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Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
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PSICOTHEMA
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Psicothema, 2002. Vol. Vol. 14 (nº 3). 608-622




EL CARÁCTER EQUÍVOCO DE LA INSTITUCIÓN PSICOLÓGICA

Juan Bautista Fuentes Ortega

Universidad Complutense

Se parte por suponer que las «cuestiones psicológicas», en cuanto que relativas al momento o plano conductual de la relación adaptativa del organismo con el medio, forman parte interna de la Biología. Pero si esto es así se nos plantea como algo problemático la formación de la «Psicología» como disciplina que pretende organizarse metodológica y temáticamente de un modo autónomo sobre dichas cuestiones en cuanto que de algún modo desprendidas del único contexto en el que sin embargo parecen tener sentido propio o específico, o sea, el campo bio(psico)lógico. En este trabajo se pretende argumentar que los factores responsables de la formación del campo de la «Psicología», en cuanto que campo propio o autónomo –con respecto a la Biología–, son específicamente histórico-antropológicos. Dichos factores se darían en las sociedades históricas y civilizadas, y más en particular con aquellas situaciones estructurales en donde se produce una conjugación desigual entre los conflictos sociopolíticos internos a cada civilización y los conflictos entre las distintas civilizaciones. En dichas situaciones, y con respecto a los sectores sociales más favorecidos de las civilizaciones más pujantes en sus conflictos con otras civilizaciones, se abriría paso un tipo de relaciones sociales características entre dichos sectores sometidas a la siguiente dinámica: la de la «sustitución indefinida de los conflictos sociales de partida por cuasi-resoluciones» de dichos conflictos, en torno a la cual dinámica vendría de hecho a cristalizar el campo de la «Psicología» como disciplina independiente. Esta dinámica resulta ser enteramente isomorfa con la «dinámica», la «estructura» y la «economía» contempladas por la metapsicología freudiana, si bien entendida dicha dinámica, en nuestro caso, en cuanto que generada socio-históricamente, y no generada de un modo endógenamente psicológico. Pero ello quiere decir que cuando se usa la expresión «Psicología» para referirse, unívoca o análogamente, tanto al contexto zoológico como al antropológico, se está incurriendo en un uso equívoco de dicha expresión, el cual equívoco acompañará inexorablemente a la «institución psicológica».

The equivocal nature of the psychological institution. For a start it is supposed that «Psychological questions», since they are related to the behavioral moment or plane of the organism´s adaptive relationship to the environment, form an internal part of Biology. But if it is the case, then it appears as something problematic the formation of the «Psychology» as a discipline that intends to organize itself methodologically and thematically in his own or autonomous way upon these questions considering them in some way separated from the only context within however they seem to have an own or specific sense, that is, the Bio(psycho)logical field. In this work it is intended to argue that the factors responsible of the «Psychology» field formation, as a separated or autonomous field –with respect to Biology–, are of anthropological type, and more specifically historical-anthropological. Such factors would had to do with the formation of the historical and civilized societies, and more in particular with those structural situations where there are an unequal conjugation between the sociopolitical conflicts internal to each civilization and the conflicts with different civilizations. In those situations, and with regard to the social sectors more favored belonging to the most powerful civilizations in their conflicts with another civilizations, it would be opened a type of characteristic social relationships within those sectors subjected to the following dynamic: that consisting of «the indefinite substitution of the starting social conflicts for quasi-resolutions» of such conflicts, and around that dynamic the «Psychology» field would in fact become crystallized as an independent discipline. This dynamic turns out to have entirely the same form than the «dynamic», the «structure», and the «economy» considered by the Freudian metapsychology, although we understand this dynamic as socio-historically generated, and not as generated in a endogenuosly psychological way. But all this means that when they use the expression «Psychology» in order to refer to, at once or analogically, both the zoological and anthropological contexts, they are making a equivocal use of such expression, and this misunderstanding or double meaning will inexorably accompany the «Psychological institution».

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Planteamiento de la cuestión

La cuestión que aquí quiero considerar puede comenzar a plantearse como sigue. Constituye sin duda un hecho sociológico positivo la presencia de la Psicología como «institución realmente existente», que se presenta como una institución «disciplinar», de tipo académico o universitario y además profesional, esto es, como un saber de algún modo científico que tuviera además unas aplicaciones prácticas que satisficieran ciertas demandas sociales a partir de aquel tipo de conocimiento que se supone que posee. En cuanto que saber de algún modo científico, se supone que debería tener acotado un campo propio, con principios teóricos o de contenido temático específicos, así como alguna forma propia o específica de organización metodológica de dichos contenidos temáticos, es decir, se supone que debiera obrar en ella alguna forma de unificación disciplinar (esto es, temática y metodológica) a partir de la cual quedase cualificadamente garantizada la solvencia de sus aplicaciones prácticas, sociales. Sin embargo, lo cierto es que no puede darse por supuesto sin más, como si fuera algo obvio, que a la unificación sociológica o institucional de la Psicología (a su unificación como institución) le corresponda de hecho una efectiva unificación disciplinar (una unificación, metodológica y temática, como disciplina), puesto que más bien parece que la disciplina se ha visto envuelta desde siempre en una permanente e inevitable fragmentación (o aun disipación) disciplinar. En efecto, la incesante floración de «escuelas y sistemas» («paradigmas» se dirá en algún momento), así como de modelos y micromodelos, tanto en la (presunta) investigación básica como en sus (presuntas) aplicaciones, parece ser no ya accidental, o se diría que característica de los comienzos de una disciplina «joven» o en proceso de «maduración», sino constitutiva o consustancial a la misma. Y se trata, además, repárese en esto, no ya, o no ya sólo, de polémicas sectoriales o locales sobre alguna parcela o aspecto de su campo, o bien sobre algún aspecto metodológico concreto de investigación, polémicas éstas que siempre son posibles dada ya una mínima cristalización temática y metodológica del campo de una ciencia, sino más bien, y ante todo, de una permanente polémica «de principio» sobre la definición misma de su campo, así como del método más apropiado para organizar cognoscitivamente dicho campo. Se ha tratado, pues, siempre, de una permanente polémica no ya propiamente psicológica, sino más bien meta-psicológica, como si se tratase de una suerte de «ciencia que se busca» (como dijera Aristóteles de la Metafísica) inexorablemente envuelta en una permanente discusión sobre sus principios mismos, metodológicos y temáticos, de cuya definición se esperase la condición misma de posibilidad de cristalización de la disciplina.

Tal parece, pues, como si nos las viésemos con una institución, sin duda realmente existente, y existente como institución presuntamente disciplinar, pero cuya consistencia disciplinar se encontrase permanentemente en cuestión, cuando es el caso que es dicha (presunta) consistencia disciplinar aquello en base a lo cual se supone que la institución, y sus aplicaciones prácticas, debe ser socialmente reconocida o legitimada. Semejante situación parece ciertamente requerir algún tipo de esclarecimiento crítico.

La (posible) razón específica del singular tipo de polémica en la que se ve envuelta la Psicología

Supondremos, desde luego, que esta singular polémica de principio que desde siempre acompaña a la (presunta) disciplina, tiene que responder a algún tipo de razones determinadas. Y es verdad que, al menos en cierto sentido, dichas razones tienen que ver con la, por así llamarla, dificultad o «irregularidad» metodológica, por comparación con las ciencias físico-naturales estrictas, que ha de afectar a un saber que, como la Psicología, pretende constituirse como una ciencia, y por tanto como un saber de algún modo metodológicamente objetivo, en cuyo campo sin embargo han de figurar contenidos inevitablemente subjetivos. Con todo, no es dicha «irregularidad», planteada en abstracto, la que nos puede ofrecer la clave para entender el singular tipo de polémica que desde siempre caracteriza a la Psicología. Pues una «irregularidad» semejante, y la necesidad de resolverla de algún modo, tienen ya lugar, para empezar, en el contexto de la propia ciencia biológica, al menos en aquel sector suyo en que figuran organismos animales dotados de comportamiento, o sea, organismos cuya relación adaptativa biofísica con el medio incluye ese momento subjetivo o conductual de dicha adaptación en el que consisten sus relaciones conductuales con el medio. También aquí el campo de la Biología deberá incluir formalmente, entre sus contenidos temáticos específicos, dichas relaciones subjetivas o conductuales, y deberá hacerlo, a su vez, según procedimientos metodológicos constructivos que de algún modo garanticen la objetividad de su construcción. Dicha situación y sus modos de resolverla han dado lugar asimismo en el seno de la propia Biología, a determinadas polémicas muy características (a las que luego habremos de apuntar siquiera); pero se trata de unas polémicas que no alcanzan, en todo caso, la singularidad, y en particular el grado de irresolución o indefinición que caracteriza precisamente a la polémica que acompaña consustancialmente a la Psicología.

Seguramente, la razón específica de dicha singularidad tenga que ver, según propongo, con esto: con el hecho de que lo que la Psicología pretende es organizarse metodológicamente como ciencia acotando como campo específico o propio aquello que, sin embargo, en el contexto de la Biología, funciona sólo como un determinado «estrato» o dimensión del conjunto de su campo, a saber, el «momento» conductual de las relaciones adaptativas biofísicas de los organismos con sus medios –como si dicho «momento» conductual pudiera, por sí mismo, «dar de sí» como para organizar en torno a él toda una ciencia con principios metodológicos y temáticos propios o específicos. Pretensión ésta, además, que supone poder tomar asimismo a ese momento conductual (a la conducta) como un concepto con alcance universal respecto de todas las especies zoológicas dotadas de conducta (o sea, con la universalidad siquiera de analogía que se correspondería con el proyecto de una «Psicología Comparada»), incluyendo precisamente dentro de dicho marco analógico a la acción humana –como si dicha acción humana, siempre socio-culturalmente organizada, y además a una escala, como veremos, específica (específicamente antropológica), fuese susceptible de analogarse respecto de las diversas conductas de las diversas especies zoológicas en sus medios ecológicos como estas diversas conductas son análogas entre sí.

Ahora bien, si suponemos (como justamente vamos a hacer aquí) que es dicha analogía, que en todo momento no puede dejar de presuponerse como condición de la presunta unificación disciplinar (metodológica y temática) de «la (nueva) Psicología» como ciencia autónoma, la que carece de fundamento real, entonces puede que comience a hacérsenos comprensible la razón específica y de fondo de la singular polémica «de principio» de esta «ciencia que se busca», y a la postre del carácter irresoluble de dicha singular polémica.

Para desarrollar el sentido de mi propuesta son precisas desde luego varias cosas. Es preciso, para empezar, comprender que, no ya «la Psicología», sino sólo las «cuestiones psicológicas», en cuanto que cuestiones relativas al «momento conductual» de la relación adaptativa de los organismos animales en sus medios, forman parte interna, como un estrato suyo, del campo de la Biología científica, un estrato sin duda imprescindible, pero imprescindible precisamente en cuanto que interno al campo de dicha ciencia. De aquí que desde el punto de vista biológico no parezca comprensible el sentido que pudiera tener el tratamiento de dicha dimensión o momento conductual «por sí misma» (o «por derecho propio», como dijera Skinner), esto es, desprendida, al parecer, precisamente del único contexto real en el que tiene pleno sentido, que es el biológico, operación ésta sobre la cual, sin embargo, parece basarse «la Psicología» en cuanto que ciencia propia o autónoma.

Ahora bien, puede que no hayan sido precisamente dichas cuestiones psicológicas internas al campo biológico las responsables, al menos en principio, de la cristalización de la «Psicología» como institución disciplinar independiente, sino más bien ciertas demandas de control social, históricamente determinadas, a partir de las cuales fue cuajando un cuerpo de profesionales progresivamente especializados en tratarlas, que fue el que precisamente dio lugar a la formación de la institución como institución independiente. La cuestión fundamental, entonces, es la del tipo y grado de analogía entre ese aspecto de la acción humana socio-histórica a partir de cuyo tratamiento especializado cristaliza la institución y el momento conductual de la relación adaptativa de los organismos animales que forma parte interna del campo biológico. Pues puede, en efecto (y tal es mi propuesta) que, por un lado, el contenido disciplinar de la nueva institución no pase de ser, de hecho, más que una mera técnica de control social de cierta modulación histórica de la praxis antropológica que de hecho no guarda relación alguna de proporción analógica con la efectiva conducta zoológica, cuando, por otro lado, sin embargo, puede que dicha institución necesite, para legitimar su existencia institucional independiente como la existencia de una ciencia unificada y autónoma, precisamente asumir semejante analogía –acaso sólo aparente. Semejante legitimación vendría a constituir, entonces, una suerte de «punto ciego» o falsa conciencia necesaria cuya función sería avalar, sobre la base de su supuesta unificación científica autónoma, un tipo de intervención social de hecho no sostenida sin embargo por ninguna clase de campo científico real propio. En ausencia de semejante forma de legitimación, la institución quedaría, por así decir, «desnuda», o sea, transparentemente reducida a su condición de técnica de intervención social de hecho carente de toda organización científica real propia. Mas por otro lado es dicha pretensión legitimadora la que la sume inevitablemente en una polémica «de principio» a la postre irresoluble, dada precisamente la ausencia de todo campo científico real propio que pudiera ofrecer la materia sobre la cual dicha polémica pudiera sustentarse y dejar de ser puramente voluntarista y «principialista» y a la postre vacía. En el seno de semejante tensión, constitutiva e irresoluble, me parece que no puede dejar de moverse en definitiva el destino de la institución.

Esto lo es lo que voy a intentar esclarecer en el resto de mi exposición.

Las «cuestiones psicológicas» en el contexto del campo de la Biología científica

Comenzaré por decir dos palabras sobre el sentido de la presencia de las cuestiones psicológicas en el seno de la Biología científica. Estas cuestiones no han podido dejar de plantearse, en efecto, en el contexto del desarrollo de la Fisiología experimental moderna (o sea, allí donde se trata con el funcionamiento adaptativo de organismos animales dotados de conducta), y también en el contexto de las modernas teorías evolucionistas (es decir, allí donde se trata del alcance evolucionista de los tramos adaptativos del proceso evolutivo).

Por lo que respecta a la Fisiología, las cuestiones psicológicas comienzan a plantearse, no ya en el ámbito de la Fisiología espinal, pero sí en el de la Fisiología encefálica. En el seno de la Fisiología espinal no hay lugar desde luego para el planteamiento de este tipo de cuestiones, puesto que el organismo «preparado espinalmente», esto es, descerebrado (bien sea mediante extirpación quirúrgico-anatómica del encéfalo, bien mediante inhibición quirúrgica o química de las vías aferentes o eferentes susceptibles de control encefálico), sólo nos permite estudiar el sistema «automático» («involuntario», «inconsciente») de funciones fisiológicas reflejas puramente espinales, y por tanto privadas de toda posible «contaminación» psicológica. Ahora bien, el estudio de las funciones fisiológicas susceptibles de control encefálico, esto es, las funciones de un organismo que ha de encontrarse, como Pavlov dijera, «íntegro y desembarazado», no puede llevarse a cabo si no es necesariamente teniendo en cuenta, a su vez, el funcionamiento psicológico o conductual del organismo, puesto que ambas, las funciones fisiológicas y las psicológicas, o acaso mejor, el momento fisiológico y el psicológico del funcionamiento adaptativo integral del organismo, no dejan de algún modo de darse siempre de una manera concurrente y conjugada.

Las funciones fisiológicas se presentan, sin duda, como el soporte y la canalización morfofisiológicos del funcionamiento psicológico o conductual del organismo, sin el cual soporte dicho funcionamiento psicológico no sería ciertamente posible, pero asimismo dicho funcionamiento no deja a su vez de mediar activamente y de algún modo canalizar su propio soporte morfofisiológico. Y con este hecho se hubo de encontrar necesariamente la propia Fisiología (encefálica) en el estudio de las funciones fisiológicas mismas, tanto en el estudio de las funciones (fisiológicas) de los órganos de la percepción, como en el de las funciones (fisiológicas) de los órganos del movimiento, como en el de las funciones (fisiológicas) viscerales y glandulares. No es posible, por ejemplo, la operación perceptiva de la visión sin su soporte morfofisiológico (y neurológico) ocular, pero tampoco el funcionamiento (neuro)fisiológico del órgano ocular puede darse al margen, sino mediado por la operación perceptiva visual; no son posibles, asimismo, por ejemplo, los movimientos conductuales de un organismo en su medio sin el soporte de su morfofisiología motora, pero asimismo dicho soporte está mediado y canalizado por las operaciones conductuales; y tampoco, como sabemos al menos desde Pavlov, el funcionamiento (neuro)fisiológico visceral, glandular y endocrino está libre de condicionarse psicológicamente, esto es, de funcionar en función de las situaciones ambientales perceptivas o cognoscitivas (los llamados «estímulos condicionados»), precisamente esas situaciones entre las que se mueve la conducta instrumental u operante y gracias a lo cual puede producirse el condicionamiento reflejo (de aquí, por cierto, que dicho condicionamiento no deje de ser un efecto, sin duda funcionalmente imprescindible, del propio condicionamiento operante, y que por tanto no haya, en rigor, más que un tipo de condicionamiento, que es el operante, del cual el reflejo condicionado no es sino un efecto reflejo. Un análisis del «condicionamiento operante» como modelo único de condicionamiento puede encontrarse en Fuentes y Quiroga, 2001b).

Ha sido, pues, el propio campo de la Fisiología (encefálica) el que, precisamente al objeto de poder estudiar las funciones fisiológicas, no ha podido dejar de afrontar, y del modo que fuera resolver, el problema de las diferencias, y a la vez de las relaciones, entre los momentos fisiológico y psicológico del funcionamiento adaptativo integral del organismo con el medio.

Por lo que respecta a las diferencias, en efecto, se hacía inevitable experimentalmente constatar que se trataba de dos momentos o tipos de funciones (de (co)relaciones funcionales) con rangos paramétricos de variabilidad diferentes y no mutuamente reductibles. Las relaciones funcionales fisiológicas (entre los valores de estímulo y de respuesta de cada ciclo funcional) funcionan dentro de un rango paramétrico de variabilidad morfológicamente hereditario, lo que no quiere decir, por cierto, que sean funciones «invariables» o «fijas», ni tampoco «incondicionadas» de un modo absoluto, puesto que (co)varían, y (co)varían según ciertas condiciones, que son precisamente las de la constitución morfofisiológica hereditaria del organismo (cuando Pavlov, por ejemplo, llama «incondicionadas» a las «respuestas incondicionadas» no es porque carezcan en absoluto de condiciones, puesto que dependen de sus condiciones morfofisiológicas hereditarias, sino para contradistinguirlas de las respuestas ya condicionadas psicológicamente). Si las funciones fisiológicas no dispusieran de un margen o rango de (co)variación, la capacidad adaptativa morfofisiológica del organismo sería ciertamente nula. Ahora bien, precisamente dicho rango morfofisiológico hereditario de (co)variación es distinto del rango de (co)variación que por su parte muestran, asimismo experimentalmente, las funciones psicológicas, el cual consiste en una variabilidad aprendible; y aprendible, en rigor, quiere decir susceptible de modificarse por la experiencia, esto es, por las relaciones cognoscitivas y apetitivas que los organismos (conductuales) no dejan de mantener mediante sus conductas con sus medios. En este sentido, una de las cuestiones fundamentales que la propia Fisiología (encefálica) ha debido afrontar es la de contar con algún criterio conceptual de distinción entre ambos momentos o planos funcionales, el fisiológico y el psicológico, habida cuenta, como digo, de los distintos rangos paramétricos de variabilidad con los que experimentalmente se presentan ambos momentos funcionales de la relación adaptativa del organismo con el medio. Mas, por lo mismo, tampoco la Fisiología (encefálica) ha podido dejar de ensayar diversos criterios para hacerse alguna idea del modo como sin duda se relacionan o concurren ambos momentos funcionales en dicha relación adaptativa integral.

No puedo en esta ocasión detenerme en realizar una valoración adecuada de los diversos criterios que han sido ensayados para entender la diferencia, así como las relaciones, entre ambos momentos funcionales: Así, por ejemplo, por lo que toca a las diferencias, el criterio que opone la perspectiva «molecular» a la «molar», o el que opone la perspectiva «proximal» a la «distal», o el más obvio y sin embargo grosero de todos, el que opone la perspectiva «externa» a la «interna», entendida esta última como «mental» o «representacional»; o bien, por lo que respecta a las relaciones, el criterio reduccionista, el fusionista, el paralelista… Me limitaré, por ello, simplemente a apuntar el criterio que, a mi juicio, nos permitiría poner un orden crítico en medio de una polémica que es inevitable y consustancial, antes que nada, al propio campo (biológico) de la Fisiología (encefálica). Hace ya años, en efecto, que propuse, a partir de una reconstrucción del criterio de Egon Brunswik basado en la oposición entre lo «proximal» y lo «distal», el criterio que distingue entre las relaciones de «co-presencia a distancia» y las relaciones de «contigüidad espacial», para caracterizar respectivamente a las relaciones psicológicas y las fisiológicas, y poder, precisamente de este modo, conjugarlas mutuamente –ver a este respecto en: Fuentes, 1989. Las relaciones de co-presencia a distancia no excluyen, sino que suponen la acción constante o ininterrumpida de las relaciones de contigüidad espacial, y a la vez no se reducen a éstas, en cuanto que precisamente consisten en relaciones de (co)presencia a distancia entre estratos físicamente distantes a través de los cuales no pueden dejar de darse relaciones de contigüidad espacial. De este modo, por un lado, la idea de «co-presencia a distancia» nos permite caracterizar el plano fenoménico en el que se dan las conductas aprendibles, en cuanto que la conducta no consiste sino en los movimientos de un organismo ejercitados en el seno de las co-presencias ambientales a distancia respecto de las co-presencias del propio cuerpo del organismo en movimiento –relación «referencial» ésta en la que justamente consiste la relación experiencial o subjetiva con el medio; y, por otro lado, la idea de «contigüidad espacial» nos permite caracterizar el plano fisicalista en el que se dan las relaciones fisiológicas, morfológicamente hereditarias, entre los estímulos y las respuestas (fisicalistas), así como los nexos neurológicos intraorganísmicos involucrados en toda actividad fisiológica. Sólo de este modo es posible ensayar como criterio de las relaciones entre ambos planos mutuamente irreductibles el de la conjugación mutua entre ellos. Dicho criterio pide entender, como apuntábamos, que el funcionamiento morfofisiológico hereditario (dado en el plano fisicalista de las relaciones espaciales contiguas) soporta y canaliza el funcionamiento conductual aprendible –dado en el plano fenoménico de las «co-presencias a distancia»–, pero que éste a su vez media y canaliza activamente su propio soporte morfofisiológico, y lo media, en efecto, en la medida en que las variaciones aprendibles que introduce en el medio (co-presente) no dejan de resituar y modificar las propias condiciones ambientales de adaptación morfofisiológica (fisicalista, espacial contigua), y ello de tal modo que cada ciclo adaptativo integral conjugado se cumpla o cancele en función de alguna situación hedónica conductualmente lograda (o bien de alguna situación de displacer conductualmente evitada), como quiere, en efecto, la ley del reforzamiento –operante. Así pues, las relaciones conductuales, no por ser fenoménicas –frente a las relaciones fisiológicas, de tipo fisicalista–, han de ser vistas como irrelevantes desde el punto de vista adaptativo, como si fuesen «epifenómenos» sin eficacia actuante en la adaptación, puesto que, como vemos, la conducta media resituando y modificando sus propias condiciones de adaptación morfofisiológica tanto como éstas soportan y canalizan dicha actividad conductual. Desde el punto de vista funcional, pues, la adaptación morfofisiológica, que sin duda no puede dejar de darse, no es, en todo caso, independiente o anterior, sino dependiente y posterior a su propia mediación conductual, de modo que ni siquiera cabría decir que la adaptación morfofisiológica fuese aquella en la que «en último término» debiera resolverse la adaptación integral del organismo al medio, puesto que dicho «último término» carece de sentido desde el momento en que, como digo, dicha adaptación resulta ser funcionalmente dependiente y posterior a su propia mediación conductual. No puede decirse, en efecto, que la relación adaptativa integral del organismo con su medio se resuelva «en último término», ni en su momento fisiológico ni en su momento psicológico, puesto que consiste esencialmente en la mutua conjugación funcional entre ambos en el sentido indicado.

En realidad, pues, más que hablar de una «Psicología (Neuro)Fisiológica», como si fuese posible una explicación reductiva (neuro)fisiológica de la conducta, habría más bien que hablar de una «(Neuro)Fisiología Psicológica», o conductual, en cuanto que es la propia (Neuro)Fisiología la que requiere incorporar la mediación conductual del propio funcionamiento (neuro)fisiológico.

Las «cuestiones psicológicas», en definitiva, en cuanto que cuestiones relativas al momento conductual, o subjetivo-experiencial, de la relación adaptativa integral del organismo con el medio, constituyen un plano o momento formalmente interno e imprescindible del propio contenido temático esencial de la Fisiología como disciplina biológica, un plano que la propia Fisiología no puede sortear o ignorar, si es que no quiere perder de vista lo esencial del carácter integral de dicha adaptación.

Por lo demás, algo muy semejante cabe decir sobre la presencia de las cuestiones psicológicas en el contexto de ese otro sector crítico de la Biología científica que es el evolucionismo. También ahora, en efecto, en el contexto de la «adaptación diferencial» darwinista, inexcusablemente biofísica y por tanto morfofisiológica, se hace presente no obstante la mediación conductual, en la medida en que mediante la conducta, y en particular mediante sus modificaciones aprendibles, no directamente hereditarias, los organismos modifican y resitúan las propias condiciones ambientales de «presión selectiva» a las que sus rasgos morfofisiológicos hereditarios han de adaptarse biofísicamente. Se trata, en efecto, del concepto de «acomodación», que rectifica la idea más lineal y pasiva de «adaptación» al introducir la mediación conductual en la misma, un concepto éste que, como se sabe, ha sido destacado por una corriente de pensamiento evolucionista, en cierto modo lateral pero en todo caso imprescindible, representada por autores como Baldwin, Waddington o Piaget. Es, pues, asimismo, la propia Biología Evolucionista la que tampoco puede objetivamente dejar de afrontar, e intentar de algún modo resolver, tanto el problema del papel de la conducta en la adaptación como también, y por ello, el problema del posible alcance evolutivo de dicha mediación conductual de la adaptación.

Y si digo «intentar de algún modo resolver» es porque, como se sabrá, es ésta una cuestión que en modo alguno ha quedado, por el momento al menos, suficientemente esclarecida desde el marco de la propia teoría darwinista de la selección natural –o menos aún desde la «teoría sintética»–, puesto que dicha teoría, desde el momento en que sólo recoge formalmente de la «adaptación diferencial» los rasgos morfofisiológicos hereditarios, carece, en principio, por sí misma de principios específicos capaces de explicar de qué modo la conducta introduce cambios aprendibles, y por tanto no directamente hereditarios, en las propias condiciones ambientales de presión selectiva a las que los rasgos morfofisiológicos hereditarios han de adaptarse, y menos aún de explicar cuáles puedan ser los efectos evolucionistas, en todo caso no hereditarios, de dichas modificaciones ambientales conductualmente introducidas. Pero es precisamente esta doble cuestión (la de la mediación conductual en la adaptación y la del alcance evolutivo de dicha mediación) la que no ha dejado nunca de estar presente en el horizonte de la propia Biología Evolucionista (para empezar, en el propio Darwin), siquiera como un problema, y como un problema biológico, que no cabe a la postre esquivar. En este sentido, incluso las tentativas, ocasionales o episódicas, pero nunca del todo definitivamente extinguidas, de incorporar «efectos lamarkistas» una vez aceptada la teoría darwinista (tentativa que, para empezar, ya estuvo presente en el propio Darwin; o que caracteriza sistemáticamente toda la obra Piaget; o que incluso en la actualidad vuelve a ser reactivada por algunos biólogos, como, por ejemplo, por Ho y Saunders –ver, por ejemplo, en: Ho y Saunders, 1984–, no deja de ser un síntoma muy representativo de la mencionada necesidad que la Biología Evolucionista (ya darwinista) no ha dejado nunca de experimentar de incorporar la conducta al proceso adaptativo y evolutivo –y ello incluso después de asumirse que los conocimientos biomoleculares de la «teoría sintética» hacen definitivamente inviables los efectos lamarkistas (el denominado «dogma duro de la herencia» de dicha teoría). En la más reciente actualidad son algunos biólogos de vanguardia los que, sin querer desprenderse (al menos, la mayoría) de la teoría darwinista de la evolución, están intentando reconstruir ésta (por ejemplo, en términos de teoría de la «selección orgánica» que en su momento James Baldwin propusiera) al objeto de poder incorporar y resolver, como un problema característica y formalmente biológico, el problema del papel adaptativo y evolutivo del comportamiento –ver, a este respecto, por ejemplo, en: Ploktin, 1988.

Las «cuestiones psicológicas (o conductuales)», en resolución, forman parte, como un contenido formal interno inexcusable, del campo de la propia Biología, tanto por lo que respecta a la relación adaptativa de los organismos con sus medios (y en este sentido, también de la Fisiología), como por lo respecta al proceso evolutivo en general (y en este sentido del conjunto de la Biología Evolucionista), un campo éste, pues, que por ello debe considerarse como un campo formalmente bio(psico)lógico.

Carácter problemático, desde la perspectiva de la Biología, de la existencia de la Psicología como institución disciplinar independiente

Ahora bien: precisamente si esto es así, entonces deja de ser algo obvio, sino que comienza a presentársenos como problemático, la existencia misma de La Psicología como institución disciplinar independiente. Por la misma razón, en efecto, por la que no es posible, desde el punto de vista biológico, ignorar o prescindir de la conducta, no se ve, de entrada al menos, qué sentido pudiera tener su tratamiento disciplinar considerada o tomada «por sí misma», esto es, al parecer desprendida del único contexto en el que tiene formalmente sentido real, que es, como decimos, su contexto bio(psico)lógico.

Acaso pudiera alegarse, como una posible explicación de dicha situación problemática, que estamos en presencia de un único campo real científico, el bio(psico)lógico, si bien administrativa o institucionalmente repartido en dos instituciones diferentes (como serían las Facultades de Biología y de Psicología), cada una de las cuales tratase aspectos diferentes de la misma realidad esencial o formal, del mismo campo real científico. Pero semejante explicación implica una concepción burocrática de los saberes incapaz de comprender el problema gnoseológico de fondo. Es como si, por ejemplo, a la hora de componer la realidad formal del teorema de Pitágoras, supusiéramos que los catetos por un lado y las hipotenusas por otro pudieran ser tratados de modo administrativamente repartido en dos instituciones diferentes: la composición formal de ambos componentes del teorema hace inviable y sin sentido toda posible división administrativa de su construcción, así como toda posible división administrativa en el manejo de ambos componentes haría de hecho inviable su composición formal efectiva.

Otra posibilidad que cabría considerar sería aquella según la cual, aun tratándose del mismo campo científico de realidad, el bio(psico)lógico, dicho campo estaría siendo abordado de un modo más teórico, o ligado a la investigación básica, en una determinada institución académica (por ejemplo, en las Facultades de Biología), y de un modo más práctico o aplicado en otro tipo de institución académica (en las Facultades de Psicología), debido, por ejemplo, a la creciente demanda social de aplicar los saberes bio(psico)lógicos teóricos disponibles a la resolución de diversos aspectos de los problemas humanos prácticos. Sin duda que uno de los criterios para organizar administrativamente los saberes académicos es no sólo el de la unidad categorial o formal de cada campo científico de realidad, sino también el de las funciones prácticas que ellos cumplen, en torno a las cuales funciones, como un atractor, pueden organizarse instituciones disciplinares (si bien en este caso ya tecnológicas, esto es, resultantes de la aplicación práctica de saberes científicos disponibles). ¿Ocurrirá con la Psicología algo semejante a lo que, por ejemplo, podemos reconocer que ocurre con la Medicina?. Semejante posibilidad seguramente se encuentra, en algún sentido, más próxima a la realidad, al menos por lo que respecta al hecho, a mi juicio decisivo, de que el verdadero atractor responsable de la formación de la Psicología como institución disciplinar independiente hemos de cifrarlo precisamente en determinadas demandas sociales prácticas. Ahora bien, si suponemos que con la Psicología ocurre algo semejante a lo que pueda ocurrir con la Medicina, ello implicaría ya poner en cuestión la propia autoconcepción con la que la institución se presenta y es reconocida socialmente, esto es, la idea de que la Psicología no es sólo una aplicación tecnológica de algún saber científico previo y/o disponible, sino más bien ella misma una ciencia autónoma que en todo caso incluye, genera o conlleva acopladas sus propias aplicaciones prácticas o tecnológicas.

Pero es que –y ésta es mi propuesta– ni siquiera podremos decir que la Psicología sea un saber tecno-lógico, es decir, el resultado de la aplicación de algún saber científico previo (como el bio(psico)lógico) a la resolución de determinadas demandas sociales prácticas, puesto que más bien viene a ser un saber meramente técnico o artesanal, en cuanto que resulta de la tramitación, directa y exclusivamente práctica, de dichas demandas sociales sin necesidad de la mediación de ningún saber científico previo a partir del cual se realizasen sus aplicaciones. Y si esto es así es porque, como ahora veremos, el aspecto de la acción social humana que la Psicología trata, o tramita de un modo directamente práctico, no resulta ser, en cuanto que tiene que ver con la acción social humana, no ya sólo unívoco, sino ni siquiera proporcional o análogo con la efectiva conducta (zoológica) que forma parte interna del campo bio(psico)lógico, lo cual precisamente es lo que va a hacer posible dicho trato disciplinar práctico directo, independiente del campo bio(psico)lógico efectivo.

Mas de ser esto así, dicha institución no dejará entonces de verse envuelta en un singular y característico equívoco: precisamente el consistente en hacer un uso equívoco del concepto de conducta al pretender tomar dicho concepto en un sentido análogo –que incluyese, junto a las conductas de las diversas especies animales, a la acción humana. Y si la institución necesita asumir el espejismo de dicha analogía sería para garantizar, a su vez, otro espejismo, a saber, el de que dicho concepto presuntamente análogo diese de sí como para organizar en torno a él un supuesto campo científico propio (que incluyese sus propias aplicaciones prácticas), cosa ésta desde luego sin sentido desde el punto de vista biológico.

En lo que queda de exposición intentaré mostrar en qué sentido, como vengo apuntando, la institución psicológica cristaliza en torno al trato práctico directo de un aspecto de la acción social humana que no resulta analogable con la efectiva conducta zoológica que forma parte interna del campo bio(psico)lógico.

La formación del «campo antropológico»

Para ello es preciso, desde luego, situarnos en el contexto de lo que denominaré el «campo antropológico», es decir, contar con alguna idea de la realidad, o por mejor decir, de las «realidades antropológicas». Obsérvese que no hablo, adrede, de «el hombre», sino que utilizo la expresión, gramaticalmente plural, de «realidades antropológicas». Con ello quiero ya apuntar a que la clave de lo que pueda ser la «realidad humana», no la vamos a cifrar tanto en los «individuos humanos», como si éstos pudiesen considerarse como miembros de una de una clase lógica en cada uno de los cuales estuviese depositada la «esencia» de lo humano, sino más bien en un tejido o entramado de realidades, que ni siquiera podrá considerarse en abstracto como el formado por las relaciones sociales entre dichos individuos, sino más bien como el tejido constituido por dichas relaciones sociales, pero en cuanto se las considera funcionando ya a una escala muy específica, que es la que introducen los objetos de la producción. Las ideas de «sociedad» y de «cultura», en efecto, no son todavía ideas específicamente antropológicas, sino zoológico-genéricas: En muchas especies animales, en efecto, podemos constatar la presencia de «relaciones sociales», es decir, de ciertas interdependencias entre pautas o tareas conductuales diferentes y relativamente especializadas, de las cuales interdependencias depende la vida del grupo, así como la presencia de un aprendizaje y transmisión sociales transgeneracionales no hereditarios (y en este sentido, «culturales») de dichas pautas conductuales. Sólo, sin embargo, cuando comienza a aparecer y a generalizarse la producción de objetos diremos que comienza a fraguar el «campo antropológico» en cuanto que campo formado por ese tipo específico de relaciones sociales que son las formalmente sostenidas y canalizadas por la estructura formada por dicho entramado de objetos.

La idea (de estirpe marxista) de «producción», en efecto, no nos remite a cualquier clase de modificación conductual del medio –como aquellas que, en el contexto zoológico, hemos visto que median la adaptación morfofisiológica de los organismos–, sino que se refiere a ese tipo específico de transformación del medio que consiste en la progresiva fabricación de objetos o enseres (de lo cual tenemos testimonio por la arqueología prehistórica), unos objetos éstos que van formando un entramado a la escala de cuya estructura formal comienza a su vez a fraguar un tipo asimismo específico de relaciones sociales, que son justamente las «relaciones sociales de producción».

Es preciso, pues, hacernos con alguna idea mínimamente precisa de la forma o estructura de dicho entramado de objetos, y del tipo de relaciones sociales que dicha estructura formalmente genera y soporta. Y lo que propongo, en efecto, es que es posible generalizar y reaplicar el concepto, en principio de origen lingüístico o gramatical, de morfosintaxis al objeto de caracterizar la estructura de dichas «relaciones sociales de producción», de suerte que los efectivos lenguajes de palabras se nos presenten, a su vez, como una subclase especial de la clase más general constituida por las relaciones morfosintácticas como las relaciones más características y generales (transcendentales, como ahora veremos) del campo antropológico –una primera aproximación a la idea de «morfosintaxis» en el sentido antropológico-filosófico en el que aquí la vamos a usar puede encontrarse en: Fuentes 1994 y 1999. Como sabemos, en efecto, por la lingüística estructural, los lenguajes humanos de palabras consisten en sistemas articulados según dos tipos o niveles distintos de articulación, a su vez conjugados, la denominada «primera articulación», que es la articulación «fonológica», y la denominada «segunda articulación», que es la articulación «morfosintáctica». Desde el punto de vista de la articulación fonológica, los lenguajes se nos presentan como cadenas articuladas cuyos elementos articulatorios mínimos (cuyas partes formales mínimas) serían los fonemas, esto es, los distintos «golpes de voz» susceptibles de ser emitidos por la musculatura supralaríngea humana y discriminados auditivamente. A su vez, dichos fonemas se articulan entre sí, dentro de cada lenguaje natural, funcionando sólo a través del juego articulatorio de la segunda articulación morfosintáctica, cuyas unidades o partes formales son, como se sabe, los monemas, los cuales se distinguen a su vez en morfemas y lexemas. Mientras que los lexemas son las raíces léxicas de las que se componen las palabras, los morfemas consisten en aquellas formas de (in)flexión –de partes de los lexemas mismos, o independientes de ellos– que son susceptibles de un campo de variación en donde cada una de sus variaciones posibles tienen lugar en función de las interdependencias sintácticas de dichas variaciones con las variaciones de otros morfemas correlacionados.

Pues bien, lo que propongo es generalizar y reaplicar la idea de dichas formas sintácticas de interdependencia entre las variaciones de las flexiones morfemáticas para caracterizar, también, y precisamente, a las relaciones sociales de producción. Se trata, pues, de hacer valer a la idea de morfosintaxis como una idea analógica de proporción, una de cuyas determinaciones vendría dada, sin duda, por la morfosintaxis de los lenguajes de palabras, a la vez que la otra determinación suya consistiría precisamente en dichas relaciones sociales de producción. Lo cual podrá hacerse, en efecto, cuando consideramos a los entramados formados por (sub)grupos de distintos objetos como una estructura compuesta por una pluralidad de posiciones o lugares operatorios diversos, de modo que respecto de dichas posiciones resulten mutuamente intercambiables y rotables una pluralidad numérica de distintos sujetos operatorios, y ello precisamente en la medida en que dichas posiciones se encuentran vinculadas por determinadas interdependencias. En virtud de la intercambiabilidad y rotación mutuas de los individuos operatorios respecto de dichas posiciones podemos considerar a éstas como análogas de las (in)flexiones morfemáticas (de los lenguajes), y a su vez las interdependencias entre dichas posiciones en función de las cuales son posibles aquellas intercambiabilidad y rotación serían análogas a las relaciones sintácticas entre las flexiones morfemáticas (de los lenguajes).

De este modo, podemos considerar que cada grupo de objetos funciona como un segmento (analógicamente) gramatical, en cuanto que consiste en una pluralidad de posiciones operatorias (analógicamente morfemáticas), que se van correspondiendo de hecho con las diversas tareas o subtareas productivas, en función de cuyas interdependencias sociales (analógicamente sintácticas), que se van correspondiendo de hecho con la distribución cooperatoria social de las diversas de tareas productivas, se hace posible la intersustitución y rotación mutua de los sujetos operatorios respecto de aquellas posiciones. Y podremos, en general, percibir una sociedad o círculo socio-cultural (específicamente) antropológico como una gramática global objetiva, esto es, como una distribución cooperatoria global (sintáctico-social) entre todas sus tareas y subtareas productivas (morfemático-culturales).

Entre otras cosas, dicha idea analógica de morfosintaxis nos permite comprender la función significativa de los lenguajes (de palabras), esto es, la razón por la que los lenguajes re-presentan semánticamente las cosas. Si el lenguaje (o mejor, cada lenguaje natural o positivo) puede representar «las cosas» (las realidades de cada círculo socio-cultural antropológico positivo), esto es así en la medida en que (como nos dijera el Wittgenstein del Tractatus) comparte con ellas su forma misma de representación, puesto que esas cosas, que son sin duda una realidad extralingüística, no por ello son algo ajeno o extraño al lenguaje, dado que están talladas a la misma escala del lenguaje en cuanto que producidas o construidas según una estructura que es precisamente isomorfa con la estructura misma del lenguaje que por ello puede representarlas. Significar o re-presentar semánticamente sería, pues, participar isomórficamente la estructura del agente re-presentante en la estructura de las realidades representadas, participación ésta en cuya virtud puede tener lugar la representación. A su vez, el privilegio que sin duda podemos reconocerle al lenguaje, por comparación con las realidades que él representa, residiría en su carácter (en principio, esto es, con anterioridad a los lenguajes escritos) intrasomático, esto es, en su cualidad de consistir en cadenas articuladas de sonidos ejecutados mediante la musculatura bucal supralaríngea, lo cual permite que individuos puedan, por así decirlo, «llevarse puesta», mediante la estructura (fonológica y morfosintáctica) de sus proferencias sonoras la forma misma (morfosintáctica) de las cosas por ellos producidas, y en esta medida representarlas, sin necesidad de estar simultáneamente actuando u operando con ellas con el resto de su morfología somática operatoria. Y si, a su vez, hemos de considerar funcionalmente imprescindible al lenguaje como una actividad intercalada entre las actividades productivas y las relaciones sociales que éstas acarrean, al objeto precisamente de hacer posible, como su soporte intercalado, la prosecución de dicha producción y de la vida social que acarrea, esto es así debido a una característica esencial de la actividad productiva que desborda enteramente cualquier situación operatoria zoológica previa, a saber: que la producción implica que dos o más subgrupos humanos ocupados en posiciones o tareas susceptibles de estar copresentes a las operaciones y percepciones de cada uno de estos subgrupos deban a su vez tener de algún modo presente, y contar con ello como condición formal de la prosecución de dichas tareas y de su interdependencia, alguna tercera tarea desempeñada por algún otro posible grupo, la cual sin embargo no puede estar, por razones geográfico-físicas, presente a las operaciones y percepciones de ambos grupos. El único modo, entonces, de llegar a estar co-presente a ambos grupos de partida las tareas de ese tercer grupo será, desde luego, re-presentándolas, y representándolas sin duda a través de operaciones somáticas susceptibles de ser percibidas por ambos grupos, lo cual precisamente se hará posible a través de las proferencias sonoras del lenguaje, las cuales podrán re-presentar aquellas situaciones no accesibles a las percepciones y operaciones de los grupos que las profieren en la medida en que por su estructura formal (morfosintáctica) compartan la estructura (asimismo morfosintáctica) de la situación socio-productiva global. De aquí, en efecto, el carácter imprescindible y el significado crítico de la «tercera persona» (de los pronombres personales y de los tiempos verbales en tercera persona), así como de los deícticos de «tercera posición o lugar» («aquello», frente a «esto» o «eso»; «allí», frente a «aquí» o «ahí») en toda posible lengua real de palabras.

A su vez, la idea analógica de morfosintaxis nos permite entender la razón del carácter formalmente extrasomático que sin duda han de tener los objetos o enseres de la cultura antropológica objetiva. Dicho carácter extrasomático no debe ser entendido como una mera obviedad o evidencia empírica espacial. Pues también son sin duda extrasomáticas, por respecto de los cuerpos de los organismos zoológicos, todas aquellas realidades de sus medios entorno (incluyendo otros organismos, de la misma o de distinta especie) con las que aquellos organismos mantienen tanto relaciones fisicalistas (de contigüidad espacial) como conductuales (de co-presencia a distancia). Sin embargo, la razón del carácter extrasomático de los objetos de la cultura antropológica objetiva reside en otra cosa: pues no sólo tiene que ver con el hecho de que estos objetos sean existencialmente externos o distintos –o discretos– respecto de los propios cuerpos orgánicos operatorios, sino que consiste formal y específicamente en la necesidad de que dichos objetos, con su propia morfología, deban ser conservados o almacenados, debido a que ellos llevan impresa en su morfología (morfosintáctica) su propia norma de fabricación y uso sociales, de modo que su conservación o almacenamiento actúa como condición de la recurrencia de dicha norma de fabricación y uso sociales. Una conservación y una recurrencia que deben ser no sólo transindividuales, sino transgeneracionales, es decir, trascender a las diversas y sucesivas generaciones biológicas (sin perjuicio del posible deterioro de la materia física con la que estén fabricados), de suerte que cada nueva generación de individuos pueda incorporarse a, o instalarse en, los usos o relaciones sociales hechos posible y soportados por la morfología (objetiva) de dichos objetos. En la medida en que los objetos llevan impresa, como digo, en su morfología su propia norma de fabricación y uso sociales, ellos consisten en una objetividad formal normativa, sin perjuicio de su positividad existencial efectiva.

Repárese, a este respecto, en efecto, en que el término «objeto» («ob-jectum») implica la idea de «posición» («yectum»), a la vez que la idea de «enfrentamiento» en el sentido de «estar puesto enfrente» («ob»): un «objeto» sería en efecto una «posición frente a», o sea, un «o(b)puesto». Ahora bien, no hemos de entender al objeto, en cuanto que «posición frente a», como algo que estuviese o-puesto globalmente al sujeto (como un sub-puesto), sino que es preciso entender dicha estructura de o-posición como la estructura misma en la que los objetos consisten, o sea, como venimos diciendo, como esa estructura o entramado de mutuas o-posiciones o dis-posiciones que pueden darse entre las diversas posiciones, las cuales dis-posiciones soportan formalmente las interdependencias sociales que hacen posible.

Por lo mismo, el sujeto no deberá entenderse como un sub-puesto frente al cual se o-pusiera globalmente el objeto, sino como una operatoriedad somática que sólo puede actuar a través, o con posterioridad, a la estructura de o-posiciones en la que consiste el objeto (en cuanto que intersustituibles y rotables respecto de dichas posiciones), de modo que es preciso entender dicha operatoriedad como formalmente incorporada, prendida (o sujetada) por dicha estructura objetiva. De aquí que los términos que formalmente soportan las relaciones sociales en el campo antropológico no son, de entrada, los individuos somáticos operatorios, sino las diversas posiciones de los objetos producidos, y solo a través suyo los individuos operatorios.

En otras palabras: que la operatoriedad (cognoscitiva y apetitiva) de los individuos somáticos del campo antropológico es sin duda susceptible o capaz de prender o de quedar sujeta a una posibilidad indefinida de formas objetivas culturales, o de círculos socio-culturales antropológicos (precisamente como el «entendimiento paciente» aristotélico, que «está en potencia» de poder conocer todas las cosas); pero dicha capacidad sólo se activa o actualiza a través y con posterioridad a alguna de dichas formas culturales objetivas (a la manera como el «entendimiento agente» aristotélico «pone en acto» –como «la luz hace de los colores en potencia colores en acto» nos dirá Aristóteles– al «entendimiento paciente»). Se comprende, en definitiva, que los objetos del campo antropológico deban ser formalmente extrasomáticos (así como el entendimiento agente aristotélico actúa «separado del cuerpo»), de modo que precisamente puedan activar (o «poner en acto»), una y otra vez, recurrentemente, la capacidad o potencia de los cuerpos operatorios (del «entendimiento paciente») de quedar sujetos o prendidos por dichas formas objetivas extrasomáticas. Por lo que respecta a la concepción aristotélica de las diferencias y relaciones entre el entendimiento activo y pasivo, pueden consultarse los capítulos cuarto y quinto del libro tercero de su tratado Acerca del alma. La frase aquí citada aparece en 420ª, 15.

Lo cual implica que, sin perjuicio del carácter existencialmente individual (o mutuamente discreto) de los cuerpos orgánicos de los individuos del campo antropológico, no por ello sus operaciones (cognoscitivas y apetitivas) han de ser formalmente individuales, sino que por el contrario resultan ser formalmente supraindividuales, en cuanto que refundidas a la escala objetiva (y por ello supraindividual) de las formas normativas (morfosintácticas) que las constituyen. Por ello es preciso rechazar toda concepción instrumentalista de la cultura antropológica objetiva, o sea, aquella que entiende a los objetos o enseres producidos como si fuesen una suerte de prolongación instrumental de los propios órganos somáticos destinada a cumplir funciones adaptativas biofísicas a la manera, o en continuidad con, las funciones adaptativas que, en el contexto zoológico, sin duda cumplen los órganos somáticos mediados por su uso conductual. Como si, en efecto, los objetos antropológicos estuviesen en continuidad formal con el uso conductual de los órganos que se da en el contexto zoológico, a modo de prolongación de dicho uso conductual. Se trata, ciertamente, de la concepción instrumentalista de la cultura (objetiva) que ya Platón criticara en su Protágoras, y que en las primeras décadas del siglo XX adquirió notable presencia e influencia, por ejemplo en la obra antropológica de autores como Klages o Freud. Pero lo que dicha concepción no aprecia es que la adaptación biofísica, que sin duda debe seguir dándose, es formalmente posterior a la cultura objetiva y que por tanto queda ya reabsorbida a su propia escala y por ello internamente metabolizada por su propia estructura y funcionamiento objetivos. Una estructura y funcionamiento objetivos que consisten, precisamente, en la «relaciones sociales de producción». De este modo, será dicha forma (objetiva) de organizar socialmente la producción aquella que irá metabolizando internamente la adaptación biofísica de los individuos, y que lo irá haciendo según formas y ritmos propios, es decir, según las diversas formas sociales de organizar los diversos desarrollos de las fuerzas productivas que pueda ir adoptando cada sociedad de referencia.

En resolución: si, como decimos, las operaciones de los individuos antropológicos (tanto en su aspecto cognoscitivo como apetitivo), sin perjuicio del carácter existencialmente individual de los mismos, han de considerarse ya formalmente objetivas en cuanto que refundidas a la escala de esas formas culturales objetivas que consisten en los diversos modos de organización social de la producción de cada sociedad de referencia, entonces es la idea misma de conducta (de conducta, en efecto, tal y como se da el campo zoológico) la que comienza a quedar aquí ya desbordada y transformada en otra cosa. Comienza aquí, en efecto, a romperse toda posible conmensuración, o analogía de proporción, entre la praxis antropológica y la conducta zoológica –incluida la conducta zoológica social, cuyas relaciones sociales, al carecer del soporte formal de los objetos producidos, solo alcanzarán el rango de relaciones interindividuales no objetivadas por los objetos.

Así pues, sea cual fuere aquel aspecto de esta praxis antropológica que ha dado lugar a la formación de la Psicología (humana), dicha disciplina ya no estará tratando de hecho formalmente con conductas zoológicas, sino con otra cosa, lo cual nos comienza precisamente a poner sobre la pista de las razones de la formación de dicha disciplina como institución disciplinar independiente de la Biología.

Ahora bien, el aspecto de la praxis antropológica sobre el cual llegará a organizarse el campo de «la Psicología» (de hecho, de la Psicología humana) no va a ser, a su vez, un aspecto universal al campo antropológico, sino que sólo germinará a partir de determinadas fases del desarrollo de dicho campo, como serán, precisamente, las sociedades históricas, y, dentro de éstas, sus momentos civilizatorios. Veámoslo.

La distinción entre sociedades «prehistóricas» y sociedades «históricas»

Debemos, pues, comenzar por considerar la distinción entre las sociedades históricas y las sociedades prehistóricas si es que, como digo, el «campo psicológico (antropológicamente específico)» sólo fragua como una modulación de las sociedades históricas. Y el criterio esencial de distinción al que hemos de atenernos es, desde luego, de tipo económico. Ahora bien, propongo usar la idea de «economía» como exactamente equivalente a la de «relaciones sociales de producción», es decir, como la idea de la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, en cuanto que dicha dialéctica sería trascendental (es decir, constitutivamente recurrente) a toda posible sociedad antropológica positiva. Sólo de este modo que parece que es posible reinterpretar la tosca y equívoca metáfora marxista de la «infraestructura», de manera que podamos recuperar la idea filosófica que sin embargo considero que está ejercitada por Marx al pretender la «determinación económica» de la sociedad, y a la vez evitar los equívocos y el callejón teórico sin salida al que nos lleva dicha metáfora. Lo económico no sería, pues, ninguna «infraestructura» que pudiese soportar otras «superestructuras» como «reflejo» de la primera, de suerte que la posible re-acción de estas segundas estructuras sobre la primera queda siempre como una suerte de «añadido» ad hoc a la postre inexplicable (entre ellos, el inútil concepto, de estirpe freudiana, de «sobredeterminación», ensayado por Althusser), sino que, antes bien, lo económico consiste en la dialéctica misma entre los contenidos culturales producidos y las formas sociales de organizarlos como una dialéctica constitutivamente recurrente (y en este sentido trascendental) a toda sociedad antropológica. En este sentido, nada –esto es, ningún contenido cultural ni social– deja de darse ciertamente a través de lo económico, pero porque lo económico sería justamente ese «través» dialécticamente trascendental a todos los contenidos positivos sociales y culturales de cada sociedad antropológica.

Pues bien: Desde semejante perspectiva podremos ahora interpretar los datos historiográficos positivos de que disponemos relativos al criterio de distinción entre las sociedades prehistóricas (y en particular neolíticas) y las sociedades históricas, basado en la diferencia entre sociedades con una economía productora pero aún de subsistencia y sociedades con una economía excedentaria respectivamente. Puede consultarse a este respecto, por ejemplo, los trabajos historiográficos clásicos de Gordon Childe –entre otros, Gordon Childe, 1975.

Consideramos, en efecto, que el campo antropológico sólo cristaliza o fragua plenamente a la altura de las sociedades neolíticas (y/o etnológicas), es decir, allí donde la práctica totalidad de las diversas operaciones de todos los individuos del grupo social quedan sujetas a las normas objetivas (socio-productivas), lo cual sólo puede ocurrir, a su vez, en la medida en que el entrelazamiento dialéctico de las diversas normas productivas y sociales adopta la forma de un ciclo recurrente, es decir, la forma propiamente de un «círculo» o «esfera» socio-cultural. Pero para que esto pueda ocurrir ha sido necesario, a su vez, que la transformación en las fuerzas productivas que supone la presencia de la agricultura –y la ganadería a ella asociada– haya hecho posible una «economía productora», frente a la «economía depredadora» de los grupos sociales paleolíticos. Mientras que la economía depredadora, en efecto, de los grupos paleolíticos de «cazadores» y «recolectores» tiende a esquilmar el medio al no reponer los abastos obtenidos, la ganadería y la agricultura permiten la reposición multiplicativa de los productos (de la riqueza elaborada), de modo que sólo ahora podremos hablar propiamente de «re-cursos», esto es, del carácter re-currente de los abastos producidos, en la medida en que éstos, como digo, se re-ponen, y se reponen multiplicativamente. Ello no sólo supone la posibilidad de abastecer a un volumen de población incomparable al que puede abastecer una economía depredadora (los miles o las decenas de miles de individuos de una aldea neolítica, frente a las decenas de individuos de una horda paleolítica), y por tanto la posibilidad de congregar a estos miles de individuos en un posible grupo social, sino que también supone la necesidad de organizar la nueva diversidad de tareas o especialidades productivas y de hacerlo ateniéndose a los ciclos naturales que la agricultura y la domesticación de animales impone. Se hace necesario por ello algún tipo de soporte social procesual que, intercalado entre medias de las diversas tareas productivas y de sus ciclos temporales, las entreteja a todas ellas y permita justamente su recurrencia cíclica, y por tanto la concatenación cerrada de la totalidad del círculo socio-cultural, función ésta que, como se sabe, cumplen necesariamente las relaciones sociales de parentesco.

Ahora bien, debido al tipo de técnicas de fabricación de sus aperos o instrumentos (justamente, neolíticos), dichas sociedades, sin perjuicio de su economía productora (con reposición multiplicativa de sus recursos), son todavía sociedades subsistenciales, esto es, sociedades en las que por encima de determinado crecimiento de la población, dicho excedente poblacional debe entrar en crisis de supervivencia. En la medida en que en están sometidas a dichos límites demográfico-ecológicos subsistenciales puede decirse que, en cierto sentido al menos, dichas sociedades siguen siendo ciertamente sociedades biológicas (o «naturales»); si bien, por otro lado, tampoco semejantes límites subsistenciales son ya de tipo orgánico-ecológico, puesto que a su vez están metabolizados económicamente, es decir, puesto que tienen lugar a través y con posterioridad a su capacidad productora (de reposición multiplicativa) conjugada con sus formas sociales de organización de la misma –unas formas sociales éstas (sus relaciones sociales de parentesco), eso sí, que debido a los límites subsistenciales de su capacidad productora, deberán ajustarse estrictamente a sus recursos productivos, es decir, no dejar margen para ninguna otra posible forma alternativa de organización social de la riqueza elaborada, como podrá empezar a ocurrir precisamente en las sociedades excedentarias.

En la medida en que sus límites subsistenciales están, sin embargo, metabolizados económicamente, en dichas sociedades tiene lugar ya una primera forma de desbordamiento y transformación de la «selección natural» (darwinista): pues la «selección o adaptación diferencial darwinista» obra formalmente entre medias de los rasgos morfofisiológicos de los individuos o de las poblaciones biológicas de individuos, de suerte que son los individuos seleccionados los que transmiten a su descendencia la fuente hereditaria de dichos rasgos que han resultado diferencialmente adaptativos, mientras que ahora, la adaptación o selección diferencial comienza a tener lugar más bien entre medias de los recursos técnico-productivos de cada pueblo (de cada «pueblo antropológico», no ya de cada «población biológica») alternativamente a los de otros posibles pueblos, de suerte que queda rota a su vez la cadena hereditaria darwinista, puesto que ahora se reproducirán, no tanto los individuos, o poblaciones, cuyos rasgos morfológicos, habiendo resultado diferencialmente adaptativos, se trasmiten a la descendencia, cuanto los individuos de los pueblos cuyos enseres hayan resultado diferencialmente adaptativos frente a los enseres de otros posibles pueblos. Éste es el sentido en el que, como digo, en estas sociedades tiene lugar una primera forma de metamorfosis de la selección natural darwinista.

Pues bien: la cuestión es que en semejante tipo de sociedades, me parece que no cabe reconocer ni un atisbo de «vida psicológica» en ningún sentido. Ni de vida psicológica en su sentido zoológico, esto es, por lo que se refiere a la conducta animal que forma parte del campo categorial biológico, puesto que aquí todas operaciones de todos los individuos se encuentran íntegramente normativizadas y sometidas a la concatenación cerrada y recurrente de la sociedad de referencia, ni menos aún, si cabe, por lo que respecta a esa modulación de la praxis antropológica que eventualmente dará lugar a un «campo psicológico» antropológicamente específico, puesto que dicha modulación sólo tendrá lugar a partir de cierto tipo y grado de desarrollo de las sociedades históricas, y por tanto con completa posterioridad al surgimiento de los excedentes de producción a partir de los cuales, en efecto, podrán comenzar a formarse dichas sociedades.

Pues las sociedades históricas, en efecto, se generarán a partir de los excedentes de producción, los cuales a su vez comienzan a aparecer a partir de la transformación de las fuerzas productivas que supone el uso de la técnica de los metales en la fabricación de los instrumentos productivos. La presencia y progresiva generalización de los excedentes de producción implica desde luego la rotura y transformación de los límites subsistenciales anteriores, en la medida en una sociedad con economía excedentaria comenzará a poder abastecer a su población progresivamente por encima de cualquiera que sea su posible crecimiento demográfico. A partir de aquí comenzará a hacerse posible, en primer lugar, el comercio, como forma de relación entre aldeas previamente aisladas, pero también, en segundo lugar, y como una inflexión de las relaciones comerciales, un tipo especial de relación social (de producción) que va a dar lugar a la estructura y la dinámica de las sociedades históricas, que es precisamente el capital.

Mi propuesta, en efecto, consiste en retomar, generalizar y reaplicar los análisis empíricos o positivos que Marx hiciera para explicar la formación del «régimen capitalista de producción» (moderno y contemporáneo), al objeto de dar cuenta de la génesis misma de las sociedades históricas, y de modo que el principio de su génesis se nos presente como el principio mismo de su recurrencia, de tal manera que la idea de capital adquiera una dimensión trascendental (y por ello filosófica), es decir, constitutivamente recurrente de la dialéctica de las sociedades históricas –de modo que, a la postre, los propios análisis clásicos de Marx sobre la formación del «régimen capitalista de producción» se nos revelen como una determinación positiva de dicha idea trascendental.

Expuesto muy esquemáticamente, mi idea sería ésta. La primera fase del comercio entre aldeas generado a partir de los excedentes de producción respondería a la fórmula (marxista) «Mercancía-Dinero-Mercancía», o «vender para comprar», como Marx dijera, en la que todavía no estaría presente la relación social «capital». Ahora bien, para ver surgir a partir de esta situación, como una inflexión suya, dicha relación social, sería suficiente con esto: con contar con la presencia de una pluralidad de aldeas, ya excedentarias y entre las cuales suponemos ya fluyendo relaciones comerciales (en principio, bajo la fórmula «M-D-M»), en el interior de cada una de las cuales, sin embargo, hemos de suponer la aparición de una diferencia interna en la producción de excedentes, una diferencia debida, en principio, necesariamente (puesto que hemos de suponer de entrada una distribución compartida de las técnicas productivas por parte del grupo) a diferencias internas en las condiciones naturales de fertilidad, como deberán ser la distinta proximidad respecto de zonas fluviales o marítimas; bajo semejante condición, será suficiente con que los subgrupos que inicialmente trabajan en las subzonas (de cada aldea) naturalmente privilegiadas y por ello generadoras de dichas diferencias internas de excedente, vayan desplazando a los subgrupos que trabajaban en las zonas menos privilegiadas y excedentarias a trabajar en las zonas más privilegiadas y excedentarias, como para que sea posible que, de resultas del comercio con otros subgrupos de otras aldeas a los que por su parte suponemos en un proceso semejante, aparezca la relación social «capital», y la quiebra social interna que ella supone, inicialmente en el interior de cada grupo de referencia; es decir, que los subgrupos que han desplazado a trabajar a otros subgrupos a las zonas comparativamente más excedentarias (de la misma aldea) puedan obtener de la venta en el mercado de los productos elaborados por estos últimos una cantidad de valor superior al que emplean en reponer su fuerza de trabajo (o sea, la estructura misma de la plusvalía), y ello, repárese, aun sin merma de las condiciones biológicas de vida de estos últimos, y aun pudiendo mejorarlas –a causa justamente de la mencionada diferencia excedentaria.

De aquí que, en efecto, la formación del capital pueda ser vista como un proceso social enteramente determinista, que no supone de entrada ninguna suerte de robo o expropiación (como defendiera Marx frente a Proudhon), sin perjuicio de lo cual, una vez formado, él contiene ya inexorablemente la condición de las relaciones de enfrentamiento entre las partes sociales que lo constituyen (que es aquello a lo que Marx apuntara mediante la idea de «percepción social de la miseria»).

Así pues, el intercambio de mercancías controlado por cada uno de estos subgrupos de las diferentes aldeas comenzará ahora a tomar la forma, también señalada por Marx, «Dinero-Mercancía- Dinero», esto es, según la expresión de Marx, consistirá, no ya en «vender para comprar», sino en «comprar para vender» (comprar fuerza de trabajo para vender los productos elaborados por dicha fuerza de trabajo por un valor superior al empleado en reponerla).

A su vez, el espacio de intercambio de dicha forma de circulación de mercancías provenientes de sociedades ya en proceso de fractura social, comenzará a constituirse como el centro de convergencia de dichas sociedades y como el núcleo de reorganización, ya irreversible, de una nueva sociedad global fracturada. Y en esto va a consistir justamente la formación de la Ciudad. No habrá que ver, en efecto, a la Ciudad como si fuera un lugar de cruce de un comercio socialmente neutral, sino como lugar de cruce de un comercio que proviene de sociedades ya socialmente fracturándose, y por lo mismo, como la «cabeza» o el «centro» de reorganización de la nueva sociedad fracturada global resultante. De aquí, en efecto, que cada ciudad comience por ser la «capital», esto es, la «cabeza» o «centro» de reorganización de la nueva sociedad global resultante fracturada por el «capital». La Ciudad es, en efecto, la capital donde habita el capital, condición misma de su reorganización recurrente y por tanto de su irreversibilidad.

Como antes decíamos, el capital, una vez cristalizado, contiene las condiciones irreversibles del enfrentamiento entre las partes sociales que vincula, es decir, que la relación misma de las partes sociales de una sociedad fracturada es constitutivamente su relación de enfrentamiento. De aquí que estas sociedades comiencen a adquirir una dinámica estructural característicamente histórica, es decir, sujeta a una incesante transformación de su estructura constitutivamente fracturada como desenvolvimiento de dicha fractura o enfrentamiento: una transformación que consistirá, en efecto, en la incesante reconstrucción de las relaciones de enfrentamiento entre sus partes sociales, y por tanto de las partes mismas, mediada por la destrucción mutua de dichas partes y de sus relaciones de enfrentamiento.

Una dialéctica ésta que, a su vez, sólo podrá funcionar formalmente a través del Estado. Pues dada, en efecto, una situación estructural en la que unas partes sociales pugnan por llevar a cabo proyectos de acción que, desde sus intereses, tiendan a envolver o determinar los proyectos de acción que, por su parte, otras partes sociales pugnan asimismo por hacer valer desde sus intereses al objeto de envolver o determinar a las otras partes, el único modo de alcanzar la estabilización mínima que sin duda es necesaria como condición de recurrencia de la totalidad social de referencia, será precisamente la formación de una instancia social específica cuya función sea la de envolver o abarcar a la sociedad internamente enfrentada, o sea, la de totalizar la pluralidad de sus partes enfrentadas; razón por la cual dicha totalización sólo podrá llevarse cabo como una totalización de segundo grado, o como una meta-totalización, respecto de dicha pluralidad de partes enfrentadas, (de aquí, en efecto, la idea del Estado como «poder separado» de la tradición marxista y anarquista), la cual, sin embargo, sólo podrá brotar desde dentro de la propia sociedad, a partir de sus enfrentamientos, y por tanto no será ninguna suerte de armonizador neutral exterior, sino que estará siempre en función de los intereses de aquella o aquellas partes sociales que en cada momento puedan ser dominantes o hegemónicas (de aquí el carácter «de clase» del Estado en la tradición marxista y anarquista), una hegemonía ésta que, a su vez, tampoco podrá lograrse de espaldas o ignorando los intereses de las partes dominadas, sino de algún modo contando con ellos, precisamente para poder dominarlos o co-determinarlos. Se comprende, entonces, que la estabilización social que semejante forma de metatotalización partidista pueda en cada caso alcanzar, sin perjuicio de ser necesaria como condición de la recurrencia de la totalidad social, no sea nunca perfecta, o definitiva o clausurada, sino precisamente precaria, es decir, en incesante estado de transformación, como se corresponde con el estado de transformación incesante de la sociedad histórica que a través suyo se desenvuelve.

Toda esta dinámica de transformación sólo es posible, desde luego, a partir de los excedentes de producción y de su multiplicación creciente, y por tanto a partir del desbordamiento incesante de los límites subsistenciales característicos de la sociedad pre-histórica. De aquí que en estas sociedades comience a tener lugar, y a irse propagando, una segunda metamorfosis de la «selección natural» (darwinista) ya irreversible, en la medida en que la raíz excedentaria de las mismas hace posible una pluralidad de formas socio-políticas alternativas de organización (o distribución) de la riqueza producida que ya no podemos considerar determinada por la adaptación biofísica, puesto que, más bien al contrario, es dicha adaptación biofísica de sus individuos, que sin duda seguirá dándose, la que quedará ahora económicamente metabolizada, y además a una nueva escala inconmensurable con la de la sociedades prehistóricas (neolíticas), puesto que dicha metabolización económica consiste justamente es esas formas de organización o distribución sociopolíticas alternativas de la riqueza cuyo carácter mutuamente alternativo, en cuanto que posibilitado por los excedentes, ya no depende precisamente de ninguna determinación fisicalista (al menos unívoca) en la adaptación biofísica que a través suyo tiene lugar.

Será entonces esta especie de desprendimiento de las formas socio-políticas alternativas de organizar la sociedad de toda determinación biofísica (unívoca) el terreno sobre el cual podrán comenzar surgir disciplinas o saberes en torno a diversas configuraciones adoptadas por las operaciones humanas (normativizadas) cuyos campos podrán organizarse formalmente al margen o por fuera del campo categorial efectivo de la Biología.

Uno de estos campos será, precisamente, el la denominada «Psicología», el cual no podremos localizar todavía, en general, en las sociedades histórico-políticas, sino más bien en el «proceso de civilización» de dichas sociedades. Veamos.

El proceso de la civilización

No es casual, desde luego, sino necesario (trascendental) que las primeras formas de Estado hayan debido ser las de las Ciudades-Estado, si es que, como veíamos, cada ciudad surge como forma «capital» o central de reorganización irreversible de la nueva sociedad fracturada por el capital, de modo que en el seno de cada una de ellas deba gestarse la primera forma de Estado. Pues bien, lo que nos importa ahora es apresar la dinámica asimismo necesaria (o trascendental) que deberá tener lugar a partir de la vida socio-política de las Ciudades-Estado y que dará lugar precisamente a esos tejidos entre las ciudades que son las civilizaciones.

La clave de dicha dinámica me parece que puede cifrarse en esto: en que la presión socio-política interna de cada sociedad política de partida debida a sus enfrentamientos internos puede ser siempre canalizada bajo la forma de la expansión exterior, es decir, mediante la ocupación de nuevos territorios, y correspondiente apropiación de mano de obra y materias primas (y aun recursos productivos) de «terceros». El efecto que sobre la presión socio-política interior tendrá semejante expansión exterior deberá ser éste: de la facilitar, bajo la forma de la relajación o distensión de la tensión inicial, los reajustes socio-políticos internos, a expensas de la generación de nuevos desajustes y el correspondiente incremento de la tensión con respecto de los grupos humanos exteriores sometidos. Ahora bien, si suponemos que esta situación debe estar dándose a la par en diversas sociedades políticas (o Ciudades-Estado) en principio mutuamente aisladas, o sea, que cada una de estas sociedades deba encontrarse en semejante proceso de expansión en torno a sus territorios circundantes, entonces deberá ocurrir que, antes o después, y debido al carácter finito del territorio, dichas sociedades en expansión inexorablemente se encuentren y, al menos de entrada, se enfrenten mutuamente desde sus respectivos proyectos expansivos. Semejante enfrentamiento deberá estar sometido, en efecto, a la siguiente dialéctica: por un lado, el freno mutuo de los intereses expansivos de los sectores dominantes de cada bloque en expansión acarreará una tendencia a la retracción de la distensión hasta el momento lograda, con el consiguiente incremento de la tensión entre sectores sociales hasta el momento aliados por los beneficios de la expansión, a la vez que, por otro lado, deberá manifestarse una tendencia opuesta por mantener aliados a la mayor cantidad posible de sectores sociales al objeto de pugnar, hasta donde sea posible, por vencer al bloque enfrentado. Ahora bien, sin descontar los momentos relativamente estacionarios de dichos enfrentamientos entre los bloques expansivos, ni las fases de relativa duración durante las cuales algún bloque pueda estar dominando a otro, una salida que siempre estará disponible a dichos enfrentamientos será justamente, de nuevo, la alianza entre los sectores dominantes de dichos bloques sobre la base o a expensas de la expansión y el dominio ahora conjuntos sobre nuevos territorios (poblaciones y recursos) circundantes al conjunto del nuevo bloque. Se trata, pues, de una reproducción a escala ampliada del mismo dinamismo por el cual la distensión de la tensión interna y la facilitación de los reajustes puede tener lugar a expensas de la generación de nuevos desajustes y tensiones sobre terceros.

Y éste será precisamente el momento de la formación de las civilizaciones, es decir, de ese tejido o entramado entre ciudades políticas, cada una de ellas capital de algún área de influencia, tejido sostenido por el interés común de la dominación sobre «terceros» circundantes y absorbidos; y ello sin perjuicio de las jerarquías, o hegemonías escalonadas, que puedan darse entre las diversas regiones (siempre capitalizadas por distintas ciudades) de la civilización, jerarquías en cuyo seno tenderá a prevalecer la alianza sobre el enfrentamiento en la justa medida en que éste esté descargado sobre «terceros» comunes. A su vez, el carácter finito del territorio hará que dichas civilizaciones acaben antes o después encontrándose y enfrentándose mutuamente, reproduciéndose una vez mas, a una nueva escala ampliada, la misma dinámica histórica mencionada, una dinámica que, en efecto, llegará a ser histórico-universal en el momento mismo en que, dado el carácter finito del planeta, se produzca la interconexión enfrentada planetaria de los bloques civilizatorios, y través de ellos, de las diversas regiones políticas histórico-geográficas escalonadas que ellos incorporan –situación ésta que, sin duda, comenzó a tener lugar, mediado por la expansión americana de España, a partir de lo que se conoce como «Edad Moderna».

Ahora bien: es dicha interconexión geográfico-histórica política entre los diversos bloques civilizatorios, en principio sujeta al juego alternativo de alianzas y enfrentamientos mutuos sobre la base de la explotación respectiva de «terceros», aquella que comenzará a encontrar determinados límites, que irán haciéndose progresivamente irreversibles, allí donde estas civilizaciones, en su pugna mutua por ocupar y dominar territorios y pueblos «terceros», comiencen a agotar los recursos (finitos) territoriales y poblacionales de estos «terceros» pueblos, es decir, allí donde vaya dejando de haber nuevos «terceros» pueblos disponibles que ocupar y dominar, habida cuenta de que todos ellos van quedando absorbidos y distribuidos entre los diversos bloques civilizatorios en pugna –en pugna precisamente por semejante ocupación y dominio. Dado este contexto de «saturación geohistórica política» del juego de las distintas y alternativas alianzas y enfrentamientos mutuos en la pugna intercivilizatoria por «terceros», las distintas civilizaciones comenzarán a verse abocadas a un enfrentamiento mutuo que se presentará ya como crecientemente irrevocable o definitivo –en cuanto que precisamente no re-canalizable o re-ampliable en función de nuevas ocupaciones de terceros–, y ello como condición del mantenimiento de la alianza hegemónica que mantenga la cohesión socio-política interna de cada bloque civilizatorio. Dicho enfrentamiento intercivilizatorio comenzará a no presentar, en efecto, en el horizonte otra alternativa más que la de pujar por vencer o bien perder definitivamente, o sea, la de tener que imponerse cada bloque civilizatorio (o alianzas entre bloques) sobre otros bloques (o alianzas) o quedar sometidos por estos otros bloques (o alianzas) –en la medida en que va quedando precisamente descartada la posibilidad de alianzas sobre la base de la ocupación y el dominio de nuevos «terceros» pueblos y territorios disponibles.

A su vez, esta situación de saturación política geo-histórica de la posibilidad de reampliar la ocupación y el dominio de «terceros» como condición del mantenimiento de las propias alianzas internas (intracivilizatorias) puede tener lugar, o bien todavía geográficamente acotada en función del desarrollo de las fuerzas productivas característico de las civilizaciones políticas «clásicas», o bien cuando, definitivamente desbordadas y transformadas las fuerzas productivas de dichas civilizaciones «clásicas» por efecto de la producción industrial contemporánea, dicha saturación geohistórica comience a dejar de estar dada en función de unas cotas geográficas todavía dependientes del desarrollo de las fuerzas productivas de aquellas civilizaciones «clásicas» para comenzar a resituarse en una dimensión definitivamente histórico-universal en cuanto que efectiva e irrevocablemente planetaria.

Pues bien, mi propuesta es ésta: que sólo en el contexto de dicha «saturación geohistórica política» que llega a generarse en el seno de las pugnas intervilizatorias, y con respecto a su vez a aquellas civilizaciones que se encuentran en un momento en el que están imponiéndose o dominado sobre otras, se genera un «vector de despolitización» en cierto respecto de las relaciones sociales entre los sectores socio-políticos dominantes de dichas civilizaciones, en torno al cual «vector» tiene lugar la formación del «campo psicológico» específicamente antropológico, o sea, ese campo en torno al que cristaliza la «Psicología» como institución disciplinar autónoma.

La Psicología y el proceso de la civilización

Como hemos visto, en efecto, la explotación de «terceros» hace, en principio, que se genere y se sostenga la alianza hegemónica entre los diversos sectores socio-políticos internos de cada bloque político a sus sucesivas escalas ampliadas, desde las iniciales Ciudades-Estado hasta las unidades civilizatorias y aun supracivilizatorias. Se trata sin duda de una explotación (sobre «terceros») desigualmente conjugada con las respectivas presiones socio-políticas internas a cada bloque político a su respectiva escala. Ahora bien, la situación política de saturación geohistórica de la posibilidad de mantener la alianza hegemónica «interna» sobre la base de una reampliación indefinida de la explotación de «terceros escalones» antropológicos, determina el que los reajustes de los enfrentamientos socio-políticos internos de cada unidad civilizatoria, en cuanto que inexorablemente enfrentada a otras unidades civilizatorias, dependan o se conjuguen desigualmente ahora con el curso de dichos enfrentamientos intercivilizatorios, tanto como éstos dependen o se conjugan desigualmente con aquellos enfrentamientos internos respectivos. Se trata, pues, de un desarrollo desigual y conjugado de los enfrentamientos inter e intracivilizatorios abocado a cursar universalmente –y de un modo efectivamente irrevocable a partir de la forma contemporánea de producción industrial. Esta conjugación desigual entre los conflictos entre los bloques y los conflictos internos a cada bloque, encauzada en una dirección geohistórica universal –ya irrevocable a partir de la forma contemporánea de producción industrial–, adoptará unas incesantes fluctuaciones u oscilaciones que, por lo que toca a la dinámica y la estructura de las relaciones sociopolíticas internas a cada bloque, cursará del siguiente modo: cada bloque podrá conocer momentos en los que, debido a su pujanza victoriosa sobre otros bloques, se genera una (comparativa) distensión de sus conflictos sociales internos, así como podrá conocer momentos en los que, debido a su mayor debilidad comparativa frente a otros bloques, se incrementará la tensión social interna. A su vez, tampoco estos momentos oscilantes desigualmente conjugados de (co-relativa) distensión e incremento de la tensión internas a cada bloque resultarán ser necesariamente homogéneos para todos los lugares sociales de cada bloque, sino asimismo desigualmente conjugados entre sus distintos lugares sociales.

Pues bien: lo que propongo es que en aquellos momentos, y/o lugares sociales, de cada bloque, que se están resultando beneficiados de la distensión de la presión social interna –distensión desigualmente conjugada con el incremento de la tensión en otros bloques o en otros lugares sociales del mismo bloque–, el tipo de reajustes entre los conflictos sociales que tienen lugar bajo la forma de dicha distensión no consisten ya en una resolución socio-política efectiva de los conflictos sociales de partida en los mismos términos en los que dichos conflictos se planteaban, sino precisamente en unos términos sustitutivos, es decir, de forma tal que el enfrentamiento entre dichos términos (o proyectos de acción) enfrentados, lejos de resolverse, se va disolviendo en la medida misma en que, en su lugar, se van generando cuasirresoluciones (o pseudorresoluciones) sustitutivas de los mismos. Y es justamente esta dinámica de «(cuasi o pseudo)resolución sustitutiva de los conflictos de partida», según la cual los conflictos, ni quedan definitivamente suprimidos, ni tampoco efectivamente resueltos, sino sólo indefinidamente diferidos mediante la indefinida generación de (cuasi o pseudo)resoluciones sustitutivas en lo que, según propongo, viene a consistir el campo de relaciones sociales característico en torno al que fragua la institución disciplinar autónoma denominada «Psicología».

Una dinámica ésta, desde luego, enteramente social y objetiva, puesto que también los proyectos de acción sustitutivamente pseudorresolutorios de las conflictos entre proyectos de acción previos deberán ir siendo, como estos últimos, socialmente generados a disposición de los individuos en la medida en que se vayan sustituyendo los enfrentamientos sociales de partida por dichos proyectos pseudoresolutorios, y generados además adoptando una estructura proliferativa arbórea, o sea, multiplicándose la red de alternativas de acción por las que los individuos podrán ir circulando según se incremente comparativamente el poder de su bloque geopolítico respectivo sobre otros bloques, o bien de los sectores sociales dominantes de cada bloque respecto de los dominados.

Ahora bien, semejante dinámica no debe verse como absorbiendo la integridad de las vidas o de los proyectos de acción de los individuos en ella envueltos, puesto que ella tiene lugar entretejida con los intereses sin duda políticos de los sectores sociales entre los que se da, intereses consistentes en mantener su alianza dominadora sobre otras unidades o bloques civilizatorios, o bien sobre otros lugares sociales del propio bloque. Se trata, pues, sólo de un aspecto de las relaciones sociales entre unos sectores que, en otro respecto, deben mantener firme su alianza dominadora, del cual dominio resulta sin embargo, como su reverso o contrapartida, semejante dinámica de relaciones entre ellos.

Pues bien: en semejante multiplicación social de alternativas (pseudorresolutorias) de acción reside el singular proceso de aparente individualización formal sobre el cual se forma el campo de la denominada «Psicología». Realmente no se trata de que las operaciones de los individuos antropológicos (existencialmente individuales) puedan quedar desprendidas del formato normativo objetivo que siempre constituye cualesquiera de sus posibles proyectos de acción, sino que se trata de que la proliferación o multiplicación de proyectos alternativos incrementa la mera multiplicidad numérica de las trayectorias que cada individuo podrá seguir entre medias de la red que las posibilita, de modo que sólo por ello dichas trayectorias parecen presentarse como «individualizadas» (o «personalizadas», como ahora se dice), cuando en realidad se trata sólo de trayectorias más particularizadas dentro de dicha red. Y es esta particularización de las trayectorias vitales, en cuanto que genera el espejismo de una aparente individualización formal, aquello que seguramente está en la base del equívoco de asumir la analogía entre dichas trayectorias antropológicas particulares y el concepto efectivamente psico-zoológico de conducta, y en consecuencia de la pretensión de recubrir bajo el mismo rótulo (justamente, el de lo «psicológico») ambos tipos de actividad operatoria, es decir, en definitiva, de la pretensión de (auto)concebir a la denominada Psicología como una disciplina con un campo científico unificado propio.

No me es posible en esta ocasión ni siquiera apuntar, como sería preciso, a la manera como dicha dinámica estaría siempre presente –bajo su diferentes variantes– en la formación de la Psicología académica como institución disciplinar independiente: tanto, en efecto, en sus primeras fases de formación, en el seno de las sociedades capitalistas más desarrolladas, y ligada a ciertos contextos muy determinados, tales como el laboral-industrial, el educativo, el clínico y el jurídico-policial, y precisamente acompasada con los antecedentes y preparativos de la primera guerra (interimperialista) mundial, como «Psicología pública» –bajo la forma sobre todo de la intervención «psicotécnica»–; como en sus fases más desarrolladas, principalmente en las sociedades victoriosas de la segunda guerra (interimperialista) mundial, como «Psicología privada» –esta vez bajo la forma sobre todo de los diversos «tratamientos psicológicos». Un primer acercamiento al estudio de los factores histórico-antropológicos responsables de la formación del «campo psicológico», así como un primer análisis de las relaciones entre la «Psicología mundana» y la «Psicología académica», y de las fases «pública» y «privada» del desarrollo de esta última, puede encontrarse en: Fuentes, 1994a, 1994b y 1999. Asimismo, estudios más o menos particulares sobre diversos aspectos de la dinámica psicológica (específicamente antropológica) aquí presentada pueden encontrarse en: Fuentes, 1994a, 1995 y 1999; en Quiroga, 1999, y en Fuentes y Quiroga, 1997, 1998, 1999 y 2001a.

Me limito simplemente a señalar que dicha dinámica debe estar ya funcionando «mundanamente» de un modo disperso, de forma que la Psicología académica o especializada resulte de la institucionalización de su tramitación directa, una institucionalización cuyo contenido disciplinar vendría básicamente a recrear dicha dinámica mundana bajo la forma de las reunión y sistematización de las variantes dispersas que ella adopta en la vida social misma, lo cual implica desde luego que semejante tramitación directa no necesita de ningún saber teórico o científico previo a partir del cual resultase como una aplicación práctica. Así pues, si la función social de la Psicología, como en ocasiones se ha dicho, viene a la postre a consistir en «lubrificar», y «descargar» o «derivar», tensiones sociales, lo cierto es que es preciso suponer que dicho proceso de lubrificación y deriva o descarga (precisamente: la dinámica de la que aquí hemos hablado) debe estar ya de un modo previo socialmente funcionando, de modo que en su sistematización institucional venga a consistir precisamente la formación de la «Psicología».

Reconstrucción crítica del significado de la metapsicología freudiana

Pero lo que, en todo caso, no quisiera dejar de apuntar es al significativo isomorfismo que cabe sin duda reconocer entre la dinámica estructural que aquí hemos mostrado y la dinámica estructural que asimismo adopta el psiquismo (antropológico) en la obra freudiana. Pues también aquí, en efecto, el conflicto, en último término constitutivo e irresoluble, entre el deseo de raíz somática y las posibles formas sociales de configuración de sus objetos, es decir, la «represión», genera justamente una dinámica estructural (una «topografía» y una «dinámica» dotadas de una determinada «economía», según Freud) de satisfacciones sólo meramente sustitutivas, a la vez que mutuamente alternativas según una disposición de proliferación arbórea que se corresponde con el desarrollo de la biografía misma del individuo. Se trata pues, al menos por su forma, de la misma estructura dinámica que aquí hemos ofrecido para caracterizar el campo sobre el que se suponemos que se organiza de hecho la «Psicología».

En todo caso, la diferencia, por lo demás crítica, entre la construcción que aquí he propuesto y la freudiana reside en esto: para Freud el conflicto, constitutivo e irresoluble, se daría de entrada entre el deseo somático y cualesquiera formas posibles de organización social de sus objetos, de suerte que dicho conflicto a la postre irresoluble viene a ser de algún modo constitutivo de la «condición humana» misma en general, esto es, constitutivo de la condición de un organismo cuyos deseos somáticos, por verse necesariamente sometidos a una forma social específica (específicamente antropológica) de organización de sus posibles objetos, se ven inexorablemente sometidos a la dinámica de represión y de indefinida (pseudo)satisfacción sustitutiva de los mismos. En la concepción aquí propuesta, sin embargo, tanto los componentes cognoscitivos como los desiderativos de las operaciones humanas son concebidos de entrada como enteramente refundidos en las normas, de modo que el conflicto no se da entre el deseo y las normas, sino entre las normas o proyectos de acción de cada sociedad ya constituida, y en particular de cada sociedad ya histórica y política. Y es este conflicto internormativo el que, dadas ya las sociedades históricas y en el contexto de los enfrentamientos entre civilizaciones, y en relación a un aspecto de las relaciones sociales entre los sectores dominantes de las civilizaciones en su momento de pugna victoriosa frente a otras civilizaciones, adoptaría precisamente una dinámica estructural (ciertamente «económica») enteramente isomorfa a la dinámica estructural reconocida por Freud (de un modo general o universal para el conflicto entre el deseo y las normas sociales).

De ahí que la metapsicología freudiana, si bien reconstruida en los términos aquí propuestos, nos ofrezca una clave decisiva para comprender, no ya desde luego tanto la condición humana en general, pero sí, precisamente, ese aspecto constitutivo de la condición de la vida de las sociedades civilizadas en sus momentos de pugna victoriosa sobre otras civilizaciones sobre el que suponemos que asienta sus raíces la institución «psicológica» en general –y no ya sólo la psicoanalítica. Ahora bien, esta apreciación de la importancia y del alcance de la metapsicología freudiana, en cuanto que realizada desde la mencionada reconstrucción crítica de la misma, lejos de reconciliarnos con la práctica o con la institución del psicoanálisis, nos sitúa en la máxima distancia crítica respecto de dicha práctica e institución, en la misma medida precisamente en que nos sitúa asimismo en una concepción crítica de toda intervención psicológica. Pues la práctica psicoanalítica vendría a consistir, desde nuestra perspectiva, precisamente en la legitimación del carácter a la postre indefinidamente irresoluble de toda intervención o tratamiento psicológico bajo la forma de su paso al límite, es decir, mediante la asunción del carácter interminable de la terapia. Se trataría, en efecto, de llevar al límite (bajo el supuesto del carácter constitutivo de la condición humana del conflicto irresoluble entre el deseo y toda posible forma de normativización social del mismo) lo que, en todo caso y por lo demás, ya constituye la condición de toda intervención o tratamiento psicológico –no necesariamente analítico–, es decir, su carácter indefinidamente irresoluble, en correspondencia con el carácter indefinidamente pseudorresolutorio de la dinámica social misma sobre la que se instituye. Una consideración de las características específicas de la práctica psicoanalítica en comparación con el resto de los tratamientos psicológicos puede encontrarse en: Fuentes, 1994a, 1995 y 1999.

Ahora bien: es preciso reconocer que la mencionada dinámica freudiana está toda ella conceptualmente construida sobre la base de una aporía de fondo, a saber: la que supone co-definir tautológicamente de un modo negativo tanto el deseo como cualquier forma de organización social de sus objeto. El deseo, en efecto, se supone en sí mismo inexpresable o inefable en la medida en que se lo entiende siempre reprimido y sustituido por formas sociales de configuración de su objeto que actuarían como formas de falseamiento respecto de aquel deseo inefable, a la vez que todo lo que formalmente se nos dice de dichas formas de configuración social del objeto del deseo es que tienen dicha función de falseamiento debida a su carácter represivo y sustitutivo del mismo. De este modo, como digo, estamos practicando una co-definición tautológica negativa de estos dos términos, a saber, un deseo somático presuntamente inefable y unas formas sociales de presunto autoengaño del mismo, que nos deja sin criterios para saber en qué medida efectivamente el deseo resulta falseado o engañado por sus formas sociales de revestimiento a la vez que dichas formas implican un engaño o falseamiento del mismo.

¿Hasta qué punto, entonces, la idea de la dinámica social que aquí hemos propuesto, en cuanto que manifiestamente isomorfa con la dinámica freudiana –no obstante estar montada sobre otros contenidos, de tipo socio-histórico–, reproduce aquella aporía conceptual freudiana? Pues también nuestra construcción estaría ciertamente practicando una co-definición tautológica negativa entre los conflictos (internormativos) de partida y su supuesta pseudorresolución sustitutiva, al menos en la medida en que no indiquemos algún criterio de lo que sería la efectiva resolución de dichos conflictos, a partir del cual pudiésemos discernir en qué medida, como sostenemos, dichos conflictos permanecen irresueltos por sus presuntas pseudorresoluciones sustitutivas.

Ahora bien: me parece que sí es posible apuntar a un criterio desde el cual nuestra construcción dejaría de ser conceptualmente aporética, y sin embargo serviría, como precisamente pretende, para expresar la situación social objetiva aporética (es decir «sin salida») en la que, al menos indefinidamente, aun cuando no necesariamente de modo definitivo, se encuentran en cierto respecto las vidas de los hombres de los sectores privilegiados de las sociedades civilizadas en su pugna victoriosa frente a otras civilizaciones (y por tanto de nuestra actual civilización «occidental» desarrollada, por antonomasia): dicho criterio se deriva de la idea aquí propuesta del desarrollo desigual y conjugado de los conflictos (sociales) internos a cada unidad civilizatoria y los conflictos (geopolíticos) entre las civilizaciones, en cuanto que proceso inexorablemente abocado a cursar universalmente dada la situación de saturación política geohistórica de desplazamiento indefinido del dominio sobre «terceros». Ello supone que sólo el incremento de la tensión socio-política interna a cada unidad civilizatoria –en cuanto que conjugado con el decremento del poder de ésta sobre otras– puede establecer las condiciones socio-políticas objetivas para que los reajustes o resoluciones de dichos conflictos se orienten en una dirección efectivamente política, y no ya precisamente «psicológica», de suerte que sea aquella dirección la que nos ofrece el criterio por respecto al cual las «soluciones psicológicas» podrán ser vistas precisamente como pseudorresoluciones sustitutivas indefinidamente diferidas. Unas pseudorresoluciones éstas que, en todo caso, y mientras se mantenga la situación de dominio «externo» e «interno» de los sectores sociales favorecidos de los bloques civilizatorios dominantes, seguirá actuando como una contrapartida o como un reverso objetivamente necesario de aquellas relaciones de dominación.

Precisamente esa contrapartida que la «Psicología» tramita o gestiona sin cesar.

Nota

Trabajo revisado y ampliado a partir de la Conferencia pronunciada en la Jornadas «El papel de la Psicología académica», celebradas en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, del 23 al 27 de octubre de 2000.

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