Degler fue precisamente allí donde los biólogos comenzaron un exitoso contraataque contra los "conductistas y enemigos del concepto de instinto", pudiendo verse ahora los efectos de aquel ataque. Para el Sr. Degler, los trabajos del etólogo Konrad Lorentz, del zoólogo William D. Hamilton, el sociobiólogo Edward O. Wilson y otros muchos evolucionistas, dejan claro que los conceptos neodarwinianos han sido restaurados al lugar que les correspondía dentro de las ciencias sociales. Pero ahora, sugiere, los biólogos han fijado sus ojos en lo común de nuestra naturaleza humana -la evolución de la moralidad, dimorfismo y el tabú del incesto- y no en las diferencias entre grupos étnicos y raciales.
A, pesar de que el Sr. Degler presenta algunas tesis provocativas, emplea la mayoría del tiempo en llevarnos en un espléndido, documentado e ilustrativo tour a través de los textos, para mostrarnos la aceptación, rechazo y vuelta a la aceptación del pensamiento bisocial desde finales del 19 hasta nuestros días.
Su excursión incluye una ojeada a una copia inédita del trabajo de Gregor Mendel sobre genética que fue encontrado en la biblioteca personal de Darwin; o a oscuras tesis doctorales feministas de finales de siglo en la Universidad de Chicago; las conferencias impartidas en 1921 en la Universidad de Harvard por el teórico de los instintos William MacDougall; las cartas y ensayos de Franz Boas abogando por los matrimonios cruzados como antídoto del prejuicio; y textos recientes sobre la genética del altruismo y los debates acerca de la sociobiología.
En el tour del Sr. Degler uno también aprende cosas notables acerca de algunas de las personas que han moldeado el pensamiento del siglo 20: Alfred Russel Wallace, uno de los fundadores de la teoría de la evolución, terminó creyendo que el cerebro humano era demasiado especial para haber sido moldeado por la evolución, lo que le condujo a postular una inteligencia superior y abrazar el espiritualismo; Franz Boas, el padre de la antropología americana, que suele ser considerado como un relativista cultural, creía que "detrás de todas las culturas yacía realmente un sistema común de valores, especialmente manifiestos en la cultura de los europeos"; y Margaret Mead, que suele ser tildada como una determinista cultura extrema, se tomó gran interés en los fundamentos biológicos de las diferencias de género, considerando que las mujeres estaban peor dotadas para la guerra.
También descubre que a finales de los 70 requería coraje defender como lo hizo la socióloga Alice Rossi, que "las diferencias entre hombres y mujeres no son simplemente una función de la socialización, producción capitalista, o patriarcado", asimismo se aprende que los sociobiológicos dicen haber refutado una de las asunciones básicas del psicoanálisis -el principio del deseo incestuoso- sin que la mayoría de los psicoanalistas parezcan haberse dado cuenta de tal hecho.
Uno de los puntos más sorprendentes es cuando el Sr. Degler afirma que los partidarios de la eugenesia de primeros de siglo, que proponían la esterilización forzosa de los retrasados mentales y criminales, eran un grupo de liberales. Después de la derrota de la exquisita noción ética de Lamark de que las características que uno adquiere por medio del esfuerzo personal y el uso se pasan biológicamente a futuras generaciones, no parecía haber incentivo biológico para trabajar duro. En el nuevo mundo científico mendeliano el esfuerzo personal no tenía ya efecto sobre los propios genes. No había premio. Los niños no podían confiar en los beneficios plasmáticos debidos al esfuerzo de los padres.
Pero el primo de Darwin, Sir Francis Galton, y creador del movimiento eugenésico, encontró un rayo de luz en la nube mendeliana. Empezó a promover la esperanzadora idea de que aplicando los principios de la crianza de las plantas y los animales a los humanos el mundo se convertiría en un lugar mejor. Todo el mundo en las futuras generaciones podría estar en el 10% superior. Con una planificación a largo plazo y algunas restricciones en el no regulado mercado de los genes, la especie podría verse libre de enfermedad, criminalidad y estupidez. Así en 1911, cuando muere Galton, el mundo estaba lleno de optimistas y reformadores eugenistas: Charles Elliot, rector de la Universidad de Harvard, Sidney y Beatrice Webb, o Winston Churchill. Curiosamente, el Sr. Degler nos recuerda que fue la Iglesia Católica Romana, y los estados del sur, y no los vanguardistas y más científicos del norte, los que más resistencia opusieron a las leyes de esterilización.
Sin embargo el libro no está exento de defectos. La mayor laguna es que el tour intelectual del Sr. Degler es mucho más sólido que la defensa que hace de su tesis. Sin tratar de criticar un trabajo tan bien hecho, sin embargo soy escéptico acerca de varias cuestiones.
La tesis de que la biología ha vuelto, pero no como una explicación de las diferencias grupales, sólo se puede sostener, me parece a mí, relegando a las notas a pie de página la mayoría de la literatura sobre genética conductual. Quizá el Sr. Degler juega seguro con tópicos tabú al acercarse a las ansiedades contemporáneas. Pero sea cual sea la razón, su interesante historia decae después del encuentro de 1946 en Bar Harbor. El inevitable y maravilloso hecho de la diversidad humana y variedad cultural se pierde en una ola de entusiasmo por los logros de los nuevos biólogos, quienes en el tópico de las diferencias grupales, tal como lo presenta el Sr. Degler, parecen evasivos y con muy poco nuevo que decir.
Por ejemplo, la posición sociobiológica contemporánea que el Sr. Degler atribuye a E.0. Wilson -que las diferencias entre especies son fundamentalmente genéticas pero las diferencias entre los grupos humanos fundamentalmente aprendidas- podía fácilmente haber sido escrita por franz Boas, Alfred Kroeber o Ruth Benedict, o casi cualquier otro determinista cultural o teórico del aprendizaje de los años 30-40. Se eluden así las posibles implicaciones de la sociobiología.
La auténtica noticia en 1991 es que con la vuelta de la biología social, el estudio de la biología de la raza, de la cultura y de las clases sociales no puede estar muy lejos. Liderado por investigadores que consideran que bien sea la temática de la intolerancia a la lactosa, el razonamiento matemático o la timidez, la posibilidad de la determinación genética de las diferencias grupales es un tópico apropiado para la investigación científica, tal como lo era en 1890.
El Sr. Degler más que enfrentarse a este significativo y arriesgado debate intelectual lo rehuye.
Además el Sr. Degler no trata de desarrollar una teoría creíble del papel del dogma en la ciencia. Por ejemplo, argumenta que las explicaciones biológicas de la conducta social dejaron de estar de moda durante la época de Roosvelt por razones políticas e ideológicas. Y aunque esto no deja de ser plausible es presentado como una línea desechable. El Sr. Degler apenas intenta analizar cuáles podían haber sido aquellos objetivos políticos. ¿Estaban los enemigos de las explicaciones biológicas tratando de asegurar un tratamiento equitativo para todos independientemente de su grupo de pertenencia, o estaban tratando de formar nuevos grupos de interés (por ejemplo, sindicatos) no divididos por odios étnicos, raciales o de género, o tenían otras razones?
El análisis del dogma es incluso menor cuando el Sr. Degler aborda las doctrinas del panorama biosocial contemporáneo. Está tan impresionado por ellas que su postura adquiere una posición asimétrica sorprendente, considerando que cualquiera que sea la influencia que la ideología pueda haber tenido sobre la ciencia, ésta acabó en septiembre de 1946, cuando la auténtica ciencia, la ciencia darwiniana, comenzó de nuevo.
La tesis del Sr. Degler está defendida tan poco sistemáticamente, y está tan cerca de su corazón, que casi puede dejarse como colateral de su rica y estimulante exégesis de numerosos y diversos textos de ciencia social, tanto viejos como actuales. Su contenido histórico es importante para los debates contemporáneos sobre raza, género o etnias.
Y efectivamente, después de seguir al Sr. Degler a través de las oscilaciones del péndulo herencia-medio parece claro que la última cosa que necesitamos en nuestra sociedad actual es una enconada confrontación entre los renacidos darwinistas sociales, dispuestos a estigmatizar grupos genéticamente inferiores en nombre de la ciencia dura y de la libertad de expresión, y los renacidos deterministas sociales, deseosos de homogeneizar el mundo en nombre de la justicia social y de la igualdad de derechos. El pluralismo y valoración de la diferencias, es la primera víctima de tales confrontaciones, pues es rechazado por ambos bandos. La jerarquía, inherente a la excelencia, es la segunda víctima, al ser despreciada como generadora de la opresión. Y la justicia es la tercera víctima, dado que el tratamiento uniforme es a menudo injusto, como Anatole France captó bien en su irónico comentario acerca de la mayestática igualdad de la ley francesa, que prohibía a los ricos y los pobres por igual dormir debajo de los puentes de París.
¿Podremos compaginar las diferencias, la justicia, la excelencia, la solidaridad y la decencia dentro de nuestro tejido legal y moral? ¿Puede nuestra sociedad plural aprender a sentirse confortable con la diversidad? Está por ver. Dado que nuestra democracia liberal asiste expectante al comienzo de otro asalto de los debates acerca del pluralismo, multiculturalismos, y diferencias grupales, nos incumbe el comprender por qué tales debates son tan difíciles, penosos, amenazantes, a veces moralmente aborrecibles, y por qué y en qué términos debemos no obstante tenerlos. El libro comentado es una introducción indispensable y sólida para el debate.
(1) Psicothema agradece al New York Times el permiso concedido para publicar esta revisión que apareció en el New York Times Book Review de 17-3-91