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Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
We currently publish four issues per year, which accounts for some 100 articles annually. We admit work from both the basic and applied research fields, and from all areas of Psychology, all manuscripts being anonymously reviewed prior to publication.

PSICOTHEMA
  • Director: Laura E. Gómez Sánchez
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  • ISSN: 0214-9915
  • Digital Edition:: 1886-144X
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Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 3). 428-441




TRATAMIENTOS PSICOLÓGICOS EFICACES PARA LAS DISFUNCIONES SEXUALES

Francisco Javier Labrador y María Crespo

Universidad Complutense de Madrid

A partir de la terapia sexual de Masters y Johnson (1970), que marcó un punto de inflexión claro en el tratamiento de este tipo de problemas, las disfunciones sexuales han constituido un campo de actuación habitual para el tratamiento psicológico. Sin embargo, esta amplia aplicación y los buenos resultados obtenidos, no se han visto hasta el momento avalados por una investigación rigurosa que respalde su eficacia y efectividad. Asimismo, se carece de datos comparativos de la eficacia de los tratamientos psicológicos y médicos para este tipo de problemas. Esta falta de trabajos parece relacionarse con diversas dificultades y problemas que afectan a la obtención y selección de muestras, a la evaluación y diagnóstico de los pacientes, a los propios tratamientos y a los diseños experimentales. Teniendo en cuenta estas limitaciones, se revisa la evidencia disponible acerca de la eficacia de los tratamientos, tanto psicológicos como médicos, de las disfunciones sexuales. Para ello se diferencian disfunciones masculinas (más estudiadas hasta la fecha) y femeninas, haciendo hincapié en aquellas que han recibido una mayor atención (i.e. los trastornos de la erección, la eyaculación precoz y la inhibición de la eyaculación en el varón, y, fundamentalmente, los trastornos del deseo sexual hipoactivo y orgásmico en la mujer). A la luz de este análisis se señalan posibles vías de actuación en la investigación sobre el tema.

Efficacious psychological treatments for sexual dysfunctions.Starting from Masters and Johnson’s sex therapy (1970), sexual dysfunction has become a usual objective in therapy. Nevertheless, the expanded use and the positive results of sex therapy are not supported up to now by methodologically robust studies showing it efficacy and effectiveness. Furthermore, there is no evidence about the differential effects of medical and psychological treatments for these problems. Reasons for this include several problems and difficulties concerning sample selection, measurement and diagnostic, treatment and research design. Keeping in mind these restrictions, available evidence about efficacy of both psychological and medical treatments for sexual dysfunction is reviewed. Male and female dysfunctions are separately reviewed, focusing on those disorders that have received more attention. So that, among males dysfunctions, erectile problems, premature ejaculation and inhibited orgasm, are considered, while among female ones (less studied in general) hypoactive sexual desire and orgasmic disorders are included. Stemming from the analysis several guidelines for future research on this topic are proposed.

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No cabe duda de que desde los trabajos iniciales de la Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures - TFPDPP - (1995) se está produciendo un cambio importante en el mundo de la psicoterapia. Cada vez son mayores y más importantes los esfuerzos dedicados a investigar y demostrar la eficacia de los distintos procedimientos psicoterapéuticos. Para el profesional de la psicoterapia es determinante saber que los tratamientos que utiliza han demostrado de forma inequívoca que son eficaces para producir los cambios deseados. Tal como señalan Labrador, Echeburúa y Becoña (2000) «la demostración experimental de la eficacia de los procedimientos terapéuticos se ha convertido actualmente en un objetivo prioritario. Las razones son varias: a) la debilidad y la multiplicidad de los modelos teóricos no ajenas al divorcio creciente entre el mundo académico y la realidad clínica; b) la demanda social de tratamientos eficaces; y c) el objetivo prioritario de los terapeutas de mejorar a los pacientes de forma más efectiva» (p. 17) .

Un aspecto esencial de esta nueva tarea es que el objetivo no tiene nada que ver con las luchas entre escuelas de los años 50 y 60, en las que se trataba de demostrar que los tratamientos derivados de una orientación o modelo general eran más eficaces que los de las restantes orientaciones, en el tratamiento de todos los «problemas psicológicos». El objetivo ahora es ver qué tratamiento concreto (lo que supone que esté descrito de manera pormenorizada y precisa cómo ha de llevarse a cabo) es eficaz (ha demostrado ser beneficioso para los pacientes en investigaciones clínicas controladas), efectivo (útil en la práctica clínica habitual) y eficiente (de mayores beneficios y menores costos que otros tratamientos alternativos), para cada problema concreto (lo que supone un sistema estandarizado de clasificación de los posibles problemas). De esta forma se pretende señalar al profesional qué tratamientos son más adecuados en cada problema o caso concreto, a fin de orientar su práctica profesional, y también informar a los usuarios (bien particulares, bien agencias gubernamentales o compañías de seguros) sobre las posibles opciones terapéuticas válidas para poner remedio a los problemas para los que buscan solución.

Entre los tratamientos que deben mostrar su eficacia, efectividad y eficiencia, están los aplicados a las disfunciones sexuales, una de las áreas de intervención con más tradición en la Psicología Clínica y también una de las que más requieren en la actualidad la ayuda de los psicólogos. El objetivo de este trabajo es, pues, constatar si existe algún tratamiento para alguna disfunción sexual específica, que haya demostrado inequívocamente que tiene efectos más beneficiosos que el mero paso del tiempo o un tratamiento inespecífico, que puede aplicarse en las condiciones normales de la práctica clínica y que es más eficaz que tratamientos alternativos. Además, si fuera posible, sería útil establecer claves que permitan asignar los tratamientos a los distintos pacientes en función de las características de éstos. En definitiva, dar respuesta a la cuestión fundamental desde el inicio de la psicología clínica: ¿Qué tratamiento es más eficaz, para este paciente, con este problema y en estas condiciones? No otros son los criterios que rigen este monográfico (Fernández Hermida & Pérez Álvarez, 2001).

A este respecto el informe preliminar de la TFPDPP (1995) incluía entre los tratamientos empíricamente validados, en concreto, entre los señalados como Tratamientos Bien Establecidos, en el caso de las disfunciones sexuales, la Terapia de conducta para la disfunción orgásmica femenina y para la disfunción eréctil masculina; citando como evidencia de la eficacia los trabajos de LoPiccolo y Stock (1986) y Auerbach y Killmann (1977).

En el informe de 1998 (Chambless y cols., 1998) se incluyen entre los tratamientos empíricamente validados, en concreto entre los tratamientos probablemente eficaces, los siguientes:

• Aproximación de tratamiento combinado de Hurlbert para el bajo deseo sexual femenino (Hurlbert, White, Powell y Apt, 1993).

• Terapia sexual de Masters y Johnson para la disfunción orgásmica femenina (Everaerd y Dekker, 1981).

• Combinación de terapia sexual y marital de Zimmer para el bajo deseo sexual femenino (Zimmer, 1987).

Parece, pues, que existen tratamientos psicológicos cuya eficacia ya se considera empíricamente validada para las disfunciones sexuales. Aunque ciertamente son muy pocos y sólo para algunas de las disfunciones. Esto no quiere necesariamente decir que no existan otros tratamientos eficaces para estos problemas, sólo que no han demostrado aún empírica e inequívocamente su eficacia. Sin embargo, otras revisiones distintas a las de la propia Task Force, en especial las dos revisiones de O’Donohue y cols. (O’Donohue, Dopke y Swingen, 1997; O’Donohue, Swingen, Dopke y Regev, 1999), sobre disfunciones sexuales femeninas y masculinas, respectivamente, cuestionan estas consideraciones.

En el artículo Psychotehrapy for female sexual dysfunction: A review (O’Donohue y cols., 1997) revisan todos los artículos en las bases de datos desde 1970 sobre tratamiento psicológico de las disfunciones sexuales femeninas y, de entre ellos, seleccionan los que al menos cumplan dos criterios, a su juicio condiciones mínimas para que se pueda hacer una interpretación significativa de los resultados obtenidos:

(a) Asignación aleatoria de los sujetos a las condiciones experimentales (tratamientos).

(b) Al menos un grupo de comparación (o una condición de comparación en los diseños de caso único).

De acuerdo con sus informaciones, aproximadamente el 80% de los estudios encontrados no reunían estas condiciones, la mayoría por no incluir un grupo de comparación. En consecuencia sólo los 21 estudios que cumplían esas condiciones fueron incluidos en la revisión cuyas conclusiones no parecen muy positivas:

«Los resultados de esta revisión también revelan que no hay ningún tratamiento para ninguna de las disfunciones sexuales femeninas que se haya mostrado como bien establecido, de acuerdo con las especificaciones de la Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures (1995). Esta conclusión, sorprendentemente, no es consistente con el informe de la Task Force. Este informe señala que "la terapia conductual para la disfunción orgásmica femenina" está bien establecido. Sin embargo, no cita dos estudios utilizando manuales de tratamiento que muestren que el tratamiento es más efectivo que el placebo u otro tratamiento. Más bien, simplemente, cita una revisión (LoPiccolo y Stock, 1986)» (O’Donohue y cols., 1997, p. 561).

En su trabajo posterior, Psychotehrapy for male sexual dysfunction: A review (O’Donohue y cols., 1999), revisan los trabajos existentes desde 1970 sobre intervención psicológica en disfunciones sexuales masculinas. Sólo 19 de los 98 trabajos publicados reúnen los criterios mínimos de inclusión arriba señalados, y tras su revisión las conclusiones son similares:

«Siguiendo esos criterios [los de la Task Force de 1995] nuestra revisión revela que no existen tratamientos bien establecidos para las disfunciones sexuales masculinas. Esta conclusión contradice el informe de la propia Task Force on Promotion and Dissemination of Psychological Procedures (1995) que concluye que el tratamiento conductual para los trastornos en la erección masculinos está bien establecido. Irónicamente, de los dos artículos que cita la Task Force para apoyar su conclusión, uno es una revisión (LoPiccolo y Stock, 1986), y el otro es un estudio controlado que no informa del uso de un manual de tratamiento (Auerbach y Kilmann, 1977). Es evidente que estos trabajos citados como evidencia científica no reúnen los propios criterios de la Task Force para considerar un tratamiento como bien establecido» (O’Donohue y cols., 1999, p. 623).

No obstante, poco después señalan que:

«A pesar de la escasez de investigación consistente en el área de la psicoterapia para las disfunciones sexuales masculinas, los profesionales continúan manteniendo su eficacia [terapéutica]» (O’Donohue y cols., 1999, p. 623).

Otras revisiones importantes, como las de Rosen y Leiblum (1995) y la de Segraves y Althof (1998), aunque menos rigurosas, insisten en esta línea de resaltar los serios problemas metodológicos que tienen la mayor parte de las investigaciones sobre tratamientos psicológicos de las disfunciones sexuales. Por otro lado, ambas resaltan la progresiva importancia que están tomando en este ámbito de actuación clínica los acercamientos médicos y biológicos en general:

«Comenzando en los años ochenta, sin embargo, la investigación y la práctica en terapia sexual se ha centrado de forma progresiva en el papel de los factores orgánicos y biomédicos» (Rosen y Leiblum, 1995, p. 877).

«A partir de mediados de los ochenta se desarrolla la actual era de la psicobiología. Esta época se distingue por la medicalización (Tiefer, 1995) de los acercamientos terapéuticos, principalmente para las disfunciones sexuales masculinas» (Segraves y Althof, 1998, p. 449).

Es evidente que la situación dista de estar clara. Por un lado parece que faltan trabajos que, cumpliendo las condiciones metodológicas, permitan constatar empíricamente la eficacia de los tratamientos psicológicos. Menor evidencia aun se ha conseguido para los tratamientos farmacológicos y quirúrgicos. Sin embargo, esto, como ya se ha señalado, no quiere decir «necesariamente» que las terapias sexuales sean ineficaces (algo que tampoco se ha probado empíricamente). Pero sigue habiendo personas que presentan problemas de disfunciones sexuales y que buscan ayuda profesional. En consecuencia puede ser útil orientar sobre el estado actual de los tratamientos en este área a fin de poder señalar vías de acción más o menos interesantes.

Para ello, en primer lugar se ha de establecer en qué consisten las disfunciones sexuales. Delimitadas y definidas éstas, se considerarán los procedimientos para su diagnóstico, o en cualquier caso los criterios a seguir para estimar si se da determinada disfunción y también, si tras el tratamiento se puede asegurar que ha mejorado o desaparecido y en qué medida. Por último se pasará a revisar, trastorno por trastorno, los tratamientos utilizados y hasta qué punto presentan evidencia de su eficacia.

Caracterización de las disfunciones y criterios de diagnóstico

Bajo el nombre de disfunciones sexuales se incluyen todas aquellas alteraciones (esencialmente inhibiciones) que se producen en cualquiera de las fases de la respuesta sexual y que impiden o dificultan el disfrute satisfactorio de la sexualidad (Labrador, 1994). En la especificación de las categorías diagnósticas, el DSM-IV (APA, 1994) se basa en el modelo trifásico del ciclo de respuesta sexual, deseo, excitación y orgasmo. La APA recoge una categoría adicional en la que se incluyen aquellas disfunciones que suponen más que alteración de una fase de la respuesta, la aparición de dolor en cualquier momento de la actividad sexual (véase Tabla 1). En consecuencia, el DSM-IV considera estas cuatro categorías principales de disfunciones: (1) trastornos del deseo sexual, que incluyen deseo sexual inhibido (o hipoactivo) y trastorno por aversión al sexo; (2) trastornos de la excitación sexual, diferenciándolo en el hombre (trastorno de la erección) y en la mujer; (3) trastornos del orgasmo, diferenciando también entre disfunción orgásmica femenina y masculina, e incluyendo además una categoría específica para el diagnóstico de la eyaculación precoz; (4) trastornos sexuales por dolor, que comprenden la dispareunia y el vaginismo. A estas categorías se añaden: disfunción sexual debida a la condición médica general; disfunción sexual inducida por sustancias y disfunción sexual no especificada.

Los criterios diagnósticos del DSM-IV para las disfunciones sexuales no especifican una duración o frecuencia mínimas, sino que vienen determinados por la presencia de un alto grado de malestar o dificultades interpersonales asociadas al problema, por lo que dependen en buena medida del juicio clínico. Cada disfunción puede caracterizarse en tipos, que incluyen tres diferenciaciones: si ha sucedido desde siempre (i.e. ha estado presente desde el inicio del funcionamiento sexual) o ha sido adquirida (i.e. se ha desarrollado después de un período de funcionamiento normal); si es generalizada (i.e. ocurre en todas las situaciones con todas las parejas) o específica (i.e. se limita a determinados tipos de estimulaciones, situaciones o parejas); y, finalmente, si se debe a factores psicológicos o a una combinación de factores psicológicos y médicos o abuso de sustancias. Asimismo, para cumplir los criterios diagnósticos es preciso que la disfunción no ocurra durante el curso de otro trastorno del Eje I (e.g. depresión mayor) y no se deba exclusivamente al efecto directo de sustancias o a condiciones médicas. Para la consideración de estas últimas, el DSM-IV incluye categorías específicas de disfunciones debidas a la condición médica general o inducidas por sustancias (alcohol, anfetaminas, cocaína, opiáceos...), caracterizadas ambas por estar etiológicamente relacionadas con una condición médica o con el uso de sustancias psicoactivas, respectivamente.

No existen datos acerca de la fiabilidad y validez del sistema diagnóstico del DSM-IV para las disfunciones sexuales, algo especialmente relevante si tenemos en cuenta que la descripción de los criterios, basada en el malestar psicológico y las dificultades interpersonales, deja abierta la puerta a la subjetividad. Asimismo, se ha criticado su visión dicotómica de este tipo de trastornos (hay o no hay disfunción sexual), ya que la sexualidad y el funcionamiento sexual parecen ajustarse mejor a un continuo de satisfacción individual e interpersonal (cf. Wincze y Carey, 1991). Del mismo modo se ha cuestionado la diferenciación de los subtipos psicógeno vs. orgánico, por considerarla simplista y excesivamente restrictiva (cf. LoPiccolo, 1992; Mohr y Beutler, 1990).

Por su parte, la clasificación más reciente de la Organización Mundial de la Salud, el CIE-10 (OMS, 1992) muestra un notable paralelismo con la clasificación de la APA, incluyendo entre las disfunciones sexuales no orgánicas las siguientes:

– Impulso sexual excesivo (que supone la principal novedad, ya que esta categoría diagnóstica no está recogida en el DSM-IV).
– Ausencia o pérdida del deseo sexual.
– Rechazo y ausencia del placer sexual.
– Fracaso en la respuesta genital.
– Disfunción orgásmica.
– Eyaculación precoz.
– Dispareunia no orgánica.
– Vaginismo no orgánico.
– Otras disfunciones sexuales.

Estas clasificaciones, en función de las fases de la respuesta sexual, no obvian los solapamientos diagnósticos. De hecho, el solapamiento y la comorbilidad son frecuentes. Así, por ejemplo, Segraves y Segraves (1991), en un estudio con 588 pacientes (varones y mujeres) diagnosticados de TDS hipoactivo, encontraron que un 41% de las mujeres y un 47% de los varones presentaban al menos otra disfunción sexual. Es más, un 18% de las mujeres del estudio recibieron diagnósticos en las tres categorías de trastornos del deseo, la excitación y el orgasmo. En estos casos es difícil establecer qué condición es primaria, resultando esta decisión de gran relevancia clínica para la determinación del tratamiento a seguir. Asimismo, son frecuentes las disfunciones sexuales asociadas a trastornos del eje I (e.g. depresión y deseo hipoactivo o trastorno de la erección), aunque el DSM-IV excluye expresamente el diagnóstico de este tipo de problemas.

A pesar de las limitaciones que supone el diagnóstico basado en el DSM-IV o el CIE -10, es evidente que son sistemas clasificatorios ampliamente aceptados y que tienen una relativamente precisa descripción del tipo de síntomas o conductas que se incluyen. Sin embargo, en la mayoría de los trabajos sobre disfunciones sexuales los diagnósticos no se basan en los criterios o categorías DSM, sino en autoinformes de los propios pacientes sobre sus conductas sexuales, con frecuencia descripciones genéricas e informales (e.g. ciertas dificultades de erección, falta de orgasmos...), o de apreciaciones clínicas en exceso deudoras de la opinión de los clientes. En muchos casos, como señalan Segraves y Althof (1998), el clínico evalúa la sintomatología y comienza el tratamiento, siendo la codificación del trastorno en términos DSM-IV más una referencia o producto tardío que una guía de tratamiento. Por otro lado, el hecho de emplear diferentes terminologías, distintos criterios o establecer diferentes umbrales de corte (cuando existen) para diagnosticar la presencia de una disfunción, dificulta el poder comparar los trabajos y llegar a conclusiones sobre la eficacia de los procedimientos utilizados.

Por último, aunque no se va a considerar de forma más detallada el diagnóstico de las disfunciones sexuales, se debe señalar el enfoque habitualmente reduccionista de este diagnóstico. Se atiende de forma importante a descripciones, basadas casi exclusivamente en autoinformes, referidas a las conductas sexuales, generales y específicas de la disfunción, asociadas a las distintas fases de la respuesta sexual. En algunos casos (los menos), se complementan éstas con alguna medidas fisiológicas (también referidas a la actuación en las distintas fases de la respuesta sexual). Pero con frecuencia se da mucha menos importancia a los aspectos cognitivos, sociales o interpersonales de las disfunciones sexuales. De hecho hay pocos instrumentos diagnósticos que reúnan las adecuadas condiciones de fiabilidad y validez, y una escasez de medidas convergentes con los informes del paciente que permitan contrastar la validez de éstos.

Datos epidemiológicos

No se conoce con exactitud la prevalencia de las disfunciones sexuales en la población general, aunque, a pesar de que existen importantes variaciones según los estudios, los datos existentes apuntan que un porcentaje elevado de hombres y mujeres padecen a lo largo de su vida alguna disfunción sexual. Así, el estudio ECA (Epidemiologic Catchment Area) llevado a cabo por el Instituto de Salud Mental de Estados Unidos (Eaton y cols., 1984; Klerman, 1986 a y b; Regier y cols., 1984) estimaba la prevalencia de las disfunciones sexuales, en general, en el 24%, lo que las sitúa como el segundo diagnóstico más frecuente tras el uso del tabaco. Sin embargo, este trabajo no aporta datos sobre la prevalencia de cada disfunción específica.

Nathan (1986) y Spector y Carey (1990) han llevado a cabo sendas revisiones sobre la prevalencia de las disfunciones sexuales en la población general, en las que se incluían 33 y 23 estudios, respectivamente, y cuyos resultados se resumen en la Tabla 2. Como puede apreciarse, los problemas más frecuentes en varones son los trastornos de la erección y la eyaculación precoz, mientras que en la mujer predominaría el TDS hipoactivo y el trastorno orgásmico (de hecho, son los únicos para los que estas dos revisiones proporcionan datos). Spector y Carey expresamente indican que no existe evidencia suficiente para establecer la prevalencia del TES femenino, el vaginismo y la dispareunia, a los que cabe añadir el trastorno por aversión al sexo, raramente citado en los estudios epidemiológicos.

Las notables variaciones detectadas (e.g. la prevalencia del TDS hipoactivo en la mujer oscila según Nathan entre el 1 y el 35%) pueden atribuirse, al menos parcialmente, a la no inclusión de la variable edad, ya que ésta parece ser de crucial importancia en la determinación de la frecuencia de algunas disfunciones, como el TDS hipoactivo en la mujer o los trastornos de la erección en el hombre.

En cuanto a la frecuencia de cada una de las disfunciones en relación a las personas que, sufriendo algún tipo de disfunción sexual, solicita ayuda profesional, los datos también varían según los autores. Los trastornos por los que más frecuentemente se acude a consulta coinciden con aquellos que se presentan con mayor frecuencia en la población general (i.e. en la mujer, el TDS hipoactivo y la disfunción orgásmica, y en el hombre, los trastornos de la erección y la eyaculación precoz), aunque los porcentajes varían con respecto a ésta. En la Tabla 2 se incluyen los datos de prevalencia de cada trastorno entre las personas que acuden a consulta por una disfunción sexual. No obstante, hay que destacar que tan sólo un pequeño porcentaje de personas que padecen alguna disfunción sexual acude a consulta; y aun más, de éstas sólo un número reducido se somete a tratamiento (véase por ejemplo Osborn, Hawton y Garth, 1988).

Criterios para establecer que un tratamiento para las disfunciones sexuales es eficaz

Cuál debe ser el criterio de éxito

El punto primero, determinar qué debe considerarse un éxito y qué no en el tratamiento de las disfunciones sexuales constituye de por sí un serio problema. Con mucha frecuencia, aun en los tratamientos psicológicos, los criterios de éxito en las disfunciones sexuales son fundamentalmente biológicos o referidos a realizaciones sexuales. Por ejemplo: se produce o no erección (incluso con precisión del tamaño, consistencia y duración), se consigue retrasar la eyaculación o no (un tiempo determinado, a «voluntad», o hasta que la pareja consigue... ¿qué?, ¿satisfacción u orgasmo?), se consigue el orgasmo (cuántas veces, con qué facilidad o porcentaje de éxito, ante qué tipo de estimulación...), siente deseo (en muchos casos asimismo se consideran índices biológicos, como nivel de lubricación vaginal), se produce contracción del tercio exterior de la vagina...

Incluso atendiendo sólo a estos criterios ya hay serias discrepancias respecto al éxito o no de un tratamiento. Por ejemplo, en los problemas de disfunción orgásmica femenina, para algunos basta con que la mujer consiga el orgasmo con independencia del tipo de estimulación requerido, para otros el criterio de referencia debe ser que la mujer consiga el orgasmo en su relación de pareja, otros precisan que debe ser además necesario que lo consigan por medio del coito, e incluso en algunos casos ha de conseguirse con el coito sin que haya que llevar a cabo una estimulación adicional. Eso sí en todos los casos el criterio exclusivo de referencia es «el orgasmo».

Los criterios para establecer el límite de lo que es la eyaculación precoz, son asimismo muy dispares, algo similar sucede con las disfunciones eréctiles, etc.

Pero este tipo de criterios reduccionistas no deben ser suficientes para establecer que un tratamiento ha resultado eficaz. Es difícil que la calidad de la vida sexual de una persona dependa exclusivamente del tamaño y duración de la erección o de la cantidad de orgasmos que consiga, sea en las condiciones que sea. Es más, la primera indicación «educativa» que se suele hacer en las terapias sexuales a los pacientes con disfunciones sexuales es que el objetivo de la vida sexual no es tener muchos orgasmos, ruidosos, simultáneos, en cualquier condición, con erecciones enormes, o con intensas lubricaciones... El objetivo es mucho más simple pero mucho más importante: «Disfrutar de la vida sexual».

En consecuencia, los criterios de éxito de un tratamiento deben incluir lo que incluye la propia sexualidad humana, una compleja trama de aspectos biológicos, psicológicos (pensamientos, comunicación, intimidad, emociones, afectos, deseos y necesidades), de relación interpersonal e incluso social y cultural. Pero, en especial, el punto señalado antes como objetivo prioritario: el grado de satisfacción y bienestar personal, habitualmente en la relación con otra persona.

Sin embargo, es raro que en los trabajos de investigación se utilicen criterios alternativos a los biológicos o a las realizaciones estrictamente sexuales. Es más, es difícil encontrar instrumentos de evaluación de los aspectos psicológicos, sociales y culturales señalados, en especial el grado de satisfacción obtenido, el nivel de intimidad y afecto, o la calidad de la relación interpersonal.

Por otro lado se supone que todos estos aspectos (biológicos, psicológicos interpersonales y culturales) correlacionan entre sí, pero esto no siempre es cierto. En aquellos casos en los que haya discrepancia entre algunos de estos aspectos, por ejemplo entre los biológicos y los psicológicos, ¿cuál de ellos debe considerarse como prioritario? ¿Sólo debe considerarse que ha habido éxito si todos han mejorado de forma significativa?

También existe desacuerdo acerca de la primacía que suele otorgarse al coito como factor determinante del éxito terapéutico (Segraves y Althof, 1998).

Es evidente que no hay una respuesta clara, o un claro establecimiento de los criterios de éxito. Es más, los que habitualmente se consideran deben cuestionarse, pues el objetivo de las terapias sexuales no es hacer máquinas sexuales infalibles, evaluadas sólo por su «rendimiento». Esto ciertamente complica la cuestión, pues sobre los problemas metodológicos habituales se sobrepone un problema más importante, dificultad en establecer y evaluar el objetivo principal de los tratamientos de las disfunciones sexuales.

Condiciones que deben reunir los trabajos a considerar

A pesar del desarrollo y relativa proliferación de los tratamientos psicológicos para las disfunciones sexuales desde los trabajos pioneros de Masters y Johnson (1970), y a pesar del convencimiento de los psicólogos clínicos de la eficacia de estos tratamientos, la verdad es que existen pocos tratamientos empíricamente validados. Es más, existen serias limitaciones para poder determinar la eficacia real de los tratamientos de las disfunciones sexuales. Una gran parte de estas limitaciones provienen de los problemas metodológicos que presentan las investigaciones desarrolladas en este área. Entre ellos se pueden señalar:

a) Problemas con las muestras de pacientes utilizadas:

– Las muestras utilizadas suelen ser muy reducidas.

– Cuando se utilizan muestras mayores, en buena parte de los estudios las muestras están formadas por grupos heterogéneos, que incluyen bien diagnósticos genéricos, bien diferentes disfunciones, bien, incluso, varones y mujeres de forma conjunta. La única respuesta posible de estos trabajos: «el tratamiento es eficaz para todas las disfunciones sexuales» no tiene sentido. Así, por ejemplo, en su revisión de los tratamientos para los trastornos de la erección Mohr y Beutler (1990) analizan 23 trabajos, de los cuales 13 utilizan muestras que presentan diagnósticos de disfunción sexual, sin precisar, estando 10 de ellas compuestas por mujeres y hombres. Esta práctica dificulta la aplicación de tratamientos ajustados al trastorno, ya que diferentes disfunciones pueden tener factores etiológicos y de mantenimiento muy distintos, y responder de forma diferente al mismo tratamiento.

b) Problemas con las medidas y la evaluación:

– Demasiada dependencia de autoinformes subjetivos del propio paciente, en un área en que la comunicación no es especialmente fácil. Sería muy conveniente que pudiera completarse esta información al menos con los informes de otra persona (la pareja).

– Hay pocas medidas psicométricamente adecuadas del funcionamiento sexual (O’Donohue y Geer, 1993).

– Aunque se han desarrollado procedimientos para evaluación de las respuestas fisiológicas, su uso es poco frecuente en estos trabajos.

– Falta de seguimientos adecuados. No suele llevarse a cabo la evaluación de los resultados a medio y largo plazo para poder establecer la estabilidad o mantenimiento de las ganancias producidas por los tratamientos.

c) Dificultades en el establecimiento del diagnóstico:

– Escaso uso de categorías diagnósticas estandarizadas (DSM o CIE), utilizándose en su lugar o bien descripciones genéricas («mal funcionamiento sexual»), o bien categorías personales, habitualmente no bien descritas, que hacen difícil la comparación de unos trabajos con otros, o simplemente la replicación de un trabajo.

– Frecuente solapamiento diagnóstico, de forma que se da una gran comorbilidad de las disfunciones sexuales, tanto con otras disfunciones como con otros problemas (depresión, alcoholismo...).

d) Problemas con los tratamientos:

– En la mayor parte de los casos no se llevan a cabo tratamientos estandarizados o manualizados, e incluso ni siquiera se describe con precisión en qué consiste el tratamiento.

– Buena parte de los programas aplicados son paquetes de tratamiento multicomponente, por lo que, aun estableciendo la eficacia del tratamiento, sería preciso determinar la eficacia diferencial de sus componentes, lo que precisa de estrategias experimentales específicas (desmantelamiento o construcción del tratamiento) no utilizadas hasta el momento en este área.

– No se suele evaluar hasta qué punto el terapeuta lleva a cabo el tratamiento descrito o introduce modificaciones de acuerdo con su juicio clínico.

– Tampoco se evalúa hasta qué punto el paciente cumple las condiciones del tratamiento. Se supone que cuando se le dan indicaciones para que lleve a cabo una determinada actividad o deje de hacerlo el paciente va a seguir perfectamente esas indicaciones, y no se evalúa si en realidad lo hace o no.

– Apenas existen trabajos que comparen los resultados de los tratamientos psicológicos con los tratamientos médicos, ni las interacciones o combinaciones de éstos.

e) Problemas con el diseño:

– Carencia habitual de grupos de control, bien sean grupos de no tratamiento (lista de espera) o de tratamiento no específico (placebo, atención no específica...).

– Asignación de los sujetos a los distintos grupos experimentales (cuando los hay) de forma no aleatoria. Incluso cuando se asignan de forma aleatoria no se confirma, antes de proceder al tratamiento, que los grupos así formados en realidad no difieren en las variables relevantes (cuando los grupos son reducidos es posible que la asignación al azar no produzca grupos equivalentes).

Ante esta situación la aplicación de procedimientos de evaluación, como el meta-análisis, que han resultado clarificadores en otras áreas de intervención, hoy por hoy parece poco interesante, dado que tanto las categorías diagnósticas, como los criterios de evaluación, los criterios de éxito, la descripción de los programas de intervención e incluso las propias muestras de pacientes son tan dispares.

Por otra parte, las distintas disfunciones han recibido una atención desigual, concentrándose los estudios en aquellos trastornos más frecuentes, no tanto en la población general como en la clínica. Así, por ejemplo, aunque la inhibición del deseo sexual en varones es casi tan frecuente en la población general como los trastornos de erección, existen muchos más estudios y trabajos sobre el tratamiento de estos últimos, probablemente porque quienes los padecen acuden a consulta con mucha mayor frecuencia que aquellos que sufren inhibición del deseo sexual (véase Tabla 2). Por otra parte, los datos disponibles indican que la eficacia de los tratamientos resulta dispar para los diferentes trastornos, por lo que parece conveniente analizarlos individualmente.

Aunque no muy numerosas, existen varias revisiones sobre la eficacia de los tratamientos de las disfunciones sexuales, en general (e.g. Kinder y Blakeney, 1977, LoPiccolo, 1985, LoPiccolo y Stock, 1986, Mills y Kilman, 1982, Rosen y Leiblum, 1995), o para algún trastorno específico (e.g. Grenier y Byers, 1995, Kilmann y Auerbach, 1979, Ruff y St. Lawrence, 1985 y St. Lawrence y Madakasira, 1992, para eyaculación precoz; Kilman y Auerbach, 1979 y Mohr y Beutler, 1990, para los trastornos de la erección; o Beck, 1995 y O’Carroll, 1991 para el TDS hipoactivo). Entre ellas cabe destacar las dos revisiones paralelas realizadas recientemente por O’Donohue y cols. (1997 y 1999), para disfunciones femeninas y masculinas, respectivamente a las que ya se ha hecho referencia.

Por otra parte, la presencia de las terapias sexuales en los listados de tratamientos empíricamente validados de la APA es escasa. Ya se ha señalado cómo en la última revisión de estos listados (Chambless y cols., 1998) tan sólo aparecen tres tratamientos entre los probablemente eficaces, todos ellos para disfunciones femeninas. No se recoge ningún tratamiento para este tipo de trastornos en el listado de manuales de tratamiento con apoyo empírico de Woody y Sanderson (1998). Finalmente, en la obra de Nathan y Gorman (véase Segraves y Althof, 1998), en la que se recogen los resultados del grupo de trabajo de la APA sobre los tratamientos que funcionan, en la valoración de los tratamientos para las disfunciones sexuales no se identifica ningún estudio Tipo 1 (i.e. los que implican ensayos clínicos con asignación aleatoria de los sujetos a los grupos, evaluación ciega, criterios claros de inclusión y exclusión, métodos diagnósticos actuales y de calidad, tamaño de las muestras adecuado para la utilización de pruebas estadísticas potentes, y métodos estadísticos claramente descritos).

A continuación se procederá a analizar de forma individualizada la evidencia disponible de la eficacia de los tratamientos psicológicos y médicos para las disfunciones sexuales.

Tratamiento

En el tratamiento de las disfunciones sexuales se puede hablar de un antes y un después de la Terapia Sexual de Masters y Johnson (1970), por lo que esta revisión se limita a los trabajos aparecidos a partir de esta obra. Se revisarán los tratamientos disfunción por disfunción.

Disfunciones masculinas

Trastornos de la erección

Aunque los trabajos coinciden en señalar la escasez de estudios metodológicamente adecuados para contrastar la eficacia de las intervenciones, también se coincide en la opinión de que existe evidencia suficiente para afirmar que con algunos tratamientos psicológicos se producen mejoras significativas en los trastornos de la erección, y que éstas se mantienen en el seguimiento (Mohr y Beutler, 1990; O’Donohue y cols., 1999; Seraves y Althof, 1998). Se pueden señalar toda una serie de investigaciones bien controladas que ponen de relieve la eficacia de los tratamientos psicológicos (DeAmicis y cols., 1985; Hawton y cols. 1992; Heiman y LoPiccolo, 1983; Kilmann y cols., 1987; Reynolds y cols. 1981).

Como promedio, aproximadamente dos tercios de los hombres con trastornos de la erección se encuentran satisfechos con su mejora tras el tratamiento psicológico en seguimientos que van desde las seis semanas a los seis años. Las tasas de eficacia en trabajos con un control metodológico adecuado oscilan entre el 53% para un tratamiento basado en la comunicación y con contacto mínimo con el terapeuta (Takefman y Brender, 1984), hasta el 90% en un tratamiento que incluía educación, entrenamiento en comunicación y habilidades sociales (Reynolds y cols., 1981).

En general, los resultados son mejores en aquellos hombres que presentan problemas secundarios que en primarios. No obstante, aunque su habilidad sexual se mantiene en el tiempo, su satisfacción disminuye tras la terapia (Mohr y Beutler, 1990). En cualquier caso, las tasas de recaída son elevadas, aunque disminuyen considerablemente cuando se incluyen estrategias para superar las recaídas en el tratamiento (Hawton, Catalan, Martin y Fagg, 1986). Aprender a controlar las recaídas es, pues, un punto crucial en la terapia. Entre los métodos más adecuados para lograrlo se incluyen comentar con la pareja el problema cuando aparece, utilizar las estrategias de afrontamiento aprendidas en la terapia, considerar que es una fase pasajera y un buen momento para aprender a utilizar las estrategias aprendidas para controlar estas situaciones, o dar escasa relevancia a los síntomas.

La mayoría de los trabajos aplican paquetes multimodales de tratamiento, lo que no permite especificar la eficacia diferencial de sus distintos componentes. Este tipo de tratamientos típicamente incluyen intervenciones conductuales, cognitivas, sistémicas y de comunicación interpersonal (Mohr y Beutler, 1990). Un porcentaje elevado de los trabajos se basa, de forma más o menos completa, en los desarrollos de Masters y Johnson, aunque más habitualmente con programas no intensivos (sesiones con una frecuencia semanal o superior), y con un solo terapeuta. Se cuestionan incluso aspectos como la prohibición de realizar el coito en las fases iniciales del tratamiento (Takefman y Bender, 1984). También se insiste en la relación entre aspectos sociales y sexuales en el desarrollo de una sexualidad satisfactoria (Mohr y Beutler, 1990), por lo que conviene identificar si aparecen problemas como falta de comunicación, ansiedad social o falta de habilidades para iniciar interacciones, en cuyo caso será muy importante atender a estos problemas y no sólo a los síntomas directamente relacionados con la erección. Por esta razón en algunos casos una terapia sexual exclusivamente centrada en las conductas sexuales será insuficiente. Lo mismo sucede en el caso de personas que presentan otros problemas además de la disfunción (mala relación de pareja, problemas de autoestima o falta de seguridad, percepción de la interacción sexual como una competencia o lucha de poder, u otros problemas personales).

Resultan mucho más escasos los trabajos con un tratamiento «puro», aunque algunos resultados son interesantes. Se consideran algunos trabajos de entre los que tienen un diseño experimental adecuado.

– Algunos trabajos confirman la eficacia de la Terapia Racional Emotiva - TRE - (Everaerd y Dekker, 1985; Munjack y cols., 1984). Así, Munjack y cols. (1984) constataron la superior eficacia de la - TRE - (12 sesiones) sobre el no tratamiento (grupo de lista de espera), tanto en la disminución de la ansiedad, como en el incremento en la ratio éxitos/intentos de coito. Si bien en ninguno de los dos grupos se identificó un cambio en las creencias irracionales, por lo que no queda claro el proceso del cambio. Además las ganancias disminuyeron de forma importante en el seguimiento a 6-9 meses.

– También hay un apoyo importante a la eficacia de la Desensibilización Sistemática - DS -. Auerbach y Kilmann (1977), en una muestra de 24 sujetos utilizando DS (15 sesiones de 45 minutos, 3 veces por semana), obtuvieron mejoras significativas, con respecto al grupo control placebo (15 sesiones de entrenamiento en relajación y discusión) en la ratio éxitos/intentos de coito. Todos los sujetos del grupo de DS alcanzaron el criterio de éxito, imaginar sin ansiedad el ítem más elevado de la jerarquía. Las ganancias se mantenían a los tres meses. El trabajo, con un adecuado diseño metodológico, pone de relieve el papel de la ansiedad asociada a la interacción sexual y los efectos positivos de su control.

– También se han conseguido buenos resultados con programas educativos, bien de forma aislada (Goldman y Carroll, 1990), bien en colaboración con programas de habilidades sociales y de relación interpersonal (Kilmann, Boland, Norton, Davidson y Caid, 1986; Price, Reynolds, Cohen, Anderson y Schochet, 1981; Reynolds y cols. 1981), y con intervenciones con mínimo contacto terapéutico (e.g. Takefman y Brender, 1984).

– Por el contrario, con respecto al tratamiento de biofeedback del tamaño del pene los resultados son adversos (Reynolds, 1980). Es posible que el biofeedback colabore a aumentar la atención del sujeto sobre su erección y aumente la «presión de rendimiento» del sujeto, produciendo un efecto negativo.

En cuanto al formato del tratamiento, suele implicar a ambos miembros de la pareja, siendo escasos los trabajos de terapia centrada exclusivamente en el varón. Como excepción puede citarse el estudio de Reynolds (1991), quien resalta las dificultades de este tipo de tratamientos.

Para algunos autores, entre ellos Rosen y Leiblum (1995) y Segraves y Althof (1998), tal vez la característica más notable del tratamiento de los trastornos de la erección en los últimos años sea su progresiva «medicalización». El desarrollo y auge de tratamientos médicos, quirúrgicos y farmacológicos, ha sido importante. Así, se han desarrollado y extendido los implantes de pene, bien semirrígidos, bien inflables, informándose de resultados positivos, si bien la evaluación se lleva a cabo fundamentalmente centrándose en las erecciones conseguidas. Si se evalúa sólo la erección el éxito puede ser elevado, pero igualar sexualidad con erecciones (en este caso mecánicas) parece exagerado. De hecho, igualar sexualidad y erección es uno de los «mitos» más habituales acerca de la sexualidad que debe cambiarse en una terapia sexual. Quizá debe considerarse como un procedimiento final cuando han fracasado las terapias sexuales, en casos de claros problemas orgánicos, y además en casos en los que ya se dispone de buenas habilidades de interrelación y sexuales.

Los acercamientos farmacológicos suponen o bien la inyección de sustancias vasoactivas (papaverina, fentolamina o fenoxibenzamina y prostaglandinas) en los cuerpos cavernosos del pene, o bien la ingestión oral de fármacos (yohimbina, apomorfina y, más recientemente, sildenafilo - Viagra - ). Respecto a la inyección de sustancias vasoactivas, se han mostrado eficaces para conseguir erecciones en personas con problemas de erección (no orgánicos), pero apenas hay información de sus efectos psicológicos. Por otro lado, se informa de posibles efectos colaterales (dolor, fibrosis, erecciones mantenidas... ) y de tasas de abandono muy elevadas (60%) entre los usuarios por razones como la sensación de artificiosidad en la relación, la preocupación por efectos colaterales o la propia idea de autoinyectarse en el pene (Seagfraves y Althof, 1998).

Respecto a los fármacos orales, la yohimbina (antagonista de los receptores alfa-2 adrenérgicos) ha mostrado una eficacia muy variable, incluso en algunos casos ninguna (Morales, Surridge y Marshall, 1987). Actualmente el Sildenafilo (Viagra) parece ser el «afrodisíaco» que siempre ha estado buscando el hombre, un producto que facilita erecciones sólo cuando el hombre se excita sexualmente. Es un inhibidor de la fosfodiesterasa-5 que facilita la relajación de los músculos lisos y, en consecuencia, el flujo sanguíneo al pene. Parece un fármaco ideal: simple, no invasivo, no doloroso, de alta efectividad (entre un 59-93% de los casos) y escasos efectos secundarios. Pero aún es demasiado pronto para tener información clara sobre sus efectos a medio o largo plazo, o posibles efectos secundarios de una ingesta reiterada.

Por último, se ha desarrollado también la denominada «Terapia de vacío», que consiste en aplicar al pene una pequeña bomba de vacío que atraiga la sangre a los cuerpos cavernosos e inmediatamente colocar un anillo en la base del pene para retener allí la sangre y en consecuencia mantener la erección.

Como puede verse, se trata de diferentes procedimientos, la mayoría invasivos y con importantes efectos colaterales, cuyo objetivo único o fundamental es conseguir una buena erección. La eficacia de muchos de estos procedimientos para conseguir la erección parece estar bien establecida, sin embargo no existen datos suficientes sobre sus efectos psicológicos (Segraves y Althof, 1998). Vuelve a destacarse el problema de igualar o centrar la satisfacción sexual en el tamaño del pene. No hay estudios que comparen su eficacia con la de las terapias sexuales. Parece poco claro cómo puede afectar este tratamiento a los factores que provocaron la disfunción, o cómo puede afectar a los problemas en la relación, a la ansiedad o al miedo a la intimidad o a la «conducta de espectador», o cómo puede desarrollar habilidades de comunicación o incluso habilidades de interacción sexual. Sería interesante estudiar hasta qué punto pueden ayudar al desarrollo de una terapia sexual.

Eyaculación precoz

Desde comienzos de los 70 el tratamiento de la eyaculación precoz suele basarse en la aplicación de la técnica de «parada y arranque» desarrollada por Semans (1956) o en las técnicas de «compresión» y «comprensión basilar» desarrolladas por Masters y Johnson (1970), combinadas con la «focalización sensorial y sexual» y aspectos educativos (Halvorsen y Metz, 1992; Levine, 1992; McCarthy, 1990; St.Lawrence y Madaksira, 1992). Los cuatro trabajos recogidos en la revisión de O’Donohue y cols. (1999) aplican este tipo de procedimientos, en formatos diversos que incluyen, con frecuencia, programas autoaplicados (Lowe y Mikulas, 1975; Trudel y Proulx, 1987; Zeiss, 1978). En todos los casos los resultados obtenidos fueron muy positivos, aunque las tasas de éxito que habitualmente se consiguen son inferiores a las informadas en los trabajos iniciales de Masters y Johnson (1970), próximas al 95% de los casos. La mayor parte de estos trabajos incluyen entre las medidas para evaluar la eficacia del tratamiento tanto medidas referidas al tiempo de demora en la eyaculación como al nivel de satisfacción sexual alcanzado. Por otro lado los datos apuntan que las ganancias obtenidas pueden disminuir de forma importante en el plazo de tres años (e.g. DeAmicis, Goldberg, LoPiccolo, Friedman y Davies, 1985; Hawton, 1988), según Segraves y Althof (1998) hasta el 25%.

El mecanismo de acción de estos procedimientos dista de estar claro. Se ha defendido que puede implicar procesos de contracondicionamiento, de habituación o incremento de los umbrales sensoriales tras su reiterada estimulación (St.Lawrence y Madakasira, 1992), o simplemente un incremento en la latencia de la eyaculación al aumentar la frecuencia de la estimulación sexual (LoPiccolo y Stock, 1986), también a los efectos que puedan tener para disminuir la ansiedad de realización.

Desde un punto de vista médico la intervención es básicamente farmacológica y se centra en la administración de antagonistas alfa-adrenérgicos o inhibidores de la recaptación de la serotonina (fluoxetina y clomipramina). Este tipo de sustancias se ha mostrado eficaz en el tratamiento de sujetos en los que habían fracasado los procedimientos habituales de la terapia sexual (Assalian, 1994). En dos estudios de doble ciego llevados a cabo por Segraves, Saran, Segraves y Maguire (1993), y Althof y cols. (1995), la ingesta de clomipramina (considerado el fármaco de primera elección ), tanto en dosis de 25 como de 50 mg, 6 horas antes del coito aumentó la latencia de la eyaculación medida por los autoinformes de los pacientes. También se evaluó, con resultados positivos, la satisfacción sexual general de éstos. Como efectos secundarios se señalaron aparición de fatiga y náusea en «pocos» pacientes. El mecanismo de acción no está claro, si bien Rosen y Leiblun (1995) apuntan que pueden actuar disminuyendo el tono alfa-adrenérgico o aumentando los niveles de serotonina en sangre.

Hasta la fecha no existen estudios que comparen directamente terapia farmacológica y psicológica o que analicen el efecto de la combinación de ambas. La aplicación de este tipo de sustancias parece obtener resultados positivos, sin embargo, como apuntan Rosen y Leiblum (1995), presenta algunas limitaciones y riesgos que han de ser tenidos en cuenta. Así, las sustancias serotonérgicas pueden provocar una disminución del deseo y la activación sexual, por lo que su aplicación está contraindicada en aquellos casos en los que aparecen simultáneamente problemas de erección y eyaculación precoz. Otros efectos secundarios informados son sequedad bucal, sedación y estreñimiento. Por otra parte, es un tratamiento crónico (ha de usarse siempre) y no existen datos sobre los posibles efectos psicológicos a largo plazo de la utilización de este tipo de sustancias (McCarthy, 1994).

Trastorno orgásmico (inhibición de la eyaculación)

No existe ningún estudio controlado sobre tratamientos psicológicos o médicos de la inhibición de la eyaculación o eyaculación retardada, lo que parece relacionarse con su escasa prevalencia. Los tratamientos disponibles son exclusivamente de índole psicológica y se basan en dos explicaciones diferentes sobre la causa del trastorno. Por un lado, desde el denominado «modelo de inhibición», se considera que el problema se debe a que el hombre no recibe estimulación suficiente para alcanzar el umbral orgásmico, por lo que el tratamiento se centrará en incrementar el nivel de estimulación genital. Tratamientos basados en este principio han sido los aplicados por Masters y Johnson (1970), que incluían focalización sensorial y genital, junto con estimulación precoital intensa del pene y modificaciones en la realización del coito, y Schnellen (1968), que incluía el uso de un vibrador para intensificar la estimulación, señalándose porcentajes de éxitos próximos al 80%.

Por otro lado, Apfelbaum (1989) sugiere que la inhibición eyaculatoria es un trastorno relacionado con la falta de deseo, aunque se disfrace como trastorno de realización, por lo que los esfuerzos han de dirigirse a que el hombre reconozca su falta de deseo para realizar el coito y su falta de excitación durante éste. Propone un tratamiento basado en la disminución de las demandas y la focalización en las sensaciones (en paralelo a lo que sucede en el tratamiento del trastorno orgásmico femenino), pero no hay ningún estudio con datos al respecto. En esta misma dirección, Shaw (1990) ha realizado una serie de estudios de caso en los que ha aplicado con éxito una combinación de técnicas paradójicas y procedimientos para eliminar las demandas y la preocupación por el rendimiento.

En opinión de Segraves y Althof (1998), el primer modelo sería más adecuado cuando el varón presenta anorgasmia generalizada, mientras que el segundo se ajustaría mejor a los casos de anorgasmia situacional o sólo con determinada(s) pareja. En cualquier caso, la falta de estudios metodológicamente adecuados no permite establecer conclusiones firmes acerca del tratamiento de este tipo de trastornos.

Disfunciones femeninas

Trastorno de deseo sexual hipoactivo

La mayoría de los estudios controlados sobre el tema (siete en la revisión de Beck, 1995, en la que se consideran todos los trabajos, con un adecuado control experimental, en los que utilizan tratamientos psicológicos, ya sea de forma aislada o en combinación con tratamientos hormonales) se basan en la aplicación de tratamientos derivados del programa de Masters y Johnson (1970). Este tipo de intervenciones suele incluir educación sexual, focalización sensorial y genital, entrenamiento en comunicación, así como una variedad de intervenciones dirigidas a reducir la ansiedad de rendimiento (Crowe, Gillan y Golombok; 1981; Dow y Gallager, 1989; Mathews, Whitehead y Kellet, 1983).

No obstante, la evidencia experimental disponible sólo avala con claridad la eficacia del tratamiento combinado de Hurlbert (Hurlbert, 1993; Hurlbert y cols., 1993) para este trastorno. Este programa, denominado «entrenamiento en consistencia del orgasmo», es un tratamiento estructurado cognitivo-conductual que tiene como objetivo incrementar la satisfacción sexual, la intimidad y el conocimiento mediante la ampliación del repertorio de técnicas y habilidades sexuales de la pareja. El tratamiento consta de 10 sesiones semanales de dos horas cada una. Secuencialmente, el tratamiento utiliza el entrenamiento en masturbación directa de la mujer, ejercicios de focalización sensorial, técnicas para incrementar el control voluntario del varón y la técnica de apuntalamiento durante el coito. Este tratamiento se ha mostrado eficaz en el tratamiento del TDS hipoactivo femenino, manteniéndose los resultados a los 6 meses (Hurlbert, 1993; Hurlbert y cols., 1993). En cuanto al formato, los resultados son mejores cuando el tratamiento se aplica en parejas, que en mujeres solas (Hurlbert y cols., 1993). Los trabajos realizados para evaluar la eficacia de este tratamiento cumplen los criterios de la APA para el establecimiento de un tratamiento como probablemente eficaz y, como se ha comentado, ha sido incluido como tal en la última revisión de los listados de la APA (Chambless y cols., 1998).

Este listado de la APA incluye también la combinación de terapia sexual y terapia marital propuesta por Zimmer (1987) que se ha mostrado superior a la terapia sexual específica, obteniendo ganancias más pronunciadas en el postratamiento y en el seguimiento, así como una mayor generalización.

En cuanto a los tratamientos médicos, aunque se ha propuesto la administración de andrógenos, la evidencia disponible no permite confirmar la eficacia de este tipo de acercamiento. Para un funcionamiento sexual adecuado parece necesario un nivel mínimo de andrógenos, pero una vez alcanzado éste no se ha constatado que las variaciones de los niveles de andrógenos se traduzcan en incrementos en el nivel de deseo. Curiosamente, en el único trabajo con un control adecuado (Mathews y cols. 1983), la combinación de testosterona y terapia sexual (tipo Masters y Johnson), no obtenía mejores resultados que la combinación placebo y terapia sexual. Es más, en el seguimiento de 6 meses, las mujeres tratadas con testosterona mostraban menores ganancias que las tratadas con placebo. Esta interacción entre tratamiento psicológico y hormonal también ha sido analizada por Dow y Gallagher (1989), quienes compararon el efecto de la combinación de terapia sexual y administración de testosterona, con un grupo con terapia sexual y sustancia placebo y un grupo con terapia hormonal (testosterona) solamente. Los dos grupos de terapia sexual, con testosterona o placebo, mostraron resultados positivos, pero sin diferencias entre ellos, consiguiendo ambos resultados significativamente superiores al grupo con tratamiento hormonal solo. Los resultados se mantenían a los 4 meses de seguimiento. En consecuencia, el tratamiento con andrógenos no ha mostrado su eficacia ni solo, ni en combinación con terapia sexual.

Trastorno de la excitación sexual

No hay ningún estudio controlado con tratamientos psicológicos o médicos para esta disfunción. Es más, los casos en los que se considera este problema se hace en combinación con problemas de deseo sexual hipoactivo. Hay, no obstante, un interesante trabajo de Palace (1995) en el que se constataba que aumentar el nivel de activación general (mediante exposición a situaciones de peligro), en combinación con un falso feedback, producía un incremento en la excitación sexual medida tanto con índices fisiológicos como subjetivos. Pero no está claro cómo puede conseguirse este incremento en la activación general por procedimientos aceptables en las interacciones sexuales en la vida cotidiana.

Trastorno orgásmico

Diversos estudios han constatado la eficacia del entrenamiento guiado en masturbación en mujeres con trastorno orgásmico primario, ya sea en sesiones individuales, en parejas, grupos o incluso autoaplicado con ayuda de vídeos y material escrito (Kuriansky, Sharpe y O’Connor, 1982; LoPiccolo y Lobitz, 1972; Morokoff y LoPiccolo, 1986; Spence, 1991). Con frecuencia, estos programas suelen incluir entrenamiento del músculo pubocoxígeo con técnicas de autoestimulación a veces complementadas con el uso de vibradores. Este tratamiento parece ser superior a la terapia sexual convencional en esta disfunción (véase O’Donohue y cols., 1997, o Rosen y Leiblum, 1995), señalándose que alrededor del 90% de las mujeres tratadas con estos programas han conseguido alcanzar el orgasmo tras el entrenamiento (LoPiccolo y Stock, 1986). Sin embargo, los porcentajes de éxito disminuyen cuando se valora la capacidad para alcanzar el orgasmo a través de la estimulación manual u oral por parte de la pareja, o inducido durante el coito sin estimulación manual, por lo que en algunos casos puede ser útil recurrir a la técnica de apuntalamiento para propiciar el orgasmo en el coito. No obstante, los estudios de seguimiento parecen indicar que, al contrario de lo que sucede en la mayor parte de las disfunciones, la capacidad de la mujer para alcanzar el orgasmo en los encuentros con la pareja y en el coito se incrementa con el tiempo, en lugar de disminuir.

El pronóstico de este tratamiento es peor en los casos de anorgasmia secundaria, que parecen asociarse a otros factores (e.g. deterioro de la relación, problemas emocionales...), que no parecen abordables por los programas de entrenamiento en masturbación. En estos casos suelen aplicarse programas de amplio espectro ajustados a las características del caso y en los que se incluye la terapia sexual de Masters y Johnson, que aparece recogida como tratamiento probablemente eficaz para este problema en los listados de la APA (cf. Chambless y cols., 1998) y que se ha mostrado superior al entrenamiento de la pareja en comunicación (Everaerd y Dekker, 1981).

No se ha desarrollado ningún tratamiento médico para esta disfunción.

Dispareunia y vaginismo

No hay ninguna investigación adecuada desde el punto de vista metodológico que constate la eficacia de tratamientos psicológicos para estas disfunciones.

La dispareunia es una disfunción sexual femenina habitualmente secundaria a algún problema, casi siempre de tipo físico, por lo que la solución de este problema físico suele ser de especial relevancia. Esto se ha traducido en el desarrollo de diversos tratamientos médicos o quirúrgicos eficaces. Sin embargo, incluso aunque la causa inicial del problema sea física, en muchos casos se ha condicionado una intensa respuesta psicológica que es necesario reducir (Schover, Youngs y Cannata, 1992). Por eso, muchas de las mujeres tratadas con estos procedimientos requieren terapia sexual o tratamiento cognitivo-conductual para llevar a cabo el coito, y para eliminar la ansiedad condicionada y la falta de activación frecuentemente asociadas a este trastorno (Meana y Binik, 1994).

El tratamiento del vaginismo suele implicar una combinación de desensibilización sistemática (u otras técnicas de exposición), entrenamiento del músculo pubocoxígeo e inserción de dilatadores vaginales de un tamaño creciente (por la mujer o/y por la pareja) (Rosen y Leiblum, 1995). El tratamiento suele obtener buenos resultados, señalándose éxitos en algunos casos de hasta el 100% (Masters y Johnson, (1970) (83% en el seguimiento a un año en el estudio de Scholl, 1988), aunque no existen estudios con un adecuado control experimental que los avalen. La implicación de la pareja parece ser determinante en la eficacia (Hawton y Catalan, 1990). También se ha informado de la eficacia de procedimientos de Desensibilización in vivo, como la introducción de dedos o tampones (Winzcey y Carey, 1991), o incluso de un procedimiento de exposición (Jarrousse y Poudat, 1986).

Consideraciones finales

La primera consideración es que, afortunadamente, se dispone de tratamientos eficaces para superar las disfunciones sexuales. Pero junto a esta afirmación debe señalarse la escasez de trabajos con adecuado control metodológico que permiten apoyar esta consideración, a pesar del tiempo que se lleva trabajando en estos temas.

Por otro lado existe una gran diferencia entre los esfuerzos dedicados al desarrollo de tratamientos eficaces para las distintas disfunciones. Se han dedicado muchos más esfuerzos a intentar superar las disfunciones masculinas que las femeninas, siendo la disfunción eréctil la más estudiada y para la que más soluciones se han aportado. Problemas más tradicionalmente considerados femeninos, entre ellos el deseo sexual inhibido, o la falta de excitación sexual han recibido mucha menos atención.

Se constata también una importante reducción en el número de trabajos de investigación sobre tratamientos psicológicos de las disfunciones que están apareciendo a partir de los años 90.

En general la eficacia de los tratamientos psicológicos, en especial las denominadas terapias sexuales (tratamientos específicos centrados en las respuestas sexuales), es bastante aceptable, incluso superior a lo conseguido en otras áreas de la psicología clínica, aunque cada vez se hace más patente que este tipo de acercamiento, con frecuencia, puede ser un tanto reduccionista.

Es cierto que se está produciendo un desarrollo importante en los acercamientos médicos a estas disfunciones, pero por el momento sólo a las disfunciones masculinas, en especial disfunciones eréctiles, y desde una perspectiva excesivamente reduccionista, conseguir buenas y mantenidas erecciones.

Este reduccionismo en la mayor parte de los tratamientos, psicológicos y médicos, se pone de manifiesto en la importancia que se da a los aspectos biológicos y a las conductas estrictamente sexuales, tanto en la evaluación como en la intervención. De forma que con frecuencia se aproxima la concepción de una «sexualidad satisfactoria» a un «buen funcionamiento de la mecánica» (en especial la masculina): buenas erecciones, buena lubricación, eyaculación en el momento correcto, numerosos orgasmos... Este tipo de orientación, especialmente alentado con publicidades como la que ha rodeado al lanzamiento del Sildenafilo (Viagra) (se acabaron los problemas sexuales: con su ingesta cualquier hombre conseguirá intensas y mantenidas erecciones en todo momento y situación...), sin duda colabora al desarrollo y mantenimiento de «mitos sexuales» que tan negativas consecuencias tienen sobre la sexualidad (sexo es igual a coito, lo demás son sustitutivos; una buen erección es lo determinante - junto a un buen tamaño -; un hombre que se precie ha de responder o tener una buena erección en cualquier situación...).

Por otro lado, este tipo de acercamientos supone que la disfunción es un problema individual, frente a la concepción desarrollada por Masters y Johnson de que una disfunción es un problema de pareja. Es evidente que los problemas de erección sólo tienen sentido en una interacción en pareja, o que la eyaculación precoz sólo es un problema en esas condiciones, lo mismo que el vaginismo. Por otro lado, la intensidad del problema que supone una determinada disfunción está muy determinada por el hecho de considerar el coito como la «única» o la «verdadera» actividad sexual, o simplemente una forma más de disfrutar la sexualidad. Esta concepción de la disfunción como un problema individual y aislado de las condiciones en las que se lleva a cabo la interacción sexual parece poco adecuada.

Es evidente que las disfunciones sexuales con mucha frecuencia pueden estar interrelacionadas con otros problemas, en concreto problemas personales y en especial problemas de pareja. De hecho en algunos trabajos se señala que el éxito del tratamiento depende en gran medida de cómo lo acepta o colabora la pareja, más de qué haga la persona con disfunción.

Se mantienen los problemas de evaluación. En la práctica porque todavía se mantiene el uso de diagnósticos personales frente al uso de categorías encuadradas en sistemas estandarizados. Además, incluso estos sistemas (DSM o CIE) presentan serios problemas: descripciones con frecuencia demasiado amplias que dejan mucha labor al criterio personal de cada evaluador, y cuya fiabilidad y validez aún no está identificada. La falta de instrumentos adecuados para realizar esta evaluación también es un problema importante.

Quizás uno de los puntos más problemáticos es la escasez de modelos explicativos de las disfunciones. Desde los trabajos de Masters y Johnson han primado los acercamientos empíricos y descriptivos. Se dispone de tratamientos que se han mostrado eficaces, pero se desconoce el proceso o los factores determinantes de esta eficacia. Por eso la revisión de los tratamientos ha dado como resultado un mosaico tan variado de propuestas de intervención, que en muchos casos es difícil saber si pueden ser complementarios o contradictorios. De hecho no se puede señalar un modelo explicativo de referencia. Todo lo más, al estilo de Masters y Johnson, se señalan fases en las que puede aparecer el problema y factores que pueden funcionar como predisponentes, precipitantes o de mantenimiento. Sin un modelo de referencia que establezca una adecuada relación entre variables dependientes e independientes es difícil identificar, aunque se consiga determinar la eficacia de un tratamiento, el proceso a través del cual se produce el cambio. Por lo mismo resulta difícil orientar las directrices de evolución de la investigación, produciéndose, lo que se ha observado en la revisión realizada, más que un avance continuo se aprecian desarrollos independientes de los trabajos anteriores, a modo de pinceladas asistemáticas o «palos de ciego».

En aquellos casos en los que se dispone de alguna explicación del proceso de actuación de los tratamientos, esta explicación o bien es muy reduccionista o bien muy genérica. Por ejemplo: la actuación de fármacos, como el sildenafilo o las inyecciones de prostaglandinas, se basan en la consideración de la disfunción eréctil como un producto de la falta de relajación de los músculos lisos o de problema en las válvulas de entrada y/o salida de los cuerpos esponjosos del pene. Como si éstos funcionaran a su aire, sin ninguna causa, de repente se relajan o se llenan y de repente no lo hacen, etc. Lo único que hay que conseguir (a cualquier precio) es que lo hagan siempre. Da igual que el problema sea situacional o permanente, primario o secundario. Con un buen «llenado» y una buena «erección», seguro que se desarrollan las habilidades de interacción personal y sexual, se quita la conducta de espectador, o la ansiedad de rendimiento, etc. Este modo de actuación parece tener especial vigor en la actualidad, se trata de explicar las disfunciones atendiendo a factores biológicos (niveles alterados de noradrenalina o de serotonina; la actuación del área medial preóptica del diencéfalo ventral, bloqueos vasculares, etc.), como factores últimos, como si estas u otras modificaciones en el funcionamiento del organismo no tuvieran que ver con la actuación de estructuras centrales, como si fueran independientes de las demandas percibidas del medio y las estrategias que se intentan poner en marcha para hacerlas frente, como si el organismo no fuera un conjunto organizado y jerarquizado.

Alternativamente, se atribuye un papel muy relevante a la «ansiedad» en el desarrollo de las disfunciones sexuales, pero no se establece con precisión en qué consiste esta ansiedad o cómo actúa, o cómo se puede identificar su presencia con precisión. De hecho, se ha desarrollado muy poca investigación en apoyo de esta hipótesis, simplemente se da por hecho que la ansiedad es muy importante en todas las disfunciones sexuales.

En conexión con estos problemas puede señalarse que el papel relevante que con frecuencia se da, bien a la propia relación interpersonal, bien a los factores sociales y culturales implicados, a la hora de la intervención su consideración deja mucho que desear. No obstante éste es un punto en que todos los trabajos están de acuerdo. De hecho todas las terapias sexuales incluyen como primer punto de actuación el desarrollar una adecuada educación sexual, y también todos señalan la importancia de aspectos sociales y culturales. Pero luego algunas intervenciones sólo consideran aspectos biológicos y conductas exclusivamente sexuales, sin integración con los otros aspectos.

Lo mismo sucede con los factores implicados en la relación de pareja, que parecen ser determinantes en muchos casos en la aparición de los problemas, y además suelen estar señalados como determinantes para el éxito del tratamiento en la mayoría de los acercamientos terapéuticos.

Se echa de menos, dada la importancia que deben tener los aspectos cognitivos en el desarrollo de las disfunciones, el uso de terapias cognitivas tales como solución de problemas, detención del pensamiento, inoculación de estrés... Quizá sea el resultado del reduccionismo práctico al que se hace referencia. También es curioso el escaso número de trabajos en los que se ha intentado la utilización coordinada de tratamientos psicológicos y médicos, en especial en los problemas de disfunción eréctil. En esta misma dirección debe señalarse el abandono de algunos tratamientos que han mostrado alta eficacia, como es el caso de la desensibilización sistemática en los problemas de disfunción eréctil; parece como si hubiera pasado de moda, aunque es de los pocos tratamientos que ha demostrado su eficacia y además su actuación ha mostrado el valor de reducir la ansiedad para la desaparición del problema.

No debe olvidarse que los avances en el tratamiento de las disfunciones deberían también ser útiles para personas con algún tipo de minusvalía, pero apenas se ha hecho nada al respecto.

Para concluir, parece interesante señalar las vías de actuación a fin de mejorar las investigaciones al respecto de la eficacia de los tratamientos y poder disponer de una información más precisa sobre tratamientos eficaces en disfunciones sexuales. En esta tarea se tendrán especialmente en cuenta las indicaciones formuladas por O’Donohue y cols. (1999):

a) Selección y descripción de los sujetos y terapeutas: dado que es prácticamente imposible conseguir muestras perfectamente representativas de pacientes y terapeutas, han de utilizarse las muestras disponibles. Esto limita la posibilidad de generalizar los resultados, pero si hay una descripción minuciosa de las características de estas muestras, se puede establecer con más precisión a qué población pueden generalizarse éstos. En esta dirección el primer paso será establecer un diagnóstico preciso de acuerdo con un sistema de clasificación reconocido (DSM-IV o CIE-10). Después la descripción de las características de los pacientes y terapeutas.

b) Tipos de diseño: dada la falta de información sobre remisión espontánea de estos problemas, son necesarios diseños que incluyan grupos de control que permitan identificar la eficacia del tratamiento en comparación con el no tratamiento (listas de espera) o tratamientos no específicos o placebo.

c) Evaluación, pre y postratamiento, así como evaluaciones de seguimiento a medio o largo plazo que permitan establecer no sólo las mejorías alcanzadas tras el tratamiento, sino si éstas se mantienen en el tiempo.

d) Tratamiento estandarizado o manualizado, que incluya una descripción pormenorizada y precisa de qué se hace en cada momento o condición, de forma que pueda ser replicado.

e) Evaluación del grado de fidelidad con que el terapeuta se ajusta al tratamiento descrito.

f) Evaluación de la adherencia del paciente al tratamiento (es decir, hasta qué punto sigue el tratamiento realizando las tareas que se le indican, cumpliendo las restricciones señaladas, etc.).

g) Selección de unos procedimientos de evaluación adecuados. Convendría complementar las medidas de autoinforme, en especial con informes de la pareja, o con algún otro medio de contrastar la información proveniente del paciente. Evaluar no sólo el funcionamiento estrictamente sexual, sino también aspectos personales, interpersonales y sociales. Por otro lado, no olvidar la necesidad de utilizar instrumentos validados.

h) Establecer hipótesis explicativas sobre los procesos o mecanismos que se suponen responsables de la aparición y mantenimiento del problema, así como de la vía de actuación por la que el tratamiento actuará para la superación de la disfunción.

i) En el análisis de datos, incluir análisis de diferencias pretratamiento para asegurar que se parte de condiciones similares. Es importante evitar el desarrollo ateórico de comparaciones múltiples que pueden inflar los índices alfa y producir errores Tipo 1.

j) Establecer el grado de significación clínica de los resultados, no sólo el nivel de significación estadístico.

k) Incluir alguna medida que permita identificar hasta qué punto el mecanismo o proceso que se hipotetiza que está subyaciendo al tratamiento se activa y actúa como se predijo.

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Aceptado el 20 de marzo de 2001

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