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PSICOTHEMA
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Psicothema, 2003. Vol. Vol. 15 (nº 2). 328-334




LA DEUDA EMOCIONAL

Vicente M. Simón

Universidad de Valencia

El cerebro humano es capaz de generar respuestas emocionales no sólo ante estímulos sensoriales del mundo externo, sino también ante imágenes producidas por la fantasía. Estas imágenes virtuales evocan emociones perfectamente reales y con efectos fisiológicos en el organismo que, además, incitan al sujeto a comprometerse consigo mismo en obtener (o en rehuir), en el futuro, aquel objeto que suscita la emoción. Este compromiso se denomina aquí «deuda emocional». La deuda emocional suele entrañar una sobrevaloración afectiva del objeto imaginado, susceptible de provocar comportamientos inadecuados en el presente y de convertirse, a largo plazo, en fuente de sufrimiento y de estrés crónico. Las deudas emocionales, sin embargo, también pueden ser saldadas definitivamente, proceso que conlleva importantes efectos terapéuticos, como sucede en el perdón. Incluso, es posible no asumir deuda emocional alguna, lo que implica un importante cambio cualitativo (y un estadio posiblemente más avanzado) en el funcionamiento de la mente humana.

Emotional debt. The human brain is capable of reacting with emotional responses to stimuli coming both from the external world and from internal representations produced by imagination. These virtual images can elicit perfectly real emotions with physiological effects in the organism. A typical result of these emotions is that the subject commits him/herself to obtain or avoid the object that evoked the emotion. Such commitment is described here as ‘emotional debt’. Emotional debt involves the overestimation of an illusory reality, bringing about maladjusted behaviors in the present and giving rise in the long term to moral suffering and chronic stress. Canceling an emotional debt is a real possibility that produces therapeutic effects (as is the case in forgiveness). It is even possible to avoid any emotional debt at all, which implies an important change (and a further developmental stage) in the functioning of the human mind.

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En un trabajo anterior (Simón, 2002) planteé la relación existente entre las emociones y el mundo de la fantasía en los seres humanos. Hice alusión al contraste entre la enorme antigüedad filogenética de los mecanismos emocionales y el origen comparativamente más reciente de la potente función imaginativa de nuestra especie, que es capaz de crear modelos virtuales, tanto del pasado como del futuro. Los mecanismos emocionales alcanzan las fronteras de su eficiencia y de su funcionalidad cuando se aplican, no a los estímulos de la realidad presente, sino a mundos virtuales creados por la fantasía del sujeto. La hipótesis subyacente a estas consideraciones era que los mecanismos emocionales funcionan muy bien cuando hacen frente a los acontecimientos del presente, pero plantean problemas cuando se aplican a estímulos alejados en el tiempo y sólo existentes en la fantasía del individuo que los concibe.

El hecho fundamental que quiero resaltar a lo largo de este artículo es que los seres humanos, la mayor parte del tiempo, nos emocionamos y actuamos en respuesta a acontecimientos inexistentes y que esta forma de comportamiento es la causa principal del sufrimiento que nos aflige. La importancia de esta apreciación se acrecienta si caemos en la cuenta de que, aunque no sea una tarea fácil, ese sufrimiento es evitable.

La existencia de emociones que no tienen su origen en el presente tangible sino en un futuro imaginado (o en un pasado recreado) por la mente, es una constante de la vida humana. De hecho, la mayoría de nosotros vivimos más pendientes del futuro que atentos a lo que está sucediendo en el momento presente. Incluso cuando no pensamos de manera específica en ningún aspecto concreto del porvenir, el fantasma del futuro nos acecha de manera más o menos difusa e inconsciente. El impacto emocional de ese futuro puede adoptar muchas formas, siendo el deseo y el temor algunas de las apariencias con las que con más frecuencia se nos manifiesta. El deseo de alcanzar una meta o de llegar a ser algo que nos atrae y, alternativamente, el temor a perder algo que poseemos o a ser aniquilados (el temor a la muerte), se agazapan detrás de ese fantasma del futuro con el que normalmente convivimos.

Una de las formas en que las representaciones imaginarias del futuro inciden sobre la vida psíquica del presente es originando lo que en este trabajo denomino «deuda emocional» y que podríamos definir provisionalmente como un compromiso que el individuo adquiere consigo mismo a raíz de una emoción originada por un objeto que sólo existe en su imaginación.

La deuda emocional es un buen exponente de la peculiar relación que los seres humanos mantenemos con el tiempo. Me refiero, no a la relación con el tiempo real, que es muy sencilla (ya que vivimos exclusivamente en el presente), sino con el tiempo imaginado, con la representación mental que del tiempo nos construimos.

El interés del fenómeno que describo y las premisas sobre las que se basan los argumentos desarrollados a continuación son múltiples:

– Es un proceso que forma parte de lo que actualmente se considera como el funcionamiento «normal» de la mente humana.

– La deuda emocional deviene con el tiempo en el origen de la mayor parte de las frustraciones y sufrimientos no físicos que padece nuestra especie.

– Existe la posibilidad (real aunque no de fácil realización) de modificar ese funcionamiento y de «saldar» o liquidar esa deuda, o mejor aún, de no llegar a contraerla, consiguiendo así que una gran parte del sufrimiento desaparezca.

A lo largo de este trabajo trataremos de estas cuestiones exponiendo los puntos siguientes:

I. Definición de la deuda emocional.

II. Características humanas que hacen posible la génesis de la deuda emocional.

III. Formas en que se origina la deuda.

IV. Evolución de la deuda en el tiempo y sus consecuencias.

V. Cómo saldar la deuda y evitar su renovación.

La deuda emocional

La noción de deuda emocional, como el propio nombre ya sugiere, refleja un fenómeno íntimamente ligado al paso del tiempo. Las deudas monetarias se contraen en un momento determinado, se mantienen un cierto tiempo y por fin se saldan, o bien quedan impagadas. Así también, la deuda emocional. Podríamos definirla como el estado afectivo que resulta en un sujeto al adquirir un compromiso de futuro consigo mismo tras haber establecido un vínculo emocional con objetos de su imaginación, objetos que no existen en la realidad del presente. La emoción se produce porque el sujeto reacciona no sólo como si el objeto existiera, sino como si él, su self, existiera también en esas coordenadas del tiempo imaginario. Se produce, pues, un compromiso vinculante entre un objeto (lo imaginado) y un sujeto (el self del futuro), en realidad, inexistentes.

Para que la deuda emocional se genere tienen que darse, al menos, las 3 circunstancias siguientes:

1. Una imagen sin objeto real. En la mente del sujeto se origina la imagen de un objeto inexistente en el presente, que él concibe como posible y que sitúa habitualmente en el futuro o en un momento temporal indeterminado. Aunque el futuro (al menos la existencia implícita de un futuro) siempre se halla implicado, también las imágenes del pasado pueden estar en el origen de la deuda. En este caso, es el deseo de redimir el pasado lo que se proyecta hacia el porvenir. Como ejemplo sencillo de una imagen capaz de originar una deuda emocional, podemos aportar la fantasía de un joven (o una joven) adolescentes de llegar a ser un actor o actriz famosos.

2. Un vínculo emocional con esa imagen. La imagen originada en la mente se convierte en un objeto emocional para el sujeto. Pero, ¿cómo es esto posible, habríamos de preguntarnos, si resulta que en ese punto temporal imaginario ni el objeto fantaseado ni el sujeto que lo fantasea existen? Su existencia entraña, con respecto al pasado, una absoluta imposibilidad y, con respecto al futuro, una gran incertidumbre. A pesar de todo, lo que el sujeto normalmente hace es establecer un vínculo emocional entre la imagen de un objeto inexistente y su ‘self’ futuro, así mismo inexistente. Lo que sí que es real y actual es la excitación emocional que tiene lugar en el organismo del sujeto que imagina. Por tanto, el vínculo se establece entre un sujeto y un objeto ‘imaginados’, no reales. Pero el lugar en el que se escenifica ese encuentro fantástico es el cerebro real y físico del sujeto y el tiempo es el presente. Por tanto, la reacción emocional que se origina es real, tangible y capaz de producir cambios fisiológicos, respuestas conductuales y cogniciones apropiadas a la situación fantaseada. En el ejemplo de la adolescente aspirante a actriz, las emociones desencadenadas serían las que implican el deseo de ser famosa y admirada y de obtener las ventajas materiales y psicológicas que de todo ello se derivan. Repito que aunque el mundo imaginado es fantástico, las emociones que se sienten no lo son.

3. El sujeto, además, establece un compromiso voluntario con esa imagen cargada de contenido emocional. Por así decirlo, ratifica o sanciona la idea de que su ‘self’ ideal del futuro debiera apropiarse de la imagen recién creada, asumiendo así una obligación para el porvenir. Se compromete consigo mismo a que la realidad se aproxime lo más posible a ese escenario venidero que él ha fantaseado en el presente. El proceso por el cual el sujeto incorpora la imagen a su self ideal se llama habitualmente ‘identificación’. Este tercer eslabón es crucial en la producción de la deuda. Conlleva, aunque de manera apenas manifiesta, una intervención de la voluntad del sujeto que decide o resuelve comprometerse con ese futuro que ha imaginado. Es el momento en que el sujeto ‘muerde el anzuelo’ quedándose enganchado, apegado a la imagen que él mismo ha fantaseado. Se produce un ‘deslumbre’, una ceguera que impide que se valore correctamente el alcance del compromiso que se adquiere, pudiendo incluso no existir conciencia de compromiso alguno. En nuestro ejemplo anterior, el enganche se produce cuando el chico o la chica aceptan convertirse en actores famosos. Se ven ya a sí mismos en la cumbre de la fama. Identifican su fantasía con su propio self y se comprometen a conseguir la meta soñada. Este paso es también crucial porque es en él en donde podemos ‘desactivar’ la deuda, como luego veremos.

Es importante resaltar que si falta esta tercera condición, aunque se den las otras dos, la deuda emocional no se establece. Así, es posible que se genere una imagen y que aparezca una emoción en respuesta a esa imagen, pero si el sujeto no se compromete con ella, no la incorpora de alguna manera al repertorio de sus planes de futuro, la deuda no llega a contraerse. El deseo solo no basta para ocasionar la deuda. Hace falta que el sujeto mantenga la autoexigencia de que ese deseo se cumpla. Cuando la exigencia se añade al deseo surge el apego, la atadura, la deuda. Esa exigencia es, muchas veces, inconsciente o semiinconsciente. O, simplemente, el sujeto no quiere reconocerla. Pero se desenmascara con el tiempo si el deseo no se cumple y el sujeto experimenta una frustración. No hay frustración verdadera si previamente no se originó una deuda emocional. Un ejemplo que ilustra bastante bien la falta de esta tercera condición es la manera en como la mayoría de personas nos relacionamos con la posibilidad de que nos toque la lotería. Nos podemos imaginar muy bien lo que haríamos si fuéramos favorecidos por la suerte, podemos desearlo fervientemente, pero casi nadie llega a ‘comprometerse’ consigo mismo, a ‘obligarse a sí mismo’ a que le toque la lotería. La razón es muy sencilla. Nadie llega a cree que tiene control sobre el resultado del sorteo. Sin embargo, pensamos (con frecuencia erróneamente) que sí que tenemos control sobre otros muchos acontecimientos que igualmente se encuentran más allá del poder de nuestra voluntad. Así, en el caso de la chica o chico del ejemplo, sí que podría ser realista para ellos comprometerse con el proyecto de convertirse en actores, aunque el hecho mismo de convertirlo en realidad se escape a sus posibilidades de control.

Características humanas que hacen posible la deuda

La deuda emocional sólo puede generarse en seres como los humanos, que tienen la suficiente capacidad imaginativa para crear en su fantasía la quimera de un mundo futuro de naturaleza virtual y para imaginarse a sí mismos interactuando en ese mundo mental inexistente. Por ello, examinaremos brevemente las principales características que hacen posible que la deuda emocional se produzca y que he agrupado en los 4 puntos siguientes:

1. Objetos emocionales reales e imaginarios.

2. Emociones reales frente a objetos ilusorios.

3. El self ideal como compromiso de futuro.

4. La tensión existente entre el self ideal y el self actual.

Antes de pasar revista a estos cuatro puntos, comentaré los ingredientes geométricos de la figura 1 que pretenden representar, de manera simbólica, los diversos factores implicados en la génesis de la deuda.

Como es posible observar, dicha figura consta de dos segmentos de circunferencia enfrentados entre sí y que, en su punto más cercano, son intersectados por un círculo. Una de las curvas, la de la derecha por ejemplo, representa al mundo exterior y su evolución en el tiempo, significando cada punto de la curva un instante diferente del tiempo. La otra curva, la de la izquierda, representa la misma evolución temporal, pero esta vez, del self del sujeto (o sea, de la imagen que el sujeto tiene de sí mismo). El círculo central circunscribe la región del presente. Es decir, lo que está dentro del círculo es lo único que es real, tanto del mundo externo como de la realidad del sujeto (que él percibe como su propio self actual). Si se quiere, podría añadirse un segundo círculo concéntrico (no trazado en la figura), más pequeño que el anterior, que representara la conciencia del presente, o sea la porción de la realidad presente que es vivida conscientemente por el sujeto. El espacio entre los dos círculos sería pues, un espacio perteneciente al presente real, pero un espacio inconsciente.

Objetos emocionales reales e imaginarios

En este apartado examinaremos la curva de la mitad derecha del dibujo, es decir, la que representa al mundo externo, tal como es construido por el sujeto y en tanto en cuanto es el suministrador de los objetos emocionales, ya sean reales o imaginarios.

Como afirma Frijda (1993), «las emociones, según consenso casi universal, tienen un objeto». Son ‘acerca de’ algo«. Cualquier objeto que es representado en la mente, sea real o imaginario, puede ser origen de una emoción (y en tanto que lo es, se le llama objeto emocional). Teniendo esto en cuenta, es útil, para nuestros fines, distinguir entre los objetos reales externos (que se encuentran en el mundo real del presente) y los objetos virtuales, que sólo existen en el campo de la imaginación.

Los objetos reales del mundo externo son los únicos que estimulan directamente los órganos de los sentidos y la representación mental que de ellos construimos en cada momento es un producto de la estimulación sensorial directa. En cuanto a su ámbito temporal, se encuentran por definición en el presente y por tanto, en la figura 1, se hallarían representados por aquella porción de la curva situada a la derecha que se halla dentro del círculo de la realidad. Si avanzamos o retrocedemos por esa curva y sobrepasamos los límites del círculo, abandonamos la realidad y entramos en la región de los objetos virtuales.

Los objetos virtuales son productos exclusivos de nuestra mente y se construyen a base del material almacenado en la memoria, material que es elaborado y modificado convenientemente por esa capacidad mental que llamamos imaginación o fantasía. Para avanzar en nuestro razonamiento es interesante que nos preguntemos cuál es la ubicación temporal que otorgamos a nuestras fantasías. En algunos casos, no les asignamos una ubicación temporal definida. Están ahí, como flotando en un limbo atemporal, sin que nos decidamos a relacionarlas con el resto de nuestra vida. Como ejemplo de estas fantasías atemporales podemos mencionar las creaciones fantásticas de un novelista. No las sitúa en su pasado ni en su futuro. Están simplemente en el espacio virtual de su mente (en este caso esperando ser utilizadas para una finalidad concreta). Pero hay otras muchas fantasías que nacen ubicadas en nuestro tiempo vital y que se relacionan, bien con nuestro pasado, bien con nuestro futuro. Estas son las que más nos van a interesar en este contexto. ¿Por qué? La razón es que no suelen quedarse ahí, en ese limbo indeterminado, sino que aspiran, de una forma u otra, a integrarse en nuestra vida real y a transformarla. Podríamos calificarlas de fantasías ‘pretenciosas’, ya que nada más ‘nacer’, pretenden convertirse en realidad. Y éstas son, precisamente, las que originan la deuda emocional. La fantasía de llegar a ser un actor o actriz famosos es una de esas fantasías pretenciosas.

Aparte de lo que ya hemos expuesto, existen otros rasgos que diferencian a los objetos emocionales reales de los virtuales. Los objetos emocionales reales son, por definición, verosímiles y ciertos. Son una realidad indiscutible. En cambio, nadie responde de la verosimilitud de nuestras fantasías ni de nuestros planes de futuro. Es bien posible que lo que nació en el seno de nuestra imaginación sea totalmente inverosímil (traicionando nuestra ignorancia) o bien darse el caso de que, aunque sea verosímil, nunca llegue a hacerse realidad. En ambas eventualidades, el resultado es el mismo. Esos objetos imaginarios que devienen en objetos emocionales nunca formarán parte de la realidad y, por tanto, las emociones que han nacido a su costa van a verse, cuando llegue el momento, defraudadas y nuestro self frustrado, ya que, aunque el objeto que las desencadenó nunca fue real, las emociones sí que lo eran.

Emociones reales frente a objetos ilusorios

Una característica esencial, sin la que el fenómeno al que llamamos deuda emocional no podría producirse, es la propiedad de nuestro sistema nervioso en virtud de la cual los objetos creados por la imaginación pueden actuar como objetos emocionales. Así se genera una situación en la que las imágenes que originan la emoción no son reales (no responden a objetos reales), pero la emoción misma, sí. En el caso hipotético de que no reaccionáramos emocionalmente a los productos de nuestra imaginación, la deuda emocional no podría generarse. Tanto los sucesos del pasado como las imágenes que pueblan el escenario de nuestro futuro nos dejarían fríos, careceríamos de remordimientos y nos veríamos libres de muchos temores. La realidad, sin duda, no es así. Más bien, los mecanismos emocionales son activados en exceso por las imágenes del mundo irreal que creamos en nuestro cerebro y, con bastante frecuencia, el resultado de esta activación es una clara interferencia con lo que sucede en el mundo real. Como ejemplos obvios de estas disfunciones de origen emocional, podemos mencionar el trastorno de estrés postraumático, en el que unas imágenes representativas del pasado interfieren con la conducta del presente. Así mismo, numerosos trastornos de ansiedad son claros exponentes de la alteración alternativa, aquella en la que las imágenes representativas del futuro generan fuertes turbulencias emocionales que impiden desplegar una conducta apropiada a la situación que realmente se está viviendo.

El problema de distinguir adecuadamente entre estímulos reales y estímulos imaginarios ha sido, en líneas generales, bastante bien solucionado por el devenir evolutivo. En otro lugar (Simón, 2001) proponíamos la experiencia de los qualia y la conciencia de la propia actividad mental como mecanismos que aseguran, en una mayoría de casos, el que no confundamos la realidad con la fantasía. Sin embargo, en lo que respecta a las reacciones emocionales, estos mecanismos no resultan normalmente suficientes y se producen disfunciones que son las que aquí nos ocupan. La disfunción típica consiste en lo que podríamos designar como una ‘sobrevaloración emocional’ de la realidad imaginada. Lo imaginado adquiere demasiada importancia sobre lo que es real y de ahí se derivan comportamientos que pueden tener consecuencias muy graves, no sólo para el bienestar del propio individuo, sino también para la supervivencia de la humanidad.

Sin embargo, hay que resaltar que, en el estado actual de la evolución de nuestra especie, esta capacidad de reaccionar emocionalmente frente a las imágenes virtuales desempeña un papel muy importante en la forma en como la mayoría de seres humanos organizan su vida la mayor parte del tiempo. Podríamos decir que la deuda emocional se ha visto implicada en la consecución de la mayoría de los logros de los que la humanidad puede enorgullecerse hasta la fecha. También, y hay que reconocerlo igualmente, en una gran parte de sus sufrimientos.

Otros aspectos son menos evidentes, pero también hay que encuadrarlos como positivos. Recordemos al respecto, la hipótesis del marcador somático de Damasio (1995). Damasio propone que la reacción emocional desencadenada por las representaciones imaginarias de los diversos escenarios posibles desempeñaría un papel muy importante en la toma de decisiones. Y, concretamente, esta reacción emocional se proyectaría a los diversos órganos y vísceras del cuerpo, produciendo en ellos ligeras modificaciones que ‘marcarían’ emocionalmente a los diversos escenarios, apuntando cuáles de ellos serían favorables y cuáles desfavorables y facilitando así enormemente la tarea de tomar una decisión (ver también Simón, 1997).

El self ideal como compromiso de futuro

Como ya quedó plasmado en otra publicación (Simón, 2001), entiendo por self la imagen que cada uno se ha formado de sí mismo, tanto de su forma corporal como de su perfil psicológico y social.

El self es, en su mayor parte, un producto de la imaginación y, lógicamente, imposible de ser captado por ningún medio que pueda hacerlo directamente aprensible por los demás. Otra de las características de esta imagen es la de su continua mutabilidad. Como creación bastante arbitraria que es, podemos cambiar y de hecho cambiamos a lo largo del tiempo la imagen que de nosotros mismos nos hemos formado. Lo que sí permanece es el convencimiento de la existencia de un núcleo básico con el que podemos identificarnos y que creemos que perdura, por lo menos, hasta el momento de la muerte –este núcleo básico es lo que Damasio (1999) llama el self nuclear (core self). La imagen que atribuimos a nuestro self en el presente, podemos denominarla, empleando la terminología de Karen Horney (1950, 1991), ‘self actual’. Puede ser una imagen más o menos equivocada, pero refleja lo que creemos ser en un momento dado, y es también aquello que intentamos descubrir cuando hablamos de conocernos a nosotros mismos.

Por otro lado, también tenemos una imagen de cómo ‘debería ser’ nuestro self (o sea de cómo deberíamos ser nosotros) en el futuro. La mayoría de seres humanos que hemos crecido en la cultura occidental nos hemos creado la necesidad psicológica de ser de otra forma a cómo ya somos. Estamos obsesionados por «llegar a ser algo» y una considerable parte de nuestras energías las dedicamos a transformar esos deseos en realidad. A ese self imaginado que reúne las características que quisiéramos poseer en el futuro es a lo que llamo (siguiendo igualmente a Karen Horney, 1950, 1991) ‘self ideal’. El self ideal comprende el conjunto de acontecimientos posibles que el sujeto desearía que sucedieran y cuya ausencia en el futuro le provocaría una frustración o una disminución de su autoestima. También para Carl Rogers el self ideal denotaba el concepto de self que a un individuo le agradaría poseer (Rogers, 1959). En este contexto de tender permanentemente hacia un ideal (sea éste cual sea) es en el que tiene sentido el fenómeno de la deuda emocional, que pertenece a nuestra forma acostumbrada de enfrentarnos a la vida. Así sucede que, habitualmente, cualquier situación nueva que se nos presenta es interpretada desde la perspectiva de los intereses del self ideal y, de esta manera, la conducta del sujeto se reorienta en cada momento tratando de que el self ideal se haga realidad.

Si volvemos al dibujo de la fig. 1, podemos interpretar la curva de la izquierda como la representación del self a lo largo del tiempo. La mitad superior de la curva, la que representa el futuro es evidentemente el self ideal, producto de la imaginación. La mitad inferior de la curva, la que representa al self en el pasado es la base de nuestra identidad y también está muy contaminada por el self ideal, ya que siempre contemplamos el pasado desde la atalaya de nuestros deseos. Normalmente, tenemos una opinión de cómo debieran haber sucedido las cosas y el hecho de que en muchos casos no haya sido así es, precisamente, el origen de la deuda emocional que arrastramos del pasado.

El self actual está representado en el dibujo tan sólo por el pequeño segmento de la curva de la izquierda que se encuentra dentro del círculo que significa el presente real. Lo que está por fuera de ese círculo no corresponde a la realidad del presente, sino que es, por definición, producto de la imaginación. La existencia de una disonancia entre el self ideal y el self actual es lo que origina la tensión contenida en el origen de la deuda emocional.

El sujeto, en la mayoría de ocasiones, no se mide con la realidad, sino con una ‘historia’, con una narrativa que es su self interactuando con la realidad en el tiempo (véase, por ejemplo, Ramos, 2002). De ahí la necesidad de forzar la historia, de que las cosas se desarrollen de una determinada manera, de que la fábula acabe bien. Por eso es fácil que en la vida humana se produzca el drama, ya que muchas veces las cosas se tuercen y entonces se vive el desmoronamiento del self imaginado. El sujeto suele vivir para un mundo imaginario cuyas dimensiones sobrepasan, con mucho, a las del mundo real y a las posibilidades concretas que, como ser limitado que es, tiene a su alcance.

La tensión entre el self ideal y el self actual.

La existencia de una tensión entre el self ideal y el self actual es el generador que produce la energía de la que se alimenta la deuda emocional. Si el sujeto no desea, no ambiciona, no aspira a que su self reúna determinadas características en el futuro, la deuda no llega a producirse. Es esa tensión de logro –ese estar aquí y querer estar allá, o ser una cosa y querer ser otra– lo que posibilita la aparición de la deuda y las consecuencias ulteriores que de ella se siguen.

Una de las consecuencias de esa tensión es la incertidumbre sobre si se producirá el efecto deseado (o temido) o no, incertidumbre que puede prolongarse durante largos períodos de tiempo. En especies en las que la imaginación desempeña un papel reducido, la vida de las emociones es forzosamente corta. Los episodios emocionales se resuelven pronto. Pero en el caso de los seres humanos es posible que esa incertidumbre, ese suspense sobre el resultado de la apuesta emocional, se dilate en el tiempo, abriéndose así la posibilidad de que se produzca un estrés emocional de larga duración. El sujeto vive pendiente del resultado de su deseo, de ver si la inversión que ha realizado va a tener éxito o no. Del resultado de esa incertidumbre va a depender, no sólo el destino material del sujeto, sino también el valor que él otorga a su autoestima.

Las dos formas de la deuda

Aunque la base de toda deuda emocional es siempre la misma –la proyección emocional en objetos ilusorios que no pertenecen a la realidad del presente–, es fácil distinguir dos tipos de deuda, según la vinculación emocional esté más anclada en el pasado o más proyectada hacia el futuro. En el primer caso, la deuda se creó en algún momento del pasado y se ha ido manteniendo viva, renovándose continuamente, de manera que aún se encuentra activa en el presente. En el segundo caso, la deuda del futuro, la deuda no tiene demasiado pasado (al menos aparentemente) y se crea en el presente, a base de imaginar mundos futuros con los que nos emocionamos y, a continuación, nos comprometemos. Examinaremos brevemente ambos tipos de deuda.

La deuda originada en el pasado

Esta clase de deuda es la que nos mantiene atados emocionalmente a los sucesos del pasado. Su origen, habitualmente, se encuentra en algún acontecimiento adverso que desencadenó una emoción desagradable, emoción que sigue sin resolverse. Se produce pues, una secuencia característica de acontecimiento, emoción y mantenimiento de la emoción. En la tabla I enumeramos algunos de los acontecimientos, emociones y formas de mantenimiento de las mismas que se repiten habitualmente en estas deudas del pasado (Ver Tabla I).

La deuda se mantiene en el tiempo debido a que el sujeto sigue resistiéndose al pasado. No lo acepta tal como fue y, de una forma u otra, desearía cambiarlo. Sobre esta base de la resistencia, pueden suceder dos cosas: que las imágenes del pasado relacionadas con el episodio se repitan periódicamente, reavivando así una y otra vez toda la constelación emocional, o bien que la herida se mantenga latente en el inconsciente y desde ahí ejerza sus efectos negativos sobre la vida real del sujeto.

En esta deuda originada en el pasado el futuro también desempeña un importante papel. Así, implícito en la condena del pasado se encuentra el deseo de un futuro mejor, aunque, típicamente, la consecución de ese futuro no pueda transformarse en realidad, precisamente porque las consecuencias negativas de la deuda emocional impiden los comportamientos adecuados para conseguirlo.

La deuda orientada hacia el futuro.

En este tipo de deuda, la influencia del pasado, aunque también existe, es menos aparente. Lo que más llama la atención es la proyección hacia el futuro. El sujeto planifica su futuro como una elaboración personal que intenta dar expresión a los aspectos de su self que no han podido manifestarse. El futuro se concibe como una respuesta global de ese self ante la vida. Así, el sujeto se crea metas y objetivos personales en los que invierte emocionalmente. Pero, en esa anticipación del futuro, frente al deseo surge también el temor de que los deseos no se cumplan y las metas no puedan alcanzarse. Por ello, en la deuda orientada hacia el futuro podemos apreciar dos aspectos diferentes: la vertiente del deseo y la vertiente del temor que nos genera ansiedad, tensión y preocupación.

Aquí también se encuentra presente el pasado, aunque no de forma tan patente como en la deuda originada en el pasado. Es en este pasado en el que se generaron todas las fantasías sobre el futuro que han hecho posible la deuda.

En ambos casos, tanto en la deuda del pasado como en la del futuro, la deuda emocional se produce porque se han desarrollado emociones reales frente a estímulos imaginarios. Veamos ahora qué puede suceder con esta deuda que se ha contraído.

Evolución de la deuda en el tiempo y sus consecuencias

Una vez se ha iniciado una respuesta emocional, ¿cómo acaba? Es decir, ¿cuál es el devenir de la deuda emocional en el tiempo?

Veamos primero lo que sucede con las emociones cuando no hay deuda emocional, es decir, cuando en el proceso no se ven implicados objetos emocionales imaginarios. Este es el caso del devenir de la mayor parte de emociones en el reino animal. Un objeto aparece en el campo sensorial del animal, despierta una emoción que le lleva a acercarse o a alejarse del objeto. La emoción impulsa la conducta y ésta puede conseguir su objetivo o no, acabando el episodio con una recompensa o con una frustración. La emoción se resuelve, positiva o negativamente, pero deja de gravitar sobre la fisiología del individuo. Todo se desarrolla en lapsos de tiempo relativamente cortos.

A medida que la vida de los seres vivos (incluyendo los humanos) se hace más compleja, los objetos emocionales pueden perdurar más en el tiempo y dar lugar a lo que Frijda (1993) llama ‘episodios emocionales’ que son «secuencias de procesos afectivos que corresponden a transacciones entre la persona y el ambiente». En estos episodios, en los que el tiempo comienza a ser importante, ya pueden producirse deudas emocionales. Pero es en los plazos largos de tiempo cuando la deuda emocional se presenta en todo su esplendor. Y ésta es una conducta, como antes hemos descrito, típicamente humana.

Los seres humanos establecemos vínculos emocionales con objetos reales e imaginarios que se prolongan a lo largo de muchos años. Durante todo ese tiempo, la emoción no se resuelve, sino que se encuentra activa, produciendo tanto conductas (que pueden ser adecuadas o no) como cambios fisiológicos en el organismo. Y esos cambios fisiológicos suponen con facilidad una sobrecarga para los mecanismos adaptativos encargados de hacer frente a las situaciones estresantes. McEwen (1998) ha llamado ‘carga alostática’ al desgaste que sufren los mecanismos de adaptación cuando se les somete a un exceso (o a un defecto) de actividad crónica. Esto es precisamente lo que sucede muchas veces con la deuda emocional. El organismo es sometido de manera prolongada a los efectos fisiológicos de emociones que acaban sobrepasando los límites de los ajustes normales y originando patologías diversas. Por ejemplo, la ansiedad prolongada puede provocar la secreción mantenida de corticoides y la hiperactividad del sistema adrenérgico, dándose las circunstancias apropiadas para que se produzca hipertensión y/o alteraciones en la función del sistema inmunitario.

Mientras los planes del self, que se relacionan con una deuda determinada estén vigentes y sean considerados como una ‘exigencia’, la deuda emocional se mantiene y con ella las modificaciones fisiológicas (más o menos dañinas) que el mantenimiento de la emoción ocasiona.

Por ello, es interesante examinar qué posibilidades tenemos de terminar con esa situación de endeudamiento y con las repercusiones somáticas que conlleva. Es importante saber si es posible hacer borrón y cuenta nueva.

Cómo saldar la deuda y evitar su renovación

Al principio de este artículo hacía mención de la posibilidad de saldar la deuda y de la importancia práctica de esta eventualidad. Recordemos que en el punto III distinguíamos entre la deuda originada en el pasado y aquella orientada hacia el futuro. Desde el punto de vista práctico, es conveniente diferenciar las dos situaciones, aunque en ambos casos la liquidación de la deuda se basa en el mismo principio. Como ya observó Marco Aurelio (1999): «… ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien?». En la verdadera asimilación de este hecho se basa la cancelación de la deuda.

En el caso de la deuda originada en el pasado, lo más habitual es que cada vez que recordemos el acontecimiento que originó la deuda (por ejemplo, un episodio desagradable o francamente traumatizante), surja en nosotros un sentimiento doloroso de condena y de rechazo. Esta primera reacción es inevitable y pertenece a la forma en cómo el recuerdo fue almacenado en la memoria. Pero se produce una segunda reacción, ésta ya perteneciente al ámbito del presente, que, de ser también negativa, se convierte en el acto mental que renueva la deuda. Es una reacción que podemos describir como intencional. En ella expresamos una intención y, en relación con nuestro concepto de deuda, es como si firmáramos otra vez el compromiso. Y esto, repetido una y otra vez, hace que la deuda, lejos de anularse, se encuentre cada vez más arraigada, incluso que multiplique su cuantía.

Precisamente es en este punto, en el que habitualmente renovamos la deuda, el momento en que ésta puede ser rescindida. Aunque la primera reacción es automática y, por tanto, no podemos modificarla, existe ese segundo momento, ya del presente, en el que sí que es posible intervenir. Es aquí donde podemos interponer un gesto de atención comprensiva y adoptar una postura de aceptación de la realidad (lo cual no significa sino corroborar lo inevitable). Si somos capaces de introducir una actitud llena de atención ecuánime y no condenatoria hacia nuestra actividad mental, que no incluye el comprometernos con la reacción negativa (como habitualmente nos vemos llevados a hacer), la renovación de la deuda ya no se produce. En este caso es como si hubiéramos rescindido el contrato y nos vemos entonces liberados de toda la retahíla de obligaciones que su cumplimiento comporta. Podemos de esta manera empezar a prescindir de las emociones negativas que enumerábamos en la Tabla I, culpa, rencor, amargura, etc., interrumpiendo así el ciclo autogenerador de la negatividad.

Si nos fijamos ahora en la deuda orientada hacia el futuro, las circunstancias son muy similares, sólo que aquí la influencia que ejerce el pasado es, aparentemente, menor. Otra diferencia es que las emociones que nos ligan con el futuro son frecuentemente positivas –el deseo de alcanzar alguna meta–, aunque también el miedo es una de las emociones frecuentes en toda nuestra negociación con el porvenir. En cualquier caso, la forma de saldar la deuda hacia el futuro es obvia; no llegar a contraerla, es decir, reducir la ambición y el afán de logro y adoptar una actitud abierta y confiada a lo que pueda suceder en el futuro. Quiero recordar aquí algo que ya he afirmado en otra parte. Que no se trata de evitar la planificación, ni siquiera de evitar las emociones que la imaginación del futuro puede provocar, sino de renunciar a la exigencia que normalmente ejercemos sobre los acontecimientos del porvenir. Exigencia que nos lleva a condicionar nuestro bienestar (supuestamente futuro pero en realidad presente) al cumplimiento de ciertas condiciones que nosotros mismos nos hemos impuesto.

El renunciar a (o no llegar a contraer) los compromisos adquiridos con la deuda no es tarea fácil y requiere, en realidad, un cambio bastante profundo en el funcionamiento mental que los seres humanos utilizamos habitualmente. El núcleo fundamental reside en la vivencia de cada momento del presente con una conciencia incrementada.

Para concluir, me parece necesario subrayar que la transformación de la mente a la que aludo no es sino una fase más, un nuevo estadio en la evolución vital de los individuos, estadio que es posible alcanzar utilizando el soporte neurológico que ya poseemos. Para esta transmutación no se necesita ninguna adquisición biológica novedosa, tan sólo una utilización diferente del cerebro actual. O si se quiere, la puesta en marcha de capacidades cerebrales no utilizadas que nos conducen a un salto funcional, a un cambio de nivel.

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