Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
We currently publish four issues per year, which accounts for some 100 articles annually. We admit work from both the basic and applied research fields, and from all areas of Psychology, all manuscripts being anonymously reviewed prior to publication.
Psicothema, 1995. Vol. Vol. 7 (nº 1). 219-231
Anastasio Ovejero
Universidad de Oviedo
Por razones políticas, ideológicas y sobre todo económicas, la psicología española no comenzó a desarrollarse plenamente hasta los años 70 del presente siglo. Sin embargo, ya en el siglo XVI tenía España algunos de los más centrales autores de la psicología de aquel tiempo y de un enorme alcance incluso para la psicología actual: Juan Huarte de San Juan y su Examen de Ingenios y especialmente el valenciano Juan Luis Vives y su De Anima. Pues bien, en este trabajo, y con motivo de que nuestra Facultad de Psicología de la Universidad de Oviedo se traslada al viejo convento en que vivió y trabajó Benito, J. Feijoo, se analiza la figura de este monje benedictino como puente que fue entre aquellos autores renacentistas que hemos mencionado y la actual Psicología Española, haciendo un breve análisis de algunas de sus principales aportaciones a la Psicología y a la Psicología Social.
Short considerations on Feijoo's contributions to the Spanish Psychology. Spanish Psychology did not begin to develop completely untill the seventies of the current century because of political, ideological and economical reasons. However, we can find in Spain in the XVI Century, some of the most important authors in Psychology at that time that the were going to have a great influence for current Psychology. We are talking about Juan Huarte de San Juan and his Examen de Ingenios and mainly the Valencian Juan Luis Vives and his De Anima. Taking the occasion that our Faculty of Psychology at Oviedo is moving to the old Monastery where Benito J. Feijoo lived and vorked, in the present paper, the roll of this this Benedictine monk as a bridge between the Renaissancist authors mentioned above, and the current Spanish Psychology is analyzed, withe abrief analysis of some of his main contributions to the Psychology and the Social Psychology.
Introducción
Con cierta frecuencia, la prosperidad económica y el dominio político de un país se relacionan en alto grado con su progreso científico y de pensamiento. Si ello es así, no es de extrañar que en España no se haya desarrollado una psicología fuerte hasta prácticamente los años 70 del presente siglo, pues cuando nuestro país fue dominante a nivel mundial no existía la psicología y cuando se desarrolló la psicología ya no era en absoluto dominante. A ello habría que añadir algunos rasgos centrales de la conformación del pensamiento español a lo largo de los últimos cinco siglos, entre los que sin duda destaca la influencia de los sectores más conservadores de la Iglesia. En efecto, justo cuando España tenía recursos para que se hubiera creado una fuerte tradición de pensamiento y científica en nuestro país, es decir, en tiempos de Felipe II, no sólo no se creó tal tradición sino que incluso este rey llegó a prohibir a los españoles salir fuera de España a dar clases o a recibirlas. Además, la Contrarreforma y particularmente la Inquisición impidieron radicalmente tales desarrollos, hasta el punto de que, aunque erróneamente, se ha llegado a dudar de la existencia de un Renacimiento español, a pesar de que fue por aquella época cuando tuvo lugar el dominio español. A pesar de todo ello, la lglesia y la Inquisición no consiguieron impedir la eclosión de algunas, no muchas, grandes personalidades, entre las que indiscutiblemente destacan dos por su importancia para la psicología posterior: Juan Huarte de San Juan y su Examen de Ingenios (1574) (véase Velarde, 1993) y sobre todo Juan Luis Vives y su De Anima (1538), aunque el primero fue incluido en el Indice de libros prohibidos del Santo Oficio y de la Inquisición, y el segundo tuvo que llevar a cabo su obra fuera de España.
A pesar de todo lo anteriormente dicho, podemos afirmar que la España renacentista ocupó un lugar en la psicologíaa de su tiempo no muy por debajo de los países intelectualmente más avanzados del momento. Sin embargo, en los siglos posteriores, a las trabas mencionadas se añadieron otras, propias de un país de segunda o tercera fila y demás inculto, donde el analfabetismo era altísimo. Todo ello llevó a nuestro país a estar durante siglos en gran medida al margen de las corrientes más novedosas de pensamiento que se iban dando en Europa. Así, también fuimos quedando en gran medida al margen de los serios intentos que iba haciendo la psicología por despegarse de la filosofía, formando una ciencia independiente o más bien particular, como diría Ortega y Gasset. Sólo en los últimos 25 años la psicología española no sólo ha cogido el tren de la modernidad sino que está más o menos a la altura de cualquier otro país avanzado. Ahora bien, entre las relevantes figuras del Renacimiento, sobre todo Vives, y la psicología española del siglo XX existe un puente que de alguna manera une ambos períodos. Ese puente no es otro que la Ilustración, el balcón por el que la historia y el pensamiento españoles se asomaron a Europa y respiraron sus aires de cambio y renovación, y aunque pronto se cerraría nuevamente el balcón, fueron muchos los españoles que después al menos supieron de su existencia e intentaron abrirle de nuevo, aunque sólo es durante los años 70 del presente siglo XX cuando tal apertura parece ya definitiva.
La Ilustración y su incidencia en España
La Ilustración o Siglo de las Luces, que aproximadamente va de la muerte de Hobbes (1679) hasta la Revolución Francesa (1789), supuso la culminación del proceso de racionalización e individualización que venía del Renacimiento, lo que iría estableciendo las condiciones que darían lugar a la aparición de la psicología, una psicología ya abiertamente empírica en sus supuestos filosóficos aunque aún no en sus resultados. Como reconoce E. Cassirer (1943, p. 22), «la Ilustración no recoge el ideal de este estilo de pensar en las enseñanzas filosóficas del pasado, sino que lo forma ella misma según el modelo que le ofrece la ciencia natural de su tiempo. Se trata de resolver la cuestión central del método de la filosofía, no ya volviendo al discurso del método de Descartes, sino, más bien, a las ‘regulae philosophandi' de Newton. Y la solución que se obtiene empuja inmediatamente la consideración intelectual en una dirección completamente nueva. Porque el camino de Newton no es la pura deducción, sino el análisis. No comienza colocando determinados principios, determinados conceptos generales para abrirse camino gradualmente, partiendo de ellos, por medio de deducciones abstractas, hasta el conocimiento de lo particular, de lo 'fáctico', su pensamiento se mueve en la dirección opuesta... Un punto de partida realmente unívoco no nos puede proporcionar la abstracción y la ‘definición' física, sino tan sólo la experiencia y la observación». Y es que para los ilustrados, que siguen aquí la tradición renacentista de hombres como Vives o Huarte, la realidad corpórea y la psíquica, en contra del idealismo cartesiano, no se reducen a un común denominador, se construyen con los mismos elementos, se enlazan según las mismas leyes. Ello determinará profundamente la dirección que tomará la psicología e incluso la psicología social, pues «también el ser social tendrá que someterse en este proceso a ser tratado igual que una realidad física que el pensamiento intenta conocer» (Cassirer, 1943, p. 34). La psicología de la Ilustración se basará en la idea de que sólo el experimento y la observación fiel y concreta de la naturaleza nos pueden proporcionar un acceso directo a la realidad empírico-concreta de las cosas. Y ello, como sabemos, sí tendrá una fuerte incidencia en la orientación que tomará la psicología, pues siguiendo a los discípulos de Newton en su lucha contra la física racional de Descartes, también los psicólogos sustituyeron la explicación de la conducta por su mera descripción. En resumidas cuentas, la Ilustración «podría calificarse como un magno y complejo empeño de estudio científico del hombre» (Cerra Suárez, 1986. p. 22). Como decía Hume (1977, p. 79). «es evidente que todas las ciencias se relacionan en mayor o menor grado con la naturaleza humana, y que aunque algunas parezcan desenvolverse a gran distancia de ésta, regresan finalmente a ella por una u otra vía». Y es que todas las ciencias, como reconoce Hume, incluso las aparentemente más alejadas del hombre, de alguna manera dependen de la ciencia del hombre, ya que, al ser el hombre el sujeto que las realiza, es necesario conocer al agente para comprender adecuadamente su obra. Es necesaria, pues, la psicología. Pero una psicología sometida, como todas las demás ciencias, a las ciencias naturales y a su metodología experimental. Esa será la herencia de la Ilustración, herencia que aún hoy día está viva en la mayor parte de la psicología y de la psicología social actuales. Es decir, el método con el que se ha de construir la ciencia de la naturaleza humana es el mismo método experimental con el que se han elaborado, y con tanto éxito, las ciencias naturales. Explícitamente lo señala Hume (1977, p. 81): «Al intentar explicar los principios de la naturaleza humana proponemos, de hecho, un sistema completo de las ciencias, edificado sobre un fundamento casi enteramente nuevo, y el único sobre el que las ciencias pueden basarse con seguridad. Y como la ciencia del hombre es la única fundamentación sólida de todas las demás, es claro que la única fundamentación sólida que podemos dar a esa misma ciencia deberá estar en la experiencia y en la observación». En concreto, a lo que aspiraba Hume era a implantar en el estudio del hombre el modelo metodológico y científico newtoniano.
Todo ello tuvo su reflejo en España, aunque, indiscutiblemente, con tintes más débiles y más difusos, como se constata en Feijoo. Como escribe José Luis Abellán (1981, p. 484), «la Ilustración no tuvo en España el carácter radical y extremista que alcanzó en otros países europeos, pero tampoco cabe afirmar -como han hecho algunos autores- que nuestro país permaneció ajeno a sus ideales. Los ilustrados españoles ni rompen ni quieren romper totalmente con el pasado nacional, pero al mismo tiempo se dan cuenta de que la línea oficial de nuestra tradición es incompatible con el nuevo espíritu de los tiempos. Por eso rechazan el estoicismo barroco y la escolástica decadente del seiscientos, pero a la vez buscan su inspiración en fuentes anteriores: el sentido crítico de Vives, la tendencia racionalista y libertaria del erasmismo, el positivismo de los médicos-filósofos, etc. El resultado no deja de tener una cierta originalidad, que permite una vez más hablar de ‘peculiaridad española'», peculiaridad reflejada en Feijoo más que en cualquier otro ilustrado.
Benito J. Feijoo (1676-1764): El personaje y sus fuentes
a) El personaje: Dos razones me han empujado a analizar la figura de Feijoo de una forma particular: En primer lugar, y ante todo, porque aunque su influencia directa sobre la psicología y psicología social en nuestro país ha sido realmente escasa, en cambio su influencia indirecta fue enorme, ya que, como luego veremos, fue el «padre» de buena parte de los movimientos y de los autores españoles que se caracterizarían por un pensamiento a la vez culto y humanista, y abierto y crítico: la ilustración española del siglo XVIII (Campomanes, Cabarrús, Jovellanos), los regeneracionistas (Costa, Picavea, etc.) e incluso los noventaiochistas (Ganivet, Unamuno, Ortega, etc.). La segunda razón es menos intelectual y más emocional y localista: Feijoo llevó a cabo toda su vida y labor intelectuales en Oviedo y justamente impartía sus clases y tenía su ya legendaria celda en el mismo edificio donde próximamente se encontrará nuestra Facultad de Psicología.
Benito Jenónimo Feijoo, gallego nacido en 1674 en Casdemiro (Orense) llega a los 33 años, exactamente en 1709, a Oviedo, donde permanecerá 55 años, hasta su muerte en 1764, cuando, contaba 88 años de edad. Como nos cuenta Abellán, y es sobradamente conocido, desde su retiro en el Convento de San Vicente, en el centro histórico de Oviedo, llevó a cabo su gigantesca obra intelectual, mediante la que intentaba desvelar los errores, supersticiones y engaños en que vivía sumergido gran parte del pueblo, a la vez que trataba de elevar el nivel cultural español, introduciendo novedades y divulgándolas entre el mayor número posible de personas, escribiendo, en consecuencia, sobre una enorme variedad de temas (filosofía, psicología, historia, etc.) (1).
Como dice Ceñal (1964), mientras que en otros países la Ilustración no supuso una ruptura sino más bien una cierta continuidad con el Renacimiento, en cambio en España, donde el Renacimiento había sido abortado por la Contrarreforma, hubo que importar el nuevo espíritu rompiendo con el pasado. Y fue Feijoo la principal herramienta para romper con ese pasado, aunque, no lo olvidemos, y a pesar de la acción rotunda de la Contrarreforma y la Inquisición, el erasmismo español del XVI tuvo sus secuelas que enlazaban con la Ilustración del XVIII. En este sentido Feijoo podría ser considerado como claro heredero del erasmismo, lo que explica que no fuera un ilustrado puro, pues si, ciertamente, posee rasgos que indiscutiblemente le acercan a la Ilustración, posee otros que le alejan de ella. De ahí que escriba Arturo Ardao (1962, p. 116): «Feijoo no fue un enciclopedista, de lo que no estuvo lejos, tampoco fue un ilustrado, en el sentido que esta expresión tuvo en el siglo de las luces... Filosóficamente, sin embargo, su obra fue un producto inequívoco de la etapa precedente, conforme todavía al espíritu renacentista, en tardía polémica antiescolástica». A lo que puntualiza Abellán (1981, pp. 494-495): «Esto no quiere decir que en su obra no estuviesen ya involucrados muchos de los caracteres que luego la Ilustración va a desarrollar, llevándolos a sus últimas consecuencias. No sólo eso, sino que Feijoo contribuyó decisivamente a que dichos caracteres se arraigasen y fructificasen en España. Aunque él mismo no fuese ilustrado, la Ilustración tiene con él una deuda que nadie puede ocultar. Su actitud es todavía la de los preilustrados... La obra de Feijoo es toda ella una expresión de los derechos de la razón y de la ciencia, lo que supone a su vez una profunda creencia en la libertad de indagación científica y racional. Desde este punto de vista, sus escritos siempre tienen un mismo sentido: reducir lo sobrenatural a lo natural». Y para conseguirlo, creo yo, Feijoo hacía psicología, evidentemente a su manera. De hecho, al menos a mi modo de ver, uno de los objetivos de la psicología consiste precisamente en intentar explicar racionalmente muchos de los fenómenos psicológicos tenidos tradicionalmente por sobrenaturales (supersticiones, sugestión, milagros, etc.).
Feijoo ocupa un lugar francamente central en la cultura española del siglo XVIII, hasta el punto de que en muchas ocasiones ambos se identifican (véase Autores Varios, 1966). Y como señala Abellán, la historiografía tradicional, y entre ella particularmente la de Gregorio Marañón (1934), ha llegado más lejos, al considerar incluso que el siglo XVIII empezaba verdaderamente en 1726, con la publicación del primer volumen del Teatro Crítico; (2); antes de esa fecha España era un desierto sumido en las más profundas tinieblas. Con la obra de Feijoo, éstas empiezan a retroceder, y él solo se convierte en el representante arquetípico de la Ilustración española. Gracias a él triunfan la razón crítica y el método experimental, que van a ser los instrumentos básicos de nuestra renovación intelectual.
Sin duda alguna, aunque algo de verdad hay en las anteriores afirmaciones, sin embargo son claramente exageradas. «Por el contrario, creo que hoy hay que defender la idea opuesta; es decir, que Feijoo es, por una parte, un continuador de la labor de los ‘novatores' y, por otra, un divulgador genial de sus ideas y planteamientos» (Abellán, 1981, p. 491). Aunque ya Menéndez Pelayo (1963, pp. 78-79) había puesto las cosas en su sitio: «Ni Feijoo estaba solo, ni los resultados de su crítica son tan hondos como suele creerse, ni estaba España, cuando él apareció, en el misérrimo estado de ignorancia, barbarie y fanatismo que tanto se pondera. Hora es ya de que las leyendas cedan paso a la historia, y que llegue a los siglos XVII y XVIII algún rayo de la vivísima luz que ha ilustrado y hecho patentes épocas mucho más remotas y de difícil acceso. Alguna culpa, quizá no leve, tenga en esto el mismo Feijoo, que de modesto no pecó nunca, y parece que puso desmedido empeño en que resaltase la inferioridad del nivel intelectual de los españoles respecto del suyo... Me parece mal estudiar a Feijoo sólo, y mirarle como excepción en un pueblo de salvajes, o como una perla caída en un muladar, o como el civilizador de una raza sumida hasta entonces en las tinieblas del mal gusto y de la extrema insipiencia».
Sin embargo, a pesar de ello, «todo lo anterior no invalida el hecho de que Feijoo sea una figura clave del XVIII, si bien no solitaria ni aislada, como hasta ahora se le había tenido; al revés, quizás él no es más que la expresión suprema de un estado de espíritu, que se ha caracterizado como Ilustración» (Abellán, 1981, p. 492).
En definitiva, aunque no en todos, sí en muchos aspectos es Feijoo, evidentemente, un ilustrado. De hecho, las principales características que le definen son estas cuatro (Cerra Suárez. 1986, pp. 65-74): criticismo, escepticismo, empirismo y eclecticismo. «Estas características son propias en general de la gran mayoría de los ilustrados. Sin embargo, no es frecuente ni fácil que un pensador las integre todas por lo problemático que resulta hacerlas compatibles. En Feijoo se equilibran e interrelacionan mutuamente en interrelación dialéctica. Constituyen, además, el espíritu básico y la orientación determinante no sólo de sus desarrollos epistemológicos sino también de los que realiza en filosofía natural, en historia, medicina, ciencias naturales y en el campo antropológico» (Cerra Suárez, 1986, p. 65). De ahí el éxito de Feijoo: sus ideas conectaban directamente con las ansias de conocimiento de los ciudadanos españoles de su tiempo. En efecto, Feijoo tuvo un éxito que no tiene parangón en la literatura española de su tiempo ni probablemente tampoco en la anterior ni en la posterior. De hecho, según Vicente de la Fuente, basándose en los datos del P. Sarmiento. fueron unos 420.000 los ejemplares que de sus obras se imprimieron en su mismo siglo.
b) Fuentes del P. Feijoo: Las fuentes en que se base Feijoo son fundamentalmente de tres clases: francesas (Montaigne, Diderot. etc.), más aún las inglesas (Locke, Bacon, etc.) y sobre todo las españolas (Vives fundamentalmente, aunque Feijoo no lo reconozca suficientemente). Así, los autores que más cita Feijoo son Locke, Newton y sobre todo Bacon. «Si algún autor suscita la admiración entusiasta y sin reparos es precisamente este autor, Bacon, a quien podemos considerar su verdadero guía espiritual» (Abellán, 1981, p. 499). Ahora bien, aunque Feijoo imitó a autores como Locke o Montaigne, fue Francis Bacon su principal inspirador, al que rendía un verdadero culto de admiración. Lo que más admira Feijoo de Bacon es su eclecticismo y su experimentalismo.
En cuanto a las influencias españolas, Feijoo no conocía a Juan Huarte, hasta que se lo descubrió, precisamente, un autor extranjero, cosa que le avergonzó mucho, como él reconoce en sus Cartas Eruditas: «¿Puede llegar a más nuestra desdicha? O, por mejor decir, ¿puede llegar a más nuestro oprobio que el que los mismos extranjeros nos den en rostro con la desestimación de nuestros más escogidos valores?».
A los que sí conoce es a Quevedo, Gracián, Saavedra Fajardo y sobre todo a Luis Vives, que realmente son los autores españoles que más huella dejarán en él, especialmente el valenciano. De hecho, Vives «aparece como el patriarca de una larga serie de pensadores, críticos y ensayistas cuyos descendientes en el siglo XVIII fueron Manuel Martí, el P. Tosca, el P. Feijoo, Mayáns y Síscar, el doctor Piquer y el polemista Forner. Sin llegar a cristalizar en un verdadero sistema filosófico, el ‘vivismo' es la corriente del pensamiento español del siglo XVI más genuina al par que la más duradera posteriormente, sin duda por ser la de mayor nivel intelectual y la de más acusada universalidad... La identidad de Feijoo con el gran humanista valenciano radica en que la filosofía sin sistema de Vives se adecuaba perfectamente a la crítica y al experimentalismo sin reglas representados por el monje benedictino» (Pérez-Rioja, 1965, p. 171). Como señala González Feijoo (1991, p. 66), «el influjo de Vives será, por otra parte, de tal importancia en el fraile gallego que incluso podríamos considerarle como uno de sus más insignes seguidores y continuadores, sobre todo en aquellos aspectos orientados a la mejora social y educativa, a la valoración de la razón frente a los principios de autoridad y a una mayor armonización entre criticismo y cristianismo».
La Psicología y la psicología social de Feijoo
Feijoo no puede en absoluto ser considerado un psicólogo ni tampoco un psicólogo social, aunque sí hay en él algunos elementos muy aprovechables para la psicología y la psicología social, elementos que provienen casi todos ellos de la fuerte influencia que sobre él ejerció Vives y, evidentemente, también Bacon o Locke. Como recientemente reconocía Carpintero (1994, p. 68), hay en Feijoo «artículos y breves tratados que hoy podrían verse dentro del campo de la psicología».
La tradición de Vives se observa en Feijoo, cuando habla de filosofía experimental y cuando escribe: «De el cerebro vienen todas estas diferentes conmociones; lo cual se evidencia de su inmediata sucesión a la impresión que hacen los objetos en el cerebro». Y también en su Teoría de las pasiones: «La experiencia muestra a todo el mundo que para las pasiones de el alma, la imaginación viva de el objeto hace el propio efecto que el objeto mismo presente. El pusilánime se conmueve y tiembla al imaginar vivamente un objeto terrible y espantoso; el enamorado, no sólo cuando tiene a la vista la hermosura que le prendió, mas también cuando piensa con alguna intensión en ella, siente en el corazón aquella conmoción propia de el amor. Esto viene de que la imaginación hace en las fibras de el celebro aquella misma impresión que hace el objeto ... Creo que en algunas pasiones, aún en la presencia de el objeto, es la imaginación quien da todo el impulso a las fibras de el celebro, o sólo mueve el objeto las fibras de el celebro por medio de la imaginación. Cuando a uno, con voz nada fuerte ni terrible, se le dice una injuria, que le irrita y conmueve la ira, no es creíble que la material circulación y sonido de las palabras, mediante la impresión que hace en el órgano de el oído, derive a las fibras de el celebro aquel movimiento de que depende la ira. Si fuese así, se irritaría el que las ove, que entendiese su significado que no: lo cual no sucede, sino que sólo se irrita cuando entiende el significado de las palabras: luego es porque, el objeto da impulso a las fibras de el celebro, sólo mediante el concepto que hace el alma de la injuria: esto es, que el alma, con la representación de la ofensa, tiene una especie de agitación, la cual induce tal movimiento en las fibras de el celebro. De este influjo, que tiene la imaginación en el celebro, viene la mayor parte de el mal que nos causan nuestras pasiones, y principalmente de el que causa la pasión amorosa». Como vemos, pues, si a Vives no le interesaba el alma sino sus manifestaciones y si el alma o psique tenía un órgano donde se asentaba que era el cerebro, cosa que luego desarrollaría Juan Huarte, también para Feijoo, que se basa en Vives, las pasiones y las sensaciones, que son las manifestaciones del alma, o sea, de la psique, tienen también su base en el cerebro.
Y finalmente, también se ve la influencia de Vives en el asociacionisrno de Feijoo, cuando escribe el siguiente párrafo, claramente «viviano»: «Es cierto que el ejercicio de juntar dos ideas en la mente o dos objetos en la imaginación engendra entre ellos cierta especie de vínculo mental, por el cual después no se puede pensar en uno sin que al mismo momento ocurra al pensamiento el otro. Tal vez un acto solo hace este efecto. Así experimentamos no pocas veces, que por haber visto a dos sujetos en tal determinado sitio, siempre que después pensamos en uno, ocurre al pensamiento el otro, y siempre que pensamos en ellos, pensamos en el sitio donde los vimos; como también pensando en el sitio, pensamos en ellos, enlazándose estas tres ideas de modo que ya no está en nuestra mano si es posible separarlas, ante cualquiera de ellas que se presente, en el mismo punto de tiempo trae consigo las otras dos». Aplicando ello al amor y sobre todo a cómo remediar el «mal de amor», hace gala Feijoo de unas técnicas de «terapia asociacionista» muy curiosas y modernas: «Lo que ha de hacer, pues, el enfermo de amor que quiere curarse, es, lo primero, elegir un objeto, o terrible, o lastimoso, u de otra especie, aquel que ha experimentado más apto a conmover su ánimo, o que más altamente le conmueve. Lo segundo, ejercitarse algo en enlazar la idea de éste con la de el objeto amado, lo cual se hace llevando algunas veces el pensamiento de aquél a éste; y esto hará a su arbitrio siempre que quiera. No será menester repetir mucho este ejercicio. Con diez o doce veces que lo haga, acaso con tres o cuatro, y aún es posible que con una sola, se liguen, respecto de su mente, las dos ideas de modo que ya le sea imposible pensar jamás en el objeto amado, sin que al momento ocurra a su imaginación el lastimoso o terrible».
En definitiva, tanto la influencia de Vives como la de Bacon hicieron de Feijoo un claro experimentalista. Que Feijoo era experimentalista no cabe ninguna duda, pero hay que tener mucho cuidado con su experimentalismo, pues ese término, asociado tras muchos años con el positivismo, podría inducirnos a error. Como señala Abellán, hay que tener cuidado al interpretar el experimentalismo de Feijoo, pues nunca le llevó a rechazar del todo el valor del elemento racional en la investigación. Así, por ejemplo, cuando escribe en su Teatro Crítico: «No bastan los sentidos solos para el buen uso de los experimentos; es menester advertencia, reflexión, juicio y discurso, y a veces tanto que apenas bastan los esfuerzos del ingenio humano para examinar cabalmente los fenómenos». Y en otro lugar del mismo Teatro Crítico: «La experiencia sin la razón es cuerpo sin alma. El caso está en saber qué razón ha de ser ésta. Lo que yo condeno son aquellos discursos ideales, deducidos de cualquiera de los sistemas filosóficos, porque como éstos son todos inciertos, es fundar en el aire el método curativo. Pero admito como precisas las ilaciones de las mismas observaciones experimentales, bien reflexionadas y combinadas».
En todo caso, el experimentalismo del empirismo inglés se tradujo en filosofía en el sensualismo. Es más, como afirma Abellán (1981, p. 512), «es difícil asignar ningún sistema ni siquiera un movimiento filosófico a la vasta transformación cultural e ideológica que supone la Ilustración. Pero -si alguna hay que elegir- no cabe duda de que el sensualismo es la que más se acerca al nuevo espíritu de los tiempos». Ahora bien, esa filosofía sensualista entró en España principalmente a través de la influencia de Locke y particularmente de su Essay Concerning Human Understandig (1690). El influjo de Locke fue «tan decisivo en nuestra historia intelectual, supone un viraje tan brusco en nuestra tradición, que no sólo merece atención en su aspecto filosófico, sino considerado desde el punto de vista de la historia de la cultura española» (Rodríguez Aranda, 1955, p. 359).
Como estamos viendo, aunque ciertamente no podemos considerarle a Feijoo un psicólogo ni tampoco un psicólogo social, sí hay en él algunas actitudes y muchas páginas tremendamente útiles para nuestra disciplina. Así, por ejemplo, y ante todo, su talante radicalmente racionalista y antisupersticioso, primer paso para la construcción de una psicología auténticamente moderna, lo que le llevó a Feijoo a combatir incansablemente todo tipo de supersticiones y horóscopos. Igualmente es útil para la psicología su fuerte experimentalismo y su interés por la observación, que luego aplica a muy diferentes temas, como los estereotipos nacionales o como los sexistas. Respecto de este último tema, es muy conocido, y sumamente interesante sobre todo por venir de un monje del siglo XVIII, su trabajo Defensa de las mujeres, donde dice: «A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones: pero donde más fuerza hace, es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas, con alguna brevedad, sobre otros capítulos, discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias y conocimientos sublimes». Y añade: «Llegamos ya al batidero mayor, que es la cuestión del entendimiento, en la cual yo confieso que, si no me vale la razón, no tengo mucho recurso a la autoridad: porque los autores que tocan esta materia (salvo uno u otro muy raro) están tan a favor de la opinión del vulgo, que casi uniformes hablan del entendimiento de las mujeres después». Obsérvese que la respuesta de Feijoo es agudísima y de una gran actualidad: generalmente se habla del poco entendimiento de las mujeres sencillamente porque son hombres los que hablan. «Al caso: hombres fueron los que escribieron esos libros, en que se condena por muy inferior el entendimiento de las mujeres. Si mujeres los hubieran escrito, nosotros quedaríamos debajo». Pero el argumento de Feijoo es aún más fino: «Estos discursos contra las mujeres son de hombres superficiales. Ven que por lo común no saben sino aquellos oficios caseros a los que están destinadas y de aquí infieren (aun sin saber que lo infieren de aquí, pues no hacen sobre ello algún acto reflejo) que no son capaces de otra cosa. El más corto lógico sabe que de la carencia del acto a la carencia de la potencia no vale la ilación: y así, de que las mujeres no sepan más, no se infiere que no tengan talento para más. Nadie sabe más que aquella facultad que estudia, sin que de aquí se pueda colegir, sino bárbaramente, que la habilidad no se extiende a más que la aplicación. Si todos los hombres se dedicasen a la agricultura (como pretendía el insigne Tomás Moro en su Utopía), de modo que no supiesen otra cosa, ¿sería esto fundamento para discurrir que no son los hombres hábiles para otra cosa? Entre los drusos, pueblos de la Palestina, son las mujeres las únicas depositarias de las letras, pues casi todas saben leer y escribir; y en fin, lo poco o mucho que hay de literatura en aquella gente, está archivado en los entendimientos de las mujeres, y oculto del todo a los hombres, los cuales sólo se dedican a la agricultura, a la guerra y a la negociación. Si en todo el mundo hubiera la misma costumbre, tendrían sin duda las mujeres a los hombres por inhábiles para las letras, como hoy juzgan los hombres ser inhábiles las mujeres. Y como aquel juicio sería sin duda errado, lo es del mismo modo el que ahora se hace, pues procede sobre el mismo fundamento».
En resumidas cuentas, si en su época -y no sólo en ella- estaba absolutamente generalizada entre los hombres la creencia en la inferioridad de las mujeres respecto del hombre en muchos aspectos, pero particularmente en lo que respecta al entendimiento, o sea, a la inteligencia, en Feijoo, en cambio, no era así de ninguna manera. Por el contrario, acudiendo a la Historia, Feijoo hace una larga lista de mujeres dotadas de gran prudencia política y económica (Artemisa, Isabel de Inglaterra, Catalina de Médicis, Isabel la Católica...) o de mujeres con gran fortaleza (Juana de Arco, Margarita de Dinamarca...), etc.
Ciertamente que muchos habían abogado por la defensa de la mujer y por la igualdad de los sexos antes que Feijoo, pero lo habían hecho casi exclusivamente por lo que respecta a la virtud, pero pocas veces en cuanto al entendimiento. Sin embargo, Feijoo se centrará fundamentalmente en este aspecto, cosa que aumenta considerablemente su mérito y su aplicación a la Psicología Diferencial. Lo que realmente pretende demostrar Feijoo con la razón, porque, como él subraya, los argumentos de autoridad no sirven, ya que la mayoría de los autores, evidentemente hombres, siguiendo la opinión del vulgo, hablan con desprecio del entendimiento de la mujer, es que las habilidades hay que desarrollarlas y, en consecuencia, si a las mujeres, lo mismo que a los hombres, no se les da la posibilidad de desarrollarlas, obviamente, las poseerán en menor grado. Como vemos, este razonamiento, aunque puede parecer obvio, con harta frecuencia es olvidado por nuestros psicólogos diferenciales.
Y concluye Feijoo, también en su Teatro Crítico, su defensa de las mujeres con estas palabras: «Sepan, pues, las mujeres que no son en el conocimiento inferiores a los hombres: con eso entrarán confiadamente a rebatir sus sofismas, donde se disfrazan con capa de razón las sinrazones».
Claramente psicosocial puede ser considerado el análisis que hace Feijoo de los estereotipos nacionales, mostrándose además como un declarado antinacionalista, pues cuando habla del Amor a la patria y pasión nacional, escribe: «No niego que revolviendo las historias se hallan a cada paso millares de víctimas sacrificadas a este ídolo. ¿Qué guerra se emprendió sin este espacioso pretexto? ¿Qué campaña se ve bañada de sangre, a cuyos cadáveres no pusiese la posteridad la honrosa inscripción funeral de que perdieron la vida por la patria?».
Y respecto de los estereotipos nacionales, escribe el fraile gallego algo útil incluso para la Psicología Social actual: «Es verdad que no sólo las conveniencias reales, mas también las imaginadas, tienen su influjo en esta adherencia. El pensar ventajosamente de la región donde hemos nacido sobre todas las demás del mundo, es error, entre los comunes, comunísimo. Raro hombre hay, y entre los plebeyos ninguno, que no juzgue que es su patria la mayorazga de la naturaleza, o mejorada en tercio y quinto en todos aquellos bienes que ésta distribuye, ya se contemple la índole y habilidad de los naturales, ya la fertilidad de la tierra, ya la benignidad del clima. En los entendimientos de escalera abajo se representan las cosas cercanas como en los ojos corporales, porque aunque sean más pequeñas, les parecen mayores que las distantes. Sólo en su nación hay hombres sabios; los demás son punto menos que bestias; sólo sus costumbres son racionales, sólo su lenguaje es dulce y tratable; oír hablar a un extranjero les mueve tan eficazmente la risa como ver en el teatro a Juan Rana; sólo su región abunda en riquezas, sólo su príncipe es poderoso... Ni se eximen de tan grosero error, bien que disminuido de algunos grados, muchos de aquellos que, o por su nacimiento, o por su profesión, están muy levantados sobre la humildad de la plebe, o que son infinitos los vulgares que habitan fuera del vulgo, y están metidos como de gorra entre la gente de razón... La vanidad nos interesa en que nuestra nación se estime superior a todas, porque a cada individuo toca parte de su aplauso» (el subrayado, que es mío; se aproxima en parte a lo que más tarde escribirán Tajfel y Turner sobre las relaciones entre identidad social e identidad personal).
De este tema, del análisis que hace Feijoo de los estereotipos nacionales, se ocupa Jiménez Burillo (1976, p. 241), al recordarnos que en los Discursos, bajo el título «Mapa Intelectual y Cotejo de Naciones», aborda Feijoo el problema de las diferencias entre unos países y otros, analizando la cuestión a través de tres sucesivos niveles: «No es dudable que la diferente temperie de los países induce sensible diversidad en hombres, brutos y plantas». Poco después añade: «A las distintas disposiciones del cuerpo, se siguen distintas calidades del ánimo, de distinto temperamento resultan distintas inclinaciones y de distintas inclinaciones distintas costumbres». E inmediatamente: «No menor, antes mayor, desigualdad que en la parte sensitiva y vegetativa, se juzga comúnmente que hay en la racional entre hombres de distintas regiones». Y rechaza Feijoo el juicio «vulgar» sobre tales diferencias: «Por lo que mira a lo sustancial, tengo por casi imperceptible la desigualdad que hay de unas naciones a otras en orden al uso del discurso». Tras examinar las «glorias» de los alemanes, holandeses, turcos, persas, etc., concluye: «Apenas, pues, hay gente alguna que, examinado su fondo, pueda con justicia ser capitulada bárbara», y aunque escribe poniendo de manifiesto la existencia de una desigualdad en torno al «uso del discurso», éste depende, dice, de «la disposición del órgano», que a su vez, está influido por «el clima en que se nace», concluyendo más adelante Feijoo: «Pero si se me pregunta qué naciones son las más agudas, responderé confesando con ingenuidad que no puedo hacer juicio seguro».
Pero tal vez donde más claramente se constata una perspectiva psicosocial en Feijoo sea en su concepción de la naturaleza humana. El hombre es ante todo un animal social, que necesita de otros hombres para vivir y para poder sobrevivir: sólo en sociedad es hombre. Pero ni la sociedad engendra a los individuos (universalismo social) ni los individuos han originado la sociedad mediante pactos (individualismo). En esta línea se coloca Feijoo, al afirmar que el hombre es un animal sociable por naturaleza, lo que, junto a la acción de las leyes, le obligarán a la solidaridad tanto para con el Estado como para con sus semejantes. Así, escribe textualmente Feijoo en su Teatro Crítico: «El hombre es animal sociable y no sólo por las leyes, mas aún por la deuda de su propia naturaleza, está obligado a ayudar en lo que pudiese a los demás hombres: especialmente al compañero, al vecino... Los que se atienen sólo a sí mismos, ni aun se pueden llamar humanos», añadiendo que si se abandona a su suerte a un recién nacido probablemente no subsistiría, e incluso si lo consiguiese, perdería sus capacidades humanas, ya que sin la convivencia con sus semejantes su espíritu se atrofiaría. En definitiva, el hombre sólo es hombre en sociedad y a través de la interacción social. ¡Qué moderno me suena esto! Sus similitudes con el socioconstruccionismo de Vygotsky, de G.H. Mead, de J. Bruner o de la Escuela de Ginebra son, creo yo, indiscutibles.
También se perciben en Feijóo ciertas ideas que luego desarrollarían psicólogos sociales como Le Bon, como se constata en su Voz del Pueblo, recogido en su Teatro Crítico (Vol. 1, p. 86): «Antes es de creer que la multitud añadirá estorbos a la verdad, creciendo los sufragios el error». Y añade: «Es el pueblo un instrumento de varias voces que, si no por un rarísimo acaso, jamás se pondrán por sí mismas en el debido tono, hasta que alguna mano sabia las temple». Como sabemos, este elitismo se repetiría después en nuestros regeneracionistas así como en Ortega y Gasset.
El propio Feijoo hacía una perspicaz observación aún válida hoy día: «Dos extremos, entrambos reprehensibles, noto en nuestros españoles, en orden a las cosas nacionales: unos las engrandecen hasta el cielo, otros la abaten hasta el abismo». Necesitamos una mayor ecuanimidad, para lo que se hace imprescindible, en primer lugar, conocer mejor nuestra propia historia como psicólogos. En buena medida son nuestras raíces. Y entre ellas la Ilustración en general y Feijoo en particular no son los menos importantes. De hecho, la influencia de Feijoo sobre las generaciones posteriores fue tremenda, tanto por sí mismo como a través de sus discípulos. Podríamos casi decir que constituye Feijoo el punto de unión entre nuestro Renacimiento, entre Vives y los erasmistas, por un lado, y el pensamiento liberal de los siglos XIX y XX, que llega a la II República, por otro. Así, en torno a la Universidad de Oviedo y a la celda del P. Feijoo en el convento de San Vicente se fue formando un interesante ambiente de curiosidad intelectual que pronto dio sus frutos, como se reflejó en lo que pudiéramos llamar «generación de los discípulos de Feijoo», formada por hombres típicamente representativos del espíritu de la Ilustración como el marqués de Segardelos y sobre todo los asturianos Campomanes y Jovellanos.
Conclusión
Como escribe Pérez-Rioja (1965), si el siglo XVIII español fue, ante todo, un intento de reforma, una posibilidad de europeización, frustrada en gran parte, lo más positivo, lo más sano, lo más entroncado con nuestra tradición de todo este intento de reforma se halla contenido -a lo largo de algo más de la primera mitad de esta centuria- en la actitud y en la obra del monje benedictino. En este sentido es como se puede y se debe interpretar hoy la expresión: el XVIII, siglo de Feijoo. O en otras palabras: Feijoo no es la gran figura representativa de lo que fue, sino de lo que pudo llegar a ser el siglo XVIII español. Vino a simbolizar, en efecto, esa ideal posibilidad española que no pudo llegar a cristalizar plenamente en el siglo XVIII.
La fama de Feijoo en su época fue inmensa, así como su influencia, como se refleja en la gran cantidad de volúmenes publicados durante el propio siglo XVIII que, como ya hemos dicho, y como reconoce también Marañón, ascendía a 420.000. Además, su influencia salió de nuestras fronteras, pues en una época como aquélla en que difícilmente un autor español era traducido a otros idiomas, s obras de Feijoo fueron traducidas al francés, italiano, inglés y alemán.
Y sin embargo, Feijoo fue más un divulgador que un científico. Como escribe Abellán (1981, p. 506), «el valor científico de la obra de Feijoo es, pues, escaso; su mérito principal es ser un gran divulgador, cuya misión es desengañar al vulgo de supersticiones, supercherías, falsos milagros, etc., pero a los sabios tiene poco que enseñarles».
«Para terminar diríamos que si bien es verdad que sobre el pensamiento del benedictino han surgido opiniones tan diversas y tan dispares como sobre el propio fenómeno de la Ilustración española, sean cuales fuesen sus diferencias, ya se le ensalce como pionero dentro del movimiento ilustrado, ya se le reduzca a simple divulgador, tenemos que reconocer, nos guste o no, que hay en toda su obra una serie de términos (razón, experiencia, observación, progreso, crítica, ciencia...) que le otorgan un lugar privilegiado en nuestra cultura y exigen se le considere un hito fundamental en nuestro pensamiento ilustrado» (González Feijoo, 1991, p. 55). Y es que, como señala Arturo Ardao (1962, p. 18), Feijoo fue «el padre de la verdadera Ilustración española, ya que no su representante».
En suma, digamos que el pensamiento español liberal y crítico, a la vez que serio y profundo, viene de Vives a Feijoo y los ilustrados (Campomanes, Jovellanos, Cabarrús, etc.) y llega, a través de los regeneracionistas, los noventaiochistas, Ortega y Gasset y los hombres de la Institución Libre de Enseñanza, hasta la II República y el auténtico renacentismo intelectual que ella supuso. La pieza central, entre los antecedentes de la Psicología española, es Vives, pero Feijoo ocupa un lugar importante como puente entre esos antecedentes renacentistas y la psicología española actual. Por tanto, ahora que la Facultad de Psicología de esta Universidad de Oviedo va a instalarse en el viejo Convento de San Vicente, de alguna manera se va a instalar sobre uno de los pilares sobre los que, al menos de una forma indirecta, se asienta la psicología española.
Notas
1. El conjunto de sus 281 escritos suelen ser clasificados en tres grandes grupos: 1) Uno, dedicado a combatir supersticiones, que es el más amplio y característico de su actitud; 2) otro, en que se ocupa de divulgar novedades sobre temas de astrología, física, matemáticas y ciencias naturales; y finalmente, 3) el tercero, que se ocupa de temas filosóficos o doctrinales.
2. También se suele conocer al Teatro Crítico de Feijoo con el nombre de Discursos, y ello se debe a que el título exacto de la obra (9 vols., 1727.1740) era: El Teatro crítico universal o discursos varios en todo género de matrices, para desengaño de errores comunes. Su otra gran obra lleva el título completo de Cartas eruditas y curiosas, en que por la mayor parte se continúa el designio del teatro crítico universal, impugnando o reduciendo a dudosas varias opiniones comunes (5 vols.,1742-1760).
Referencias
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