Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
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Psicothema, 1996. Vol. Vol. 8 (Suplem.1). 165-186
Mariano Yela
Análisis y Modificación de Conducta, vol. 6, núms. 11-12, pp. 147-179
El conductismo es el intento más ambicioso y tenaz de la historia de la psicología -y tal vez en toda la historia de la ciencia- de construir un sistema científico estrictamente lógico y objetivo y el proyecto más ilusionado de mejorar con su aplicación, eficaz y comprobablemente, la conducta humana.
1. Una promesa incumplida
El conductismo es el intento más ambicioso y tenaz de la historia de la psicología -y tal vez en toda la historia de la ciencia- de construir un sistema científico estrictamente lógico y objetivo y el proyecto más ilusionado de mejorar con su aplicación, eficaz y comprobablemente, la conducta humana.
No es extraño que el libro de Watson, Behaviorism (1925), el primero en que se expusieron coherentemente ambas pretensiones, fuera saludado como «quizás el libro más importante que se ha escrito nunca. Uno se queda por un instante cegado por una gran esperanza»1.
Esa gran esperanza ha durado algo más de un instante. Ha seguido alumbrando y «cegado» -como dice Mackenzie (1977, p. XI)- a muchos de los más importantes psicólogos e inspirado miles de los más rigurosos e influyentes trabajos en psicología, durante medio siglo.
Watson lo había pronosticado en el artículo Psychology, as the behaviorist views it (1913), que constituye el manifiesto a la vez fundacional y misionero del conductismo: Toda la psicología previa había sido inadecuada y estéril por no atenerse a lo observable, que es lo propio de la ciencia. El conductismo se atiene a ello. Los cincuenta años, más o menos, de tanteos inciertos de la psicología introspectiva precedente, dejarán paso, por fin, con el nuevo enfoque, a un progreso continuado y seguro de la psicología como ciencia natural teórica y aplicada. Y, efectivamente, durante otros cincuenta años, menos o más, se ha seguido esperando y buscando, por la vía conductista, ese progreso y esa seguridad. Pero, después de ese nuevo medio siglo, no parece, sin embargo, que la esperanza se haya cumplido. A partir de 1950 se inicia el desaliento en las mismas filas conductistas y, en ellas y en todos los demás, cunde y se generaliza después. Hoy, la desilusión es casi completa.
Desde hace algunos años se vienen haciendo a Watson y al conductismo los mismos o parecidos reproches que Watson hizo a la psicología anterior.
Staats, tal vez el psicólogo actual que con más ahinco e ingenio trata de unificar las diversas corrientes conductistas en un sistema común, hace poco se lamentaba de que «en conclusión, se puede decir que actualmente el campo del aprendizaje (y el de la Psicología, en general) consiste en buena parte en intentos desorganizados y en grandes separatismos. Está (todavía) en un estadio precientífico en el que abundan las idiosincrasias...» (1970, p. 234).
Staats, después de sesenta años de frustrada esperanza, confía aún en el futuro de un nuevo conductismo. No está sólo. Pero la mayoría ha dejado de confiar. Bower, otro experto del aprendizaje -el tema conductista por excelencia- reconoce «la tendencia del conductismo hacia análisis menudos y al estudio de unidades pequeñas de la conducta en condiciones artificiales». Y añade: «Se ha argumentado que las conductas más complejas, como el pensamiento y la solución de problemas, se entenderán más fácilmente una vez que se comprendan mejor las conductas simples en condiciones especialmente abreviadas (p.e., aprendizaje de rutina, ratas que aprenden laberintos, etc.). Después de treinta o cuarenta años sin avances notables en nuestra comprensión de las capacidades de la mente, tal argumento ha comenzado a sonar con tintineos engañosos» (Hilgard y Bower, 1976, p. 465).
Otro psicólogo, que también viene del conductismo y hace lo posible por no alejarse mucho de él acaba de firmar lo mismo en el campo de la psicología aplicada: «La ...modificación de conducta lleva consigo contradicciones y complejidades que representan muchos de los mismos problemas que la posición sistemática de las terapias de condicionamiento había intentado evitar» (Kanfer, 1978, p. 11).
Desde la perspectiva de la psicología social, Berkowitz reconoce, con cierta amargura, que, incluso las más autorizadas antologías de los años sesenta, como los Studies in Social Psychology, patrocinados por la American Psychological Association, no contienen ya ni un solo artículo sobre los enfoques conductistas en la formación y cambio de actitudes (1970, p. 291).
Otros van más lejos. Ya ni se quejan. Constatan la muerte del conductismo y, a pesar de haber sido formados en él, celebran su defunción. Así, entre otros muchos, Lashley, Pribram o Gilgen. «La psicología, después de pasar por un período de mentalismo prematuro (1860-1915) y un período de provechoso, pero limitado, conductismo (1915-1970), entra ahora, si mi análisis es correcto, en período de mentalismo maduro caracterizado por procedimientos fiables para el estudio del funcionamiento total (conductual y mental) del organismo. Las investigaciones y el pensamiento de Pribram, que pueden ser descritos como una psicología cognitiva físico-conductual, son un buen ejemplo de este desarrollo» (Gilgen, 1970, p. 5; víd. Pribram, 1970).
Empiezan, en fin, a publicarse trabajos, dentro de la psicología anglosajona, que no sólo certifican el fracaso del conductismo como sistema, sino que tratan de mostrar que este fracaso era intrínsecamente inevitable. El reciente libro de Mackenzie (1977) tiene ese exclusivo objeto.
¿Qué significa esta extraña aventura del conductismo? He tratado diversos aspectos del tema en otras ocasiones (Yela, 1948, 1958, 1963, 1974, 1975a, 1975b, 1979). En ésta procuraré ceñirme al título del trabajo: la evolución del conductismo. Aunque tal vez un título mejor sería, con permiso de Gibbon, «Grandeza, declive y caída del imperio conductista».
2. Las grandes fases del conductismo
Creo que en la evolución del conductismo pueden distinguirse, grosso modo, las cinco fases siguientes:
La del nacimiento y difusión, de 1910 a 1930, representada por Watson y caracterizada por el objetivismo antimentalista de lo que pudiera llamarse el conductismo clásico, contestatario, dogmático y programático.
La era de las teorías, de 1930 a 1950, en la que, admitido y depurado el nuevo enfoque, se elaboran los grandes sistemas -Hull, Tolman, Guthrie, Skinner- caracterizados por el objetivismo positivista de lo que cabe denominar el neoconductismo sistemático.
La fase de la crisis, entre 1950 y 1960. Está representada, primero, por una crítica interna, según la cual los intentos conductistas habrían resultado defectuosos por no cumplir adecuadamente las reglas objetivas en que pretendían basarse: es el argumento principal de la célebre obra colectiva Modern Learning Theory (Estes et al., 1954). La segunda crisis es, en gran parte, opuesta; intenta mostrar que la insuficiencia del conductismo se debe, más bien, a la insuficiencia de sus propias reglas y a la pretensión de ajustarse demasiado tercamente a ellas: los argumentos de este tipo, incluidas las confesiones de mea culpa de los grandes conductistas, abundan en la enciclopedia dirigida por Koch, Psychology: A study of a Science, cuyos primeros volúmenes aparecieron en 1959.
De entonces acá es más difícil abarcar el panorama y distinguir las etapas. Los trabajos son demasiado numerosos, variados y cercanos. Es, en general, la época del declive y la caída del conductismo como sistema, aunque siga siendo una fuente importante de inspiración, al menos metodológica, y aunque alcance incluso, un tanto paradójicamente, un nuevo período de esplendor en la psicología aplicada.
Hará falta esperar algún tiempo para esclarecer con cierta seguridad esta etapa. A mi juicio, cabe distinguir en ella, tentativa y provisionalmente, dos fases, sobre todo en lo que a la teoría fundamental se refiere. La fase del declive, en que se pasa del conductismo sistemático a la psicología de la conducta: se rechaza cada vez más la interpretación conductista del comportamiento, pero suele retenerse la conducta, diversamente interpretada, como el objeto de la psicología. Y la fase de la caída, en que la inmensa mayoría de los psicólogos, incluso muchos de los que siguen llamándose, de forma más o menos metafórica, conductistas, consideran la conducta, no como el objeto único, ni en muchos casos el objeto principal, de la investigación psicológica, sino como una de las vías y, en general, la fundamental, para la verificación de las hipótesis psicológicas.
Consideremos brevemente cada una de estas fases.
3. El nacimiento del conductismo: Watson
La psicología, como ciencia autónoma, nace con Wundt en la segunda mitad del siglo XIX.
Surge en la tradición del paralelismo psicofísico, descendiente legítimo de la filosofía cartesiana. Distingue dos realidades irreductibles entre sí: la conciencia, inextensa, cualitativa, subjetiva y privada, accesible solo por introspección, y el cuerpo, extenso, cuantitativo y mecánico, objetivo y públicamente observable (Yela, 1963).
Wundt elabora sistemáticamente un cierto método introspectivo para el examen de la propia conciencia y el análisis de sus contenidos, estados y procesos. La conciencia, así examinada, aparece como una estructura de elementos -básicamente, sensaciones y afectos- coordinados en diversos conjuntos mediante leyes de asociación y síntesis, al modo de una física o una química mental.
La pretensión de Wundt es científica y objetiva. La introspección ha de articularse, complementaria y congruentemente, con la observación de las condiciones externas y fisiológicas, y todo ello someterse a los procedimientos usuales de la ciencia: observación sistemática en circunstancias experimentales previamente preparadas y controladas, públicas y repetibles, y admisión exclusiva de los datos, relaciones y leyes obtenidas en estas condiciones y reiteradamente confirmados por los demás investigadores.
La psicología wundtiana pasa al mundo anglosajón, al que se adapta de muy diversa manera. En Inglaterra se incorpora, sobre todo, a la corriente darwiniana en la que se subraya predominantemente, no tanto las cualidades subjetivas y privadas de la conciencia, cuanto la búsqueda de las capacidades y operaciones mentales necesarias para explicar los grados evolutivos de la adaptación del ser vivo a su ambiente. Así, por ejemplo, los trabajos de Galton o Spearman, en psicología humana, y, más directamente, los de Romanes y Lloyd Morgan en psicología animal y comparada.
En América, por obra principal de Titchener, se mantiene más fielmente la psicología de Wundt. Por una parte, se acentúa incluso, en la escuela estructuralista, el carácter sensista, elementalista y asociativo de la conciencia - el "is" de la consciousness-; por otra, se considera más bien, en la escuela funcionalista y muy particularmente en el campo de la psicología animal, su valor utilitario -el "is for" de la conciencia-.
Watson, en los primeros años del siglo XX, comienza a trabajar en la corriente de la psicología animal funcionalista, característicamente representada por las investigaciones de Small, Angell y el mismo Watson (1903, 1907). Las pretensiones de objetividad, propias de toda ciencia empírica, y patentes ya en Wundt, se habían acentuado, especialmente en psicología animal, donde no cabe obtener informes introspectivos de los sujetos. De las observaciones naturalistas y anecdóticas de Romanes (1882), se había pasado el control más riguroso de Lloyd Morgan (1894, 1900) y a los trabajos estrictos de laboratorio de Thorndike (1898) o Small (1899-1900), en situaciones experimentales cada vez más simples y controladas. El psicólogo va limitándose progresivamente a describir los estímulos que constituyen la situación del animal -cajas experimentales y laberintos-, las respuestas motoras del organismo y las asociaciones regulares entre unos y otros que se observan de hecho en la conducta. A esta descripción se añade finalmente un análisis de la experiencia subjetiva del animal, de las sensaciones y afectos que en su conciencia acontecen, para explicar psicológicamente la conducta observada.
En estos trabajos resulta cada vez más clara -y más artificiosa- la dualidad de procedimientos y el empobrecimiento de los mismos en que había venido a parar, no del todo inconsecuentemente, el inicial dualismo wundtiano.
Por una parte, un análisis de los estímulos manipulados del ambiente, de los movimientos del animal y de los factores externos que controlan las variaciones observadas de su conducta. Todo ello perfectamente objetivo, público, repetible y confirmable empíricamente.
Por otra parte, una descripción de la experiencia interna del animal, de las sensaciones, afectos, impulsos y asociaciones que ocurren en su conciencia privada. Todo ello inferido por analogía con la conciencia humana, y, en el fondo, aunque más o menos plausible, puramente supuesto, de precisión indeterminada y, sin remedio, incomprobable. Todo ello, además y tal vez sobre todo, perfectamente inútil. Pues a la descripción objetiva previa de la conducta del animal, de la que ya se ha dado cuenta y razón mediante el control de los factores externos, sólo se añade después, por pura inercia de escuela, una repetición de lo mismo, en lenguaje mental.
Watson que, como dije, empezó a trabajar según este procedimiento, termina por rechazar, con razón, el añadido mental gratuito y supérfluo. Lo que rechaza es el análogo de la conciencia analítica y sensista de Titchener, en los estudios de psicología animal. Lo que admite, es lo que queda en estos estudios, cuando se prescinde de esa conciencia: la conducta observable. Entiéndase bien, la conducta observable que correspondía a aquella conciencia elementalista y sensista, justificadamente rechazada; es decir, la conducta como movimiento físico: los estímulos y las respuestas elementales sentidos, sin el añadido de la cualidad privada de esas sensaciones.
Se comprende, por lo dicho, que Watson tiene razón sobrada para prescindir de ese duplicado mental inverificable. Pero Watson no se queda ahí. Da varios pasos más, cuya justificación es menos clara. Alega argumentos pertinentes para rechazar como inútil la supérflua referencia a una conciencia animal análoga a la conciencia humana revelada por el introspeccionismo de Wundt y de Titchener. Sin examen detenido similar, extiende luego este rechazo, más bien dogmáticamente, de la psicología animal a toda posible psicología y de la conciencia titcheneriana a toda posible conciencia, a toda posible actividad mental y a toda posible introspección. No examina temáticamente, por ejemplo, como hubiera debido, el método introspectivo de Wurzburg (Kulpe, Binet, Woodworth), los varios tipos de intencionalidad y descripción fenomenológica, o la posibilidad de realizar inferencias objetivamente fundadas acerca de capacidades, operaciones, estrategias y procesos mentales, a partir de la conducta, referidos a ella y controlados y confirmados por sus efectos en ella, como venía haciéndose de forma más diversa en los estudios de Lloyd Morgan, Thomdike, hobhouse (1901) o Yerkes (1905), en psicología animal, y de Cattell (1904) en psicología humana.
La razón general que esgrime Watson para rechazar todo mentalismo es que la psicología ha de ser una ciencia como las demás, especialmente como la física. La regla es atenerse a lo objetivo; lo objetivo es lo observable; lo único observable es lo físicamente designable, que todos pueden pública y repetidamente señalar con el dedo y comprobar. De ahí que objetivo, para Watson, va a significar principalmente no mental. La mente es rechazada, en sus primeros escritos, por inobservable y supérflua; es negada después como inexistente, porque o bien tendría que entrar en interacción con los procesos físicos de la conducta, lo que iría, según Watson, contra el principio de conservación de la energía, o bien habría que admitir dos mundos independientes y paralelos, lo que conduce, en último término, para dar cuenta de la experiencia, a explicaciones ocasionalistas y a la intervención de un Deus ex machina que trasciende el campo de la ciencia y la hace depender de teorías metafísicas vitandas. Todo lo cual no deja de revelar en Watson una postura metafísica, bastante burda, por lo demás, como dirá años después un psicólogo y filósofo de la ciencia americana y estudioso del conductismo: «el error de Watson fue que, para demostrar que no hay mentes que interactuan, lo que es verdad, creyó necesario afirmar que no hay mentes, lo que no sólo es falso, sino estúpido (silly)» (Bergmann, 1956, p. 266).
Prescindir de la conciencia y de la mente significa para Watson, como he dicho, quedarse con la conducta. Pero, como también he advertido, no con una conducta cualquiera, como, por ejemplo, las acciones biológicas o personalmente significativas del ser vivo en su ambiente natural o en su mundo (Yela, 1975b), sino con la conducta correspondiente a la rechazada conciencia sensista de los animales en el laboratorio: movimientos físicos en el espacio, tal vez más complejos, pero en el fondo indistinguibles de los de una piedra.
El conductismo teórico de Watson -otra cosa es lo que realmente hace en sus cuidadosos experimentos- termina por consistir en una psicología caracterizada exclusivamente por su método, el objetivismo antimentalista. Su objeto es lo que este método permite estudiar: la conducta. Su contenido, la observación y control de la conducta como movimiento físico, sucesión de estímulos y respuestas asociados por leyes de contigüidad, frecuencia y recencia, y, más precisamente, a partir de su descubrimiento de Pavlov, en 1916, como cadena de reflejos innatos y condicionados.
Watson apenas tuvo tiempo para hacer otra cosa que enunciar el programa de la nueva psicología, iniciar una traducción apresurada de los conceptos mentales en términos físicos -por ejemplo, el pensamiento no sería más que lenguaje subvocal- y realizar unos pocos experimentos, algunos especialmente valiosos como el que se refiere al condicionamiento de miedos infantiles (Watson y Rayner, 1920). Su vida académica fue demasiado corta para más. Pero expuso incisiva, elocuente y fervorosamente su mensaje. La Psicología, ciencia de hechos físicos en el ambiente físico de los seres vivos, no sólo podrá ser, como la física, perfectamente objetiva, sino que, al prescindir de hipótesis fisiológicas, conseguirá una completa autonomía, y, al atenerse exclusivamente a los estímulos y las respuestas, llegará a predecir para cada estímulo la respuesta correspondiente y para cada respuesta el correspondiente estímulo. Con lo cual, mediante el control de los estímulos ambientales, podrá, por fin, avanzar con seguridad en el control de la conducta y elaborar técnicas eficaces para educar, socializar y modelar el comportamiento de los hombres y evitar o eliminar sus anomalías y fallos. Para ello la psicología habrá de ser reduccionista y fisicalista (el psiquismo se reduce a la conducta, y ésta a movimientos físicos), elementalista, asociacionista y mecanicista (la conducta es un conjunto de elementos, energías físicas y movimientos musculares y glandulares, que se asocian mecánicamente en un organismo reactivo y pasivo), periferista y ambientalista (todo acontece en el ambiente, en él se observan los estímulos y las respuestas; las leyes de su conexión son las que son, independientemente de lo que pase entre medias, dentro del organismo, que a efectos psicológicos, es algo vacío, una black box).
Con estas características, muy ambiguamente cumplidas, por cierto, en la práctica y en la terrminología de Watson -por ejemplo, llama respuesta a un movimiento muscular, pero también a «dar una conferencia» o «construir un rascacielos» (Yela, 1974)-, la psicología entrará en el «seguro camino de la ciencia» y será por fin útil. «El conductismo preparará a los hombres para comprender los primeros principios de su propia conducta, debe hacerles aspirar impacientes a reordenar sus propias vidas, debe especialmente hacerles desear prepararse para educar a sus hijos de modo sano...» (Watson, 1925, p. 248).
Aparte de que cabe preguntarse qué pueden significar para un conductista, en el código de energías físicas y torsiones musculares, las palabras que he subrayado --comprender, deber, aspirar, impacientarse, reordenar la propia vida, desear- frases como ésta, muy abundantes en la obra de Watson, justifican la observación de Woodworth de que el conductismo propuesto era en el fondo «una religión para sustituir a la religión» (Marx y Hillix, 1963, p. 166).
Lo que no cabe duda es que el mensaje conductista, pese a polémicas sin fin, prendió en la psicología americana. Los tiempos le fueron propicios. Lo he examinado en otros lugares (Yela, 1963, 1974, 1975a). Las demandas de rigor experimental y objetivo crecían por doquier. Los estudios psicológicos versaban cada vez de forma más directa y explícita sobre la conducta, cualquiera que fuese el papel y la importancia que se concediera a lo mental. La misma física atravesaba la convulsión relativista y cuántica y se replanteaba sus fundamentos metodológicos y epistemológicos, con la búsqueda, sobre todo por el neopositivismo lógico, de criterios formales de observabilidad y verificabilidad, en cierto modo orientados a resolver el tipo de problemas que abordó Watson.
Admitido, en principio, el programa; desechada por inútil e incomprobable la descripción de la conciencia privada del otro, se da por sentado, hacia finales de los años veinte, la adhesión de muchos de los principios psicológicos americanos al objetivismo metodológico.
Hace falta, sin embargo, poner en práctica el método, cumplir el programa, desarrollar el trabajo experimental concreto y construir la teoría psicológica anunciada.
Para ello se busca un objetivismo formal, crítico y riguroso. No hay que rechazar sólo lo mental, sino todo lo inobservable. Lo cual significa, a la vez, que no hay que rechazar lo mental qua mental, sino en la medida en que sea inobservable. El rigor objetivo y el atenimiento a lo observable -que es el núcleo más firme del conductismo de Watson- lleva a la búsqueda de un método que sea suficiente para definir y comprobar lo que es observable y para desechar lo que no lo sea.
Se recurre para ello a la filosofía de la ciencia física y, muy especialmente, al neopositivismo lógico. Se aspira a utilizar, en la construcción de una nueva ciencia psicológica, un procedimiento válido para toda la ciencia, unas reglas explícitas y formales para elaborar conceptos, enunciados y teorías que tenga, por lo pronto, sentido (meaning) científico, y para comprobar, después, su validez efectiva.
Comienza, así, la segunda fase del conductismo.
4. La era de las teorías. El neoconductismo sistemático
Entre 1930 y 1950, numerosos psicólogos, entre los que sobresalen Hull, Toman, Guthrie y Skinner, abordan la tarea de construir la nueva ciencia.
Todos mantienen el conductismo de Watson y todos lo depuran. La depuración consiste en preservar el objetivismo metodológico y prescindir del objetivismo metafísico. Todos reconocen explícitamente la conciencia y la mente; todos las excluyen de sus sistemas, por inobservable, o tratan de reducirlas a conceptos de contenido observable en la conducta y a relaciones públicamente verificables. Todos concuerdan en el propósito común de transformar el conductismo programático de Watson en un conductismo sistemático cuyos datos sean, exclusivamente, estímulos y respuestas físicamente designables y cuyos conceptos, enunciados y teorías tengan un «significado» estrictamente empírico. Recurren para ello a la aplicación de criterios de verificabilidad, tomados del neopositivismo lógico -sólo lo empíricamente verificable tiene significado científico y sólo empíricamente verificado es científicamente válido-, definiciones operacionales, tomadas de Bridgman (1927) -un concepto se define por las operaciones empíricas que hay que realizar para identificarlo- y variables intermedias, ideadas por los propios neoconductistas (Tomman, 1932, 1936): si para dar cuenta de las relaciones entre las variables independientes y dependientes, es decir, los estímulo y respuestas, hace falta introducir otras variables no directamente observables, el significado de éstas se reduce a expresar las regularidades constatadas entre aquéllas, sin que posean ningún significado adicional ni existencia propia.
Todos mantienen, asimismo, la pretensión de Watson de elaborar una psicología que dé cuenta de la conducta de todos los seres vivos, incluido el hombre. Así lo delatan los mismos títulos de sus obras sistemáticas: Principios de la Conducta (Hull, 1943), La conducta Intencionada de los Animales y del Hombre (Tolman, 1932), Psicología del Aprendizaje (Guthrie, 1935), La conducta de los Organismos (Skinner, 1938). Pero todos, como Watson, prácticamente se limitan, de hecho, a estudiar el comportamiento de unos pocos animales -perros, gatos y, sobre todo, ratas y palomas- en tareas simplificadas de aprendizaje y en situaciones artificiales de laboratorio, muy distantes e indeterminadamente diferentes de su ambiente natural: cajas de las que el animal tiene que aprender a salir, o en las que tiene que aprender a bajar una barra o a picotear en un círculo, y laberintos que el animal tiene que aprender a recorrer.
La evolución del conductismo no se limita, sin embargo, a lo dicho. Hasta aquí, he destacado la relativa continuidad metodológica y la unidad formal de los neoconductistas. Hay que añadir en seguida que esta unidad es, en efecto, meramente metodológica y formal. En todo lo demás se quiebra y fracciona. Ni Watson y los neoconductistas, ni éstos entre sí, comparten un cuerpo común de conocimientos, explicaciones y resultados fundamentales, que pudieran ir progresando y se articulara, por fin, como se pretendía, en una psicología conductista.
Discrepan los neoconductistas, para empezar, en la interpretación del método común. Para Hull, la teoría ha de establecerse en forma hipotético-deductiva, mediante la enunciación inequívoca de un conjunto de postulados empíricamente verificables, independientes y compatibles, la deducción lógica o lógico-matemática, a partir de ellos, de teoremas y la verificación final de los mismos.
Tolman y Guthrie, en principio de acuerdo con Hull, apenas formalizan sus sistemas. Tolman presenta un conjunto de hipótesis, puestas ilustrativamente en conexión mediante diagramas y aclaraciones verbales, y lo sustenta mediante la comprobación empírica de deducciones cualitativas. Guthrie se limita a repetir incansablemente un solo principio explicativo -la contigüidad-, a criticar agudamente a los demás y a presentar ingeniosos pero anecdóticos ejemplos experimentales.
Skinner, veinte años más joven que los otros, adopta una postura metodológica opuesta a todos ellos. Rechaza, como innecesaria o prematura, toda pretensión teorética, renuncia al método hipotético-deductivo, se. niega a formular hipótesis y a proceder a verificaciones, y se ocupa, exclusivamente, en comprobar, con el máximo rigor experimental posible y con el mínimo uso de variables intermedias -que, por lo demás, abandonará después-, las relaciones empíricas entre las variables escogidas para representar, en una primera aproximación, el comportamiento de los seres vivos.
Las diferencias entre los neoconductistas son aun mayores respecto al contenido. Todos estudian el aprendizaje animal en parecidas situaciones de laboratorio. Pero, incluso en este simple contexto, discrepan en todo. Discrepan en cuanto a lo que el animal aprende: respuestas, conexiones estímulo-respuesta (S-R), asociaciones entre estímulos (S-S), expectativas, relaciones. Discrepan en cuanto al mecanismo por el que el animal aprende: contigüidad, reforzamiento, ensayo y error vicario, confirmación de expectativas, transposición. Y discrepan en cuanto a la interpretación de ese mecanismo: muestreo de estímulos y respuestas en el establecimiento incremental de conexiones entre los patrones de energías y de movimientos, o refuerzo como reducción de necesidades, reducción de impulsos, satisfacción hedónica, mantenimiento de la propia actividad, cambio significativo en la estructura de la estimulación o mera comprobación empírica del aumento de la probabilidad de la respuesta. Unos, como Guthrie, se inclinan por subrayar los elementos; otros, como Tolman, por destacar el carácter molar de la conducta; mientras otros, como Hull y Skinner, vacilan entremedias. Para Guthrie y Skinner, y ambiguamente para Hull, la conducta es más bien una cadena de conexiones mecánicas y periféricas entre estímulos y respuestas; para Tolman, por el contrario, la conducta es intencionada y dirigida centralmente por un animal activo y, como alguna vez dijo, «sumido en un mar de hipótesis».
Durante toda esta fase son constantes las disputas entre los grandes neoconductistas, a propósito de estos y otros puntos substantivos de sus sistemas. Cada cual idea experimentos cruciales en que su teoría se ve confirmada y las contrarias falsadas. Los otros no tardan, sin embargo, en acomodar su propia teoría, con las adiciones ad-hoc necesarias, para hacerla congruente con los hechos. Recuérdense, por ejemplo, las célebres polémicas entre Hull y Tolman sobre el aprendizaje latente.
Y así, después de veinte años de trabajo, agudez e ingenio, el conductismo, finalmente, no ha conseguido su propósito de construir una teoría científica bien establecida que, progresiva y autocorrectivamente, pudiera sustituir con ventaja a todas las demás. Su evolución indica, por el contrario, que, primero, ha tenido que resignarse a convivir con todas las psicologías que pretendía desplazar o hacer innecesarias -funcionalismo, introspeccionismo fenomenológico y de autoobservación, Gestalt, psiconeurología, psicologías personalistas, psicoanálisis, etc.- y, segundo, y lo que es peor, que el mismo conductismo se ha dislocado internamente en varias escuelas antagónicas e irreconciliables.
La cuestión inquieta, por supuesto, a los propios neoconductistas y, sobre todo, a sus inmediatos sucesores. Tratar de contestarla es el objeto de la tercera fase.
5. La era de las crisis
La primera respuesta a la cuestión de por qué los neoconductistas fracasaron en la consecución de un sistema, es que no fueron suficientemente conductistas; es decir, que no se atuvieron con rigor a sus propias reglas. Es lo que concluyen, en esencia, Koch, Maccorquodale y meehl, Mueller y Schoenfeld, y Verplanck, en su famosa obra Modern Learning Theory (Estes et al., 1954), en la que someten a crítica los cuatro grandes sistemas. Trataré de resumirla.
Por descontado, las teorías de Tolman y Guthrie carecen de la mínima formalización y, por lo demás, en sus conceptos teóricos y variables intermedias se deslizan «constructos hipotéticos» (Maccorquodale y Meehl, 1948) con significado adicional al que explícitamente se les asigna en la teoría. Todo ello impide la verificación inequívoca de sus hipótesis e introduce confusiones inevitables.
Los empeños más rigurosos y fieles a la estricta metodología positivista son, aunque en formas dispares, los de Hull y Skinner.
Pero, de nuevo, en Hull, los postulados no son inequívocos, ni todos son consistentes ni independientes, ni su conjunto es suficiente; las variables independientes y dependientes no son exclusivamente empíricas; las «intermedias» tienen connotaciones «existenciales», y las relaciones entre todas ellas no están definidas de forma cumplidamente operacional. «Estrictamente hablando, no es posible derivar ningún teorema concreto en la teoría (de Hull). Ello se debe a la indeterminación de los postulados, al carácter incompleto de las estructura formal y a la vaciedad empírica de muchas de las variables» (p. 88).
El caso de Skinner es muy distinto. Su sistema consta solamente de leyes comprobadas y conceptos teóricos que se limitan a resumir los datos y leyes. Nada más. Skinner muestra, no explica. Ha mostrado que se dan ciertas leyes entre ciertos aspectos de la conducta y ciertos aspectos del ambiente. Conducta es lo que obedece a esas leyes. Lo que no las obedezca, si existe, simplemente no es conducta en el sistema de Skinner. Por consiguiente, no se ocupa de ello (p. 288). Si, por ejemplo, los experimentos sobre aprendizaje latente muestran que hay adquisición de aprendizaje sin refuerzo, el caso cae, por definición, fuera de su sistema y no se puede tratar.
Por otra parte, Skinner estudia unos pocos animales -perros, primero; luego, casi exclusivamente, ratas; después palomas-, en un solo ambiente -la caja de Skinner-, con cierto tipo de refuerzos -comida, bebida y pocos más- y averigua y muestra las relaciones entre los programas de reforzamiento y los cambios en la conducta operante -tasas de respuesta, curvas acumuladas y moldeo (shaping) de la respuesta. No se interesa por los resultados obtenidos en otro tipo de experimentos, ni por las implicaciones de otras teorías. No aporta ninguna indicación acerca de si es posible, y como, extender sus leyes a otros casos. Y ello, a pesar de que su pretensión es exponer las leyes sistemáticas que den cuenta de «todo el comportamiento de todos los organismos en todos los ambientes» (p. 270). Y, a pesar de que, de hecho, Skinner es el que más osadamente ha generalizado sus hallazgos a los fenómenos y casos más complejos, incluido el comportamiento lingüístico, simbólico y ético del hombre y el «diseño» y planeamiento de la cultura.
El rechazo de toda formalización y teoría hace muy difícil coordinar el sistema de Skinner con los demás y es otro factor que explica la disgregación del conductismo en varias escuelas neoconductistas.
La crítica minuciosa de Modern Learning subraya, además, un defecto común a los cuatro sistemas. Todos declaran explícitamente que sus conceptos teoréticos o sistemáticos y sus leyes se refieren a los estímulos y respuestas en tanto que «observables físicos», -energías y movimientos mientras que, por el contrario, sus datos observados se refieren casi siempre a estímulos y respuestas «globales», es decir, a las «situaciones y objetos» a los que el animal responde -barras, laberintos- y a las «acciones» con que responde -doblar a la izquierda, llegar a la meta, apretar la barra-. Ahora bien, estos objetos y acciones solo son designables e identificables por su sentido psicobiológico, pero no por su variable contenido físico.
Es, precisamente, lo que se va a reprochar a los diversos neoconductismos, en la segunda fase crítica (Koch, 1959). No que no hayan aplicado con rigor las leyes en que pretendían basarse, sino el haber creído demasiado en ellas. Se arguye que la pretensión de montar desde la nada un sistema científico lógicamente perfecto había sido, cuando menos, prematura. Se les acusa de haber simplificado en exceso, para lograrlo, el complejo campo psicológico. Se les recuerda que una psicología de la conducta, estrictamente objetiva, exige considerar la conducta precisamente qua conducta, es decir, como algo, desde luego, físico, pero solo identificable por su significación psicológica, como acción biológica o personalmente significativa con la que el ser vivo responde a una situación definible por lo que para él, o para su adaptación, biológica o personalmente significa (Yela, 1974).
Es lo que vienen a reconocer al final de sus vidas los propios neoconductistas. Hull, que había muerto en 1952, confiesa en un libro póstumo del mismo año, lo prematuro de su intento y la necesidad de esperar, si acaso, a una mayor madurez de la psicología para proseguirlo. Tolman y Guthrie que fallecen en 1959, declaran en el volumen segundo de Koch (1959, p. 98 y p. 769, respectivamente), que sus constructos hipotéticos y teóricos son efectivamente «cognitivos» y que eso es lo que confiere significado psicológico (meaning) a los estímulos y a las respuestas. Skinner se hace cada vez más radicalmente empirista y subraya que sus leyes se refieren a las «clases» o unidades funcionales que el psicólogo percibe como más pertinentes y representativas de la conducta animal.
Ahora bien, si el estímulo incluye su significación para el organismo y la respuesta su acción significativa sobre el medio, entonces «se elimina toda base para diferenciar en su valor epistemológico el lenguaje S-R y el lenguaje que se ha llamado subjetivista» (Koch, 1959, vol. 3, p. 569). De ahí que se aprecie una cierta convergencia entre el conductismo y otras corrientes. Pero, como añade Koch, «la convergencia presente es una buena parte unilateral: son los teóricos S-R los que se han desplazado y son los teóricos preocupados por el hombre los que se han mantenido (relativamente) quietos» (p.763).
No es extraño que, por estas fechas, Miller, Galanter y Pribram (1960, p. 211) se confiesen «conductistas subjetivos» y que Hebb, en su discurso presidencial a la Sociedad Americana de Psicología (1960) declare: «La mente y la conciencia, las sensaciones y las percepciones, los sentimientos y las emociones, todas son variables intermedias y constructos y, hablando con rigor, forman parte de la psicología de la conducta».
El conductismo crítico sigue, pues, manteniendo su pretensión objetivista y abarcadora. Pero, en esta fase, va abandonando su carácter fisicalista y perdiendo tanto su ambición de elaborar un sistema completo, rigurosamente construido con reglas formales, como su neta distinción respecto a toda otra corriente psicológica que se apoye y fundamente en el estudio experimental de la conducta.
El conductismo, como sistema, va desapareciendo, a medida que desaparecen sus grandes artífices. Sólo Skinner queda vivo y vivaz. Solo persiste, en cierto modo, ya veremos cómo, su sistema.
6. El conductismo hoy
En los últimos veinte años la bibliografía es, como dije, demasiado próxima, abundante y diversa. Cualquier juicio sobre ella será, sin remedio, dudoso. Creo, sin embargo, que la evolución del conductismo prosigue y acentúa la orientación de la fase precedente: El conductismo está en declive y, tal vez, en vías de desaparición.
Entre las varias perspectivas que podrían adoptarse para resumir la historia de estos años, quizás la más pertinente sea la de considerar las investigaciones en torno al aprendizaje y al condicionamiento, los temas preferidos del conductismo.
La tradición conductista se ha apoyado siempre en dos tipos de procesos básicos, el condicionamiento clásico, pavloviano o respondiente, por el que se incorporan nuevos estímulos a la conducta, y el condicionamiento instrumental, skinneriano u operante, por el que se mantiene, modifica y enriquece el repertorio de respuestas. Aunque estos dos procesos no han sido descubiertos por el conductismo, que los toma de Pavlov y Thomdike, y aunque su diferenciación había sido reconocida ya por Troland (1928), Schlosberg (1934) y Konorski y Miller (1937), su uso y distinción sistemática es una característica muy saliente del neoconductismo, sobre todo desde Skinner (1938): la conducta o es respondiente o es operante y, en todos los casos, obedece a las leyes de uno u otro mecanismo.
Pues bien, la investigación de los últimos veinte años, incluso en los ambientes más o menos conductistas -que son los únicos que venimos examinando- muestra que ni estos dos modos de condicionamiento son los únicos, ni se puede dar cuenta de ellos sin recurrir a procesos centrales, psiconeurológicos y cognitivos.
De Bandura (1962, 1977) a Mussen (1967), Rotter y hochrreich (1975) o Tarpy y Mayer (1978), una abundantísima indagación subraya la importancia de otro tipo de condicionamiento, el llamado vicario o por observación, ya insinuado por Tolman, en el que el sujeto aprende sin dar ninguna respuesta manifiesta y sin que ninguna pueda, por consiguiente, ser reforzada. El aprendizaje por observación, la imitación, la identificación y otros fenómenos similares, irreductibles a los condicionamientos respondientes y operantes, parecen, sin embargo, necesarios para explicar una buena parte del aprendizaje social y suponen la intervención de procesos cognitivos, como la asociación e integración de experiencias sensoriales, imágenes y recuerdos, la codificación de señales y, sobre todo, cuando el sujeto dispone del lenguaje, la codificación y la comprensión verbales.
El condicionamiento clásico procede obviamente de Pavlov. Pero el conductismo lo ha desgajado de todo contexto histórico, que es el que en su descubridor le da sentido. El estímulo condicionando era fundamentalmente una señal y el reflejo, un instrumento fisiológico de adaptación y conocimiento: «Cuando se forma una conexión o asociación, ésta representa, indudablemente, un conocimiento de la cosa y un conocimiento de las relaciones definidas que existen en el mundo exterior. Y cuando se utiliza a la vez siguiente, entonces aparece lo que se llama comprensión (insight)» (Pavlov, citado por Hilgard y Bower, 1976, p. 86).
El condicionamiento pavloviano, articulado en una teoría psicológica, ha sido aprovechado en la investigación soviética más bien que en la conductista. De Vygotski a Luria, por ejemplo, el concepto capital de «segundo sistema de señales» se ha utilizado, no sólo para indagar el condicionamiento semántico o el refuerzo de respuestas verbales, sino para averiguar el papel del lenguaje en el desarrollo de la conducta y, a través del lenguaje interno, en el desarrollo del pensamiento, la asimilación de la cultura y la autorregulación voluntaria (Hilgard y Bower, 1976, p. 83; Luria, 1974, 1979).
Este sentido psicobiológico se va recuperando asimismo en la tradición conductista, la cual, como señala Estes (1972b), reconoce cada vez más que, para lograr la asociación S-R, no basta la contigüidad; es preciso, además, que los estímulos condicionado e incondicionado se distingan, sean «salientes» -para lo cual hay que admitir procesos de orientación, percepción y atención activa del organismo (Konorski, 1967)- y que el resultado del ensayo proporcione nueva información al sujeto y lo «sorprenda», reduciendo su «activa incertidumbre» acerca de qué seguirá al estímulo condicionado (Egger y Miller, 1962; Kamin, 1969; Wagner, 1969).
La contraposición entre las teorías hullianas y skinnerianas del reforzamiento S-R, más bien periféricas, mecánicas y pasivas, y las teorías tolmianas S-8, más bien centrales, cognitivas y activas, se va resolviendo a favor de estas últimas, como ya indicaron Melton (1950), Macdorquodale y meehl (Estes et al., 1954) y reconoce Estes, cada vez más tajantemente (1972a, 1976).
Los partidarios de la teoría S-R admiten crecientemente procesos centrales, como, por ejemplo, de «esperanza» y «miedo», memoria y selección de respuestas (Mowrer, 1960), mecanismos hedónicos hipotalámicos (Miller, 1963) y de memoria y selección de estímulos (Estes, 1972b). Es típica a este respecto la evolución de Estes, un discípulo directo de Skinner. En sus modelos matemáticos del aprendizaje se basa, primero, en la mera contigüidad de Guthrie (1950), luego, en el refuerzo hulliano y skinneriano (1959), y, finalmente, en el valor informativo y cognitivo del refuerzo y la experiencia (1972a, 1976).
La admisión creciente de constructos psiconeurológicos centrales, revela una cierta convergencia entre la teoría S-R y la psicofisiología de la actividad mental, en la que cada vez se acentúa más la importancia de procesos cognitivos, definidos como unidades de «equivalencia funcional» de patrones neurológicos (Fodor, 1968). Estos patrones, física y fisiológicamente variables, por lo general, en sus elementos, son sólo identificables por su significación psíquica en la vida del organismo, como procesos orgánicamente reales de atención, percepción, memoria, toma de conciencia, alerta, vigilancia, activación, arousal, elaboración activa de información y decisión reflexiva y voluntaria (vid. Yela, 1974, págs. 67-71).
En el aprendizaje humano se acentúa aún más la interpretación cognitiva del reforzamiento, en el sentido de reconocer que los premios y castigos contribuyen al aprendizaje en función principal de su valor informativo (p.e. Nuttin y Greenwald, 1968; Buchwald, 1969; Atkinson y Wickens, 1971; Estes, 1976) e incluso que el evento reforzante tiene distintas consecuencias conductuales y subjetivas según que el sujeto lo perciba como meramente ulterior a su actividad o como efecto intencionado de su propia acción (Nuttin, 1974), hecho, por lo demás, subrayado en numerosas aplicaciones clínicas de la terapia de conducta.
Más directamente cognitiva es, dentro de la tradición conductista, la línea de trabajos que, sobre el aprendizaje como proceso de comprobación de hipótesis, va de Lashley, Tolman y Krechevsky a Levine y colaboradores, pasando por ciertos modelos matemáticos de cadenas de Markov con varios estadios, como los propuestos por Bower y Trabasso, cuya exposición y bibliografía ofrece Levine (1975).
Esta corriente, al principio opuesta, viene a confluir, aunque con matices propios, con las teorías S-R, en la medida en que éstas van admitiendo, como acabamos de ver, interpretaciones cognitivas. Confluye asimismo con las múltiples concepciones de la conducta como elaboración de «planes» y «proyectos» y su comprobación en la experiencia. Recuérdese, por ejemplo, el TOTE de Miller, Galanter y Pribram (1960).
Hay que añadir que el estudio de un sinfín de cuestiones particulares de la teoría del aprendizaje está replanteando en nuestros días los conceptos y problemas de la psicología de la mente en el contexto de la investigación experimental de la conducta. Por ejemplo, la cuestión del autorrefuerzo y la resistencia a la extinción, que se enfoca en función de la frustración del sujeto (Amsel, 1958, 1962), de la disonancia cognitiva de los estímulos (Capaldi, 1967; vid. Fernández Trespalacios y cols., 1978), o incluso los temas de la conciencia (Natsoulas, 1978) y de la introspección (Lieberman, 1979). Este último trabajo, que se titula El conductismo y la Mente, lleva el significativo subtítulo Una (parcial) llamada en favor de un retorno a la introspección.
El ejemplo de conceptos y términos mentales es, por supuesto, más directo y explícito, en los modelos y teorías que se apoyan, dentro de los círculos allegados al conductismo, en el procesamiento de la información; la simulación del aprendizaje, la memoria y el pensamiento; la inteligencia artificial; las teorías de sistemas y de la decisión; la psicofísica del riesgo y, a fortiori, las múltiples orientaciones de la psicología deliberadamente «cognitiva» (Vid. amplia exposición y bibliografía en Turpy y Mayer, 1978, y en los seis volúmenes dirigidos por Estes, 1975-1978).
Creo que el resumen de Dodwell (1972, p. 13) es hoy tan válido o más que cuando lo hizo: El desarrollo más significativo en la psicología del aprendizaje se caracteriza «porque el acento se desplaza de las teorías del control de la conducta por medio del premio y del castigo a una visión más "cognitiva", a preguntarse cuál es la información que los organismos recogen de su ambiente y cómo esta información les sirve para guiar sus varias acciones».
No parece haber mucha duda. El conductismo sistemático acentúa su declive y, prácticamente, ha desaparecido; se inserta en corrientes más amplias de la psicología de la conducta, adquiere un tinte cada vez más «cognitivo», crece su interés directo por variables, fenómenos y procesos de significación claramente mental y, finalmente, se disgrega en muy diferentes orientaciones y trabajos, cada cual ocupado, con las características dichas, en elaborar la microteoría correspondiente a sus temas de estudio.
Sólo Skinner permanece, impertérrito, en su conductismo empirista. Y, ciertamente, mientras no sale de él, es inatacable. Más que una teoría, lo que propone es una tecnología. Y, en el ámbito comprobado, la tecnología que ha descubierto es ampliamente útil y fecundamente prometedora. El problema que plantea es el de su generalización.
Porque Skinner, que suele subscribir el newtoniano hypothesis non fingo y aconsejaba atenerse a lo comprobado y evitar toda extrapolación (1938, p. 442), ha olvidado con frecuencia su propio consejo y ha extrapolado con fruición, analógica, imaginativa y sobreabundantemente, de la conducta operante de la rata blanca y la paloma a la vida total del hombre, la sociedad y la cultura: Walden Dos, 1948 (edición española, 1968); Ciencia y Conducta Humana, 1953 (ed. esp. 1970); La Conducta Verbal, 1957; Más allá de la Libertad y la Dignidad, 1971 (ed. esp. 1972).
Estas generalizaciones no parecen justificadas. Encierran, desde luego, un núcleo de verdad, pero contienen innumerables equívocos y limitaciones.
La interpretación teórica meramente ambientalista y mecánica del reforzamiento -que, en verdad, nunca ha defendido explícitamente Skinner, pero que está implícita en sus trabajos- queda fuertemente en entredicho y en muchos casos refutada, en las investigaciones a que aludí más arriba.
A la conducta respondiente y operante hay inevitablemente que añadir la conducta biológicamente peculiar y naturalmente adaptativa de cada especie, y el aprendizaje vicario, que no se ajustan - Skinner diría que ni tienen por qué ajustarse - a las leyes del sistema skinneriano.
Numerosos autores, entre ellos discípulos y colegas de Skinner, como los Breland y Herrnstein, señalan los límites biológicos del aprendizaje, asunto del que han tratado ampliamente los etólogos y sobre el cual la bibliografía reciente es tan copiosa como demostrativa de la insuficiencia y falta de generalidad de las leyes del condicionamiento operante (p.e. Breland y Breland, 1961; García y Koelling, 1966; Seligman y Hager, 1972; Bolles, 1970, 1972; Herrnstein, 1977).
Todo ello pone de relieve que, si no explícitos en el sistema de Skinner, sí, al menos, implícitos en sus generalizaciones analógicas, subyacen tres grandes supuestos encubiertos. Dicho brevemente -aunque la concisión les preste un cierto matiz caricaturesco- son los siguientes. El supuesto de la generalización ambiental: la caja de Skinner es representativa de todos los ambientes; el supuesto de la generalidad específica: la rata y la paloma son representativas de todas las especies de seres vivos; y el supuesto de la generalidad comportamental: las operantes, estímulos y refuerzos empleados por Skinner, y la tasa de respuestas, como variable dependiente, son representantivos de los aspectos importantes de todo comportamiento.
Ninguno de estos supuestos -u otros más rigurosamente formulados, que exigirían amplio espacio (vid., p.e. Meehl, 1950; Seligman y Hager, 1972; Heemstein, 1977; Mackenzie, 1977)- encuentran justificación en los resultados experimentales.
O bien el conductismo de Skinner propone una explicación teórica que permita pronosticar y generalizar, cosa que no ha hecho, o bien es preciso proceder, caso por caso, al examen experimental riguroso de cada comportamiento, cada ambiente y cada organismo.
Es lo que, en buena parte inspiradas por el conductismo, están haciendo la teoría y la práctica de la «modificación de conducta», tanto en el laboratorio como en situaciones prácticas, clínicas, educativas y comunitarias, y lo mismo en el mundo anglosajón que, cada vez con más frecuencia, en todas las latitudes. Hace sólo unos meses Petermann (1979) encontraba, por ejemplo, que en el ámbito alemán, el cincuenta por ciento de las publicaciones psicológicas de tipo terapéutico en los últimos años versan sobre terapia y modificación de conducta.
Pero ello va exigiendo el estudio preciso de lo que Kanfer (1978) viene llamando factores alfa, beta y gamma, es decir, variables y procesos ambientales, autogenerados y biológicos, así como el examen de sus mutuas interacciones. Lo cual va descubriendo un panorama complejísimo de relaciones entre variables y cuasi-variables (Pinillos, 1979) y entre sujetos y situaciones, que, lejos de mostrar la eficacia de la mera aplicación de cualquier sistema conductista, está replanteando toda la problemática del método, contenido y sentido de la investigación psicológica teórica y aplicada2.
En todo caso, la terapia de conducta, que tiene claros precedentes en el conductismo (Watson y Rayner, 1920; Skinner et al., 1954), ni empieza con él, ni se reduce a su aplicación. Empieza mucho antes, por ejemplo, desde 1890, con Morton Prince y Boris Sidis (Freedberg, 1973), y, más específicamente, como un intento de complementar las psicoterapias tradicionales y psicoanalíticas, de dudosa eficacia, con técnicas de condicionamiento y relajación tomadas de Pavlov y Jacobson (Salter, 1949; Wolpe, 1952). Y, desde luego, no consiste hoy principalmente en la aplicación de procedimientos conductistas. Incluso los que así se autodenominan lo hacen de una manera cada vez más metafórica (Locke, 1971).
El panorama de la terapia y modificación de conducta es en la actualidad sumamente complejo y variado y presenta un evidente matiz ecléctico. Lo ha expuesto con claridad y competencia Pelechano (1978). La tendencia es aceptar toda técnica que resulte eficaz, sin reparar demasiado en su procedencia, con tal de que consten sus fundamentos científicos y aún, en bastantes casos, sin que se sepa bien cuáles son esos fundamentos o, incluso, se sospeche que no existen (vid., p.e. Rimm y Masters, 1974; Bergin y Suinn, 1975; Foreyt y Rathjen, 1978; Brengelmann, 1978).
Entre las orientaciones más rigurosas sobresalen las que pretenden fundamentar en un análisis funcional cuidadoso la capacitación del cliente para la propia autorregulación y autocontrol y para ayudarle a que sea él mismo quien dirija su conducta, cambie su ambiente y se haga más independiente del medio que le rodea.
Que es, después de todo, lo que soñaba Watson y sueña Skinner. Este último, en Más allá de la libertad y la dignidad (1972, p. 255) subraya la importancia del autocontrol y distingue entre el yo que controla y el yo controlado, «aunque ambos queden dentro de la misma piel». Lo que recuerda, como en otros términos señala agudamente Carpintero (1978, p. 9), el orteguiano «yo soy yo y mi circunstancia».
Sólo que el autocontrol, al que analógicamente alude Skinner, se logra de hecho, en las técnicas de modificación de conducta, penosamente y por sus pasos contados, a través, desde luego, de contingencias ambientales y fisiológicas, pero, sobre todo, mediante procedimientos complejos de autoobservación, autoevaluación y autorrecompensa, que implican el juego de numerosas variables cognitivas y sus interacciones e, incluso, en forma todavía poco conocida, el uso y dominio de la propia actividad consciente, la apropiación subjetiva de parte del proceso y la atribución del control al propio cliente (Kanfer, 1978).
Parece que tampoco el sistema de Skinner, el último baluarte del conductismo, logra mantenerse incólume. Ni es, ni lo pretende, una teoría psicológica. Y, como tecnología, se va transformando, en contacto con los casos reales, en una serie de formulaciones teóricas y de procedimientos prácticos cada vez más alejados de los supuestos conductistas.
No resulta quizás exagerado afirmar que el conductismo ha muerto. En los últimos años varios autores tratan incluso de escribir su epitafio. El que más incisivamente lo ha hecho es Mackenzie (1977). Intenta mostrar este autor que el conductismo no sólo ha fracasado, sino que tenía forzosamente que fracasar. No ha llegado nunca a ser una corriente científica normal; no ha constituído nunca un «paradigma», en el sentido de Kuhn. No ha dispuesto nunca de un logro científico substantivo y metodológico a partir del cual la comunidad científica hubiera podido seguir acumulando un cuerpo progresivo de conocimientos. Desde el principio, se ha escindido en teorías dispares y polémicas, a vueltas siempre con los fundamentos mismos de la psicología, que han formado, por consiguiente, más que una ciencia, un conjunto de escuelas precientíficas y pre-paradigmáticas. No podía ser de otro modo, dada la pretensión común -la única común- de elaborar un sistema mediante criterios lógicos y formales, según las normas del neopositivismo. Porque estos criterios de «sentido» (meaning) y «validez» son incapaces de generar una doctrina científica substantiva. Todos ellos - verificabilidad, falsabilidad, confirmabilidad, etc.- son insuficientes, primero, porque ellos mismos, por su propio enunciado, carecen de «sentido» científico. Por ejemplo, el criterio «solo tiene sentido científico lo empíricamente verificable», no es verificable empíricamente. Segundo, porque su aplicación ni es suficiente, ni lógicamente segura. Por ejemplo, los juicios universales no pueden ser verificados, ni los existenciales falsados. Los mismos positivistas y filósofos de la ciencia han terminado por admitir que los criterios formales pueden servir, a lo más, como orientación. Son útiles para revisar, en un contexto teórico, los conceptos dudosos de una ciencia ya hecha. Son en gran parte estériles para construir una ciencia nueva. Ninguna regla metodológica formal puede sustituir en la elaboración de una ciencia a las grandes ideas, al atenimiento a la realidad investigada, a la comprensión y agudeza del científico para decidir qué es lo importante y qué lo trivial, a qué hechos atender con preferencia, cuáles son las hipótesis que merece la pena poner a prueba, qué discrepancias entre la teoría y los datos son soportables y cuáles son inadmisibles, etc.
El excesivo apego a los principios formales ha llevado al conductismo a elaborar sistemas artificiosos en los que las intenciones substantivas de cada autor permanecían en gran parte implícitas y, cada vez que se proponía un experimentum crucis, se iban modificando ad hoc, para mantener indemne la propia teoría y rebatir la del contrario. Lo cual tenía que impedir, forzosamente, toda convergencia y todo progreso común.
El conductismo, según Mackenzie, ha hecho tan sólo dos grandes aportaciones a la psicología. Una, la más importante, es negativa: haber demostrado prácticamente la imposibilidad de construir un sistema científico sobre los supuestos conductistas. Otra, positiva, pero secundaria, consiste en el entrenamiento que ha proporcionado a los psicólogos, sobre todo en la corriente del análisis experimental y de la tecnología de Skinner, para «percibir» con suma finura las unidades significativas del comportamiento. El conductismo ha sido, velis nolis, algo así como una fenomenología práctica, que puede servir y está sirviendo de propedéutica al estudio experimental y teorético ulterior.
¿Es este el saldo final del conductismo?
7. Balance y futuro
Creo, en resumen, que, efectivamente, el conductismo no ha llegado a constituir un paradigma científico consistente. Es obvio que no ha logrado sustituir a las otras escuelas, ni se ha convertido en el cauce común de la investigación psicológica. No ha conseguido siquiera la unidad interna. Se ha fraccionado en escuelas dispares, en continua discrepancia y polémica. Lejos de conseguir esa pretendida unidad, sus varias ramas se van diluyendo cada vez más en el caudal de indagaciones que procede de las más diversas tendencias, abandonando su carácter sistemáticamente conductista e integrándose en múltiples microteorías, más atentas a la investigación del problema psicológico del caso que a la fidelidad de escuela.
Es verdad, a mi juicio, que el conductismo como sistema ha dejado de existir. Creo, sin embargo, que su contribución no se reduce a la demostración de su inviabilidad y a la propedéutica fenomenológica que pueda proporcionar. El saldo de su influjo es mucho más amplio y puede ser importante para el futuro de la psicología.
Yo lo cifraría en cinco puntos. El primero consiste en el inmenso repertorio de conocimientos rigurosos que, al margen de su contexto sistemático, ha proporcionado a la ciencia psicológica. El segundo es su aportación tecnológica teórica y aplicada, que, de nuevo, independientemente de sus conexiones con los sistemas conductistas, es ingente y fecunda. El tercero es el influjo que ha tenido y sigue teniendo en todas las corrientes psicológicas; a todas ha obligado, de alguna manera, a preocuparse por el atenimiento a lo observable. En cuarto y muy eminente lugar, yo pondría el influjo que en la psicología contemporánea ha tenido la característica pretensión del conductismo, sobre todo en Watson y Skinner, de orientar la indagación teórica hacia la intervención práctica en la conducta, para dominarla y modificarla eficazmente. Y en quinto y principal lugar, hay que reconocer la hazaña histórica que supone el haber desplazado, tal vez definitivamente, el acento verificador desde la conciencia privada a la conducta patente. A mi parecer, todas las corrientes psicológicas actuales, en la medida en que pretenden contribuir a la elaboración de una ciencia positiva, admiten que, cualquiera que sea la fuente de sus datos e hipótesis, y cualesquiera que sean sus recursos y campos de verificación, la piedra de toque final e insustituible ha de ser, en último término, la conducta del ser vivo como actividad pública y repetiblemente observable del sujeto. Esa es, creo, la mayor contribución del conductismo.
No creo demasiado aventurado suponer que la mayoría de los psicólogos describiría hoy, de una u otra forma, la vieja frase de Woodworth (1924, p. 264): «Si se me pregunta si soy conductista, tengo que contestar que ni lo sé ni me importa. Si lo soy, es porque creo en varios de los proyectos que los conductistas propone. Si no lo soy es, en parte, porque creo también en otros proyectos que los conductistas parecen soslayar».
NOTAS
1. New York Herald Tribune; vid. Marx y Hillix, 1963, p. 166.
2. Se refiere esta problemática a la validez interna y externa de los estudios experimentales y correlacionales, con un sólo sujeto o con un grupo, con variables estrictamente controladas o ecológicamente representativas, y con la debida atención a sus interacciones y modulaciones y a su dependencia del contexto, no sólo metodológico, sino personal, social, cultural e histórico. Son cuestiones que, hoy por hoy, parecen conducir al corredor de espejos, en que se multiplican sin fin las perspectivas y las imágenes, a que se ha referido Cronbach (1975). Se puede encontrar en castellano una buena introducción al tema y a la bibliografía en Avia, 1978; Alvira y cols., 1979; y en la enjundiosa nota de Silva, 1978.
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