Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
We currently publish four issues per year, which accounts for some 100 articles annually. We admit work from both the basic and applied research fields, and from all areas of Psychology, all manuscripts being anonymously reviewed prior to publication.
Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 3). 407-418
Concepción Fernández Rodríguez y Rafael Fernández Martínez
Universidad de Oviedo y Unidad de Salud Mental de Salnés (Vilagarcía de Arousa)
Se realiza, en primer lugar, un acercamiento al concepto de hipocondría y a algunos de los problemas relativos a su caracterización clínica para, a continuación, centrar la discusión en las principales modalidades de tratamiento de estos problemas y las evidencias de su eficacia. Con esta última finalidad se hace un repaso de los estudios que pusieron a prueba la utilidad clínica de distintos procedimientos terapéuticos. La principal conclusión derivada de la revisión bibliográfica es que, de los tratamientos psicológicos, únicamente los procedimientos conductuales y cognitivos se asocian a mejorías en los síntomas del paciente hipocondríaco. No obstante, hasta la fecha, la metodología empleada en la mayoría de los estudios no permite sacar conclusiones firmes. Finalmente, se hace una reflexión sobre la investigación futura del tratamiento psicológico de la hipocondría y, en concreto, se resalta la necesidad, a la vista de la heterogeneidad de las manifestaciones clínicas del trastorno, de que se considere la posible especificidad de distintos procedimientos terapéuticos sobre perfiles clínicos particulares.
Efficacious psychological treatments for hypochondriasis. Firstly, an approach to hypochondria concept and to the problems of the clinical description of hypochondriasis is carry out in order to discuss the psychological treatments effectiveness of this disorder. In this way, a studies review of the therapeutic treatments of hypochondriasis is made. The main conclusion of this review point out that the cognitive and behavioral treatments of hypochondriasis are the only effective psychological treatments. However, the different methodology used in these studies make this conclusion no definitive. Finally, it is suggested that the future research about the psychological treatments for hypochondriasis should study the specificity of each treatment for each individual clinical case.
Los temores relacionados con la enfermedad son relativamente frecuentes en la población general (Noyes, Hartz, Doebbeling, Mallis, Happel, Werner y Yagla, 2000). El diagnóstico de alguna enfermedad grave en un allegado, la presencia de molestias físicas para las que no se dispone de una explicación inequívocamente benigna o alguna noticia alarmante en los medios de comunicación relacionada con la enfermedad, son ejemplos de circunstancias de la vida que despiertan en la mayoría una percepción de amenaza acerca de la integridad física. De modo parecido a las preocupaciones acerca de otros temas, las que giran alrededor de la idea de enfermedad conforman un continuo. En donde un extremo posible sería su ausencia, aun en condiciones en que ello pudiese conllevar un riesgo y en el extremo opuesto se situaría la hipocondría clínica tal y como es definida en la clasificación psicopatológica.
La asociación de las preocupaciones hipocondríacas con marcado malestar emocional, afectación de la calidad de vida e interferencias en el funcionamiento diario (Gureje, Ustun y Simon, 1997) pone de manifiesto la importancia de la investigación de estos problemas. A este hecho también contribuye que sean relativamente frecuentes y, por tanto, impliquen un alto gasto sanitario por la orientación característica del paciente hacia los servicios de salud. Barsky, Wysak, Klerman y Latham (1990) informan que entre un 4% y 6% de los pacientes de un centro médico cumplen los criterios diagnósticos del DSM-III-R para el trastorno. De modo parecido, en España, García Campaño, Lobo, Pérez y Campos (1998) informan que el 6,7% de la muestra de pacientes de Atención Primaria cumplen los criterios para el diagnóstico del trastorno.
La hipocondría en la clasificación psiquiátrica
Tanto en el DSM-IV como en la CIE-10 se clasifica la hipocondría entre los trastornos somatoformes. La característica central de este grupo de problemas es la presencia de síntomas físicos para los que las investigaciones médicas no encuentran una alteración orgánica que pueda explicarlos o, de haber afectación orgánica, la expresión sintomatológica es groseramente excesiva para lo que cabría esperar de los hallazgos biomédicos. Dichos síntomas no son producidos intencionadamente o fingidos. Las molestias informadas por estos pacientes tienden a ser vagas, variables y generalizadas, siendo el dolor el síntoma más referido aunque también son muy habituales las quejas acerca del funcionamiento cardiorrespiratorio e intestinal (Barsky y Klerman, 1983).
De acuerdo con la conceptualización de la hipocondría como problema somatoforme, algunos autores señalan como rasgo central la tendencia a la amplificación somatosensorial (Barsky, Goodson, Lane y Cleary, 1988; Barsky, Wyshak y Klerman, 1990; Barsky y Wyshak, 1990). En diversas investigaciones se pone de manifiesto que estos pacientes muestran un umbral más bajo a la sensación somática, de manera que cambios, incluso ligeros, en la actividad fisiológica (por ejemplo, incremento de la tensión muscular) pueden inducir malestar físico (véase Kelner, 1991, para una revisión de estudios que abordan esta cuestión). Existe evidencia, por lo demás, de que estos pacientes con preocupaciones hipocondríacas informan de una mayor carga de malestar físico (Palsson, 1988; Escobar, Gara, Waitzkin, Silver, Holman y Comptom, 1998) y tienden a hacer un uso elevado de los servicios de salud (Jyvasjarvi, Joukamaa, Larivaara, Kivela y Kiukaannaiemi, 1999; Bellón, Delgado, Luna y Lardelli, 1999).
A pesar del énfasis de la clasificación psiquiátrica en el malestar físico, se ha considerado también que la hipocondría, lejos de ser una entidad independiente, podría entenderse como un problema asimilable a otros trastornos psicopatológicos (Kenyon, 1964; Munro, 1992). De manera particular (como se comentará más adelante), a los trastornos de ansiedad y la depresión. Además, se ha llamado la atención sobre la tendencia a la estabilidad de las actitudes hipocondríacas (Barsky, Fama, Bailey y Ahern, 1998) y, de acuerdo con ello, considerado que éstas formarían parte de un patrón de personalidad reconocible que se iría configurando a lo largo del desarrollo (Tyrer, Fowler-Dixon, Ferguson y Kelemen, 1990; Kirmayer, Robbins y Paris, 1994; Bass y Murphy, 1995). La indiscutible interacción entre malestar físico, ansiedad y trastornos afectivos explica, sin duda, el debate (aún no cerrado) acerca de la definición y diagnóstico de la hipocondría (Noyes, 1999; Fallon, 1999). Pero implica también que las muestras de pacientes de los estudios, y muy especialmente los terapéuticos, pueden representar un conglomerado de peculiaridades clínicas que reclamarían, en último término, una valoración diferencial de los resultados. Y esto tiene especial importancia para el propósito de este trabajo.
Por lo que a este último asunto concierne, se quieren señalar aquí algunos de los problemas derivados de los criterios diagnósticos actuales. En primer lugar, en el DSM-IV se agrupan a pacientes que temen padecer una (o más) enfermedad grave y a pacientes que sospechan padecerla. A este respecto, algunos autores (Warwick y Salkovskis, 1990) consideran que el grado de creencia en padecer la enfermedad está relacionado con el grado de ansiedad generado por la idea de enfermedad (a mayor ansiedad mayor credibilidad de la idea de enfermedad). Podría ocurrir, no obstante, que se den perfiles clínicos diferentes según prepondere un componente fóbico o un componente de convicción de enfermedad. En consecuencia, la atención a las características clínicas particulares de los pacientes con ansiedad por la salud puede tener importancia de cara a la investigación y terapia (por ejemplo, los factores etiológicos pueden ser diferentes así como la respuesta a distintas técnicas terapéuticas). En segundo lugar, las creencias de enfermedad grave del paciente podrían concebirse en los casos más severos como convicciones delirantes (Starcevic, 1988). En tales casos, la psicopatología puede estar más cerca de los trastornos delirantes que de los trastornos somatoformes. En tercer lugar, Salkovskis y Clark (1993) hacen referencia a varios vacíos cuando se analiza el criterio B del DSM-IV, es decir, el que indica que el paciente debe persistir preocupado a pesar de la evaluación y explicación médica apropiadas. Sobre esta cuestión deberían considerarse, al menos, las siguientes condiciones: (1) en algunos contextos los pacientes no tienen acceso al reaseguramiento médico; (2) algunos buscan la tranquilización en familiares, amigos u otras fuentes como libros o las comprobaciones corporales más que a través de las consultas médicas; (3) otros pueden evitar más que buscar la atención médica ante las sospechas o temores; y (4) el propio reaseguramiento al que no se responde no está claramente definido. En cuarto lugar, otro aspecto problemático se refiere a la necesidad de que haya síntomas o sensaciones sobre los que se focaliza la preocupación. Al imponer tal requisito, el DSM-IV excluye a aquellos que aún sin síntomas corporales se sienten preocupados notablemente por la salud y se mantienen vigilantes del estado físico en base, por ejemplo, a una supuesta mayor vulnerabilidad a la enfermedad grave. En quinto lugar, se señalaría cierta arbitrariedad a la hora de decidir si el grado de preocupación es excesivo o desproporcionado. Es decir, no hay normas inequívocas a la hora de tomar esta decisión (Costa y McCrae, 1985; Kirmayer, Robbins y Paris, 1995). En sexto y último lugar, la definición de hipocondría puede ser excesivamente restrictiva al no incluirse a aquellos pacientes cuyas preocupaciones se centran en determinadas manifestaciones cognitivas (por ejemplo, fallos triviales de memoria o bloqueos cognitivos) que contemplan, con aprensión, como signos posibles de una enfermedad mental grave (Schmidt, 1994).
El tratamiento de la hipocondría
Antes de centrar la discusión en el tratamiento psicológico de la hipocondría se quiere destacar la relación de la hipocondría con los denominados síntomas somáticos médicamente inexplicados como dos dimensiones que parecen estar estrechamente asociadas y que, plausiblemente, mantienen relaciones recíprocas (Kellner, 1987; Kellner, Hernández y Pathak, 1992; Kellner, 1994). En concreto, por lo que tiene que ver, de un lado, con la necesidad de cautela cuando se realiza un diagnóstico de somatización o hipocondría dadas las limitaciones a la hora de valorar con certeza la naturaleza de síntomas físicos ambiguos. La atención médica al paciente con este tipo de síntomas y preocupaciones relacionadas puede conducir a situaciones clínicas con una difícil salida. ¿Se debe continuar con pruebas diagnósticas una vez descartado, razonablemente, algún problema de salud? No añadir nuevas pruebas podría suponer pasar por alto alguna enfermedad hasta el momento no detectada; sin embargo, las exploraciones repetidas podrían fortalecer los temores del paciente, convirtiéndose así en un factor iatrogénico (Dorfman, 1975; Barsky y Borus, 1999). De otro lado, en el tratamiento de la hipocondría la mejora de las molestias físicas (ya fuese, por ejemplo, a través de un entrenamiento en relajación) puede ser especialmente terapéutico no sólo porque se reducen así las oportunidades de interpretación catastrófica a que dan lugar los síntomas, sino también porque la experiencia de mejoría a través de estos procedimientos puede ser una evidencia poderosa que contradice las creencias de enfermedad del paciente.
En este sentido, aportar una explicación simple de los síntomas experimentados (por ejemplo, tensión muscular) y dar reaseguramiento acerca de la ausencia de gravedad de los mismos es una de las estrategias psicoterapéuticas más extendidas de la práctica médica y, probablemente, eficaz para un número elevado de pacientes a la hora de alejar establemente preocupaciones injustificadas por la salud (Thomas, 1974). No obstante, una de las características definitorias de la hipocondría es la ausencia de respuesta al reaseguramiento médico. Así, lo que para la mayoría es tranquilizador y devuelve la «confianza en el cuerpo» temporalmente perdida, para una minoría de sujetos no lo es o sólo aporta una tranquilización débil y transitoria. El paciente hipocondríaco puede desconfiar de la sinceridad del médico, interpretar sus comunicaciones distorsionadamente o, aunque se sienta en el momento de la consulta aliviado, volver pronto a sus habituales interpretaciones catastróficas de las sensaciones corporales. Este patrón repetitivo de etiquetación patológica, que parece impermeable a los mejores esfuerzos del médico por tranquilizar, ha conducido a la opinión generalizada entre los clínicos de que éste es un trastorno con mal pronóstico, irresponsivo al tratamiento (Álvarez, 1944; Nemiah, 1982). No obstante, dicha opinión no parece sostenible en la actualidad. En efecto, hay alguna evidencia, si bien reportada fundamentalmente por estudios no controlados, de la eficacia de intervenciones psicológicas, en concreto de tipo conductual y cognitivo. En cualquier caso, sería, precisamente, esa carencia de estudios controlados el argumento más potente contra la refractariedad terapéutica en la medida en que no puede darse por demostrado que los hipocondríacos no respondan al tratamiento.
Para la revisión bibliográfica de las publicaciones sobre el tratamiento de la hipocondría se consultaron dos bases de datos, Medline (Octubre-2000/1965) y PsycLIT (Octubre-2000/1970). Se realizaron cuatro búsquedas empleando, en cada ocasión, como descriptores el término «hypochondriasis» y otro definitorio del tipo de tratamiento. El resultado, en el Medline, fue el siguiente: «hypochondriasis» y «psychological treatment» recoge un total de 164 publicaciones; «hypochondriasis» y «psychoterapy» reporta 204 trabajos; «hypochondriasis» y «dinamic psychotherapy» ningún estudio; «hypochondriasis» y «cognitive-behavioral therapy» con 6 artículos. En PsycLIT, el total de publicaciones recogidas fueron 264. Si se compara el volumen de publicaciones con las referidas al tratamiento de cualquier otro trastorno psicopatológico, el número de estudios encontrados sobre el tratamiento de la hipocondría es, sin duda, muy bajo. No obstante, los trabajos publicados específicamente sobre el tratamiento de este trastorno son muchos menos y muchos menos, aún, los controlados. La revisión de estos estudios puso al descubierto que la mayor parte se realizaron con muestras de pacientes que presentaban molestias físicas crónicas y, algunos, un trastorno de somatización que no hipocondría. Si bien esto se explica porque (como ya antes señalamos) estas dos dimensiones están estrechamente asociadas, es posible que con ello se incurra en el error de agrupar pacientes que difieren en aspectos esenciales y, consecuentemente, se corra el riesgo de sacar conclusiones que no son válidas para todos. Kroenke y Swindle (2000) en un muy reciente trabajo han revisado, sobre las mismas bases de datos aquí empleadas, los estudios controlados sobre el tratamiento de los trastornos de somatización. Se pudieron identificar 31 investigaciones controladas. De las cuales, veinticinco se realizaron con trastornos específicos (dolor crónico y síndrome del intestino irritable), y las seis restantes incluyeron en sus muestras pacientes somatizadores e hipocondríacos. Tal es el panorama actual. El escasísimo número de trabajos controlados sobre el tratamiento de la hipocondría no parecería permitir llegar a conclusiones definitivas sobre el tratamiento(s) de elección. No obstante, los resultados en ellos obtenidos, junto a los reportados en los estudios de caso y de series de pacientes sí aportan algunas evidencias sobre la eficacia y utilidad clínica de algunas intervenciones. Se ha optado, para una mejor comprensión clínica, por presentar los estudios terapéuticos (controlados o no) desde el marco explicativo en el que se justifican.
Por lo que se refiere al tratamiento farmacológico, Fallon, Schneier, Marshall, Campeas, Vermes, Goetz y Lievowitz (1996), realizan una revisión de los estudios de caso, de series de casos y de los resultados preliminares de un estudio controlado con pacientes diagnosticados de hipocondría primaria tratados con agentes farmacológicos. Los autores concluyen que existen evidencias sobre la eficacia de los fármacos que actúan inhibiendo la recaptación de la serotonina. En un estudio controlado (Fallon et al, 1996) se comparó la eficacia de la fluoxetina con un placebo en una muestra de pacientes con trastorno hipocondríaco (DSM-III-R) con una antigüedad media de 11 años y con pobre respuesta a la psicoterapia tradicional y a las benzodiacepinas. Sobre una muestra final de 20 pacientes, doce recibieron fluoxetina y se observó, por un evaluador independiente, que ocho (66,7%) respondieron favorablemente. No obstante, estos resultados no alcanzaron significación estadística, pues también cuatro de los ocho (50%) sujetos que recibieron placebo mejoraron notablemente. Los resultados indican que la hipocondría no es, como se ha sostenido, un trastorno refractario al tratamiento, pero no permiten concluir que, efectivamente, los agentes inhibidores de la recaptación de la serotonina constituyan un principio activo en su tratamiento. Los beneficios se sugiere que tal vez puedan ponerse en relación con la funcionalidad que, para los pacientes que concluyeron el estudio, tuvo la intervención en el contexto donde se llevó a cabo. No obstante, la efectividad de la terapia farmacológica es una cuestión abierta a la investigación (véase, por ejemplo, en este mismo monográfico Pérez Álvarez y García Montes, 2001).
Terapia de familia y psicoterapia dinámica
Desde las distintas formulaciones psicológicas de la etiología de los estados hipocondríacos (Psicodinámica, Psicología del Self, Conductual y Cognitiva) se han elaborado también distintas actuaciones terapéuticas. Debe señalarse que la revisión bibliográfica realizada refleja que, solamente, desde la terapia conductual y cognitiva se vienen haciendo esfuerzos sistemáticos por ofrecer pautas de tratamiento específicas y por comprobar la eficacia de las mismas. Desde otras orientaciones terapéuticas, como los enfoques familiares, no se encontraron estudios acerca de su eficacia sobre las preocupaciones hipocondríacas. Desde esta orientación, los procesos de somatización, en los que se incluye la hipocondría, se entenderían dentro del contexto vital actual y tendrían una funcionalidad clara. Consiguientemente, la terapia familiar no se focaliza específicamente en el tratamiento de la hipocondría.
Existe cierta confusión en los planteamientos psicodinámicos al haberse referido, en ocasiones, a la hipocondría y los síntomas somáticos médicamente inexplicados como conceptos intercambiables (Brown y Valliant, 1981). En general, la variedad de propuestas psicodinámicas entienden las quejas del paciente como una clase de arreglo neurótico que permite satisfacer de un modo indirecto alguna necesidad psicológica particular o como un «lenguaje corporal» (Freud, cit. Cantalejo, 1996; Ballint, cit. Brown y Valliant, 1981). La psicoterapia que se deriva de estos planteamientos o de la Psicología del Self (Diamond, 1985), más que dirigirse directamente a la preocupación hipocondríaca, se centra en aquellas alteraciones consideradas como verdaderas movilizadoras de la misma [por ejemplo, necesidades de dependencia (Myers, 1983), hostilidad (Brown y Valliant, 1981; Millon, 1969/1979; Rado, cit. Arieti, 1975), depresión encubierta (Aldrich, 1981) o una frágil identidad y capacidad precaria para regular la ansiedad (Diamond, 1987)]. Exceptuando el estudio realizado por Ladee (1966, cit. Kellner, 1992), la eficacia de tales propuestas todavía no ha sido puesta a prueba. El trabajo citado implicó a 23 sujetos hipocondríacos tratados con psicoanálisis o psicoterapia psicodinámica y que se caracterizaban por estar motivados para el tratamiento y con buena disposición para cooperar en el mismo. Solamente en el caso de 4 sujetos los resultados fueron catalogados como «satisfactorios o buenos». Otros investigadores como Kenyon (1964) también recogen los resultados del tratamiento de la hipocondría a través de una variedad de procedimientos tanto biológicos como psicológicos (psicoterapia de apoyo y «otra psicoterapia»). Treinta y siete sujetos sobre un total de ciento dieciocho recibieron tratamiento psicológico. Kenyon no informa en qué consistían exactamente estos tratamientos, ni ofrece resultados específicos. A pesar de ello, el hecho de que solamente se recuperaran o mejoraran de manera importante el 21% de los sujetos de la muestra indicaría que la respuesta a la psicoterapia fue, probablemente, pobre.
Terapia de conducta
Desde la psicología conductual, la hipocondría se ha abordado como una fobia a la enfermedad. Al margen del posible papel que, en el origen y mantenimiento de conductas de enfermedad exhibidas por el hipocondríaco, desempeñen las contingencias de reforzamiento (como atenciones especiales o evitación de responsabilidades penosas) y los procesos de modelado (en particular, en el entorno familiar), la preocupación mórbida por la salud se ha entendido como un problema de ansiedad fóbica (Marks, 1991). La naturaleza interna de los estímulos (sensaciones corporales), que característicamente dan lugar a respuestas de ansiedad en los hipocondríacos, implicaría que las estrategias de evitación pasiva (habituales en otros problemas fóbicos) son difícilmente viables. Así, para la reducción de la ansiedad, el sujeto suele iniciar una serie de estrategias activas (por ejemplo, búsqueda de información médica tranquilizadora o comprobaciones repetidas del estado corporal), además de otras posibles evitaciones, ya sean estímulos externos relacionados con la enfermedad (por ejemplo, personas con alguna enfermedad grave), o situaciones que impliquen un incremento de sensaciones corporales temidas (por ejemplo, ejercicio físico). Esta búsqueda constante de tranquilización se ha considerado que funcionalmente estaría actuando como un comportamiento compulsivo (Marks, 1991; Warwick y Salkovskis, 1990). Conforme al esquema de mantenimiento de las obsesiones-compulsiones, las sugerencias terapéuticas se orientarían hacia la extinción de las respuestas de ansiedad, particularmente, mediante estrategias de exposición a los estímulos evocadores y la prevención de estrategias «compulsivas» de alivio de la ansiedad. Debe señalarse que la bibliografía encontrada sobre este abordaje conductual de la hipocondría es relativamente reciente y los trabajos publicados son, sobre todo, estudios de caso y con muestras que no siempre parecen cumplir criterios psicopatológicos de hipocondría.
Cabría distinguir una serie de estudios no controlados que se ocupan de formas específicas de fobia a la enfermedad. Visser y Bouman (1992) citan algunos de los más tempranos trabajos publicados que trataron con éxito a pacientes con fobia a la enfermedad mediante desensibilización sistemática (Rifkin, 1968; Floru, 1973) y exposición en imaginación o en vivo (Furst y Cooper, 1970, O’Donnell, 1978, Feingenbaum, 1986). Un estudio representativo es el de Tearman, Goetch y Adams (1985) que aplicaron a un sujeto de 27 años con cardiofobia un programa de exposición multifacético desarrollado a lo largo de 16 semanas con un total de 21 sesiones de entre una y tres horas de duración. Se expuso al paciente a los estímulos evocadores (identificados en el análisis funcional), hasta la atenuación de las respuestas de ansiedad, a través de la imaginación (mediante la lectura repetida de escenas temidas), de forma indirecta (p.e. vídeo de una persona sufriendo un ataque cardiaco) y en vivo (p.e. al bombeo del corazón a través de la amplificación de los latidos). Al término del programa el sujeto informó que el porcentaje de días en los que ocurría algún episodio de ansiedad era del 7% frente al 92% antes del tratamiento. La mejoría se mantenía en el seguimiento realizado al cabo de seis meses. Hegel, Abel, Etscheidt, Cohen-Cole y Wilmer (1989) aplicaron en nueve sesiones de una hora de duración un tratamiento conductual orientado a amortiguar las respuestas fisiológicas de ansiedad a tres mujeres con dolor pectoral médicamente inexplicado y que manifestaban la creencia de padecer una enfermedad cardiaca. Se empleó entrenamiento en respiración lenta y diafragmática y en relajación progresiva instruyendo a los sujetos para que progresivamente practicasen en situaciones de la vida diaria. El tratamiento incluía la realización de un test de hiperventilación con el objetivo de persuadir de la importancia de la pauta respiratoria en el desencadenamiento de síntomas temidos. Al final del tratamiento la frecuencia e intensidad de las molestias físicas había disminuido significativamente del mismo modo que el grado de creencia en padecer una enfermedad cardiaca grave. Más recientes son los trabajos sobre otra fobia específica de enfermedad, el temor al SIDA. Avia (1993) cita los informes hasta el momento sobre este tema. Un estudio más reciente y que puede considerarse representativo es el de Logsdail, Lovell, Warwick y Marks (1991) que utilizó exposición y prevención de respuesta con 7 pacientes con fobia al SIDA. Al final del tratamiento 5 sujetos fueron calificados como «muy mejorados».
La utilidad de estos procedimientos conductuales se ha puesto también a prueba sobre muestras de pacientes con temores y creencias a padecer diversas enfermedades y con sujetos hipocondríacos. Salkovskis y Warwick (1986) describen un tratamiento, aplicado a dos pacientes con trastorno hipocondríaco (DSM-III), consistente en la prevención de respuesta de búsqueda de información tranquilizadora en personal médico y allegados. Se dieron, además, indicaciones a los sanitarios y familiares para responder con una frase neutral a estas conductas. En ambos casos, se observó una caída significativa en las medidas que se utilizaron como variables dependientes (necesidad de reaseguramiento, grado de creencia de enfermedad y ansiedad general por la salud). Los autores destacan el papel que la tranquilización médica desempeña en la consolidación de los temores que exhíbe el paciente hipocondríaco y las implicaciones terapéuticas de estos procedimientos. Posteriormente, Warwick y Marks (1988), aunque en un estudio no controlado con 17 sujetos con fobia a la enfermedad, volvieron a señalar al tratamiento conductual como una alternativa de elección para el abordaje de estos problemas. Los procedimientos terapéuticos se ajustaron a las características clínicas del caso e incluyeron: exposición in vivo, saciación (escribir repetidamente acerca de los temores), intención paradójica y prevención de la respuesta de búsqueda de reaseguramiento acerca del estado de salud. La duración media del tratamiento fue de 7 sesiones (entre 2 y 16) con una media de once horas (entre 3 y 33 horas). De los 17 sujetos, solamente 1 no completó el tratamiento y en el caso de 15 pacientes se apreció una mejoría significativa en los temores (intensidad subjetiva media del problema de 3 en una escala 0-8 en el post-tratamiento frente a intensidad media de 7 en el pre-tratamiento) y en el ajuste social y laboral. Es de destacar que todos los pacientes previamente habían recibido tratamiento psicofarmacológico y habían sido reasegurados y realizado pruebas médicas en numerosas ocasiones sin mejoría. Se realizó un seguimiento de entre 1 y 8 años (media 5 años) a 13 de los 17 pacientes. En el seguimiento se encontró que 7 sujetos habían vuelto a tener problemas de naturaleza similar y 6 mantenían la mejoría.
Bouman y Visser (1998) emplearon exposición y prevención de la respuesta con un grupo de nueve sujetos con hipocondría (criterios diagnósticos del DSM-IV). El diseño de la intervención se ajustó a los temores y conductas de evitación particulares del paciente. Ningún sujeto rechazó o abandonó el tratamiento que tuvo una duración de 12 sesiones semanales de una hora en las que se prescribían y discutían las indicaciones terapéuticas. Al término del tratamiento, los resultados indicaron caídas significativas en las distintas sub-escalas de la Escala de Actitudes ante la Enfermedad de Kellner (EAE). Alario (1996), en un estudio de caso con una paciente con temores y creencias de padecer diversas enfermedades graves asociadas a molestias físicas variadas y búsqueda de atención médica repetida, confirma la eficacia de los procedimientos de exposición y prevención de respuesta para reducir las conductas de búsqueda insistente de reaseguramiento y la ansiedad ante la idea de enfermedad. Las medidas de resultado (creencia de enfermedad, respuestas de ansiedad y necesidad de tranquilización) mejoraron notablemente y se alcanzaron todos los objetivos terapéuticos propuestos al inicio del tratamiento.
Una consideración terapéutica que cabe hacer a la vista de las evidencias hasta ahora presentadas es el papel que debe desempeñar el reaseguramiento médico en el tratamiento de la hipocondría. La tranquilización médica conforma el quehacer clínico y es, sin duda, necesaria y en muchos casos suficiente para deshacer preocupaciones infundadas acerca de la salud. La cuestión que se plantea es si cuando deja de ser suficiente se hace también innecesaria e, incluso, iatrogénica (Salkovskis y Warwick, 1986). Esta posición sobre el papel del médico en el mantenimiento de la hipocondría se hace más interesante si cabe en tanto que es opuesta frontalmente a la defendida por Kellner (1982, 1986) y por Starcevic (1990, 1991). Estos autores, de gran influencia en el estudio de la hipocondría, respaldan un tratamiento en el que la información correctora y el reaseguramiento médico son elementos esenciales. El asunto se entiende que no radica en si ofrecer o no información, en tanto que ya estaría implícita en la actuación médica, sino en la función que debe cumplir y, en todo caso, en el papel del médico como aportador de información relevante que medie eficazmente en el cambio de conductas que se solicita al paciente.
Por lo que respecta al tratamiento propuesto por Kellner, debe destacarse que no se ofrece un protocolo sistemático de actuación dentro del paquete terapéutico, por el contrario, se sugiere que la elección de las técnicas depende de la problemática específica del paciente. Entre ellas destacarían: el reaseguramiento médico y la repetición de exámenes físicos; la terapia explicativa consistente en ofrecer información correctora y facilitar el «desaprendizaje» de hábitos de focalización en las sensaciones corporales; la sugestión de expectativas terapéuticas favorables; ejercicios cognitivos dirigidos a sustituir autoinstrucciones catastróficas por otras tranquilizadoras. También se anima a realizar ejercicio de forma regular, pueden emplearse ejercicios de respiración y relajación progresiva, así como psicofármacos y terapia de insight (comprensión del origen del problema). No deja de señalar el autor que en las condiciones hipocondríacas en las que domina un componente fóbico más que de convicción o creencias de enfermedad (caso de la fobia a la enfermedad y la tanatofobia), el tratamiento indicado debería basarse en los principios de la exposición. Los únicos resultados que aporta Kellner (1983) son de un estudio no controlado que incluyó a 36 pacientes con hipocondría. La duración del tratamiento fue de entre 7 semanas y 2 años (media de cinco meses) y el número de sesiones fue de entre 5 y 27 (media de 10). Según el informe del terapeuta, tras el tratamiento el 64% de los sujetos se habían recuperado o mejorado sustancialmente. En el seguimiento a los 6 meses, uno y dos años las mejorías se mantenían.
Las evidencias hasta aquí referidas apoyan la utilidad de los procedimientos de exposición y prevención de respuesta (conforme a las especificaciones de la Terapia de Conducta) en el tratamiento de los temores relacionados con la salud. Se dispone, como acabamos de presentar, de toda una serie de estudios de casos en los que se especifica el programa terapéutico y que ofrecen, en muchos casos, medidas objetivas de los resultados entre el pre y el post-tratamiento y el seguimiento. Sin embargo, la ausencia de controles en lista de espera o de estudios controlados que analicen estadísticamente sus hallazgos con los de otras terapias psicológicas o farmacológicas posibles, impide considerar a éste como un tratamiento bien establecido. Pero además, existe una condición que podría restringir aún más la posible utilidad de esta propuesta terapéutica como son las peculiaridades de las muestras sobre la que se ha probado. Se plantea aquí si las características de los pacientes incluidos en estos estudios definen a todos los sujetos descritos como hipocondríacos. La distinción entre fobia a la enfermedad e hipocondría no está clara. En el DSM-IV se agrupan a pacientes que temen padecer una enfermedad y a pacientes que sospechan padecerla. Podría ocurrir (como ya apuntamos anteriormente) que, según prepondere un componente fóbico o de convicción de enfermedad, se diesen perfiles clínicos diferentes (con la consiguiente implicación en la valoración de la eficacia de los tratamientos propuestos). Cabría entonces examinar no sólo la eficacia sino la especificidad de los procedimientos de exposición y prevención de respuesta.
Terapia cognitivo-conductual
Frente a esta posibilidad, cabe argumentar como plantean algunos autores desde un acercamiento cognitivo, que el temor a la enfermedad no deja de ser una preocupación común entre la población y, aun cuando sea excesiva o desproporcionada (al margen de la arbitrariedad que supone determinar el grado de la preocupación) y provoque un importante malestar emocional, sigue interesando a la persona implicada quien, por lo demás, no se resiste a la aparición de estas preocupaciones. Por tanto, el temor a la enfermedad antes que como una obsesión cabría considerarlo como una preocupación mórbida (Rachman, 1974). Desde una formulación cognitiva, la hipocondría vendría determinada por creencias disfuncionales sobre la salud y la enfermedad.
La formulación cognitiva de la naturaleza de la hipocondría (por ejemplo, Warwick, 1989; Warwick y Salkovskis, 1990) es similar a la del trastorno de pánico (Botella, 2001). En ambas se consideran centrales las interpretaciones alarmantes de sensaciones corporales y funciones fisiológicas normales o carentes de significación clínica. La percepción de gravedad y probabilidad de riesgo de la amenaza anticipada y de las posibilidades de afrontamiento en caso de llegar a concretarse, mediarían la aparición e intensidad de las respuestas de ansiedad. Ahora bien, si el trastorno de pánico y la hipocondría comparten la percepción de amenaza severa para la salud, se diferencian en dos condiciones que están en la base de las particularidades clínicas de ambos problemas (Warwick y Salkovskis, 1993). De un lado, en el curso temporal de la catástrofe física anticipada. Mientras que en el pánico es de carácter agudo (p.e., un ataque cardiaco o un derrame cerebral), en la hipocondría el devenir es progresivo e insidioso (p.e., cáncer o demencia). De otro, en el tipo de síntomas sobre los que se focaliza la aprensión. En el pánico, los propios síntomas autonómicos de ansiedad (p.e., taquicardia) son ocasión de las interpretaciones catastróficas lo que conduce a su intensificación pudiendo culminar este proceso en un ataque de pánico. En la hipocondría los síntomas objeto de atención estrecha y aprensión no son susceptibles de crecer rápidamente. Algunos ejemplos serían la experiencia de dolores inespecíficos o cambios percibidos en la apariencia como la coloración de la piel.
Desde este planteamiento, se asume que algunas circunstancias a lo largo de la vida como, por ejemplo, experiencias de enfermedades y muertes en la familia a lo largo de la infancia (Bianchi, 1971; Fernández Martínez, 2000), la convivencia con familiares excesivamente ansiosos por la salud (Pilowky, 1970, Barsky, Wool, Barnett y Cleary, 1994), haber padecido uno mismo problemas de salud crónicos o limitadores del funcionamiento diario (Noyes, Happel y Yagla, 1999) o haber vivido de cerca errores médicos con consecuencias fatales, pueden modelar y moldear una percepción de fragilidad física o de determinadas creencias disfuncionales acerca de la experiencia somática. Estas creencias disfuncionales favorecerían la emergencia de un estado hipocondríaco en un momento particular y ante unas condiciones particulares. Ahora bien, una vez que se inicia un estado de ansiedad por la salud, desencadenado con frecuencia por algún acontecimiento crítico (p.e. la enfermedad grave o muerte de un allegado) son otros mecanismos, que se derivan de la propia ansiedad, quienes juegan un papel importante en su mantenimiento. Así, los síntomas físicos asociados a un estado de activación emocional pueden ser interpretados como nuevos indicios de enfermedad grave. Por otra parte, las diferentes conductas impulsadas por la preocupación (p.e. búsqueda de reaseguramiento) mantienen al sujeto centrado en el cuerpo. Esta «vigilancia» de la fuente de amenaza principal, «el propio cuerpo», da lugar a la amplificación de las sensaciones corporales, de manera que se incrementan las oportunidades de ideación perturbadora acerca del funcionamiento corporal y la elaboración de temores por la contemplación de nuevos peligros para la salud en principio no considerados.
El abordaje terapéutico propuesto desde este acercamiento cognitivo se centra en la modificación de las interpretaciones erróneas y alarmantes de los síntomas físicos. Dos excelentes exposiciones de la terapia cognitiva aplicada a la hipocondría pueden encontrarse en Salkovskis (1988) y Botella y Martínez Narváez (1997). En la revisión bibliográfica se han podido encontrar dos únicos estudios controlados que examinan la eficacia del tratamiento cognitivo de la hipocondría tal y como es propuesto por Salkovskis (Salkovskis, 1988; Warwick y Salkovskis, 1989, 1990).
Warwick, Clark, Cobb y Salkovskis publican, en 1996, un estudio controlado en el que treinta y dos pacientes que cumplían los criterios diagnósticos del DSM-III-R para trastorno hipocondríaco fueron asignados al azar a un grupo de tratamiento cognitivo de 16 sesiones a lo largo de un período de 4 meses o a un grupo de lista de espera. Los componentes principales de la terapia fueron: identificación y desafío («un poner a prueba») de evidencias de las interpretaciones erróneas; ayuda a construir interpretaciones más realistas; reestructuración de imágenes y modificación de creencias; ensayos conductuales como ayuda a la reatribución de síntomas (p.e. inducir síntomas físicos inocuos a través de la focalización sensorial deliberada); y otros procedimientos conductuales como exposición graduada a situaciones relacionadas con la enfermedad previamente evitadas y prevención de la respuesta de búsqueda de reaseguramiento. En los casos en que se consideró necesario se incluyeron familiares a quienes se dieron instrucciones específicas del modo de respuesta ante las demandas de reaseguramiento del paciente. Como tareas para casa se incluyeron registros de episodios de ansiedad, pensamientos alarmantes e interpretaciones benignas alternativas, así como experimentos conductuales para poner a prueba los pensamientos. El paciente, el terapeuta y un evaluador independiente valoraron distintas dimensiones de la ansiedad por la salud en distintos momentos (pre-tratamiento, post-tratamiento y seguimiento a los tres meses). Asimismo, se obtuvo información, a través de cuestionarios, de la ansiedad general y depresión (Beck Anxiety Inventory y Beck Depression Inventory). Los resultados indicaron, por una parte, una baja tasa de rechazos (6%) y abandonos (6%). Por otra parte, el tratamiento fue eficaz como reveló que en la mayoría de las medidas de preocupación hipocondríaca (evaluadas por el paciente, terapeuta y evaluador independiente) y de ansiedad general y depresión hubiera diferencias significativas entre el pre-tratamiento y post-tratamiento. Los cambios se mantuvieron en el seguimiento. Por el contrario, en el grupo control las dos evaluaciones fueron muy similares.
Posteriormente, Clark, Salkovskis, Hackman, Wells, Fennell, Ludgate, Ahmad, Richards y Gelder (1998) desarrollan un segundo estudio (con un total de 48 pacientes) donde se intentaron superar algunas de las limitaciones del trabajo anterior. Así, los tratamientos fueron administrados por varios terapeutas (ocho en vez de uno); se realizó un seguimiento más largo (doce meses en vez de tres); se incluyó, además del grupo control sin tratamiento, un grupo al que se aplicó un tratamiento psicológico creíble y diferente al cognitivo en el que en ningún momento se desafiaron las creencias negativas del paciente respecto a su salud y que consistió en terapia conductual de manejo del estrés. La duración de los tratamientos fue de 16 sesiones de una hora con una frecuencia semanal, más tres sesiones a lo largo de los tres meses que siguieron a la fase activa. La terapia cognitiva incluyó los mismos procedimientos terapéuticos que en el estudio anterior. En el grupo de manejo del estrés se identificaron estresores en la vida y se informó sobre la amplia variedad de cambios físicos y psicológicos que puede provocar el estrés. Este grupo fue entrenado en relajación, solución de problemas y asertividad. Se hicieron evaluaciones antes del tratamiento, a mitad del mismo, al finalizar y a los 3, 6 y 12 meses. Las medidas empleadas en las evaluaciones fueron (entre otras): grado de preocupación general por la salud, tiempo libre de preocupaciones, convicción de enfermedad durante los episodios de ansiedad por la salud, frecuencia de pensamientos sobre la enfermedad, creencia en los pensamientos de enfermedad, evitación, comprobaciones, necesidad de reaseguramiento, distrés/discapacidad, así como varios cuestionarios (Inventario de Ansiedad de Beck, Inventario de Depresión de Beck y Escala de Ansiedad de Hamilton). A mitad del tratamiento, la comparación del grupo de terapia cognitiva con el grupo de lista de espera indicó que el primero era superior en todas las medidas de hipocondría y de estado emocional. En este momento, el grupo de manejo del estrés fue superior al grupo control en las medidas de estado emocional y en seis de las medidas de hipocondría (no lo fue en: tiempo de preocupaciones por la salud, evitación y escala de creencias del cuestionario de cogniciones). Respecto a la comparación entre el grupo de terapia cognitiva y el grupo de manejo del estrés indicó que el primero era superior en 8 de nueve medidas de hipocondría, sin embargo, no diferían en las medidas de estado emocional. Al final del tratamiento, los dos grupos terapéuticos fueron superiores al grupo control en todas las medidas y la terapia cognitiva fue superior en 6 de 10 medidas de hipocondría aunque seguía sin haber diferencias en el estado emocional general. A lo largo del período de seguimiento, las diferencias entre grupos en las medidas de hipocondría se fueron reduciendo. Así, a los doce meses el grupo de terapia cognitiva solamente era superior al grupo de manejo del estrés en una de las medidas de hipocondría (convicción de enfermedad durante los episodios de ansiedad). Mientras que en el grupo de manejo del estrés las medidas del post-tratamiento y seguimiento se mantuvieron con escasas variaciones, en el grupo de terapia cognitiva se observó una tendencia al empeoramiento a lo largo del período de seguimiento.
Las principales conclusiones que se han ofrecido han sido las siguientes: a) la terapia cognitiva es eficaz y tal eficacia no es influida por las características de un terapeuta particular; b) la respuesta al tratamiento es rápida (a mitad de tratamiento ya había cambios pronunciados con respecto a la evaluación pre-tratamiento); c) los efectos del tratamiento tienden a mantenerse tras su finalización; d) a pesar de ello, en algunos aspectos se aprecia un empeoramiento en el seguimiento, lo que sugiere la necesidad de mantener entrevistas de seguimiento a largo plazo; e) la terapia cognitiva es superior a una terapia igualmente convincente para el paciente; f) no obstante, los sujetos del grupo de manejo del estrés también mejoran sustancialmente en la ansiedad por la salud lo que, para los autores, se atribuiría a las evidencias que puede proporcionar esta intervención sobre el papel que los factores emocionales desempeñan en la experiencia somática; g) las mejorías, más moderadas, del grupo de manejo del estrés tienden a mantenerse más establemente. Se apunta como posible explicación el mayor énfasis que pone esta terapia en los problemas emocionales generales y en la continuidad en el empleo de los procedimientos aprendidos durante el tratamiento una vez finalizado el mismo. Para los autores, la implicación que ello tendría es que la terapia cognitiva puede ser mejorada con la inclusión de estos componentes con un foco más amplio [del mismo modo que ya recomendara Avia (1993)].
Este exitoso estudio no está exento de críticas. Marks (1999) ha cuestionado lo apropiado del modo de denominar esta terapia («cognitiva») cuando en realidad la mayor parte de las intervenciones clínicas (80% indica Marks) fueron conductuales. En la respuesta de los autores (Clark y Salkovskis, 1999) se defiende la denominación de «terapia cognitiva» en la medida que ésta se concibe tradicionalmente (desde su introducción hace alrededor de 30 años) como «un tratamiento basado en la teoría cognitiva que implica la disputa verbal y procedimientos conductuales... en ambos casos dirigidos a la meta explícita de cambiar las creencias disfuncionales de los pacientes». Es decir, la terapia cognitiva emplea procedimientos conductuales pero no con una lógica diferente (p.e. extinción de la ansiedad a través de la habituación) a la de los procedimientos cognitivos. Por otra parte, Ben-Tovim y Esterman (1998) critican que no se hubiera incluido en el estudio un grupo de atención placebo. Estos autores consideran que el esfuerzo que implica la aplicación de la terapia cognitiva u otros tratamientos puede no verse compensado por diferencias marcadas en el resultado con respecto a simplemente ser atendido regularmente por un clínico.
Además de estos dos trabajos principales, se dispone de otros estudios no controlados y de caso que aportan datos a la discusión acerca de la efectividad de estas estrategias de tratamiento de la hipocondría. Bouman y Visser (1998) emplearon un procedimiento puramente cognitivo donde no se utilizaron ensayos conductuales como ayuda a la reatribución de síntomas en el tratamiento de 8 pacientes hipocondríacos (DSM-IV). La duración del tratamiento fue de 12 sesiones semanales de una hora. Al final del tratamiento, se observó una caída significativa en las puntuaciones medias de las medidas de preocupación hipocondríaca empleadas (Escalas de Actitudes ante la Enfermedad de Kellner).
Martínez y Botella (1995) aplican un programa de tratamiento, basado en el propuesto por Warwick y Salkovskis, a una paciente con hipocondría. Los resultados al finalizar la intervención, que tuvo una duración de 10 sesiones, reflejaron una mejoría en las distintas medidas de preocupación hipocondríaca empleadas, manteniéndose éstos a los dos y seis meses de seguimiento. En un trabajo posterior (Martínez y Botella, 1996), las autoras confirman, a partir de los resultados preliminares obtenidos en un grupo de 15 pacientes hipocondríacos, que este programa comporta beneficios terapéuticos significativos para la mayoría de ellos.
Pérez Solera (1994) informa del tratamiento de cuatro pacientes hipocondríacos. La intervención se diseñó para: uno, consolidar un cambio de atribución y, a tal efecto, se proporcionó información acerca de la ansiedad y sus síntomas físicos, se dieron indicaciones de autoobservación en la vida diaria de la relación entre la experiencia de ansiedad y la ocurrencia de síntomas físicos objeto de temor y se aplicó entrenamiento en relajación progresiva. Y dos: eliminar los refuerzos que los sujetos obtienen por su trastorno indicando cambios de conducta de enfermedad. La duración media del tratamiento fue de ocho horas. Al final del tratamiento, los informes verbales de los pacientes y las puntuaciones obtenidas en las escalas de ansiedad y depresión corroboran la mejoría de los cuatro pacientes, mejoría que se mantenía al cabo de un año de seguimiento en los tres pacientes de los que pudo obtenerse información. Hay que señalar que, si bien la modificación mediante técnicas operantes de las conductas aprendidas de enfermo crónico que exhibe el hipocondríaco no es una de las estrategias más empleadas en el tratamientos de estos pacientes, sí es un procedimiento eficaz en la eliminación de quejas somáticas (Fernández, Pérez, Amigo y Linares, 1998) y se han empleado también en otras ocasiones con éxito en sujetos hipocondríacos (Williamson, 1984; Reinders, 1988) .
Stern y Fernández (1991) aplicaron un programa de tratamiento de nueve sesiones a un grupo de seis pacientes hipocondríacos (DSM-III-R). Las técnicas aplicadas incluyeron la identificación de factores relevantes en la amplificación de sensaciones corporales, desafío de creencias extremas, cambio de conductas implicadas en el mantenimiento de las preocupaciones (por ejemplo, peticiones de reaseguramiento) y entrenamiento en relajación progresiva. Los resultados mostraron una caída significativa en el tiempo medio de preocupaciones por la salud estimado por los sujetos y en el número medio de visitas médicas al mes (de 3 antes del tratamiento a 0,8 tras el tratamiento; a los 6 meses la media de consultas era de 1). Por último, en las medidas de ansiedad y depresión (HAD) las puntuaciones medias se mantuvieron establemente altas en las tres evaluaciones realizadas.
House (1989) elabora un programa flexible y a corto plazo para el tratamiento de la hipocondría y trastornos de somatización que empleó con con 77 pacientes. Durante la fase de evaluación se inicia la discusión y modificación de las creencias disfuncionales del sujeto sobre la salud y la enfermedad aunque los componentes del tratamiento, especificados como tales, fueron la indicación de prevenir los contactos médicos y pruebas diagnósticas no estrictamente necesarios, y la discusión y reatribución correcta de los síntomas a través de evidencias confirmadoras (para tal fin se emplearon ejercicios tales como relajación muscular, respiración diafragmática u otros según el caso). La duración del tratamiento fue breve: en el 88% de los pacientes no se prolongó más de 1 año y en el 70% el tiempo de atención total fue de menos de 10 horas. Al final del tratamiento, el 82% de los participantes mostraban una mejoría «moderada» o «marcada» que se concretó, especialmente, en la preocupación física y malestar emocional general. Los síntomas físicos también se redujeron aunque, en este caso, no más que en otro grupo de pacientes que no habían recibido el tratamiento.
Barsky y colaboradores (Barsky, Geringer y Wool, 1988; Barsky, 1996) presentan una terapia que denomina cognitivo-educativa cuya meta es «aprender acerca de la naturaleza, percepción e informe de síntomas físicos y acerca de los factores psicológicos que amplifican el malestar somático», mejorar la capacidad de afrontamiento de los síntomas y reducir la limitación funcional. El tratamiento, aplicado en grupo, implica 10 sesiones con una frecuencia semanal. Se presenta como un curso acerca de la percepción de síntomas. En las sesiones, los miembros del grupo reciben información de las condiciones que pueden amplificar o atenuar los síntomas a través de lecturas, discusión de la experiencia personal, ejemplos de la vida diaria y de experimentos conductuales llevados a cabo en las mismas sesiones o fuera de ellas. Las influencias amplificadoras de los síntomas corporales sobre las que se centran estas intervenciones son: a) atención y relajación, b) ideas y creencias acerca de los síntomas, c) contexto ambiental y d) estado de ánimo. Hay alguna evidencia de la utilidad clínica de este programa. Avia, Ruiz, Olivares, Crespo, Guisado, Sánchez y Varela (1996) desarrollan un paquete de tratamiento estructurado en 6 sesiones de 1,30 h. basado en el programa de Barsky (si bien, los autores adaptaron los ejemplos, ejercicios y procedimientos de evaluación). Diecisiete sujetos, de los cuales 8 cumplían los criterios para la hipocondría del DSM-III-R, se distribuyeron en dos grupos experimentales que diferían sólo en el terapeuta asignado y en un grupo control en lista de espera. Los sujetos experimentales redujeron en el post-tratamiento las actitudes hipocondríacas y las creencias disfuncionales sobre la salud. En el grupo control no hubo cambios. Es interesante señalar que, en este estudio y tras el tratamiento, los sujetos experimentales mostraban también cambios en medidas de actitudes disfuncionales no relacionadas con la salud (dependencia y logro) y en medidas de personalidad (mayor extroversión y apertura a la experiencia y menor neuroticismo).
Conforme a la constatación, ya señalada en el programa de Barsky, de que la atención focalizada en las sensaciones corporales es una de las influencias importantes del mantenimiento de ansiedad por la salud, Papageorgiou y Wells (1998) utilizaron una técnica que denominan «entrenamiento atencional» con tres pacientes hipocondríacos (DSM-III-R). Cabría reseñar aquí que la inclusión del entrenamiento atencional entre los procedimientos cognitivos al uso es, cuanto menos, cuestionable en tanto que no se interviene de un modo directo sobre los contenidos cognitivos disfuncionales. El entrenamiento atencional específico consistió en la práctica de desviar la atención de las sensaciones físicas a un estímulo auditivo. Los entrenamientos se realizaron en las sesiones de terapia y como tarea para casa (2 veces al día durante 15 minutos) . La duración de la terapia fue de entre 8 y 10 sesiones. En los tres pacientes hubo cambios clínicamente significativos en las medidas de estado afectivo, cognición (episodios de preocupación y creencias de enfermedad), conductas de enfermedad (búsqueda de reaseguramiento, evitaciones y comprobaciones corporales) y amplificación somatosensorial. Ninguno de los tres pacientes cumplía los criterios diagnósticos DSM-III-R para hipocondría tras el tratamiento.
Finalmente, no debe olvidarse el trabajo de Chapell y Stevenson (1936 cit. Kellner, 1986) que, aunque pasó desapercibido en su momento, es un antecedente claro de la forma de tratamiento más apoyada por la investigación en la actualidad. Los pacientes de este estudio padecían úlcera péptica, aunque muchos consideraban un cáncer del que se les estaba ocultando información. Se dispuso un grupo experimental con un total de 47 pacientes (15 abandonaron al inicio) y un grupo control con 20 personas. En sesiones grupales, de entre cinco y diez pacientes, siete días a la semana durante seis semanas se trabajaron las siguientes condiciones: a) control de la preocupación mediante la práctica de sustituir dichos pensamientos por otros u otras actividades; b) control de la discusión evitando, por parte del paciente y allegados, conversaciones acerca de los síntomas y enfermedades; c) explicación de la influencia del pensamiento en la actividad corporal y ayuda en la comprensión del origen de las ideas negativas acerca de la salud y de las reacciones emocionales; d) autotranquilización y autosugestión mediante autoinstrucciones positivas acerca de su estado de salud; y e) tranquilización y sugestión inducida a través del control de pensamientos con carga emocional o el desarrollo de autoconfianza. Los resultados fueron calificados de «excelentes» en 30 pacientes. A los tres años, estos pacientes informaron haber estado libres de síntomas o, en todo caso, con recurrencias menores y sin que ello supusiera una percepción desfavorable del estado de salud o de la capacidad de control de los síntomas.
Debe señalarse también aquí que estas propuestas que se han definido como cognitivas se han aplicado también en el abordaje de los denominados síntomas somáticos médicamente inexplicados. Una propuesta representativa es la de Sharpe, Peveler y Mayou (1992). El tratamiento, en correspondencia con lo hasta ahora comentado, se orienta: uno, a la sustitución de conductas de enfermedad por otras más adaptativas donde la modificación de las contingencias de reforzamiento cobra especial importancia; y, dos, a la modificación de las creencias disfuncionales para lo que se emplean técnicas de reatribución cognitiva y ensayos de conducta al efecto de discriminar las distintas condiciones que controlan las sensaciones corporales. En este programa paquete se contempla abordar cualquier otro problema psicosocial que presente el paciente. Existen algunas evidencias indicativas de la eficacia de esta propuesta de tratamiento (Klimes, Mayou, Pearce, Coles y Fagg, 1990; Speckens, Van Hemert, Spinhoven, Hawton, Bolk y Rooijmans, 1995; Sharpe, Hawton, Simkin, Hackman, Klimes, Peto, Warrell y Seagroat, 1996; Mayou, Bryant, Sanders, Bass, Klimes y Forfar, 1998).
Por lo que se refiere no ya a la eficacia sino a la efectividad y eficiencia de los tratamientos de la hipocondría puede afirmarse que la terapia cognitivo-conductual, tal y como se ha presentado, es aceptable para el paciente como sugiere la baja tasa de rechazos o abandonos de que se informa en todos los estudios y, parece asumible por el reducido número de sesiones y duración (como promedio entre 6 y 8 sesiones de una hora de duración). No se conoce ningún estudio comparativo sobre la eficiencia en contextos clínicos de las distintas ofertas terapéuticas para la hipocondría. En un estudio reciente (Walker, Vincent, Furer, Cox y Kjernisted, 1999) que tuvo como objetivo comprobar la aceptabilidad de la terapia cognitiva y el tratamiento psicofarmacológico, se encontró que la primera fue valorada como la más aceptable (7 frente a 3,1 en una escala 1-8) y se predijo como la más efectiva a corto (5,5 frente a 3,4) y largo plazo (7 frente a 3,4). Un 74% de los 23 pacientes eligieron la terapia cognitiva como primera opción mientras que sólo el 4% eligieron el tratamiento psicofarmacológico y hasta un 48% indicaron que sólo aceptarían el tratamiento psicológico. Hay que añadir, con respecto a este estudio, que se tuvo especial cuidado en la evitación de posibles sesgos en la presentación a los pacientes de la terapia cognitiva y psicofarmacológica. La definición de ambas (procedimientos, ventajas e inconvenientes) fue aprobada por expertos en cada una de ellas.
Conclusiones
La refractariedad terapéutica que caracterizaría a los pacientes hipocondríacos no es, en modo alguno, sostenible a la luz de los resultados que se han ido reportando. Ahora bien, considerando estos mismos datos no puede sostenerse, con la misma contundencia, que actualmente se disponga de un tratamiento para la hipocondría bien establecido.
En primer lugar, habría que indicar que, hasta el momento, faltan estudios en los que se haya puesto a prueba la eficacia de algunas de las principales formas de tratamiento psicológico. Ni las psicoterapias psicodinámicas, la Psicología del Self o la terapia familiar aportan pruebas consistentes de eficacia aplicadas al problema de la hipocondría. Se echa en falta que dichos enfoques definan claramente sus procedimientos terapéuticos y comiencen la tarea de comprobar su eficacia. En esta empresa, sin embargo, al menos en lo que se refiere a la psicoterapia psicodinámica, se parte de una perspectiva sombría que se manifiesta en los juicios de autores relevantes dentro del marco (Nemiah, 1982).
Por lo que respecta al tratamiento farmacológico, hay algunas evidencias de que un porcentaje alto de pacientes tratados con psicofármacos mejoran notablemente (66,7% en el estudio de Fallon et al, 1996). En el futuro tendrá interés comparar esta forma de tratamiento con la terapia psicológica como se ha hecho en el caso de otros problemas como el trastorno de pánico (por ejemplo, Clark, Salkovskis, Hackman, Middleton, Anastasiades y Gelder, 1994; Barlow, Gorman, Shear y Woods, 2000).
Es la terapia cognitivo-conductual la única intervención que cuenta con investigaciones controladas además de series de estudios de caso que avalan sus resultados. Los hallazgos de estos estudios informan, en efecto, de la eficacia y efectividad de esta terapia. Ahora bien, en la medida que la oferta terapéutica (distintos programas multicomponentes) consiste de un paquete de tratamiento parecería demasiado imprudente afirmar que exista un tratamiento cognitivo-conductual para la hipocondria bien establecido en tanto que se desconocen los principios activos responsables del cambio. Se requiere, evidentemente, indagar la suficiencia y necesidad de las distintas técnicas empleadas para provocar cambios terapéuticos. Ahora bien, este asunto podría pasar por determinar qué cambios, qué comportamientos ya manifiestos ya encubiertos son objetivo terapéutico al tratar la hipocondría. Y es que, como ya se ha señalado y argumentado a lo largo de este trabajo, bien podría ocurrir que se den perfiles clínicos diferentes entre estos sujetos. En cuyo caso, la eficacia implicaría especificidad. Cabe señalar, en este mismo sentido, que la pluralidad de técnicas que se señalan potencialmente eficaces (o, al menos eficientes, en tanto producen mejoría clínica) se podrían organizar en torno a cuatro categorías, tecnológica y conceptualmente distintas (aunque integrables). Esto es: unas, las interesadas en reducir las respuestas de ansiedad amortiguando la activación autonómica (técnicas de relajación, respiración, hipnosis) o/y entrenar al sujeto a afrontar situaciones inconvenientes (manejo de estrés, resolución de problemas, asertividad). Otras, diseñadas para extinguir respuestas de ansiedad condicionada a situaciones específicas (procedimientos de exposición y prevención de respuesta). De otro lado, estarían las que mediante procedimientos operantes buscan modificar las contingencias de reforzamiento que mantienen las conductas aprendidas de enfermo crónico del sujeto y, al tiempo, desarrollar un comportamiento más funcional. Finalmente, las que intervienen sobre los contenidos cognitivos disfuncionales, ya sea a través del desafío de las interpretaciones catastróficas según el proceder convencional de la terapia cognitiva, o mediante el moldeamiento de nuevas reglas verbales a partir de exponer al paciente a nuevas contingencias en relación a sus sensaciones corporales (como perfectamente pudiera ocurrir al aplicar procedimientos de exposición y prevención de respuesta). Planteada la cuestión en estos términos, sólo puede concluirse que para determinar cual es la terapéutica de elección en el tratamiento de la hipocondría se requieren nuevas investigaciones controladas que sometan a prueba la eficacia diferencial de los distintos grupos de técnicas que se incluyen (a modo de paquete) en los programas estructurados de tratamiento cognitivo-conductual. Y, más aún, que indaguen las posibles interacciones entre las técnicas y las peculiaridades de los pacientes. Esta línea de investigación ya se ha mostrado muy fértil en el abordaje de algunos trastornos funcionales (Fernández, Pérez, Amigo y Linares, 1998). Por lo que respecta a la hipocondría, sólo se dispone de un estudio comparativo. Visser y Bouman (1992) trataron a seis pacientes con diagnostico de hipocondría (DSM-III-R). Se aplicó un diseño A-B en el que tres sujetos recibieron, inicialmente, terapia de exposición en vivo y prevención de respuesta y, a continuación, terapia cognitiva. Con los tres pacientes restantes se invirtió el orden de aplicación de los tratamientos. Los resultados indicaron que ambas terapias parecían eficaces. Sin embargo, señalaban la superioridad de la terapia de exposición sobre la cognitiva y, por lo que respecta a la secuencia terapéutica, resultó más eficaz la terapia de exposición seguida de la cognitiva.
En definitiva, es evidente que no se trata meramente de objetivar si los prometedores resultados de la terapia cognitivo-conductual de la hipocondría se explican por lo que ésta tiene de cognitiva o por lo que le toca de conductual. Antes bien, se trataría de señalar si la modificación de las creencias disfuncionales acerca de la salud y la enfermedad entraña los procesos responsables del cambio terapéutico o, por el contrario, si su función radica en facilitar la exposición y el aprendizaje de conductas más funcionales. Los buenos resultados ofrecidos si, efectivamente, algo señalan es la necesidad de estudios comparativos sobre la eficacia de las estrategias conductuales en el tratamiento de la hipocondría que se apliquen, por lo demás, sobre la base de la evaluación y formulación clínica del trastorno. Se trata también de reconocer si existen distintos perfiles clínicos entre los pacientes hipocondríacos y variables del sujeto y/o del proceso terapéutico (donde el contexto sanitario y las relaciones con los distintos agentes de salud juegan también un papel importante) predictoras de la eficacia y efectividad terapéutica.
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Aceptado el 20 de marzo de 2001