Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
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Psicothema, 1994. Vol. Vol. 6 (nº 3). 421-446
Juan B. Fuentes Ortega
Universidad Complutense de Madrid
Se pretende mostrar la figura histórico-cultural que permita entender la génesis y la formación del campo psicológico (antropológicamente específico) y de la disciplina psicológica, así como apuntar las virtudes histórico-interpretativas de dicha figura esbozando las principales modulaciones histórico-conceptuales adoptadas por aquella disciplina. Entendemos dicha figura como «conflicto de normas irresuelto personalmente», lo que nos exige contar con una teoría (histórico-antropológica) de la persona que nos permita entender, como una posibilidad inherente a la formación y el decurso históricos de la misma, la situación del «conflicto de normas irresuelto personalmente».
Introduction to the «personally unresolved conflict between norms » concept as the (specific) anthropological figure of psychological field. This work aims to show the historical-cultural figure which can explain the genesis and formation of the psychological field (as an specifically anthropological field) and psychological discipline, and tries to point out the historical-interpretative capacities of this figure by showing the main conceptual-historical modulations adopted by that discipline. We understand this figure in terms of « personally unresolved conflict between norms », so we need to count with an (historical-anthropological) theory of person which permits us to explain that figure as a inherent possibility of the historical formation and course of the person.
0. Introducción general
0.1. El objetivo del presente trabajo es ensayar la idea de que es posible entender la génesis y la formación de la psicología moderna como resultado de una determinada configuración histórico-cultural que caracterizaremos como conflicto de normas irresuelto personalmente.
Esta idea es solidaria de la concepción del campo psicológico como un campo eminentemente técnico (no científico, ni tampoco tecnológico -en cuanto que suponemos a las tecnologías como aplicaciones de resultados científicos preexistentes-), lo que quiere decir que se trata de un campo cuyos contenidos semánticos serán básicamente continuos respecto de las demandas y operaciones prácticas en función de las cuales dicho campo se organiza (a diferencia de las ciencias, cuyos campos semánticos se muestran discontínuos respecto de las demandas prácticas que satisfacían las técnicas de las que provienen por efecto del cierre operatorio generado en el interior de dichos campos (1) ).
Nuestro enfoque asume, pues, que el campo de la psicología moderna se genera en función de unas muy determinadas demandas prácticas asimismo generadas histórico-culturalmente, de modo que la propia contextura u organización (semánticas) de dicho campo se resuelve básicamente en su integridad en su propia génesis funcional (pragmática) consistente en el cumplimiento de aquellas demandas prácticas. Para entender, pues, la organización o contextura de campo psicológico será preciso entonces perfilar la configuración de dichas demandas prácticas, y es dicha configuración la que pretendemos apresar mediante la idea del «conflicto de normas irresuelto personalmente».
0.2. Nos apresuramos a señalar que la figura del «conflicto de normas irresuelto personalmente» la entendemos, antes que como una mera configuración sociológica, o incluso histórico-sociológica, mas bien como una figura de tipo antropológico, es decir, como una figura cultural que puede brotar de diversos contextos histórico-sociológicos sin reducirse no obstante por esto a ninguno de ellos en particular. Se trata, podríamos decir, de una configuración cultural genérica por respeto a los diversos contextos histórico-sociológicos de los que puede brotar, a la vez que posterior a dichos contextos, es decir, generándose siempre a través de dichos contextos y no al margen o con anterioridad a ellos. Se trata por tanto de una figura en cierto modo más amplia que la que les corresponde a las configuraciones sociológicas históricamente determinadas, pero a la vez (antropológicamente) más precisa por lo que toca precisamente a los propósitos que con ella buscamos, es decir, a efectos de discernir la génesis y organización del campo psicológico. No será de extrañar por ello que, aun cuando sea sobre todo sin duda en el horizonte histórico de la modernidad occidental donde la veamos brotar con los perfiles más nítidos y acusados (diríamos, con sus perfiles por antonomasia) -y a partir de ella, a la formación académica de la disciplina psicológica moderna-, pudiéramos reconocerla asimismo brotando -y con ella a formas más o menos nítidas de psicología (mundana) ejercitada- en otros contextos histórico-sociológicos distintos, como podrían ser, por ejemplo, característicamente, la fase helenística de la evolución histórica de la Grecia clásica, o la fase imperial de la historia de la Roma clásica (posibilidades éstas que en cualquier caso deberían ser verificadas mediante minuciosos estudios históricos) (2).
1. El concepto de 'norma'
1.1. Para construir el concepto apropiado a la figura que buscamos, es preciso comenzar por dibujar el concepto de norma. Deducimos básicamente el concepto de «norma» del carácter esencialmente cooperativo de las operaciones humanas, cuando en dichas cooperaciones vemos abrirse paso alguna estructura sintáctica tal que permite que los distintos individuos (corpóreos) operatorios resulten en principio recíprocamente intercambiables respecto de las diversas posiciones operatorias contempladas por la estructura sintáctica de la norma en cuestión. Las normas son, pues, básicamente, reglas cooperativas (cooperatorias, sintácticas) de construcción, que por ello mismo (por su carácter formalmente sintáctico-cooperatorio, no físico-natural) pueden sin duda dejar de cumplirse («infringirse»), mas de suerte que a su vez pueda especificarse (desde la propia regla) el sentido en el que no han sido cumplidas. Se entiende, desde luego, que estas normas han de surgir -digamos, «filogenéticamente»- del enfrentamiento entre rutinas etológicas diversas, pero la resolución de dichos enfrentamientos adquiere formalmente la figura de una norma en el punto en que veamos abrirse paso la estructura cooperatoria sintáctica que hemos señalado.
Y estas reglas de construcción pueden aplicarse, sin duda, no sólo a las entidades y procesos fisicalistas, deviniendo así reglas de producción de los objetos que constituyen el ámbito de lo que muchos antropólogos denominan «cultura material», es decir, de la cultura dada en el eje de los «medios de producción» -por ejemplo, la cultura de la fabricación de un hacha paleolítica, de una cabaña neolítica, de un canal de regadío, de un templo, o de un aeroplano-, sino también a las relaciones mismas sociales entre los hombres, es decir, a las relaciones inter-operatorias de los sujetos operatorios dadas en el eje de las «relaciones sociales de producción», deviniendo así una cultura (por cierto, no memos material, y siempre conjugada o entretejida con la anterior) asentada en el ámbito de lo que podríamos llamar la reproducción social de los medios de producción -por ejemplo, la cultura de las reglas de parentesco de una aldea neolítica, de las reglas (ya políticas, escritas) de organización económica de una ciudad-estado, de las reglas que rigen la administración de una empresa multinacional, o de las reglas lingüísticas mismas del idioma hablado por una determinada sociedad-.
Se ha precisar asimismo que la sintaxis que caracteriza a las operaciones normadas sólo se desenvuelve, desde luego, entre medias de los materiales específicos a los cuales en cada caso dichas operaciones se aplican, y por tanto siempre ya a la escala de las unidades morfológicas relevantes en cada caso, sean éstas las unidades de los objetos fisicalistas pertenecientes al eje de los medios de producción (por ejemplo, las unidades o «partes» físicas pertinentes para la fabricación de un hacha paleolítica, o de un edificio, o de un automóvil), o bien las unidades sociales de las configuraciones pertenecientes al eje de las relaciones sociales -por ejemplo, las unidades morfológicas características de determinadas relaciones sociales de parentesco (pongamos, las unidades constituídas por «marido» /«esposa», «madre»/«hijos», «padre»/«hijos», «hijos»/«hijas», «tíos»/«sobrinos», u otras semejantes), o de determinadas relaciones sociales económico-políticas (pongamos, «esclavos»/«propietarios libres», «sacerdotes»/«escribas», «empresarios»/«asalariados», o cualesquiera otras de esta índole), o, asimismo, las unidades morfológicas en que consisten los morfemas y lexemas de un determinado idioma con las cuales se compone la morfosintaxis del mismo-.
Proponemos, pues, en resolución, entender a las normas como reglas morfosintácticas de construcción co-operatoria orientadas bien a la producción (y/o uso) de objetos fisicalistas o bien a la instauración (y/o mantenimiento) de las propias relaciones sociales -de producción-, y de modo que habida cuenta de su carácter morfosintáctico dichas normas pueden siempre dejar de cumplirse a la par que por ello mismo (por su propia normatividad morfosintáctica) siempre cabe a su vez especificar el sentido de dicho incumplimiento. De esta suerte, las normas se nos presentan como estructuras culturales objetivas que componen, diríamos, la arquitectura misma del medio socio-cultural (antropológico) envolvente y que moldean en principio íntegramente las pautas todas de la vida humana.
1.2. Mas por ello precisamente las operaciones humanas se nos dan siempre, en cuanto que estructuralmente normativizadas, como praxis, y no ya como conducta meramente psicológica. Las normas, en efecto, no han de ser entendidas como entidades psíquicas, puesto que, como decimos, son estructuras culturales objetivas cuyas líneas de composición no son, en cuanto que líneas co-operatorias morfosintácticas, individuales-subjetivas, ni siquiera meramente inter-individuales, sino precisamente supra-individuales, y por ello no ya meramente psíquicas.
Nos parece, en efecto, que la idea misma de norma nos obliga a reconocer que el psiquismo en el campo antropológico queda en principio re-fundido, o re-expuesto (en un sentido que poco más adelante habremos de precisar) en la estructura objetiva (morfosintática co-operatoria) de las normas. En el campo antropológico tendría lugar entonces una singular rotación de las relaciones entre el individuo operatorio y las normas que acaban por constituir la arquitectura de su medio entorno, en virtud de la cual podemos decir que las relaciones operatorias, inicialmente psíquicas o conductuales, entre el individuo zoológico y su medio entorno, si bien no pueden quedar enteramente abolidas o eliminadas, sí quedan re-fundidas o re-expuestas por efecto de su integración en dicha arquitectura normativa (en un sentido que, como decimos, habremos de especificar). Precisamente por ello, en el campo antropológico deja de ser algo obvio, constituyéndose más bien en un problema, la cuestión relativa a la presencia del psiquismo -humano- como (posible) campo en torno al que pueda llegar a organizarse (interna, constructivamente) alguna disciplina autónoma o específica (la psicología). En otras palabras, si en el campo antropológico el psiquismo sólo puede funcionar no de un modo exento en relación con las normas, sino inserto en ellas, la cuestión que hemos de afrontar en relación con la (posible) aparición de un campo disciplinar psicológico específico es la de percibir su (posible) re-aparición no ya con anterioridad, sino precisamente con posterioridad a dichas normas, y una vez que hemos aceptado que en principio el psiquismo quedaba refundido en cuanto que incorporado a las normas.
Será preciso, por tanto, dar, como vamos a ver, con aquella configuración que puedan adoptar las normas mismas en virtud de la cual veamos al psiquismo re-aparecer, sin duda a través de las normas, pero a la vez destacando sobre el fondo de ellas, de modo que pueda organizarse de algún modo en torno suyo un campo disciplinar antropológico específico. Y es dicha configuración la que nos parece que tiene lugar mediante el «conflicto de normas irresuelto personalmente». Veamos.
2. El psiquismo en su relación posterior con las normas (en la primera y la segunda rotación antropológicas).
2.1. Y nos parece que para dar con las líneas de composición de semejante configuración (antropológica) se nos impone introducir en el ámbito normativo las siguientes acotaciones o precisiones (de naturaleza ante todo histórica).
La primera nos lleva a centrar nuestra atención sobre todo en el eje de las relaciones sociales, antes que en el eje de las fuerzas productivas. E introducimos esta acotación no ya desde luego porque entendamos a ambos ejes como mutuamente desconectados (puesto que precisamente los percibimos siempre como recíprocamente conjugados o intercalados), sino precisamente en virtud de la segunda acotación - decisiva - que asimismo hemos de introducir, a saber, aquella que nos lleva a situarnos en un momento muy determinado del desarrollo histórico del campo antropológico en el que - como ahora veremos - es esencialmente en el ámbito de las relaciones sociales del segundo eje en donde se genera la figura de la persona, figura ésta que, entre otras posibilidades decisivas, y ligada a ellas, abre la posibilidad de generar la figura del «conflicto de normas irresuelto personalmente» que buscamos. En la concepción que proponemos, en efecto, el psiquismo antropológico va esencialmente asociado, como una de sus posibilidades críticas, a la propia realidad (histórica) de la persona, razón por la cual necesitamos contar con una determinada concepción antropológica de la misma como marco de fondo insoslayable de nuestro análisis.
Hemos de situarnos, en efecto, en aquel momento histórico -ciertamente decisivo, crítico- del desarrollo del campo antropológico en el que se generan las sociedades denominadas históricas, y por tanto las sociedades propiamente políticas (con Estado) -y por ello en el contexto geo-político de dicha génesis, que no es otro que la ciudad (en su origen, las ciudades-estado de las primeras sociedades históricas)-. Es, en efecto, en el seno de la cultura de las sociedades civilizadas donde se hará posible el surgimiento de la figura de la persona humana : porque sólo en dicho marco se hace posible una confluencia de grupos humanos pertenecientes en principio a círculos culturales normativos diferentes (en su génesis, los grupos humanos asentados en aldeas neolíticas) y por tanto un enfrentamiento entre estos círculos culturales diferentes, de modo que sea a través de dicho enfrentamiento como los individuos, inicialmente insertos en sus grupos culturales respectivos, puedan ir propagando de un modo recurrente e indefinidio relaciones transitivas y simétricas entre ellos, y por tanto puedan irse liberando o desprendiendo de sus iniciales círculos o submundos culturales respectivos, a la par que resituándose en un nuevo ámbito normativo, que ahora será ya virtualmente universal (infinito) en virtud de dicha propagación o recurrencia indefinida de relaciones transitivas y simétricas entre ellos. Y es la instalación en dicho ámbito normativo virtualmente universal lo que sostenemos que constituye la contextura de la persona humana.
Y podremos decir ahora que el individuo, en cuanto que sujeto a un ámbito normativo virtualmente universal queda enfrentado a la tarea de su propia culminación o terminación última como persona, lo que supone que queda sujeto a la exigencia de su propia responsabilidad moral: pues, en rigor, la responsabilidad moral no puede ser otra cosa más que esa relación de reflexividad que cada individuo puede llegar a tener consigo mismo, que se ha originado, no ya desde luego como una disposición primaria, sino a partir de la propagación indefinida de relaciones simétricas y transitivas entre arquetipos normativos enfrentados, y por ello referida siempre al conjunto de alternativas normativas vigentes en la sociedad concreta de que se trate. La responsabilidad moral es, pues, una relación (normativa) reflexiva que cada individuo puede llegar a tener consigo mismo, mas referida siempre al conjunto de alternativas normativas enfrentadas de su sociedad presente –como corresponde a una reflexividad devenida en el seno de dicho enfrentamiento-.
Dos son los aspectos íntimamente conectados que nos importa especialmente destacar en relación con la constitución de la persona. El primero es que la persona sólo puede cobrar su figura en el seno de la sociedad propiamente política, esto es, de las sociedades estatales, puesto que la política misma (esto es, el Estado) no brota-históricamente- sino de la necesidad (objetiva) de organizar de un modo global y explícito una pluralidad de mundos sociales normativos heterogéneos y enfrentados. Por ello, si podemos decir que el ámbito de lo moral radica en la reflexividad individual, no menos se habrá de subrayar que la referencia última de dicha moralidad habrá de ser siempre política, puesto que la política (esto es, el Estado) constituye la condición genética y estructural misma de la reflexividad personal y moral. El segundo es que la configuración de la persona sólo puede tener lugar asimismo en el seno de las sociedades históricas (que son precisamente las sociedades políticas): pues la propagación o recurrencia indefinida (de relaciones transitivas y reflexivas) de la que hablábamos sólo tiene lugar precisamente a través del proceso histórico, o mejor, el proceso histórico mismo sólo aparece a raíz del enfrentamiento entre aquellos mundos normativos cuya resolución sólo puede irse dando a través de dicha propagación o recurrencia de relaciones simétricas y transitivas, de tal modo que es dicha propagación indefinida lo que constituye justamente el desarrollo histórico -diríamos, la historicidad de las sociedades humanas históricas-.
Es, pues, sólo en el seno de las sociedades políticas (civilizadas) dándose en un tiempo histórico donde puede tener lugar la segunda rotación antropológica de las relaciones entre el individuo operatorio y su culminación o terminación última como persona.
Pues bien, nos parece que es el seno no ya de la primera rotación antropológica que hemos considerado (la rotación entre el individuo operatorio y el ámbito de las normas en general), sino precisamente de esta segunda rotación entre el individuo y su terminación como persona donde se hace posible la (re)aparición del campo psicológico específico (específicamente antropológico) cuya figura andamos buscando. Veamos.
2.2. Sugeríamos antes que en el seno de la primera rotación antropológica el psiquismo no podía quedar enteramente eliminado o abolido, aun cuando sí quedaba refundido por efecto de su incorporación a las normas. Hemos de precisar ahora con mayor detalle el sentido de semejante aseveración. Sostenemos, en efecto, de entrada, que el psiquismo (la conducta) no puede quedar desde luego enteramente abolido en el seno de las operaciones normativizadas: quiere ello decir que en dichas operaciones han de seguir funcionado los procesos de discriminación y generalización que consideramos zoológicamente insoslayables en el ejercicio de toda operación : se trata, según proponemos, de aquellos procesos cognoscitivo-operatorios mediante los cuales una pluralidad de situaciones (fenoménicas) queda percibida como semejante -respecto de cierto objeto-logro- a la par que quedan percibidas como diferentes -respecto de otros posibles objetos-logros diferenciados- sus partes ingredientes constitutivas, y de tal modo que cada grado concreto de generalización es siempre (co)relativo a un cierto grado respectivo de discriminación. Se trata, pues, de un proceso -cognoscitivo-operatorio- de agrupamiento o enclasamiento en clases que podemos caracterizar como meramente atributivas. Meramente atributivas, en efecto, en cuanto que tanto cada enclasamiento (o generalización) -de una pluralidad de ingredientes discriminados a su vez como diferentes-, como cada diferenciación (o discriminación) -efectuada entre dichos ingredientes agrupados a su vez como semejantes- puede ser, en principio, sucesiva o indefinidamente desbordada por nuevos re-agrupamientos de generalización/ discriminación, es decir, en cuanto que toda semejanza puede a su vez ser percibida (operatoriamente) como una parte ingrediente discriminada respecto de alguna otra semejanza distinta, y toda parte ingrediente discriminada puede asimismo ser percibida como una semejanza. En la medida, entonces, en efecto, que permanezca en principio indefinidamente abierto este proceso de posibles reagrupamientos en el sentido indicado (cuyas cotas zoológicas son, por cierto, los ajustes etológicos organismo-medio propios de cada especie biológica), estaremos en presencia de grupos meramente atributivos que son característicamente el tipo de las clases entre las que se mueven las operaciones conductuales (psíquicas). Mas por ello mismo es por los que estas interdependencias (de generalización/discriminación) entre las situaciones (fenoménicas) que la conducta transita se muestran siempre como contingentes: contingentes, en efecto, dado que, no siendo desde luego dichas interdependencias aleatorias o arbitrarias, puesto que se encuentran en cada caso establecidas o asentadas en experiencias operatorias pretéritas, no obstante se muestran siempre como intrínsecamente susceptibles o expuestas a ser desviadas o recanalizadas en nuevos reagrupamientos asimismo atributivos en un proceso contínuo en el que la conducta (el psiquismo) precisamente consiste (3).
Y se habrá de precisar que dicho proceso psíquico (conductual) se cumple tanto cuando las situaciones con las que se relaciona la conducta operatoria de un individuo no son ellas mismas operatorias (cosas y/o procesos físico-naturales del medio entorno) como cuando dichas situaciones incluyen a su vez sujetos operatorios (otros organismos vivos sujetos de conducta), en cuyo caso estamos en presencia de las relaciones operatorias intra-individuales (intra-operatorias) a través de las cuales el proceso psíquico (conductual) puede seguir teniendo lugar (como relaciones interconductuales, intra o interespecíficas -en el sentido biológico de especie-).
Semejantes relaciones intra-conductuales (cuando son intra-específicas, y cuando se acumulan como enfrentamiento de rutinas) constituyen, claro está, el basamento o la condición material -zoológico-genérica- para que las normas puedan surgir: ahora bien, el punto el que se produce la rotación entre estas relaciones intra-operatorias y la normas es, como decíamos, precisamente aquel en el que dichas relaciones quedan sujetas a una estructura co-operatoria específica, de tipo morfo-sintáctico, y por tanto ya no meramente intra-operatoria. Y si podemos hablar de una estructura genuinamente sintáctica (desplegada a través de las unidades morfológicas pertinentes en cada caso) es en la medida en que dicha estructura contiene una determinada diversidad de posiciones para los individuos operatorios (lo que se hace cargo ya de la pluralidad material de individuos manteniendo relaciones intra-operatorias), pero unas posiciones que (repárese) funcionan precisamente como las variables (algebráicas) de la estructura, de modo que ahora cada individuo operatorio figurará como un valor (o un argumento) de dichas variables, razón por la cual ahora los individuos operatorios resultan, como también decíamos, intersustituibles recíprocamente respecto de cada una de las variables de la estructura que sus operaciones en cada caso ocupen.
Nos parece ciertamente decisivo reconocer que la estructura de toda norma, en cuanto que estructura co-operatoria morfosintáctica, implica la realización de una figura algebraica, de suerte que, como decíamos, cada individuo operatorio estará ahora instalado u ocupando siempre, como un valor o un argumento, alguna posición-variable de dicha figura.
Y es por ello por lo que, si bien es cierto que, por un lado, no podremos decir que el psiquismo quede abolido o eliminado de las operaciones normativizadas, no es menos cierto a su vez que en determinado sentido sí queda re-fundido -en las normas-, y en esta medida desactivado -por ellas-. El psiquismo no quedará, desde luego, abolido o eliminado en cuanto que cada posición de la estructura (morfo-sintáctica) de una norma habrá de admitir siempre un cierto margen (psíquico-zoológico) de generalización-discriminación, un margen que se ejercerá sobre las unidades morfológicas pertinentes de cada norma; pero sí quedará, como decíamos, refundido (por las normas) a la par que desactivado (por ellas) en el siguiente (y decisivo) sentido: en la medida en que el funcionamiento (sintáctico) de aquellas posiciones que funcionan como variables de una función (algebraica) lo que sí hace es (i) suspender, o interrumpir -al menos, respecto de la norma en cuestión- el proceso mismo de difusión indefinida de relaciones contingenciales en principio siempre (zoológicamente) abierto para toda discriminación/generalización, a la par que (ii) acotar el alcance de aquellas generalizaciones/discriminaciones en el marco del significado que cada unidad morfológica toma en el seno de su sintaxis correspondiente.
Así pues, aun cuando no puedan dejar de estar ejercitándose ciertos márgenes (psíquico-zoológicos) de discriminación/generalización aplicados a las unidades morfológicas de cada norma, la cuestión es que el acotamiento del alcance de estos procesos psíquicos en el marco del significado de dichas unidades dependiente de la sintaxis de cada norma, así como la correspondiente suspensión (para cada norma) de la virtual difusión de relaciones contigenciales, hacen que el psiquismo quede re-fundido, o re-expuesto en la estructura (precisamente ya no psíquica, sino morfosintáctica) de cada norma: pues incluso aquellas «ondas virtuales» de difusión de discriminaciones/generalizaciones contingentes a partir de las unidades de cada norma se verán, en la práctica totalidad de los casos, desintegradas al quedar reintegradas en otras normas (y por tanto ya no como contingencias), habida cuenta de la falta de función social de estas virtuales difusiones de contingencias -de la falta de función social, al menos, en una sociedad que precisamente suponemos que tiene todavía a los individuos sujetos- sujetados, contenidos -dentro de determinados círculos normativos, esto es, como ahora se verá, que no ha generado todavía la figura de la persona-. Este es, en definitiva, el sentido en que al menos en el ámbito de la que hemos denominado «primera rotación antropológica», el psiquismo queda, como decíamos, si no eliminado, sí desactivado (en cuanto que integrado -refundido, reexpuesto-) en el seno de las normas en las que se inserta.
2.3. Pero no tendrá por qué ocurrir lo mismo, como sugeríamos, en el seno de la «segunda rotación antropológica», pues aquí ocurrirá que precisamente en el radio mismo de dicha rotación entre cada individuo y su culminación como persona pueden generarse, por la índole misma de dicha rotación, aquella clase de situaciones críticas, que ahora precisaremos, que harán que el psiquismo adquiera la masa crítica suficiente como para devenir un singular campo (antropológico) específico.
Por la índole misma de dicha rotación, hemos dicho. Necesitamos, en efecto, introducirnos en el interior mismo de la dialéctica de la rotación del individuo en la persona para percibir la posibilidad crítica de dicha rotación que andamos buscando. Según dicha dialéctica, el individuo sólo culmina (en el progreso) como persona a través de los contextos normativos definidos en los que (en el regreso (4)) siempre se mueve, y por tanto a través del enfrentamiento entre dichos contextos, del cual enfrentamiento brota en principio la posibilidad de instalarse en el ámbito de las relaciones transitivas y simétricas que lo enderezan hacia su culminación como persona. Pues bien, nos parece que es precisamente en el seno de dicho enfrentamiento donde, a la par que puede abrirse el proceso de generación de relaciones simétricas y transitivas entre los individuos, se abre también la posibilidad, dada ya la propagación de dichas relaciones, de que dicha propagación quede bloqueada o interferida u obturada en algún grado: precisamente allí donde desfallezca la posibilidad de progresar en la dirección de la realización de la persona a partir del enfrentamiento entre los contextos normativos que en principio hacen posible dicho progreso. Dicho de otro modo: se tratará siempre de alguna forma significativa de interrupción o desfallecimiento del ciclo dialéctico de realimentación entre el progreso y el regreso que hace posible la formación de la persona. Una interrupción que, más precisamente, tiene lugar cuando el regreso (siempre necesario) hacia los contextos normativos definidos -a partir de cuyo enfrentamiento se abre la posibilidad de propagación de relaciones simétricas y transitivas- quede desconectado, en una proporción significativa, del progreso hacia la propia constitución de la persona, esto es, del curso mismo por el cual se abre paso precisamente aquella propagación de relaciones transitivas y simétricas que dan lugar a la persona. En otras palabras: cuando el enfrentamiento mismo entre los arquetipos normativos quede obturado o bloqueado o desviado en algún grado por lo que respecta a su posible resolución dialéctica.
Y semejante bloqueo ocurrirá no por razones distintas, sino a la postre por las mismas razones (aunque operando ahora más bien en un sentido contrario: desintegrador) por las que en principio aquella propagación (que resulta bloqueada) tiene lugar, esto es, por razones en último término histórico-políticas: dependiendo, en efecto, de las posibles fallas históricas en la resolución en términos políticos de los problemas (de los enfrentamientos) de índole en última instancia política que hacen posible la formación y la propagación misma de las personas. Cuando hablamos de «resolución en términos políticos» no nos referimos, desde luego, a ninguna suerte de «sociedad perfecta», de «justicia absoluta», o de «utopía social» (pues precisamente cualesquiera de estas nociones utópicas son inaceptables desde nuestra concepción del carácter virtualmente indefinido - infinito - de la propagación de las relaciones que constituyen la persona, es decir, del carácter históricamente infinito de la propia política). Nos referimos a algo simplemente inserto (o inmanente) en la materialidad histórica, saber, a la circunstancia de que estén (o no) disponibles en cada horizonte histórico presente resoluciones de los enfrentamientos vigentes dadas a la escala histórico-política en la que en último extremo se plantean siempre dichos enfrentamientos (resolución política ésta que, por cierto, tampoco podrá reducirse por principio a una solución dialogada, verbal, «parlamentaria», pues muchas veces dichas soluciones no son posibles, y otras sólo tienen sentido entretejidas con medidas que implican la fuerza o la violencia). «Resolución política», pues, no quiere decir otra cosa mas que la resolución que haga posible, en cada horizonte histórico, reinstaurar o proseguir o extender la propagación social misma de las relaciones (simétricas y transitivas) que generan la realidad antropológica de la persona.
Y debemos precisar, desde luego, que no contemplamos esta situación (de desfallecimiento -en último término histórico-político del ciclo dialéctico de realimentación que hace posible la formación de la persona) como una posibilidad excepcional, o limite, de los procesos (históricos) de formación de la persona, ni siquiera como una situación que se diera sólo en determinadas fases intercaladas entre otras donde semejante situación estuviera ausente, sino más bien como una posibilidad en principio siempre abierta o inherente a la sociedad de personas, que ocurrirá por tanto siempre en mayor o menor grado, y que ocurrirá por tanto como una resultante empírica de las mismas fuerzas (histórico-políticas de fondo) que en principio hacen posible la formación y propagación de las personas. Y esto es así porque la «resolución política» de los problemas (en último término) políticos de una sociedad determinada no es un proceso que pudiéramos considerar como «perfecto», o acabado, sino siempre «in-fecto», es decir, abierto o inacabado en su propio proceso, y no ya sólo por razón del carácter virtualmente indefinido (o infinito) de la historia política humana en general, sino también por lo que respecta al horizonte efectivo de cada sociedad actual o presente, pues incluso la sociedad civilizada que supusiéramos políticamente más potente en la resolución de sus enfrentamientos políticos habrá de contener desajustes políticos en el propio proceso de resolución política de sus enfrentamientos. Se trata, pues, de una situación inherente a las sociedades civilizadas (a las sociedades políticas dadas en un tiempo histórico) que no podrá por tanto dejar de darse en cualesquiera de ellas siempre en algún grado.
Pues bien, en aquellos lugares o escenarios sociales donde dicha situación alcance unas proporciones significativas -pues en principio ella no tiene porqué distribuirse de un modo generalizado u homogéneo por toda la sociedad, sino que podrá ir afectando desigualmente a sus distintas zonas-, los individuos insertos en semejante situación se verán sometidos indefectiblemente a una atmósfera de relaciones psicológicas, relaciones que son las que generarán un campo psicológico (antropológicamente) específico.
2.4. Pero podemos perfilar con mayor precisión la figura psicológica antropológicamente específica que buscamos si consideramos esta otra característica de las normas - y en particular de las normas que rigen las relaciones sociales en una sociedad donde hay personas -.
En cuanto que las normas son, como venimos viendo, estructuras objetivas específicas del campo antropológico, nos será posible reconocer en su arquitectura una composición que conjugue su dimensión objetiva con su dimensión de «propuesta de objetivos», es decir, que nos las muestre como unas realidades que sin dejar de ser objetivas, contengan a la vez alguna propuesta de objetivos o proyectos de acción. Las normas no se agotan, desde luego, en las conciencias subjetivas, puesto que son objetivas, si bien su realidad objetiva, por ser antropológica, comporta ya la propuesta de objetivos o proyectos de acción. Las normas, por así decirlo, son «objetividades intencionales», objetividades que contienen en sí mismas propuestas de acción.
Y si nos situamos ahora en el ámbito de las normas que rigen el eje de las relaciones sociales, estas objetividades intencionales que son las normas se nos muestran, por lo que respecta a sus objetivos o proyectos de acción, como desglosables en tres clases diferentes (si bien siempre intersectadas) que podemos denominar «fines», «planes», y «programas» (5). Los fines son los objetivos o proyectos de acción en relación con el grupo de sujetos que los proponen, los planes serían los objetivos en relación con el grupo de sujetos a quienes afectan y, por fin, los programas serían los objetivos considerados en relación con los contenidos mismos propuestos. Como se ve, esta composición trimembre conjuga los contenidos semánticos de las normas (esto es, los programas) con la disposición o el juego pragmático de las mismas en el eje de las relaciones sociales (es decir, los «fines» y «planes»).
Según esto, tanto el proceso de personalización como sus posibles obturaciones o interferencias se manifestarán del siguiente modo por lo que respecta a dicha composición trimembre. En principio, la formación (tanto histórica -o «filogenética»-, como individual -u «ontogenética»-) de la persona supondrá la propagación de relaciones simétricas y transitivas entre una pluralidad de programas definidos o particulares diferentes por la medidación de diferentes grupos determinados o particulares de individuos, a la par que entre dichos grupos por la mediación de aquellos diferentes programas. Pues bien, una vez supuesto este proceso ya en curso, la interrupción o el desfallecimiento del circuito dialéctico de realimentación entre la persona y sus contextos normativos se manifestará ahora como el desfallecimiento de aquella doble mediación entre los programas por los grupos y entre los grupos por los programas. Pero ello quiere decir que ahora para cada grupo de individuos sometidos a este proceso sus fines (en principio colectivos) comenzarán a ir quedando disociados de sus planes (asimismo en principio colectivos) históricamente establecidos, a la par que, recíprocamente, cada grupo irá dejando de ser el destinatario colectivo (plan) de fines de otros grupos anteriormente vigentes.
Ello no quiere decir que las normas desaparezcan, pero sí supone que ellas aminoran o pierden su capacidad para orientar como planes colectivos los fines (inicialmente colectivos) de los individuos, de modo que el efecto que para cada individuo ha de tener semejante proceso será el de segregarle o desligarle del carácter estructuralmente colectivo que en principio tenían las relaciones entre sus fines y sus planes o programas. En semejante tesitura, los fines de cada individuo quedarán, si bien no al margen de cualquier norma, sí gravitando, en vez de en torno a planes colectivos, en torno a las operaciones de otros individuos particulares que a su vez se encuentran en el mismo proceso, y es en esta medida en la que nos parece que los individuos van quedando sumidos en una atmósfera o torbellino de relaciones psicológicas.
Pues ahora, las operaciones de generalización/discriminación, que han debido seguir ejercitándose sobre las unidades morfológicas de las normas vigentes, sí que encuentran margen para su expansión como relaciones contingentes precisamente en cuanto que sus «goznes» o «puntos de aplicación» (de realimentación) no van a ser ya tanto los planes colectivos (desvanecidos), sino más bien las operaciones de otros individuos particulares que se encuentran en situación semejante.
Es ahora cuando estas relaciones operatorias inter-individuales adquieren masa crítica, es decir, cuando destacan, no ya al margen desde luego de cualquier norma, pero sí sobre el fondo de las normas vigentes que ahora van quedando más bien como la materia ocasional de dicha acumulación o secreción de relaciones inter-individuales. Repetimos que no es que la normas desaparezcan, ni que por tanto las relaciones entre individuos puedan darse en ausencia de las mismas; lo que sí ocurre es que, al disminuir las normas su potencia para orientar como planes colectivos los fines (en principio colectivos) de los individuos, estas normas van deviniendo en materia ocasional sobre cuyo fondo destacan unas relaciones entre los individuos que (en la medida misma en que se estén disociando los fines de los planes colectivos) sólo encuentran como punto de reaplicación o realimentación (y por ello de expansión psicológica) nuevas operaciones de individuos en particular. Siempre sobre el fondo de las normas, lo que ahora va «cobrando importancia» (en efecto, destacando) para cada individuo no serán ya tanto aquellos planes colectivos (desvanecidos), sino más bien las operaciones de algún otro individuo en particular (incluido él mismo entre estos posibles individuos particulares).
3. Conexión entre la «persona (histórica)» y las «crisis (psicológicas) de la personalidad».
3.1. Hasta el momento hemos hablado sobre todo de la transformación (histórica) del individuo en la persona y de las posibles fallas en el proceso (histórico) en curso de dicha formación, pero nos importa ahora destacar de qué modo dichas fallas en la formación de la persona implican siempre alguna crisis de la propia personalidad individual.
Regresamos para ello de momento a la dialéctica de la formación (histórica) de la persona. Según dicha dialéctica, si bien la culminación del individuo como persona supone la instalación de éste en un ámbito (auto)normativo virtualmente infinito (universal), las referencias de dicho instalamiento no pueden ser otras que las (histórico-políticamente) vigentes en su horizonte actual. Esta situación (dialéctica) queda muy bien recogida por la doble connotación que la palabra «persona» tiene en el lenguaje ordinario (mundano), pues por un lado esta palabra connota (en la dirección del regreso) una exterioridad social respecto el individuo que desborda la mera individualidad (la persona como «máscara», rol social, o arquetipo colectivo en el que el individuo se instala), a la par que asimismo connota (en la dirección del progreso) una apropiación individual, una identidad propia (la «propia personalidad», la «identidad personal» de cada cual).
Y la cuestión es que dicha «propiedad» (o apropiación) no se resuelve, desde luego, de ningún modo en la mera subjetividad individual operatoria (zoológica), puesto que se funda en la relación -en las relaciones socio-políticas transitivas y simétricas- con otras personas, de suerte que semejante «propiedad» (o apropiación) lejos de provenir de ninguna disposición (zoológico-genérica) originaria, deviene a partir de aquellas relaciones (sociales: socio-políticas) como reflexividad, cuyo núcleo es precisamente una auto-exigencia o una responsabilidad moral.
Pero ello quiere decir que justamente allí donde las condiciones (histórico-políticas de fondo) hagan posible el flujo regular de estas relaciones sociales transitivas y simétricas, los individuos quedarán en principio asentados en el suelo de una personalidad propia firme, de suerte que (repárese) será la propia personalidad aquello que dependerá de la firmeza del suelo (histórico-político de fondo) sobre el que se asiente. La dialéctica de la formación de la persona es en efecto tal que es la personalidad propia (de cada individuo) aquello que sólo se alcanza y mantiene cuando se mantiene firme - o sea, regularmente interadaptado - el tejido de arquetipos normativos en el que cada personalidad de hecho consiste, firmeza ésta que a su vez sólo podrá venir posibilitada por el flujo regular a lo largo de la vida individual de las relaciones transitivas y simétricas entre los arquetipos en los que el individuo se instale.
No negamos, pues, en absoluto, que cada individuo (de una sociedad civilizada) pueda poseer una personalidad propia, y por tanto diferente de la personalidad de los demás, diferencias éstas que sin duda provendrán de los diferentes arquetipos por cuya intersección biográfica se forma la personalidad de cada cual. Ahora bien, lo que nos importa subrayar es que es la personalidad de cada cual (y precisamente en cuanto que personalidad propia) la que sólo se alcanzará (de la que el individuo se «llegará a apropiar») en la medida en que se mantenga firme (regularmente Inter-adaptado) el tejido de arquetipos normativos en los que consiste, y por tanto en la medida en que el individuo se encuentre instalado en aquellos arquetipos entre los que se haga histórico-políticamente posible el flujo de relaciones sociales simétricas y transitivas. Es entonces también cuando se mantendrá firme el núcleo individual de reflexividad moral que caracteriza a cada persona, y por ello la propia personalidad individual de cada cual.
Lo cual implica que las interferencias o fallas en la formación y/o el mantenimiento de la persona habrán de manifestarse siempre en cada sujeto como crisis de la personalidad individual, como crisis de su propia personalidad, es decir, como un desfallecimiento en la firmeza (en la interadaptación regular) del tejido de arquetipos normativos en los que su personalidad (cuya formación ha de suponerse ya en curso) consistía. Semejante crisis no implica, en principio, que el individuo pierda, o se desprenda de sus arquetipos normativos (de los programas en los que le hemos de suponer inserto), pero sí supone que pierde firmeza o consistencia el tejido que mantenía interdapatados a dichos arquetipos. Los programas en principio seguirán estando presentes, si bien ahora, al desvanecerse su capacidad como planes colectivos de acción, tenderán a neutralizarse unos a otros, de suerte que los fines del individuo quedarán multifugados respecto de sus planes -hasta el presente vigentes-. Semejante estado de multifugación de los fines respecto de los planes mantiene al individuo, podríamos decir, entre medias de los planes, pero sólo a la deriva de ellos, y en esta medida habrá de perder firmeza sin duda el tejido de interadaptaciones entre los programas que suponemos que mantiene firme una personalidad.
Mas por ello mismo, precisamente, es la propia personalidad individual la que tenderá a desvanecerse proporcionalmente a la pérdida de firmeza de dicho tejido: si, según decíamos, es la personalidad propia la que se alcanza (aquello de que cada individuo se apropia) y mantiene en función de la firmeza del tejido que mantiene interadaptados a los arquetipos que constituyen cada personalidad, el desfallecimiento de esta firmeza traerá consigo el desvanecimiento o la pérdida de dicha apropiación. No es que, como decíamos, el individuo quede despojado de arquetipos (de programas); pero, como se mueve a la deriva de los mismos -multifugado entre ellos-, de lo que sí quedará despojado es de una propia personalidad. En la medida, en efecto, en que el regreso a la pluralidad normativa no realimente el progreso a la culminación de la (propia) personalidad, podríamos decir que el individuo queda multi-facturado o multi-descompuesto en el seno de dicha pluralidad normativa: no es que carezca de normas, sino que, en cuanto que multi-facturado entre ellas, carece de la resolución inter-normativa que le permita la conquista y/o el mantenimiento de una propia personalidad.
Mas por ello mismo también estos sujetos verán quebrado en algún grado el núcleo de su moralidad, es decir, de la relación normativa reflexiva que en la persona se manifiesta como una exigencia moral. Como decíamos, semejante reflexividad no proviene de ninguna disposición originaria (zoológica) subjetivo-individual, sino que deviene entre medias de las relaciones sociales (transitivas y simétricas) con otras personas. Por ello, la crisis de la persona y de la personalidad de la que hablamos habrá de comportar siempre, y significativamente, alguna forma de crisis de moralidad. El sujeto multi-fugado del que hablamos seguirá manteniendo, sin duda, formalmente, relaciones reflexivas consigo mismo: pero, en la medida en que la fuente de alimentación personal de dichas relaciones esté bloqueada u obturada, tenderá a sustituir las relaciones (reflexivas) morales por relaciones psicológicas reflexivas, es decir, tenderá a tratarse a sí mismo -sus propias operaciones socio-culturales- según las mismas estrategias de control psicológico aprendidas en el trato psicológico con los demás, y en esta medida la apropiación de la (propia) personalidad irá, según desfallece, dando paso a las estrategias psicológicas de autocontrol aprendidas en la red del trato psicológico con los demás.
4. Psicología mundana y psicología académica: La génesis de la psicología académica a partir de la psicología mundana y las diferencias entre ambas.
4.1. Y es esta situación (antropológica) la que habrá de constituir el caldo de cultivo apropiado para la generación de la psicología como disciplina (antropológica) específica. Pues serán, en efecto, aquellas relaciones interindividuales segregadas sobre el fondo de unas normas desvanecidas como planes colectivos de acción las que precisamente vendrán a ocupar el campo (semántico) de esta disciplina, pero un campo que se generará, a su vez, no ya en función de la mera presencia de dicha atmósfera psicológica, sino cuando dicha «atmósfera» alcance una situación tal que se haga socialmente necesario el control social de las relaciones psicológicas dadas en su seno.
Pues, en efecto, la cuestión es que no son idénticos, en principio al menos, el campo semántico mundano ocupado por dichas relaciones interindividuales tal y como éstas de entrada se generan histórico-socialmente y el campo semántico resultante de la organización de una disciplina especializada (académica), la cual, como decimos, surgirá de la necesidad de control social de aquellas relaciones en principio mundanas. Importa, pues, percibir la relación de génesis, y a la vez las posibles diferencias, entre ambos estratos del campo psicológico (antropológicamente específico).
Lo primero que a este respecto cabe reconocer es que en cualesquiera de aquellos escenarios sociales donde estas relaciones interindividuales (psicológicas) se presenten o destaquen en el sentido señalado, figurarán ya modos de control psicológico entre los individuos sometidos a dicho proceso, puesto que dicho control va implícito en dichas relaciones en cuanto que no consiste en otra cosa más que en la continua reorientación o reajuste de las inter-relaciones contingenciales efectuado entre distintos individuos o por cada individuo consigo mismo. En otras palabras: que el «saber psicológico» (en cuanto que control psicológico sobre los demás o sobre uno mismo) es algo que, en principio, va de suyo implícito en el propio hecho de comportarse psicológicamente por parte de cada individuo (6). Es por esto por lo que es preciso reconocer que con anterioridad a la institucionalización de la psicología académica, nos será siempre dado encontrar alguna forma de «psicología mundana» ejercitada y dispersa en el medio histórico-social en donde aquella institucionalización eventualmente haya de tener lugar, y de modo que dicha psicología mundana ofrecerá a la postre todo el acopio de «saber» psicológico del que podrá nutrirse la psicología académica. Pues la tarea de ésta última no podrá consistir a fin de cuentas, según proponemos, en otra cosa más que en una explícita catalogación o concentración de los diversos modos de control psicológico que deben estar ya ejercitándose dispersos en el medio socio-histórico envolvente de referencia, así como en un transbase o transporte de dichos modos de control desde los escenarios sociales al propio ámbito académico y, por la mediación de éste, desde unos escenarios sociales a otros.
Y si podemos hablar de una «concentración» de modos «diversos» de control psicológico no será ya, nos parece, en razón de la (presunta) diversidad de su materia psicológica, puesto que ésta funciona siempre de un único y solo modo genérico -como expansión de relaciones contingentes de discriminación/generalización: o, si se prefiere, como conducta operante moldeada continua e indefinidamente por sus contingencias (7) -, sino más bien en virtud de las diversas zonas o lugares normativos socio-culturales (posteriores) a partir de los que la expansión de dichas relaciones contingenciales re-aparece, es decir, en función de los diversos arquetipos normativos determinados que en cada caso pueden hacer «crisis psicológica» en la sociedad de referencia. Según esto, la ventaja que el saber psicológico académico (profesional, especializado) puede cobrar sobre el saber psicológico mundano no podrá sino residir en el dominio -por parte del especialista- de aquella pluralidad de arquetipos normativos (que característicamente hacen crisis psicológica en la sociedad de referencia), en cuyo juego determinados sujetos -no especializados- pueden haber comenzado a entrar y respecto del cual todavía no han adquirido las habilidades psicológicas pertinentes para desenvolverse en él. Justamente por ello, como decíamos, la psicología académica cumple, estrechamente asociada a la tarea de concentrar las experiencias psicológico-mundanas, asimismo la tarea de transportar dichas experiencias desde los escenarios sociales mundanos al propio ámbito académico y, por la mediación de dicho ámbito, desde unos escenarios sociales determinados a otros.
De este modo, la «ventaja» o «distancia» de semejantes concentración y transporte de experiencias psicológico-mundanas respecto de la propia psicología mundana dispersamente ejercitada provendrá de la posibilidad de planificar por adelantado el control de las vicisitudes psicológicas a las que eventualmente se exponen aquellos individuos susceptibles de entrar -o que ya han entrado- en zonas normativas que se sabe (por experiencias mundanas anteriores o en todo caso distintas) que hacen crisis psicológica.
Ahora bien, si semejante distancia puede a su vez cristalizar institucionalmente (mediante la organización de un cuerpo de especialistas), ello será debido a razones no ya propiamente psicológicas, sino más de índole social-objetiva, es decir, en la medida en que sea socialmente rentable (funcional) el manejo de semejante distancia como para generar un cuerpo de especialistas cuya tarea consista precisamente en hacer efectiva dicha distancia mediante las mencionadas concentración y transporte de experiencias psicológico-mundanas.
Razones sociales éstas que, según proponemos, tienen que ver con la posibilidad de disgregación o desintegración social generadas por la propia expansión de las relaciones psicológicas cuando estas alcanzan cierta masa crítica. En aquellas sociedades -o contextos socio-históricos-, en efecto, en donde se produzca una concentración o precipitación de situaciones (de conflictos normativos) susceptibles de hacer crisis psicológica que alcance tal magnitud que resulte útil la reintegración normativa estable (fluida) de los sujetos con el objeto de prevenir los (posibles) efectos sociales perturbadores que supondría la ausencia de dicha reinserción, estaremos indefectiblemente en presencia de la transformación de las formas mundanas de psisología ya dispersas en dicho contexto histórico-social en formas de psicología académica o especializada. La psicología académica surge, pues, como cualquier otra disciplina antropológica, en función de determinadas demandas -objetivas- de control social: en este caso, dichas demandas tienen que ver con la prevención de los costes sociales (respecto de centros de poder social establecidos) de las propias expansiones psicológicas generadas por el medio social envolvente, cuando la acumulación de dichas expansiones pueden alcanzar tal magnitud que resulte socialmente funcional prevenir dichos posibles costes sociales mediante la reintegración de los sujetos a ámbitos normativos más estables o fluidos -en el sentido de menos susceptibles de hacer «crisis psicológica»-.
Es, pues, en definitiva, el propio medio social el que a la par que genera situaciones de disfunción o desajuste respecto al flujo regular del tejido personal normativo (situaciones en las que consiste la «psicologización» de los individuos y la correspondiente psicología mundana practicada entre ellos), genera a su vez el trámite de prevención de los efectos o costes sociales que, en determinadas situaciones, la acumulación de dichas disfunciones puede llegar a ocasionar. La psicología académica (especializada) debe contemplarse, pues, nos parece, como la ejecución misma de dicho trámite.
5. Las clases de psicologías especializadas y sus paradojas: Psicologías «efectivas» y psicologías «salvíficas»; psicologías «públicas» y psicologías «privadas».
5.1. Se comprende entonces la floración característica de los centros de psicología académica resultantes de unas muy determinadas transformaciones sociales acontecidas en las sociedades industriales occidentales a finales del pasado siglo y en los albores del presente. No es ésta ciertamente la ocasión para desarrollar lo que por lo demás requiere de desarrollos pormenorizados - desarrollos sin duda necesarios para verificar plenamente nuestra propuesta -, por lo que nos hemos de limitar por el momento a sugerir al respecto lo que sigue: Que, básicamente a raíz de las migraciones masivas de población campesina a los grandes centros industriales y de la consiguiente necesidad de (re)organizar esta población en unos nuevos contextos socio-culturales muy determinados - básicamente estos cuatro: el contexto industrial y laboral, el contexto escolar y educativo, el contexto jurídico y policial y el contexto médico y psiquiátrico -, nos será dado percibir, abriéndose paso a través de estos contextos (con modulaciones sin duda diferentes en cada uno de ellos en virtud de las diversas configuraciones normativas que en cada caso entran en conflicto) una expansión masiva de la figura general que aquí hemos diseñado, y por consiguiente una creciente multiplicación de relaciones psicológicas (y por tanto de psicología mundana) entre ellos. Expansión masiva ésta que hemos de entender antes que nada en su sentido más crudo de precipitación masiva de población sometida a dicha situación, lo que explica precisamente que puedan adquirir proporciones significativas los costes sociales - respecto del funcionamiento de las propias estructuras sociales de poder que generan esta situación - de una expansión no controlada de semejantes relaciones psicológicas. La intervención psicológica especializada tenderá a efectuar dicho control: y sólo podrá hacer esto intentando reintegrar a los sujetos, hasta donde sea posible, en marcos normativos menos susceptibles de difundir esta expansión, lo que a la postre exigirá la remodelación o incluso la planificación o el diseño de dichos marcos (hasta donde, a su vez, las condiciones socio-políticas de fondo lo permitan) de modo que la expansión psicológica quede aminorada o diluida hasta el punto en que no tenga efectos sociales perturbadores sobre los propios contextos que han generado dicha expansión.
Se comprende de este modo la institucionalización de la «atención psicológica» como un servicio público en semejantes situaciones; «público», en efecto, no ya porque dicha «atención» tenga que venir necesariamente administrada o suministrada por el Estado, sino en cuanto que, sean instituciones estatales u otras las que la asuman, dicha «atención» se suministra con independencia de que sean los propios individuos quienes, por iniciativa propia, lo soliciten. Público, sencillamente, porque serán determinadas estructuras públicas -en cuanto que políticas, o esencialmente asociadas al poder político- (estatales o no; por ejemplo, las grandes empresas) las primeras interesadas en disponer de un dique de contención a los posibles efectos sociales de la expansión masiva incontrolada de las relaciones psicológicas (8).
5.2. Pero también será necesario comprender, además del surgimiento de este «primer frente de intervención psicológica especializada» que hemos caracterizado como público, la aparición del que asimismo podríamos considerar como el «segundo frente de intervención psicológica especializada», a saber, el frente de la atención psicológica como servicio privado. Privado, ahora, en el sentido de que serán los propios individuos quienes, a título individual o por iniciativa propia, demandarán semejantes «atenciones». Para comprender el surgimiento y la configuración de la intervención psicológica como servicio privado habría que dirigir la atención, en principio, asimismo a las funciones sociales objetivas que pueda cumplir la propia institución (o subinstitución especializada) de referencia, de modo que dichas funciones nos puedan explicar la propia demanda a título individual de dichos servicios por parte de los individuos. Ahora bien, no parece que ahora las funciones sociales objetivas puedan ser las de disponer de un dique de contención de los posibles efectos sociales perturbadores de la expansión de las relaciones psicológicas de los individuos que reclaman atención psicológica. Pues debe tenerse en cuenta que nos encontramos ahora en una situación histórico-social y en unos escenarios sociales notablemente distintos («evolucionados», cabría decir en cierto sentido) de aquellos que demandan la aparición del servicio público: se trata, en efecto, como ahora veremos, de segmentos de la población de las sociedades desarrolladas occidentales con un nivel de vida socio-económico mínimamente holgado, y de unos determinados escenarios, donde transcurre buena parte de la vida de estos segmentos de población, en principio alejados de aquellos contextos directamente implicados en el poder socio-político, de modo que no parece que ahora pueda producirse la precipitación masiva de expansiones psicológicas capaz de perturbar estructuralmente en principio ningún centro de poder establecido. Por ello, las funciones sociales objetivas en virtud de las que la atención psicológica privada se institucionalice adquirirán ahora una modulación diferente y más compleja, que habrá que entender, desde luego, por referencia al modo de vida de estos segmentos sociales, pero también contando ya con la propia presencia institucional del cuerpo de especialistas ya en marcha y con los intereses de extensión de dicho cuerpo. Veamos.
Consideremos, de entrada, el tipo de escenarios sociales y el modo de vida que dan lugar a este nuevo frente de intervención psicológica. Hemos de situarnos, en efecto, según proponemos, ante todo, en el seno de las sociedades occidentales ya desarrolladas, es decir, una vez ajustadas y estabilizadas mínimamente las estructuras sociales básicas derivadas de las transformaciones características de la revolución industrial, y, dentro de dichas sociedades, en el ámbito de las amplias clases medias ciudadanas beneficiarias de dicha estabilidad o ajuste, así como en un determinado tipo de escenario social donde transcurre buena parte de la vida de estas clases sociales, a saber, el marco de la ciudad en cuanto que escenario de un tipo de relaciones sociales que podríamos caracterizar, negativamente, señalando que son relaciones segregadas a partir de y que exceden a los contextos característicos de la generación de la intervención psicológica pública ( el laboral-industrial, el escolar-educativo, el jurídico-policial y el medico-psiquiátrico, como vimos) y, positivamente, denotándolas como relaciones ociosas; y será en el seno de dicha vida ociosa, donde veremos abrirse paso un tipo determinado de consumo, un consumo que se aplica a las propias relaciones sociales ociosas (un consumo, pues, de relaciones sociales ociosas), al cual cabría denominar «consumo añadido» -por relación a las operaciones económicas de consumo integradas en los contextos antes mencionados- y que sin duda se organiza -como cualesquiera otras operaciones antropológicas - según pautas normativas y que genera enfrentamientos entre dichas pautas. Pues bien, será en el seno de estos enfrentamientos normativos en donde veremos florecer la expansión de las relaciones psicológicas que nutren las consultas privadas.
Importa a este respecto realizar dos puntualizaciones. La primera es que el ámbito de estas relaciones interindividuales se nos presenta como un territorio en cierto modo paradigmático de generación de relaciones des-personalizadas, según nuestro propio concepto de persona, puesto que parece que precisamente aquí la disociación entre los fines y los planes colectivos ha de ser la ley. Dada la contextura, en efecto, de estos escenarios sociales, estructuralmente segregados y desprendidos de los contextos donde todavía cabría en principio la reinstauración de la conexión entre los planes y los fines colectivos -y por tanto del fundamento de la personalidad-, no parece posible en su seno otra cosa más que, en efecto, la permanente tendencia a la desconexión entre los fines y los planes colectivos, y por ello la indefinida pululación de contactos interpersonales des-personalizados (frente a lo que acaso a algunos les pudiera parecer), constituyéndose de este modo estos escenarios como un caldo de cultivo privilegiado para la floración y expansión de las relaciones psicológicas. La segunda observación es que, desde luego, podemos reconocer la presencia de un tipo de escenario social semejante en contextos socio históricos anteriores a las sociedades industriales desarrolladas, en particular (dentro de la cultura moderna) en las grandes ciudades cosmopolitas de las sociedades ya burguesas -por efecto de la generalización de las relaciones mercantiles- pero aún no industriales, y en donde serán desde luego otras clases sociales las que ocupen estos escenarios, aun cuando la figura antropológica general que aquí venimos considerando básicamente se mantenga: ahora serán, según sugerimos, más bien las clases sociales aristocráticas paulatinamente desprendidas de sus tareas históricas por el ascenso de las clases burguesas, en confluencia con ciertos segmentos burgueses ilustrados (los «intelectuales»), los personajes que darán vida a estos escenarios. En semejantes escenarios podremos constatar sin duda la presencia de abundantes muestras (y a veces muy refinadas) de psicología mundana -como una amplia y característica tradición literaria nos testimonia (9)-; pero no aún, ciertamente, de psicología académica o especializada, pues para que esta surja, en la dirección de la consulta privada especializada, hemos de contar ya, según proponemos, precisamente con su previa institucionalización (inicialmente en la dirección de la intervención pública -el «primer frente»-) como para que dicha institucionalización pueda reorientarse ahora, a partir sobre todo de los propios intereses de extensión del cuerpo profesional ya en marcha, sobre las amplias vegetaciones de clase media de consumidores de relaciones sociales ociosas segregadas por las ciudades de las sociedades (industriales) desarrolladas.
Pues ésta es, en efecto, la cuestión: que para que la psicología especializada (académica) pueda reorientar su especialización en la dirección de la atención privada debe contar, sin duda, con la presencia de este tipo de sujetos generados en los mencionados escenarios sociales, pero también debe venir ya previamente funcionado la institución capaz de reorientar sus servicios, ante la presencia de este tipo de sujetos, y a partir de los propios intereses de expansión del cuerpo profesional ya en marcha, en la dirección de una subespecialización que ofrezca a estos individuos alguna promesa de alcanzar o reestructurar la estabilidad o firmeza personal de la que por su modo de vida carecen.
Si una oferta especializada o profesional semejante puede llegar a presentarse será, en efecto, por un lado, en la medida en que la institución disponga ya de un cierto bagaje en la reestructuración de la personalidad, bagaje que ha debido irse adquiriendo en un principio a partir del frente de la intervención pública. Desde luego que la necesidad social objetiva en virtud de la que dicho frense te ha generado no ha sido, en principio, el interés por la personalidad (o por sus crisis) de los individuos, sino más bien, como veíamos, el funcionamiento de determinadas organizaciones sociales específicas, y por tanto la prevención de los posibles costes o efectos sociales que respecto de dicho funcionamiento pudieran acarrear la expansión de relaciones psicológicas generadas a su vez por dichas organizaciones; lo que ocurre es que el trámite de dicha prevención sólo ha podido llevarse a cabo en la medida en que la institución especializada ha llegado a reintegrar (hasta donde las propias organizaciones interesadas lo permitan) a los individuos en ámbitos normativos (comparativamente) más estables y por tanto reestructurar mínimamente su personalidad. Así pues, la institución psicológica especializada en el trato de masas sociales (pública) ha llegado a disponer, en el cumplimiento de su función social objetiva de prevención, de ciertas técnicas de reintegración y reestructuración de la personalidad, que son las que ulteriormente podrá ofrecer, en el proceso de expansión del propio cuerpo profesional, ante la presencia -que en cierto sentido también llegará a hacerse masiva, pero no ya susceptible de perturbar el orden social- de (el nuevo tipo de) sujetos consumidores de relaciones sociales ociosas.
Ahora bien, lo cierto es que para que estos sujetos acudan, por iniciativa propia, ante el reclamo de semejante obra deberá seguir actuando alguna necesidad social objetiva de integración: que ahora no será ya, como decíamos, la necesidad de determinadas estructuras específicas de poder -que pudieran ver peligrar su funcionamiento por la expansión de las relaciones psicológicas-, sino, sencillamente, según proponemos, la necesidad (objetiva) genérica de integración social que en principio suponemos que no puede dejar de afectar a cualesquiera individuos del campo antropológico. Cuando hablamos de una necesidad genérica de integración social que ha de afectar a los individuos (del campo antropológico), lo hacemos suponiendo ya en curso la sociedad de personas, y por tanto entendiendo a dicha necesidad, supuestas ya ciertas faltas en la organización o la prosecución de la persona, precisamente como una necesidad de reestructuración personal, que inevitablemente habrá de manifestarse en los individuos sujetos a los modos de vida de los que venimos hablando como alguna forma de crisis de su personalidad.
De este modo, el hecho de que estos individuos acudan, a título individual o por iniciativa propia (diríamos, según su finis operantis), a la consulta psicológica privada, no expresará o traducirá otra cosa más que aquella necesidad genérica objetiva de integración social (digamos, el finis operis),es decir, la necesidad de reestructuración de la propia personalidad, pero en cuanto que dicha necesidad viene ahora ya mediada, ocupada o canalizada por la propia presencia de la institución psicológica que, en virtud de las técnicas de que dispone a partir de la intervención pública, y sobre la base de su interés gremial de extensión profesional, puede presentarse como poseyendo la especialidad capaz de llevar a cabo semejante reestructuración.
5.3. Pero entonces podremos advertir en la intervención psicológica especializada, tanto en la pública como en la privada, unos límites muy característicos, derivados de la condición, por así decir, inevitablemente precaria y paradójica de dicha intervención. Una condición precaria y paradójica ésta que a su vez adoptará modulaciones diferentes en cada uno de los dos ámbitos -público y privado- de la intervención.
Por lo que toca a la psicología pública, la condición precaria y paradójica de su intervención reside fundamentalmente en esto: en que es el propio funcionamiento de las organizaciones sociales específicas que generan las disfunciones psicológicas el que a su vez pretende ser mantenido mediante la prevención o el freno por medios psicológicos de la expansión de estas disfunciones. Significativamente, el hecho de que se recurra precisamente a medios psicológicos para llevar a cabo dicha prevención ya indica que, por así decirlo, es la propia «situación de base» (relativa al funcionamieto de dichas organizaciones) aquella que en último término se pretende mantener. Pero ello quiere decir que estos medios se verán indefectiblemente limitados por el mantenimiento de la situación de base que es la que precisamente genera las disfunciones que pretende prevenir. Como decíamos, la intervención psicológica se verá conducida, si quiere ser eficaz, a remoldear, e incluso a planificar o diseñar, hasta donde sea posible, ámbitos normativos (comparativamente) más estables, que son los únicos donde puede ponerse freno a la expansión de disfunciones psicológicas que pueden perturbar el funcionamiento de las organizaciones que se pretende mantener; pero precisamente es dicha tarea de remodelación y/o planificación aquella cuyo margen se verá indefectiblemente cada vez más constreñido por el funcionamiento de la situación de base que precisamente opera en la dirección de generar las disfunciones psicológicas que pretende prevenir.
En semejante tesitura, el profesional de la intervención psicológica especializada pública se verá una y otra vez conducido a comprobar que o bien es dicha situación de base la que debe ser desbordada o transformada -pero entonces no ya por medios psicológicos, sino propiamente histórico-políticos, lo que supone que será su propio papel de psicólogo especialista el que asimismo se verá desbordado-, o bien que, en la medida en que la situación se mantenga, será su propia tarea especializada la que indefectiblemente se verá cada vez más constreñida por una situación que hizo deja de generar continuamente las propias disfunciones que a su vez demanda del especialista controlar o prevenir (se verá, podríamos decir, en el papel de un «especialista-apagafuegos» en medio de un «incendio» que nunca se extingue).
Por su parte, la modulación que adopta esta condición precaria y paradójica de la Psicología especializada en el seno de la atención privada se manifiesta como sigue. Como veíamos, el engarce entre los sujetos sumidos en el consumo de relaciones sociales ociosas y la atención psicológica especializada provenía del hecho de que la institución podía presentarse ante estos sujetos como disponiendo de las técnicas especializadas capaces de satisfacer la necesidad (genérica) de reestructuración de una personalidad en crisis resultante de sus modos de vida. Ahora bien, lo cierto es que, como también veíamos, en el ámbito de estos modos de vida es más bien improbable la reintegración normativa estable o fluida (verdaderamente personalizada), de modo que la tarea que asignamos como indispensable de la psicología efectiva, es decir, la efectiva reintegración de los sujetos en ámbitos normativos (comparativamente ) más estables, se verá, al menos mientras la intervención mantenga a estos sujetos en los modos de vida a partir de los cuales acuden a la consulta, inevitablemente sumida en una inexorable huida indefinida hacia adelante, es decir, en un aplazamiento sine die de su presunta efectividad: lo cual nos pone sobre la pista, creemos, del significado de los incesantes cambios de escuela o de tipo de terapia de los pacientes de las denominadas «psicoterapias», pues dichos cambios contínuos no expresan a la postre otra cosa, nos parece, más que el indefinido aplazamiento de la efectividad de las terapias en la medida en que éstas mantengan a los sujetos en los mismos modos de vida que precisamente les conducen a demandar atención psicológica.
Por ello, nos parece que la única intervención privada que en principio puede disponer de algún margen de efectividad será aquella que propicie un cambio drástico en los modos de vida de los pacientes que acuden a la consulta en el sentido de reorientar éstos hacia aquellos ámbitos normativos (más estables) socialmente disponibles que permitan una efectiva recuperación de la personalidad: estrategia ésta que nos pone sobre la pista, nos parece, de la posible diferencia entre las denominadas psicoterapias y la terapia y la modificación de la conducta en cuanto que puede ser éste último tipo de intervención psicológica (o, al menos, el de sus practicantes con mayor conciencia crítica) el que se caracterizaría por afrontar de esta manera drástica la modificación de los modos de vida de los sujetos en crisis de personalidad.
Ahora bien, también en este último caso la terapia de conducta se verá de nuevo envuelta prácticamente en las mismas aporías que afectan a psicología pública, sólo que presentándose ahora una significativa inflexión, debido al carácter privado del servicio, respecto al caso público: pues así como, según decíamos, es el psicólogo que trabaja en la intervención pública quien acaba más pronto que tarde por comprobar que la única manera de desbordar la paradójica y precaria limitación de su tarea especializada sería sobrepasar su papel de psicólogo en transformador socio-político, así también una terapia de conducta bien llevada sólo podría conducir, nos parece, a que en este caso acabe siendo el sujeto paciente quien compruebe que el paso último lo debe dar él sobrepasando su propio papel de paciente psicológico y asumiendo su lugar como persona moral y política. El margen de efectividad que, en efecto, nos parece que cabe reconocer en la intervención psicológica privada consiste, por paradoja, en disponer, por parte del especialista, las contingencias psicológicas que le permitan al paciente comprobar los propios límites de la vía psicológica para su verdadera reestructuración personal, de modo que pueda ser el paciente el que rompa la relación psicológica especializada al asumir la responsabilidad moral de su propia construcción personal.
5.4. En resolución: las psicologías especializadas o académicas deben en principio su trámite institucional de especialización a la distancia efectiva que pueden alcanzar respecto de la psicología mundana por lo que toca a su capacidad para prevenir o frenar la expansión de las propias relaciones psicológico-mundanas, en cuanto que dicho freno es requerido por necesidades sociales (objetivas) de integración social: bien sea, en el caso de la psicología pública, por la necesidad de prevenir o frenar los posibles costes sociales -respecto del funcionamiento de determinadas estructuras específicas de poder- de aquella expansión psicológica; bien sea, en el caso de la psicología privada, reorientando la institución ya en marcha en el sentido de mediar u ocupar la necesidad genérica de integración de un nuevo tipo de individuos segregados por fuera de los contextos que en principio determinaron la formación de la psicología pública.
En ambos casos, la efectividad de semejantes intervenciones se medirá por su capacidad para reintegrar a ámbitos normativos más estables o firmes a los individuos. Por ello, si bien las psicologías efectivas requieren, sin duda, del caldo de cultivo previo de la psicología mundana, a la vez en cierto sentido se vuelven contra ésta en cuanto que, como decimos, deben orientarse a frenar o prevenir la propia expansión de las situaciones psicológico-mundanas en razón de las mencionadas necesidades sociales objetivas (específicas o genéricas) de integración social. Lo que diferencia, pues, si se quiere por paradoja, a un psicólogo especializado o académico del psicólogo mundano que en principio siempre será cualquier individuo sumido en una atmósfera de relaciones psicológicas no es sino la efectividad en cumplir con la tarea (objetivo-socialmente determinada) de frenar o prevenir la expansión de dichas relaciones mediante la reintegración, en la medida que sea posible, a ámbitos normativos más estables de los sujetos sumidos en aquella expansión: la tarea, en definitiva, de des-psicologizar, por medios (de entrada) psicológicos, a sus sujetos, en cuanto sea posible, es decir, hasta donde lo permita el propio contexto psicológico-mundano que a su vez genera dicha expansión.
Se comprende, entonces, en definitiva, la condición inexorablemente precaria y paradójica de una actuación que, como vemos, debe tratar de des-psicologizar, por medios inicialmente psicológicos, a unos sujetos, hasta donde lo permita un contexto psicológico-mundano que es el que a su vez genera aquella «psicologización». Pues dicho contexto psicológico-mundano, mientras se mantengan las condiciones socio-políticas de base que lo alimentan, obrará siempre en dirección contraria a la propia tarea especializada, generando continuamente manantiales renovados de expansiones psicológicas; en semejante tesitura, la tarea especializada sólo podrá ser eficaz si dispone (como se dice en la jerga especializada) el «manejo de las contingencias» psicológicas de modo que precisamente frene su expansión o que facilite su desintegración: pero esto sólo podrá hacerlo, a su vez, hasta el punto en que las propias condiciones socio-políticas de fondo dejen algún margen social objetivo disponible para dicha des-integración por la presencia de zonas normativas estables de re-integración: el psicólogo podrá tratar las contingencias en el sentido de ir disolviendo o desintegrando su expansión tan sólo en la medida en que disponga de zonas normativas estables de reintegración personal. Lo cual supone, en el caso de la intervención pública, que precisamente se genera en la medida en que las condiciones socio-políticas se mantienen, ir inexorablemente topando con la paulatina constricción de dichos márgenes de reintegración, y por tanto con la propia limitación de la eficacia misma de su especialidad, de suerte que será el propio especialista quien comprobará una y otra vez la necesidad objetiva de sobrepasar, no ya psicológicamente, sino socio-políticamente, el propio marco de su especialidad; y supone asimismo, en el caso de la intervención privada, y ello contando ya con la posibilidad de una corrección drástica del modo de vida de los sujetos como condición de la eficacia de la intervención, y por tanto con la disponibilidad de algún margen social normativo más estable al que reorientar sus vidas, que será el propio paciente quien, como decíamos, deberá comprobar que la ayuda que el psicólogo pueda prestarle en la dirección de ir disolviendo sus contingencias sólo será eficaz en la medida en que él asuma la responsabilidad moral de su propia reconstrucción personal.
5.5. Hay, por último, una posible derivación al límite de la atención psicológica privada que debemos considerar. Pues es, en efecto, aquella posible dirección de la psicología privada que hemos contemplado, según la cual la presunta efectividad de la misma queda indefinidamente aplazada, la que a su vez puede tomar (y de hecho toma: abundantemente en nuestras sociedades desarrolladas) una modulación límite que nos pone en presencia de lo que vamos a caracterizar como «psicología salvífica». Si, como veíamos, es la propia efectividad de la psicología privada la que queda inevitablemente comprometida cuando la intervención mantiene al sujeto en la misma atmósfera de relaciones sociales donde no parece probable la reinserción a un ámbito normativo efectivamente personal, la cuestión ahora es que va a ser precisamente dicha situación la que puede experimentar un peculiar «paso al límite»: así ocurrirá cuando la intervención psicológica, lejos de corregir el rumbo de vida de los individuos reorientándoles hacia ámbitos sociales normativos más estables, e incluso en vez de mantener al individuo a la deriva en el seno de la misma atmósfera social donde dicha reorientación normativa resulta improbable, ella misma se constituye en el ámbito o marco normativo-social de referencia para la integración personal.
Como decimos, estamos ahora ante el caso en el que será la propia intervención psicológica la que se constituya ella misma, de espaldas a las posibles referencias sociales normativas disponibles para una eventual reorientación personal, e incluso de espaldas a la atmósfera social misma que mantiene al individuo en la deriva psicológica indefinida, en el marco social o comunitario de referencia de la integración personal. Mas para que esto ocurra, será preciso contar, a su vez, con un tipo de individuos muy determinados: un tipo de individuos reclutados, desde luego, en principio dentro de los escenarios donde el consumo (añadido) de relaciones sociales (ociosas) ya ha generado la deriva de relaciones psicológicas de la que venimos hablando; pero de suerte que a su vez dicha deriva haya alcanzado un grado límite tal que pueda decirse que el individuo no se encuentra ya sólo multi-fugado respecto de las normas (de los planes y programas colectivos) en conflicto de su entorno, sino equi-fugado respecto de la totalidad de ellas: La situación de equi-fugación de la que hablamos incluye desde luego la de multi-fugación como su medio propio generador, mas a su vez supone un desarrollo o paso al límite de la misma según la cual podremos decir que las lineas de fuga respecto de cada plan por efecto del conflicto (irresuelto) con otros planes han llegado todas ellas a alcanzar un grado tal de neutralización mutua que han dejado al individuo sumido en una suerte de «deriva integral» (o «flotación») respecto de todas sus normas (en una especie de «grado cero» de normativización que sigue, no obstante, siendo posterior, y no anterior, a dichas normas, puesto que sigue teniendo a éstas como su referencia, aunque se trate ya de una referencia por privación máxima o límite). Cuando el individuo multi-fugado normativamente alcanza su grado máximo o límite (de privación normativa) - es decir, el estado de equi-fugación-, podremos hablar, nos parece, de «individuo flotante» (10).
Pues bien, nos parece que para semejantes individuos, y dada la sociedad que es capaz de producirlos, una manera característica como podrá cumplirse la necesidad genérica de integración social (que incluso a ellos debe afectar en cuanto que sujetos del campo antropológico) es precisamente a través de la conversión de la propia institución psicológica, que deberá ya de alguna manera (bajo alguna forma de presencia institucional socialmente reconocida) venir funcionado, en marco normativo-social de referencia para su (presunta) integración personal. Se trata, desde luego, de una situación que podemos calificar como sobre-paradójica (o ultraparadójica), puesto que ya no se trata ahora de la paradoja general que afecta a la psicología efectiva (obligada a ser efectiva sólo en la medida en que despsicologice a los sujetos reinsertándolos en los marcos normativos estables disponibles por el medio social), sino que se trata, podríamos decir, de una «resolución» de las paradojas de la psicología efectiva en una dirección ultraparadójica, según la cual determinados sujetos, en virtud de su estado de equifugación respecto de sus marcos normativos, resultan ser socialmente estabilizables (de un modo objetivo) a través de la transformación de la intervención psicológica institucionalmente reconocida, en marco normativo-social de su integración personal.
Mas para que ello se haga posible será necesario, a su vez, que las comunidades psicológicas de referencia adopten una doctrina que suponga alguna forma de psicologismo radical, es decir, que incluya, como el núcleo de su axiomática, lo que denominaremos un «trámite (psicologista) de cobertura» respecto de los procesos reales tanto de la adquisición como de las posibles crisis de la personalidad. «Trámite de cobertura», en efecto, en este doble sentido: en cuanto que deberá quedar encubierto o enmascarado en la doctrina el proceso mediante el cual la individualidad subjetiva (antropológica) sólo se desarrolla o culmina como persona en el seno de los materiales normativos positivos y específicos ofrecidos por el medio socio-cultural (político), y en cuanto que dicho proceso deberá quedar sustituido por alguna idea que ponga la fuente originaria de la formación de la persona y de sus posibles crisis en la misma subjetividad individual, entendida ahora como una subjetividad individual genérica y anterior a aquellos procesos que han sido encubiertos. Sólo semejante doctrina podrá actuar entonces como fuente de alimentación para el engarce mutuo (social, comunitario) tanto de los fines subjetivos de los sujetos equifugados respecto de la comunidad que posee la doctrina como de los fines subjetivos de los presuntos especialistas respecto de aquellos individuos, de suerte que pueda seguirse cumpliendo la mínima condición social genérica de mantener integrados (ahora en la comunidad global formada por los pacientes y los presuntos especialistas) tanto a unos como a otros tipos de sujetos. Por así decirlo, lo que este engarce comunitario, alimentado por alguna doctrina psicologista, permite es el mantenimiento siquiera de la forma societaria como para que los sujetos (equifugados) puedan seguir integrados socialmente de un modo mínimo, aunque se trate de una forma vaciada de contenido efectivo social, vaciado éste que precisamente encubre y/o legitima la doctrina psicologista que se incorpore.
Desde luego que desde las coordenadas de nuestro análisis la pretendida recuperación de la personalidad que semejantes comunidades puedan creer lograr la hemos de considerar enteramente imposible habida cuenta de cuál es el objetivo formal y explícito por ellas planteado, a saber, la recuperación de la personalidad a partir de la mera subjetividad individual tomada como genérica y anterior a los procesos sociales materiales específicos entre los que de hecho ella se forma: semejante proyecto es sin duda imposible desde el momento mismo en que se formula como tal, es decir, desde el momento en que la recuperación de la personalidad se plantea como un objetivo reflejo abstracto, o sea, dado al margen de los procesos sociales que implican la presencia de planes y programas colectivos específicos entre los cuales pueda abrirse una verdadera dinámica de recuperación personal. (Este sería, sin duda, el caso de tanto individuo empeñado, como tarea reflexiva abstracta, en cosas tales como «buscarse y/o encontrarse a sí mismo», o «realizarse a sí mismo» , o «encontrar su propia personalidad», o cualquier otro imposible semejante). En tal sentido, hemos de reconocer que los sujetos inmersos en semejantes círculos comunitarios -pero también los «especialistas» que les tratan- deberán quedar sumidos en la más aguda penuria moral y personal que quepa imaginar, precisamente en la medida en que la mera pertenencia a dichos círculos supone ya el sometimiento a la más radical, e ideológica, inconsciencia (esto es, ignorancia) de las razones reales mismas de su despersonalización así como de sus posibilidades reales de recuperación personal.
No forma parte ciertamente de los objetivos de este ensayo el detallar qué escuelas en concreto pueden avenirse a los diversos tipos de psicología que en líneas generales aquí hemos esbozado, pero creo pertinente hacer siquiera una mención del psicoanálisis, en cuanto que hay razones para señalar a esta escuela, si no como la única, sí acaso como la forma más genuina y ejemplar de psicología salvífica en el sentido que aquí hemos propuesto (11). Así pues, con una nota sobre esta cuestión daremos por terminado el presente ensayo.
6. Una nota sobre el psicoanálisis corno ejemplar de psicología salvífica.
6.1. Nos interesa ahora sobre todo señalar esta cuestión -que por lo demás consideramos esencial-: que hay un momento en la evolución de la obra de Freud en el que éste introduce un trámite de cobertura psicologista bien preciso, a partir del cual brota precisamente la figura del psicoanálisis como una doctrina psicológica característicamente salvífica: se trata de la interpretación del «trauma afectivo originario» en términos de «fantasía desiderativa», interpretación que, como se sabe, Freud hace pública por primera vez en 1905, en sus Tres ensayos sobre teoría de la sexualidad (aunque sabemos -en concreto por su célebre carta a Fliess del 21 de Septiembre de 1987- que Freud había renunciado ya en privado a partir de este año a su inicial teoría de la seducción para explicar las neurosis).
Semejante cambio de interpretación es, en efecto, decisivo desde las coordenadas de nuestro análisis. Pues podemos decir que la inicial explicación freudiana de las neurosis histéricas, si bien era ciertamente pintoresca, no dejaba, siquiera por su lineamiento formal, de moverse aun dentro de la perspectiva de la psicología efectiva. Como se sabe, dicha teoría entendía que la neurosis histérica era básicamente una manifestación somática resultante de la represión de un trauma emocional primitivo sufrido por el infante como consecuencia de una agresión sexual por parte de un mayor. Según esto, el histérico (la histérica, por lo general, en los estudios de Freud) padecería recuerdos traumáticos que, debido a éste su carácter traumático, habrían quedado relegados o reprimidos de la consciencia a la inconsciencia, desde donde encontrarían no obstante nuevas formas de expresión transformados precisamente en los síntomas histéricos. Semejante explicación es, desde luego, como decíamos, por sus contenidos positivos, en buena medida pintoresca, debido a su insistencia en cifrar el trauma emocional generador de las neurosis en el acoso sexual sufrido por un menor por parte de un mayor (aun cuando puede que tuviera referencias positivas efectivas si consideramos el momento histórico cultural y el segmento social que acudía a la consulta de nuestro autor); mas en todo caso, si prescindimos de semejante referencia positiva, la figura que aquí se está dibujando pertenece todavía en principio a la perspectiva de la psicología efectiva (privada). Pues se nos está remitiendo aquí, en efecto, a una situación histórico-cultural y, dentro de ella, a un escenario social bien característico, en donde ciertas situaciones son posibles sin que dejen de estar por ello en otro respecto censuradas: un determinado estrato normativo estaría censurando ciertas posibilidades (eróticas, en particular) que a su vez no dejan de estar socialmente disponibles -y por ello asimismo ya pautadas o normativizadas socialmente- por el mismo medio social que asimismo establece aquellas censuras. Se trata, pues, de un enfrentamiento normativo bien característico, inducido por una sociedad que lo genera a la par que falla (políticamente) en su posible resolución (moral), y que en esta medida puede generar, como sin duda genera, una profusa expansión de relaciones psicológicas: Como pueden ser, característicamente, la satisfacción vicaria o sustitutoria de los fines censurados por medio de otras conductas (otros fines) socialmente más aceptables, conductas éstas que precisamente resultan ser los síntomas histéricos; o bien, asimimismo, si el sujeto ya hubiera llevado a cabo el fin censurado, la generación de aquellas conductas sustitutorias que (a modo de «mecanismos de defensa») esta vez se orientan a evitar vicariamente la censura social -por ejemplo, mediante la manifestación de los propios síntomas histéricos que expresan culpabilidad, o dolor, o trauma, y que de este modo evitan la censura social al sustituirla por el propio trauma-. Repárese, por cierto, en que semejantes manifestaciones histéricas, precisamente cuando son atendidas por el cuerpo profesional o especializado correspondiente -psiquiatras, en su momento; ahora también psicólogos-, y, por tanto sancionadas socialmente, no sólo incrementan su probabilidad de ejecución, sino que se moldean de tal suerte que adquieren una variedad y riqueza verdaderamente notables, constituyéndose de este modo en verdaderas resoluciones sustitutorias bien implantadas de los conflictos normativos de los que provienen: la propia atención o la consulta (privada, que supone un nivel de reconocimiento social) puede constituir un escenario muy apropiado para que la conducta histérica se moldee y adquiera la riqueza y variedad que acaso de otro modo no adquiriría. En este sentido la atención psicológica privada corre siempre el riesgo, añadido a los que ya apuntábamos, de ver comprometida su (virtual) efectividad al mantener al individuo, por el mero hecho de atenderle, a la deriva de los propios síntomas por cuya causa demanda dicha atención; y éste debió ser, muy probablemente, por cierto, y de modo bien acusado, el caso de la relación institucional del maestro de Freud, Charcot, con sus histéricas-modelo, las cuales, reforzadas socialmente de modo tan privilegiado por la atención prestada por tan eminente psiquiatra, exhibían una profusa variedad de manifestaciones histéricas -pues no se olvide que la sugestión hipnótica, usada por Charcot, al parecer «curaba» tanto como inducía dichas manifestaciones-.
Los procesos psicológicos, en definitiva, a los que todavía nos remiten las primeras explicaciones freudianas de la neurosis no dejan de moverse dentro de la perspectiva de la psicología efectiva, resultando, en particular, en principio enteramente comprensibles desde los métodos de aproximación e intervención del análisis funcional de la conducta y de la modificación de la misma asociada a dicho análisis: de hecho, aquí acabamos de utilizar los conceptos -skinnerianos- de «moldeamiento», «reforzamiento positivo» y «reforzamiento negativo», combinados con el concepto de «funcionamiento vicario» -usado, por ejemplo, por Frenkel-Brunswik y Brunswik para interpretar precisamente los «mecanismos de defensa» freudianos en términos conductuales (12)-para llevar a cabo dicha comprensión.
Ahora bien, desde el momento en que Freud transforma su inicial explicación en el sentido que antes apuntábamos, es decir, cuando interpreta que el trauma originario de las neurosis no ha ocurrido realmente en la vida del individuo, sino que es el resultado de una «fantasía desiderativa» que a modo de «disposición constitucional» actuaría como un principio psíquico universal y apriorístico en todos los hombres, desde este momento Freud ha barrenado sus primeros intentos, todavía psicológico-efectivos (conductuales), de explicar la etiología de las neurosis y ha introducido el núcleo axiomático de lo que será la figura del psicoanálisis como una psicología paradigmáticamente salvífica. Pues semejante interpretación constituye, en efecto, el trámite psicologista de cobertura a partir del cual se organiza la aquitectura toda del psicoanálisis como doctrina genuinamente salvífica. Trámite de corbertura, sin duda, en cuanto que, encubre o enmascara el proceso psicológico-social (que el propio Freud había descubierto) a través del cual se generaban las neurosis -esto es, en nuestros términos, el proceso según el cual el conflicto normativo entre lo que está censurado pero a la vez disponible genera las conductas neuróticas-, a la vez que sustituye, o, incluso, invierte la génesis de dicho proceso al percibir ahora el principio de dicha génesis como un principio psíquico universal y apriorístico: he aquí, en efecto, funcionando a la concepción del sujeto psicológico como una individualidad subjetiva (antroplógica) genérica y anterior -a los procesos histórico -sociales-, concepción ésta que caracteriza a la reducción psicologista que nos será dado encontrar siempre en la axiomática de toda psicología salvífica.
6.2. Semejante trámite de cobertura introduce, como decíamos, el principio axiomático a partir del cual se organiza la aquitectura toda de la doctrina psicoanalítica como doctrina característicamente salvífica: Para empezar, la propia división del aparato psíquico según la fractura entre lo consciente y lo inconsciente; y, asimismo, la totalidad de los (presuntos) procesos psíquicos dinámicos y evolutivos que al parecer experimentaría semejante aparato psíquico. No es nuestra intención detallar ahora, como sería posible, las afirmaciones anteriores, por lo que me limitaré a realizar un par de observaciones generales (pero precisas) acerca de lo que estoy proponiendo.
En primer lugar: estoy proponiendo entender que la fracturación del aparato psíquico según la división consciente/inconsciente (tal y como precisamente funciona en la doctrina psicoanalítica) es el primero y principal efecto arquitectónico que semejante trámite de cobertura tiene sobre los contenidos estructurales mismos de dicha doctrina (sobre la propia tectónica del aparato psíquico). Es verdad, sin duda, que antes de su segunda interpretación de las neurosis, Freud ya usa la distinción entre lo consciente y lo inconsciente en relación con su teoría de la represión, es decir, con la idea según la cual el trauma afectivo es relegado o reprimido, en virtud de su carácter moralmente aversivo, al inconsciente -desde donde sin embargo vuelve a manifestarse conscientemente bajo la forma de síntomas histéricos-. Pero no es menos cierto que semejante distinción, en la medida en que no medie aún la interpretación de la fantasía desiderativa, es comprensible en principio sin dificultad desde las coordenadas conductuales de la psicología efectiva: pues dicha distinción puede, sin duda, entenderse, tan sólo como una distinción siempre (co)relativa y comparativa entre los diversos tramos conductuales implicados en un proceso de sustitución vicaria de logros (de fines): en la medida en que, en efecto, puede decirse de la conducta sustitutoria que alcanza -o evita- vicariamente un fin que es comparativa y (co)relativamente menos consciente del fin sustituido que lo es del fin manifiesto o sustituyente -en cuanto que, por ejemplo, el individuo puede ofrecer un autoinforme verbal menos preciso, o no ofrecer ninguno, de la función vicaria de dicha conducta (del fin sustituido) en comparación con informes verbales más explícitos del fin manifiesto o sustituyente-.
Pero cuando dicha distinción es percibida desde el mencionado trámite de cobertura, su significado se transforma en algo ya muy distinto: pues ahora ella ya no será entendida en los términos meramente comparativos y (co)relativos que hemos apuntado, sino como una distinción terminante o absoluta entre dos planos entendidos como yuxtapuestos, de suerte que la función que ahora cumple semejante distinción en la estructura de la doctrina no es sino la de prolongar y a la vez proteger la propia separación ya introducida por el trámite de cobertura entre los procesos normativos sociales - conscientes - y los (presuntos) procesos psíquicos - inconscientes - postulados como el ámbito apropiado de un sujeto psicológico entendido como una subjetividad genérica y anterior - a dichos procesos sociales -. En otras palabras, la concepción psicoanalítica de lo inconsciente es el modo mediante el cual el trámite de cobertura da «cuerpo» a ese sujeto psicológico entendido como subjetividad individual genérica y anterior, es decir, a ese sujeto antropológico que, por su dibujo, ha quedado separado por anticipado de los procesos sociales en cuyo seno sin embargo verdareramente se generan los sujetos psicológicos, y en virtud del cual dibujo por tanto el propio carácter salvífico de esta psicología puede empezar a funcionar.
Pues, en efecto, podremos ver en la idea psicoanalítica de inconsciente, el momento privilegiado de la doctrina en virtud de la cual los sujetos (equifugados) y sus salvadores especialistas pueden engranar comunitariamente, es decir, la promesa en virtud de la cual unos sujetos pueden aspirar a que otros les ayuden a recuperar su personalidad perdida justamente a partir de su (presunta) subjetividad individual prístina, cuyos secretos (inconscientes) el especialista puede llegar a desvelar en el curso del engarce comunitario. La idea psicoanalítica de inconsciente constituye de este modo el dique (ideológico) más sólido para que los individuos envueltos en las comunidades psicoanalíticas permanezcan sujetos precisamente a la más completa inconsciencia (ignorancia) sobre la génesis real de sus crisis de personalidad y de las posibilidades reales de superarla.
Y, en segundo lugar, lo que propongo es que semejante idea de inconsciente, en cuanto que resulta ser, como vemos, el primero y principal efecto arquitectónico del trámite de cobertura sobre la estructura de la doctrina psicoanalítica (sobre la propia tectónica del aparato psíquico), tiene a su vez el efecto de pautar o determinar de un modo indefectible (diríamos, según una geometría formal impecable) la totalidad de la construcción freudiana relativa a los (presuntos) procesos dinámico-motivacionales y evolutivos del (no menos presunto) aparato písquico. Dicha dinámica será interpretada ahora como un desarrollo inmanente de semejante aparato -y en particular de su instancia inconsciente-, y de manera que los propios procesos normativo-sociales, que evidentemente no pueden dejar de ser tenidos en cuenta al tratarse con sujetos del campo antropológico, serán sistemáticamente reinterpretados como una suerte de emanación o especificación del desarrollo inmanente de dicho aparato.
Es obvio, desde luego, que ni siquiera Freud (que en esto fue sin duda un maestro consumado) puede inventárselo todo, lo que quiere decir que en su doctrina, y en particular en su versión del desarrollo evolutivo del psiquismo humano, deberán estar inevitablemente presentes de algún modo los procesos normativo-sociales (aquéllos con posterioridad a los cuales el psiquismo cobra de hecho su figura); más la cuestión es que éstos se presentan siempre, diríamos, ya trucados de entrada en cuanto que sistemáticamente reinterpretados, como decimos, como una suerte de emanación o especificación posterior del desarrollo inmanente del psiquismo -que, por así decirlo, los precontiene desde su anterioridad-. Por ello, semejante inversión (ideológica) de los procesos reales de formación del psiquismo antropológico deberá, para ser coherente, desplegarse, como de hecho se despliega, no sólo en el plano ontogenético de la formación de la personalidad, sino también en el plano filogenético, es decir, deberá culminar en una interpretación psicologista de la propia historia social y cultural antropológica. Le es esencial, en efecto, a toda psicología salvífica que quiera ser coherente extender la reducción psicologista hasta culminarla en una interpretación antropológica global - en una antropología filosófica psicologista -; y no cabe duda que en esto la fantasía constructiva freudiana dio ciertamente un ejemplo sobresaliente -así, por ejemplo, y muy especialmente, en Totem y tabú-.
En este sentido, el «complejo de Edipo», en cuanto que se despliega tanto en la dirección ontogenética como en la filogenética, actúa, podríamos decir, como «mecanismo de cierre» de la doctrina, es decir, como mecanismo que permite cerrar en torno a la tectónica inconsciente-consciente -incluyendo ahora una supraconsciencia normativa (el super-yo)-, tectónica resultante directamente del trámite de cobertura, a la totalidad de los momentos y acontecimientos de la evolución, ontogenética y filogenética, del psiquismo antropológico: en efecto, la estructura triangular de semejante complejo, es decir, la estructura formada por el infante deseante, su objeto natural de deseo y el representante de la norma o la ley, en cuanto que desplegada tanto en la dirección ontogenética como en la filogenética (el asesinato del padre por la horda primitiva como origen de la humanidad) le permite a Freud, en efecto, incorporar a su construcción el estrato normativo y hacerlo de modo que dicho estrato aparezca -ya trucado- como derivado (posterior) de la secuencia psíquica consistente en la formación y ulterior resolución de dicho complejo: una secuencia que, en la medida en que su despliegue ontogenético queda asegurado o doblado por su circunvalación filogenética, permite, como decíamos, que la reducción psicologista del campo antropológico queda culminada o cerrada sin residuo. De este modo, Freud ha llevado a cabo una operación constructiva ciertamente «admirable», consistente en ofrecer lo que no es sino un mito o una leyenda bajo el ropaje (verbal) de los modos de argumentación científica, y de ofrecerlo además como antropología (filosófica) global. Por descontado, se trata de una construcción puramente formal (formalista), desplegada, diríamos, entre meros signos -los signos de una leyenda-, y por tanto estrictamente ajena a cualquier construcción científica real (que opera siempre con las cosas y no sólo con signos) así como a cualquier filosofía positiva posible (que ha de atenerse a los resultados de aquellas construcciones efectuadas con las cosas).
Pero precisamente esto no importa, dado el contexto socio-cultural en el que semejante doctrina ha de funcionar y el modo como dentro de este contexto ha de funcionar. O mejor, importa que precisamente las cosas sean así. Gnoseológicamente, en efecto la indiferencia de la doctrina respecto de cualquier construcción material efectiva precisamente la preserva de antemano de cualquier posible anomalía, en cuanto que la doctrina se cierra formalmente -sólo proposicionalmente- sobre el vaciado de cualquier contenido material real: se cierra «incorporando» a las normas, es decir, trucando de raiz semejante incorporación, de modo que ninguna situación normativa real pueda refutarla. Semejante incorporación trucada del ámbito normativo es precisamente necesaria dado el contexto en el que la doctrina ha de funcionar y el modo como debe hacerlo: pues los sujetos (equifugados) a quienes objetivamente la doctrina va dirigida no dejan a la postre de ser personas (ciertamente, personas despersonalizadas al límite), de modo que necesitan una doctrina que contemple a la persona (al ámbito normativo donde ella se forja), y que la contemple del modo como en efecto lo hace, es decir, «explicando» su crisis de personalidad y su recuperación personal como efecto de un secuencia psíquica (ontogenética y filogenéticamente) inmanente. Sólo así, en efecto, la necesidad social genérica de integración personal que incluso a estos individuos equifugados ha de afectar puede tramitarse: bajo la forma, ahora, de la incorporación a la comunidad que maneja semejante doctrina.
Se comprende, entonces, en definitiva, que los individuos equifugados queden indefinidamente enganchados al engarce comunitario que ofrece semejante comunidad, pues será semejante enganche indefinido, y precisamente en cuanto que indefinido (carácter «interminable» del psicoanálisis), el que venga a la postre a cumplir la función de integración o estabilización social de los sujetos equifugados re-enganchados en la comunidad psicoanalítica.
6.3. Lo cual nos remite al último punto que no quisiera dejar de mencionar aquí -como corolario final, si se quiere, del presente ensayo-, que es el de la validez o eficacia terapéutica comparada de las psicologías efectivas y de las psicologías salvíficas. La cuestión que quiero considerar es ésta: Como se sabe, no son pocos los psicólogos adeptos a una orientación conductual que creen posible comparar la eficacia de la terapia de conducta con la del psicoanálisis y abogar por las ventajas de aquélla sobre este último. Básicamente, la argumentación de estos autores se orienta, en primer lugar, a interpretar los episodios conductuales involucrados en el encuentro psicoanalítico, así como las consecuencias conductuales de dicho encuentro sobre la vida del paciente, desde los conceptos y técnicas conductales del análisis y la modificación de la conducta, y se sustenta, en segundo lugar, en la presunción de que existen criterios psicológicos técnicos (científicos) más o menos firmes suministrados por dicho análisis y modificación conductuales para la evaluación de las mejoras terapéuticas (13). Pero nos parece que hay razones para sostener que ambos puntales de su argumentación se encuentran equivocados.
En primer lugar, la cuestión es que el carácter inexorablemente precario y paradójico de la psicología efectiva -en el sentido en que aquí lo hemos analizado- obliga a reconocer que no existen semejantes criterios técnicos internamente psicológicos de mejora terapéutica. Y no existen porque, según nuestro análisis, la psicología efectiva sólo llega a serlo en la medida en que corrige la dinámica de expansión psicológica del sujeto al reinsertarlo a un ámbito normativo donde se haga posible la dinámica personal, en lo cual reside precisamente el carácter paradójico y precario de dicha psicología. Los únicos criterios (objetivos) de mejora, entonces, sólo podrán ser externos a la popia dinámica psicológica implicada y controlada en la terapia, en cuanto que propiamente personales, es decir, en cuanto que la mejora sólo podrá consistir en la reintegración personal del individuo y por ello en la des-psicologización de su situación. Por ello precisamente las psicologías (inicialmente) efectivas pueden ver comprometida su (virtual) efectividad en la medida en que mantengan al individuo, como decíamos, a la deriva del propio tratamiento psicológico: ahora no sólo se seguirá careciendo de criterios psicológicos internos de mejora, sino que se obstruirá el paso para llegar a tener criterios propiamente personales de dicha mejora.
En ausencia de criterios psicológicos internos para evaluar la propia mejora de un tratamiento «efectivo» (conductual) no parece entonces que pueda haber criterios de este tipo para medir la mejora de un tratamiento salvífico. Pero es que, además, la propia situación ultraparadójica del tratamiento salvífico hace imposible aplicar ningún otro canon de mejora que no sea el del propio círculo interno de la comunidad salvífica, habida cuenta del carácter rigurosamente hermético de la misma. No negamos, desde luego, que, como interpretan los defensores de la eficacia conductual del psicoanálisis, puedan darse en el encuentro psicoanalítico componentes ejercitados de terapia conductual, así como que estos componentes pudieran facilitar cambios conductuales en la vida del paciente (básicamente: una audiencia no aversiva que facilitaría el moldeado de los cambios de conducta en la dirección adecuada para superar la crisis) -así como tampoco hemos de negar, por cierto, que muchas psicologías inicialmente efectivas pueden llegar a colindar con la psicología salvífica: así ocurre en la medida misma en que mantienen al sujeto a la deriva de la propia atención psicológica-. Pero lo que afirmamos es que no es ésta precisamente la tendencia estructural de la comunidad psicoanalítica, en la medida en que lo que esta hace es organizar una suerte de vórtice hermético de impermeabilidad a cualquier solución personal real exterior a su propio círculo interior. Si estas comunidades se han generado y se mantienen no es ya gracias a, sino más bien a pesar de las posibles fugas conductuales efectivas que en su seno puedan darse. Pero entonces estamos forzados a reconocer algo que acaso haya de sorprender de entrada a los defensores de la eficacia conductual del psicoanálisis, a saber: que el éxito socio-cultural del psicoanálisis, lejos de deberse a estas posibles fugas conductuales efectivas del interior de su estructura salvífica, se debe más bien a lo contrario, es decir, a la imposición de dicha estructura hermética salvífica sobre sus posibles fugas conductuales.
Lo que quiere decir que, por paradoja (o mejor: por ultraparadojica), la «eficacia terapéutica» del psicoanálisis siempre será incomparablemente mayor que cualquiera que pueda ser la de las psicologías efectivas, inevitablemente sometidas a una dinámica paradójica y precaria. El éxito ultraparadójico del psicoanálisis consistirá en aislar al individuo del medio exterior donde podría verse expuesto a una terapia que, si efectiva, sería ya paradójica y precaria. Por ello su eficacia habrá de ser, como decíamos, -y repárese en el ejercicio de la paradoja- «incomparablemente mayor» que la eficacia de cualquier otra psicología efectiva, razón por la cual resultan ingenuas las comparaciones que los psicólogos conductuales suelen establecer entre ambos tipos de terapia.
Por así decirlo, el sujeto incorporado a la comunidad salvífica está ya «sanado de antemano» de un modo como en ningún caso puede estarlo el sujeto atendido por una psicología efectiva: «Sanado de antemano», en efecto, en cuanto que destinado a permanecer indefinidamente dentro de la propia comunidad, es decir, en cuanto que preservado de toda posibilidad de reapropiación efectiva de una personalidad real.
«Sanado de antemano», claro está, en cuanto que absorbido por una comunidad que ella es la que se encuentra radical y estructuralmente enferma.
NOTAS
(1) Acerca de la concepción, que hemos expuesto en otros trabajos nuestros anteriores, del carácter técnico, en cuanto que puramente fenoménico-práctico, del saber psicológico puede consultarse, entre otros lugares, en Fuentes 1992b y 1993.
(2) El ensayo que ahora proponemos, pues, pudiera inscribirse en buena medida dentro del ámbito de los estudios denominados psicohistóricos, si bien nuestro enfoque se sitúa dentro de unas coordenadas notablemente distintas (y críticas) de las alternativas psicohistóricas más comunes: No se trata, para empezar, desde luego, de un enfoque afín a las tendencias que buscan interpretar o explicar los procesos históricos en términos psicológicos (como sería el caso de la corriente historiográfica reconocible bajo el rótulo de «l’historie psychologique»), ni menos aún, desde luego, de las diversas versiones psicoanalíticas de dicha orientación: sino que estaría en principio más cerca de la tendencia a explicar en términos histórico-culturales las configuraciones adoptadas por el psiquismo humano (más cerca, pues, de la tendencia representada por la corriente denominada -sobre todo a partir de los trabajos de R. Mandrou (ver, a este respecto, por ejemplo, en Mandrou, 1985)- como «historia de las mentalidades»); pero nuestro enfoque se diferencia en cualquier caso de esta última tendencia al menos en estos dos aspectos importantes: en primer lugar, porque pretende desprenderse de todo componente mentalista, al asumir un marco filosófico de fondo materialista asociado a una concepción básicamente conductista radical del psiquismo y del saber psicológico: y, en segundo lugar, porque lo que nuestro ensayo pretende es, como se verá, no ya dar alguna interpretación sobre las maneras como los contextos socio-culturales pudieran condicionar o «informar» a un psiquismo humano que se supone de algún modo preexistente, sino, de un modo diferente y más radical, entender la propia génesis y configuración histórico-culturales de la figura -antropológica específica- del psiquismo humano, al objeto, a su vez, de comprender, como un trámite interno del desenvolvimiento de aquella figura dadas ciertas condiciones de su propio desarrollo, la génesis y formación de la propia disciplina psicológica en la cultura moderna. (Por lo que respecta a las diversas tendencias psicohistóricas y a sus enfoques y modalidades, puede consultarse, por ejemplo, en Pinillos, 1987, 1988).
(3) La concepción que aquí ofrecemos del psiquismo zoológico-genérico en términos de «contingencias discriminadas/generalizadas» pretende atenerse ante todo a los propios resultados de la tradición de la psicología experimental animal, y muy especialmente a la manera como estos resultados han cuajado en el análisis experimental de la conducta de estirpe skinneriana (al que consideramos como un canon crítico-regulativo no sólo de la psicología experimental animal, sino también de toda posible psicología humana), según la interpretación que en otros trabajos nuestros hemos hecho de la práctica de aquella tradición depurando dicha práctica de las diversas autoconcepciones, no siempre congruentes con ella, que por lo general la han poblado. Puede consultarse a este respecto, entre otros trabajos nuestros, en Fuentes, 1992a, 1992b y 1993.
Por lo que respecta, por cierto, a la relación que el presente trabajo guarda con la práctica totalidad de nuestros trabajos anteriores, podría decirse lo siguiente. Lo que pretendemos en esta ocasión es ensayar una teoría (por su formato: antropológico-filosófica) destinada a explicar la génesis y la formación histórico-cultural no ya sólo, ni en primer lugar, de la psicología académica, sino, anteriormente, y como marco general, de la propia figura (antropológica específica) del psiquismo humano -esto es, como veremos, de las relaciones psicológicas humanas que brotan sólo a partir de determinadas condiciones histórico-culturales: lo que llamaremos el ámbito de la «psicología mundana»-, de suerte que sea a partir de dicha figura como podamos comprender, como un trámite interno al desarrollo de la misma dadas ciertas condiciones generadas por su propio desarrollo, la formación y las características de la propia psicología académica o especializada. Pero la teoría histórico-antropológica que ahora ofrecemos (tanto del surgimiento, como decimos, de la «psicología mundana» como, a partir de ésta, de la psicología académica) no modifica, desde luego, ni un ápice, la valoración que en nuestros trabajos anteriores hemos hecho del análisis funcional de la conducta como canon crítico-regulativo de todo posible saber psicológico. El análisis funcional de la conducta estaría siempre ejercitándose en la psicología académica (y en ésta, tanto en la psicología animal como en la psicología humana), y también -si se quiere de un modo implícito- en la propia psicología mundana previa, en el sentido de que lo que siempre estará de hecho en juego en toda forma de saber psicológico efectivo no será sino el control de las «contingencias discriminadas» (según nuestros términos: o las «contingencias de reforzamiento», según la terminología de esta tradición) a las que por su parte se atienen los sujetos temáticos de dicho saber o control; sólo que, según la interpretación histórico-antropológica que ahora proponemos, en el caso de la psicología humana dichas contingencias sólo se generan y se controlan, con posterioridad a las normas y a sus conflictos, de modo que dicha génesis y control supondrá siempre la presencia de aquellos arquetipos normativos determinados a partir de cuyos conflictos irresueltos (personalmente, como veremos) puede generarse (como también veremos) la expansión de contingencias que hará posible la presencia del psiquismo humano y de sus eventuales formas de control (primero mundanas, ulteriormente académicas). Sin perjuicio, pues, las diferencias y distancias que, como más adelante veremos, se dan entre las formas de la psicología mundana y la académica, lo cierto es que en ambos casos no deja de funcionar una forma de saber y/o de control psicológicos que siempre se ejerce según el cauce o el formato explícitamente reconocido por el análisis skinneriano de la conducta, es decir, como una técnica de intervención, o de control, de las contingencias que, según propone la teoría histórico-antropológica que ahora ofrecemos, se generan en el campo antropológico con posterioridad a las normas por cuyo conflicto ellas se expanden y se hacen susceptibles de control.
A lo que sí nos conduce, desde luego, la teoría histórico-antropológica que ahora ofrecemos es a desestimar como ingenua la idea (en ocasiones extendida sobre todo por ciertas presentaciones de las técnicas de la modificación de la conducta) que percibe al análisis y la intervención psicológicas en el ámbito humano como si fuesen una aplicación (se diría que «práctica») de unos resultados teórico-experimentales obtenidos en la investigación animal (se diría, acaso, que «teórica» o «pura»), puesto que hemos de reconocer que ha sido más bien el desarrollo de la propia psicología humana la que ha impulsado, si no la génesis inicial, sí el desarrollo de la psicología animal como una investigación significativa o relevante respecto de la psicología humana. No negamos, sin duda, como asimismo hemos puesto de manifiesto en trabajos nuestros anteriores (ver, por ejemplo, en Fuentes, 1993 que, en sus orígenes, los problemas y descubrimientos de la psicología experimental animal se generan en principio de forma independiente de la psicología humana, en particular a partir de determinadas tradiciones de trabajo biológico (sobre todo estas dos: la fisiología -sensorial y encefálica- y el evolucionismo), en cuyo seno se presentan inevitablemente problemas psicológicos (psico-zoológicos) que sólo cuando son resueltos permiten proseguir el curso, o tramitarse el cierre constructivo, de los propios campos (categorías) o subcampos (subcategorías) biológicas de referencia. Lo que afirmamos, en cualquier caso, es que una vez cumplidos estos efectos en relación con las disciplinas biológicas de las que surgen, semejantes descubrimientos psicológicos hubieran quedado, de no mediar la formación y consolidación académica de la psicología humana, tan sólo como lo que precisamente eran en relación con dichas disciplinas: trámites (sin duda psicológicos: psico-zoológicos) internos para el desarrollo de dichas disciplinas: básicamente, para la reampliación del campo neurofisiológico desde la fisiología clásica espinal a la neurofisiología encefálica, y para la consolidación del cierre del campo de la biología evolucionista mediante la incorporación a dicho campo del subcampo de la etología, en cuanto que biología evolucionista de la conducta, y no ya propiamente de la psicología (ver en Fuentes, 1993). Si semejantes descubrimientos, sin embargo, han podido a su vez pasar a formar parte (como de hecho así ha sido) de la tradiciones de trabajo de la psicología académica -digamos, de las propias formaciones curriculares de esta institución académica-, ello ha debido ser, desde luego, porque sus contenidos se mostraban susceptibles de ser de algún modo «comparados» con los de la psicología humana ya en marcha, y aun de ser relevantes o significativos para estos últimos, pero esto sólo ha podido ocurrir una vez que esta última ya viniera funcionando y por tanto desde el marco o a la vista del saber sobre las contingencias generadas con posterioridad a las normas dadas en el campo antropológico. Por lo demás, el saber puesto en marcha por la psicología animal sobre las contingencias psicozoológicas constituye una muestra genuina de control experimental de dichas contingencias, respecto del cual saber el análisis experimental de la conducta viene a ser desde luego el más depurado canon crítico-regulativo.
(4) Utilizamos las expresiones «progreso» y «regreso» en el sentido dialéctico en el que son usadas en la filosofía de G. Bueno.
(5) Esta división tripartita de los proyectos de acción implicados por las normas que rigen las relaciones sociales está tomada de Bueno, 1982. Además, el presente ensayo pretende hacer un uso sistemático de las ideas ensayadas por G. Bueno en dicho trabajo, hasta el punto en que lo que aquí se busca es tomar el núcleo argumental del mismo y reexponerlo en una medida tal que permita contemplar la génesis y la configuración del campo psicológico global –antropológicamente específico-, y no sólo el caso, hacia cuya comprensión va dirigido el ensayo de Bueno, de las comunidades salvíficas o soteriológicas (psicoanalíticas y epicúreas), caso éste que quedará percibido desde nuestro análisis, como se verá, como una modulación límite, bien que muy significativa, de las posibilidades que abre la presencia del campo psicológico -antropológicamente específico-.
(6) La idea, e efecto, de que el saber psicológico va implícito en el propio hecho de comportarse psicológicamente la consideramos una «enseñanza» que podemos obtener de las observaciones que el propio Skinner ha hecho sobre el episodio de control interconductual que siempre supone todo conocimiento psicológico. Según Skinner, en efecto, el conocimiento de la conducta (del otro) sólo puede lograrse mediante el despliegue de la propia conducta controladora, cuando ésta controla las contingencias específicas de control a las que por su parte se atiene la conducta controlada: quiere ello decir, pues, que la conducta (del otro) sólo puede ser psicológicamente conocida cuando es controlada en el seno de cada episodio interconductual efectivo y concreto de control desplegado entre la conducta controladora y la controlada. Pero ello equivale a reconocer, nos parece, que en todo episodio inter-conductual va implícitamente ejercitado por parte de cada conducta un conocimiento (esto es, algún grado de control) de la conducta del otro, y no sólo, ciertamente, por parte de aquella conducta que eventualmente pueda alzarse con el control, sino por ambas partes, pues también estará conociendo psicológicamente la conducta que llegue a ser eventualmente controlada. Por lo que respecta a nuestra interpretación de ésta, así como a otras observaciones digamos metapsicológicas, asociadas ésta, realizadas por Skinner sobre el análisis funcional de la conducta, puede consultarse en Fuentes, 1992a y 1992b.
(7) Recuérdese a este respecto lo apuntado en la nota n.° 3.
(8) Se comprende, entonces, por cierto, que el núcleo de estas primeras intervenciones especializadas públicas lo constituyera ante todo el dispositivo psicotécnico (orientado, por ejemplo, a la formación y orientación profesional, o también a la integración escolar), encargado de reajustar a las masas de individuos a los lugares sociales que precisamente estaban generando la expansión de sus relaciones psicológicas. En este sentido, todo el aparato factorial de las pruebas de personalidad (o aptitudinales en general) inicialmente generado en el ámbito psicotécnico puede ser entendido como un sistema para clasificar los tipos de pautas operatorias requeridas por los diversos sub-sectores de los mencionados contextos (por ejemplo, los sub-sectores profesionales especializados exigidos por las nuevas formas de producción industrial) al objeto de reacomodar a los sujetos a las normas productivas que a su vez están generando la expansión de conductas psicológicas.
(9) Nos viene a la memoria inmediatamente, como ejemplar sobresaliente de dicha producción literaria, la novela de Choderlos de Laclos Las amistades peligrosas (de 1782), que tan brillantemente ha sabido analizar Marino Pérez como caso notorio de psicología mundana ejercitada en su libro sobre la ciudad, el individuo y la psicología (Pérez, M., 1992).
(10) El concepto de «individuo flotante» ha sido propuesto por G. Bueno en el artículo mencionado en la nota n.° 5 para caracterizar a los sujetos que llegarían a formar parte de las comunidades salvíficas -o soteriológicas, como lo expresa Bueno-, de las cuales dicho trabajo considera al psicoanálisis y a las comunidades epicúreas como ejemplares característicos. Desde las coordenadas de nuestro análisis, en cualquier caso, la figura de este tipo de individuo resultaría ser un caso límite de la figura más general del conflicto de normas irresuelto personalmente que hemos propuesto. Por lo que toca a las relaciones entre el mencionado trabajo de Bueno y el presente ensayo nos remitimos a lo dicho en la mencionada nota n.° 5.
(11) Nos importa, en efecto, dedicar una apartado propio al psicoanálisis en este ensayo, puesto que el caso del psicoanálisis nos parece sumamente significativo precisamente en relación con la teoría histórico-antropológica del psiquismo y de sus formas de control que aquí ensayamos: porque no puede negarse, por un lado, que el psicoanálisis está preñado de un extraordinario sentido o alcance psicológico-antropológico, a la vez que, por otro lado, lo cierto es que el formato de la doctrina psicoanalítica constituye una muestra ciertamente característica de enmascaramiento y/o inversión ideológicas de los procesos de génesis y de configuración del psiquismo antropológico. El profundo sentido psicológico del psicoanálisis reside, como ahora veremos, en haber sabido detectar con toda perspicacia que son los conflictos (inevitablemente ligados a las normas en el ámbito antropológico) los que generan constitutivamente el psiquismo humano, sin perjuicio de lo cual el formato psicoanalítico que el propio Freud dio a su descubrimiento deforma ideológicamente de un modo radical el sentido y las posibilidades de dicho descubrimiento al entender a las normas (y junto con ellas, a toda la historia cultural antropológica), como también veremos, como una suerte de especificación o determinación ulterior de un presunto psiquismo zoológico previo, cuando es el caso, según aquí defendemos, que el psiquismo humano se genera y configura sólo con posterioridad a una dinámica histórico-cultural objetiva y específicamente antropológica. Ambas características conjugadas del psicoanálisis hacen y harán de esta doctrina desde luego una fuente contínua de interés psicológico, pero también una fuente muy profunda de confusión acerca del significado y el lugar (político-morales) del psiquismo humano y de sus posibles tratamientos. Me parece que ambas cosas -esto es, el interés por el psicoanálisis, a la vez que la conciencia crítica de la necesidad de criticarle implacablemente (una crítica que, desde luego, no puede limitarse al ingénuo y abstracto diagnóstico de desestimarle meramente por su carácter científico, puesto que se debe críticamente comprender su raigambre y eficacia histórico-cultural)- subyacen como un motivo de fondo decisivo en el reciente libro de M. Pérez que aquí ya hemos referido -y también subyacen en el mismo sentido en el presente ensayo-.
(12) Ver, por ejemplo, en Brunswik, 1950 (traducción española (1989): pp. 136-138).
(13) En su mencionado libro, Marino Pérez ofrece un ejemplo bastante claro de este modo de argumentar a propósito de esta cuestión -en las pp. 207, 208 y 209-; aunque Pérez no deja asimismo de reconocer que el psicoanálisis funciona como un mito implantado, como tal mito, con éxito en la sociedad. La ambigüedad de los análisis de Pérez a este respecto provienen, si no nos equivocamos, de que este autor todavía confía en que hay criterios técnicos psicológicos para la evaluación de la mejora en las terapias psicológicas. Por lo que ahora diremos, sin embargo, nos parece que una comprensión cabal de la carencia de este tipo de criterios, unida a una comprensión del modo (salvífico) como funciona el psicoanálisis, quitan fuerza a la pretensión de establecer, en base a unos pretendidos criterios psicológicos técnicos, cualquier comparación a propósito de su eficacia entre las terapias psicoanalíticas y las conductuales.
Referencias
Brunswik, E. (1989). El marco conceptual de la psicología, Madrid: Ed. Debate.
Bueno, G., «Psicoanalistas y epicúreos: Ensayo de introducción del concepto antropológico de 'heterías soteriológicas'», El Basilisco, 1.ª Epoca. n.° 13, pp.12-39.
Freud, S. (1887-1985), «Cartas a Fliess», en J. M Masson (comps.), The complete letters of Sigmund Freud to Wilhelm Fliess (1887-1904), Cambridge, Mas., The Balknap Press University Press.
--(1905-1987). Tres ensayos sobre teoría sexual, Madrid, Alianza.
--(1912-1983). Totem y tabú, Madrid, Alianza.
Fuentes, J. B., «Conductismo radical vs. conductismo metodológico: ¿qué es lo radical del conductismo radical?», en Vigencia de la obra de Skinner, Granada: Monográfica de la Universidad de Granada, 1992a, pp.29-60.
--«Algunas observaciones sobre el carácter fenoménico-práctico del análisis funcional de la conducta», Revista de Historia de la Psicología, 1992b, vol. 13, n.º 2-3. pp. 17-26.
--«Posibilidad y sentido de una historia gnoseológica de la psicología: Una primera aproximación a la génesis y la configuración de la psicología moderna», Revista de Historia de la Psicología, 1993, vol. 14, n.os 3-4, pp. 23-37.
Mandrou, R. (1985). Histoire sociale, sensibilitiés collectives et mentalités. París: P.U.F.
Pérez Alvarez, M. (1992). Ciudad, individuo y psicología. Freud, detective privado, Madrid: Ed. Siglo XXI.
Pinillos, J. L. (1987). «Qué es Psicohistoria». Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, n.° 64, pp. 243-255.
--(1988). Psicología y psicohistoria, Valencia: Universitat de Valencia.
Aceptado el 12 de septiembre de 1994